“Mirando mi
silencio y cómo yo la miraba bajo el viento y los árboles que se estremecían
dentro de mis huesos”
“El nombre
que ahora digo” está considerado por algunos especialistas en la Guerra Civil
(tal es el caso de Paul Preston) como una de las más fieles narraciones sobre
el conflicto español. Pero no es intrínsecamente un libro de guerra, ya que narra
las vivencias de un grupo de soldados que malviven protegiendo y ofreciendo
espectáculos de variedades. Es esto lo primero que me sorprendió, al borde de
la escama, las actividades de un pequeño destacamento del ejército republicano
encargado, durante la Guerra Civil española, de organizar en Madrid espectáculos
para los soldados que luchaban en el frente y pueblos y esperanzas. Algo
atípico en una historia de guerra que no lo es y aunque se halle presente.
Dejémoslo, según su autor, en una historia de los perdedores de una guerra.
Mejor, a mi entender, en una historia de amor y de amistad que se desarrolla en
un contexto adverso, desgarrador y donde los personajes terminan vencidos,
asolados, desolados, perdidos, fracasados, arrasados por la sinrazón española
del fascismo y la muerte.
El narrador que da cuenta de los hechos, muchos años
después de sucedidos, es el hijo de uno de los personajes principales, el sargento
del destacamento, Solé Vera, y basa esencialmente su narración en los cuadernos
escritos por un joven soldado, Gustavo Sintora, una parte durante la guerra y otra, menor, algún tiempo más tarde y de los que se reproducen numerosos fragmentos literales,
en cursiva. Un diario de emociones y sentimientos, esto es lo que es,
perfectamente intercalados dentro de la tercera persona neutra del hijo de Solé Vera; muy
poéticos, de estilo cuidado, lleno de sorprendentes metáforas y hermosas personificaciones
del paisaje, del paisanaje, de los hechos…; de modo que al narrar en primera
persona sus impresiones, Gustavo Sintora, nos hace copartícipes de la historia,
de los sentimientos; sea de una manera difusa, tal vez de una melancolía
desgarrada y, en cierto modo, llena de un romanticismo impropio pero no
inadecuado. Me gustaron, y mucho, estas apostillas del diario de Sintora. Y,
por tanto, genial la presentación del relato desde esta doble perspectiva: la
de quién vivió personalmente los sucesos narrados y la del cronista que, valiéndose
de este argumento, proyecta, estructura y ofrece la narración.
Y así, en el
transcurso de mi lectura, aquello que en un principio supuso una historia de
guerra marcada por cierta singularidad, cierta singularidad extravagante, que
arrojaba la propia guerra al fondo de la escena para construir, con maestría,
naturalidad, con un uso lírico de la palabra formidable, una historia de
personajes en torno al amor y a la amistad. El jovencísimo Gustavo Sintora que
descubre en medio de esta atípica guerra el amor que marcará ya toda su vida, “También pensaba en Serena Vergara. No
importaba que llevara días sin verla. Era como si ella, dentro de mí, mirase
todo lo que yo miraba y oyese todo lo que yo oía”; el sargento Solé Vera, o
el capitán Villegas, ejemplos de seriedad honesta; Ansaura, el gitano,
obsesionado por la esposa ausente; Enrique Montoya, personaje eminente, capaz
de ofrecer su propia vida por la amistad; Doblas, “hermano” sin serlo del sargento;
el mago Pérez Estrada, los enanos, la Ferrallista, el malvado Corrons y algunos
otros intérpretes definidos, inolvidables, con sus peculiaridades y
particularidades, como Paco textil, los esbirros de Corrons, el marqués
secuestrado en su propia mansión, el cura Anselmo Quintana, Salomé Quesada, o
la personificación del amor puro, más allá de la edad, más allá de las
ataduras, Serena Vergara... “Cuando no
había ojos, cuando las lenguas eran un animal dormido en la cueva oscura de las
bocas y las bocas túneles tapados por el sueño” Decía que también es una
historia de amistad, de amistad inquebrantable, Solé Vera y Doblas, incluso en
el otro lado o eje del mal, Corrons y Asdrúbal y el hermano. De historias de amor agitadas,
aglutinadas por el destino incierto y trágico de la guerra: fundamentalmente
Sintora y Serena, “Gustavo Sintora miraba
el verano en los ojos de Serena” y también otras, Montoya y la Ferrallista,
Villegas y Salomé, Ansaura y la esposa añorada en el recuento de su nombre y
distante en el tiempo, inclusive la cruel resignación de Serena a su desalmado
marido Corrons.
Hasta que, no tarda en llegar, irrumpe la cruda guerra y ocupa
la primera línea de escena en el libro, condicionando el discurrir de sus
personajes y sus personales guerras en la propia guerra… “Unos muertos borran a otros, y al final también van borrándonos a
nosotros, hasta convertirnos en fantasmas, en muertos a los que les late el
corazón y andan por el mundo, pero ya sin vida, nada más que con los recuerdos”
Desde la batalla del Ebro hasta el final de la guerra vivirán un calvario de
muerte y destrucción, descrito de manera soberbia, espeluznante, conviniendo para
siempre la conducta y destino de los personajes, aquellos que sobreviven a la
guerra y a la crueldad. Porque la guerra, aquí ya, es la destrucción, de vidas,
de un país, de hermanos, de ilusiones o de proyectos. “No había tierra para que cayeran tantos muertos”
Recuerdo, y
recordaré cuando seguro relea esta novela, fragmentos profundamente poéticos y profundamente
insospechados; en unas escenas de extraordinaria brillantez narrativa, como la propia
guerra en el Ebro, la muerte de Textil o el peregrinar, con una máquina de
coser Singer a cuestas, de Ansaura, el gitano. “… batalla que había empezado a librarse en el Ebro, una batalla, decía
él, que puede devorar muchos hombres: “los que allí van a morir y los que el
resto de su vida pagarán la derrota que allí podemos tener” En estos y en
otros momentos, la obra en sí, la corrección y delicadeza del lenguaje, me
despertó el sentimiento emocionado por los componentes de ese destacamento de
republicanos, por su historia de amor y amistad.
Todo esto acredita a un
narrador, malagueño, magistral, Antonio Soler, que en la creación de este mundo
propio, nos incluye en él y nos permite participarlo y sentirlo. Esta novela
obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de
los narradores más sólidos de nuestro país. La fortaleza y perfección de su
.
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