UN
ENCUENTRO CON LA BELLEZA
F.J. CALVENTE
Hoy es sábado
de Feria. Sábado de Goyesca. El mundo plegado en torno al coso más antiguo, el
más glorioso y proverbial. Día al que Umbral definiría con ese instante joven y
legendario del español, del andaluz, del rondeño –a más patrias, mayores las
estupideces- para torear a todo bicho que embiste (aunque quizá sea a la
inversa: embiste porque se le torea), entretejiendo el misterio de su arte en
los espacios inescrutables de celosías de madroñeras geométricas. Hoy es un día
excepcional para un encuentro con la Belleza. Pero yo ya lo tuve, justo al
principio de la Feria.
Porque la
Feria, esta misma Feria de Pedro Romero, todas las fiestas celebradas para conmemorar
al inconsciente, atavismos y emociones, constituyen alambiques en los que
destilar, de acuerdo a nuestra voluntad, la esencia fundamental de la Creación,
aquella que es sinónimo de Belleza. No se trata de estar, de instalarse en el
lugar adecuado, en el momento preciso, consciente, en la amalgama de sonidos y
colores, de gestos y solaces, sino de estar despierto por saber y aprehender
cuando surja, de improviso, la posibilidad de crear imaginarios, la
escenificación de la Belleza. Yo ya la tuve.
A mí me
sucedió en la noche, siempre es la noche, después de la cabalgata o pasacalles
como una mecha que prendería la explosión de la Feria, martes, pero que se
apagó en el primer instante que se movía tan pobre recreo o mísero escaparate de
mediocridad; ni el exotismo de saldo de los grupos folklóricos la desdijo, ni
los groseros muñecos mutantes, la hermosura de las damas goyescas estupradas en
el desangelo de un carromato destartalado. Me ocurrió luego, tras el paseo con
familiares donde ya se insinuaron, esclarecidos, los mimbres de aquello que
emergería de un ensueño, la cristalización de una quimera, el origen y el fin
del Universo rendidos en el Tajo que recorríamos con temblor, vértigos
ancestrales y admiraciones por concurrencias innatas. Tajo recortado, realzado
en la negrura ubicua, en una antorcha salvaje contra la primera y tímida luna
de septiembre. Aún sobrecogidos, llegamos y descubrimos el Barrio San
Francisco, porque jamás se conocerá del todo, atento en sorprender con nuevos y
sugerentes matices, tornasoles asombrosos. El rumor tenue del agua del pilar,
sibilante, serpenteante, exclamación del pétreo silencio, insinuaba la
consumación de la Belleza. Aquí me detuve, nos detuvimos todos, en una
indecisión por llenar el tiempo, cuando ignorábamos que solo era una espera
mientras se disponían los ingredientes en esta redoma mítica para el término de
un milagro.
La piedra, las
murallas, “en la delicada penumbra de la ceguera/ un cóncavo silencio de patios/
un ocio del jazmín/… que conjuraba memoria de desiertos”, resplandecían en un
dorado viejo, bañadas en el reflejo de la fría lámina de un bronce aún más
antiguo, el agua del pilar o el espejo recóndito donde abrevan la leyenda y la
tradición, las raíces y los retornos. Curiosa desnudez de la tierra bajo un
cielo tupido de túnica negra iluminada por la cera, subrayando una barrera
inabordable con las calles donde refulgen las piedras, alborean las paredes de
las casas, amarillean los fanales, la alameda colmada de un gentío de tapas y
bebidas, de encuentros y compromisos, de risas o llantos encubiertos. El
silencio denso de una Belleza aún increada o tal vez inconclusa.
Y en esto que
mi hija se sienta en el pulido pretil del pilar, ataviada con el traje de
gitana de una rebullina perfecta de círculos negros próximos a estas noches de
septiembre que remolonean con agosto, el blanco de fulgurantes encalíos, y el
verde de una tierra generosa. Hilachas azabaches de velos rasgados, de nubes
deshilachadas, caen de sus hombros como una cascada de fluidos carbones, insistente
en el domado y recogido cabello de oscuros precipicios, rociados, resueltos en
la enormidad de unas pestañas como abanicos que avientan suspiros con los que
expresar la Belleza. Una nota musical cuelga de sus orejas. Una flor despunta
en la cabeza, laberinto arrugado en verde y negro, retahíla de íntimas reminiscencias,
síntesis de esta Feria y de la culminación más bella. Belleza, ahora, única,
aquí, singular, cercana, ausente, perfecta. Luminosidad en su cara de niña que
rompe en mujer, de tersa bondad. Ojos, mirada, abstracción, que bajan con
suavidad, con dulzura, en un respeto exquisito por el alarde del entorno,
precavidos de sencillez, tímida por si al entornarlos, los obscuros
abismos del don de la Belleza eclipsara o absorbiera el legendario precipitar
de este Barrio y su parcela eterna. Olía a esas madrugadas estivales de
incendios de rastrojos, secos, conjugado con el frescor de la vegetación, del
agua, de las lágrimas.
Se hizo la
Belleza. Saqué mi móvil del bolsillo de lo cotidiano, y disparé la cámara
corporativa, ajeno a si sería capaz de captar esta ensoñación materializada.
Intenté burlar al tiempo, a un espacio inaccesible, un poco de eternidad, un
hito donde siempre rescatar la memoria de la Belleza. He aquí. La idea del
equilibrio perfecto entre esta, Belleza, y la posibilidad de nombrarla no a
través del bazar de adjetivos que no la diferencian, la tipifican, sino por su
nombre inefable: Inés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario