SÁBADO EN EL QUE DECIDÍ NO VOLVER
JAMÁS A CONVENCER A NADIE Y DONDE MI HIJA ÁNGELA ME SALVÓ DEL MISTERIO DE ALGO
TERRIBLE
F.J.
CALVENTE
“No intentaré jamás convencer a
nadie”, me dije en una reflexión inoportuna, tal vez contrariada por la
terrible vicisitud de aquellos extraordinarios momentos.
A estas alturas de mi existencia,
o de mi supervivencia en este tablero desolado por una inexistente crisis
económica que afecta a los más débiles, a los más desprotegidos, y porque si
así lo fuera, una situación crítica, también afectaría a los más acomodados, a
los amparados en unos intereses que repuntan precisamente ahora con la crisis,
con la situación crítica, ésta solo para nosotros que sorteamos los vacíos de
la miseria por criminalización de estos miserables, usureros de las necesidades
básicas. A estas alturas de mi existencia, decía, y ya no sé si por cierta, y
peligrosa, resignación o tal vez indiferencia, entre otros contextos, entre
otras posturas, por estas imposturas, entre otras actitudes, flaquean las
aptitudes, asumo y establezco como nuevo e ineludible axioma, inexcusable a
cierto modo en estos momentos de apreciar, de evaluar el mundo, o las medidas de
éste en mi persona, en mi entorno, en mi existencia o supervivencia actual y
continua, que no quiero ni pretendo ni al menos despliego algún atisbo de gesto
o esfuerzo de convencer a nadie, de convencer a otros con aquellos criterios,
pulsiones de emociones, consideraciones o reflexiones mayor o menor
enjundiosas, frívolas o trascendentes, que al día de hoy, en estos momentos
tildados de críticos, se diluyen en incertidumbres pesadas, gravosas quimeras, mías
por supuesto, en una apatía universal de la que no quiero salir y por temor a
que nuevas expectativas, nuevas ilusiones, incluso nuevos prejuicios para
contrarrestar sus presuntas virtudes, caigan como las hojas de los árboles en
este otoño que ya adopta su verdadera fisonomía, y que en su declinar ahonde
más y más este agujero cuyo final me resulta imperceptible, incierto, y con la
única aspiración de poder tocar fondo de una vez por todas para de esta manera
poder iniciar la salida o encontrar ese asidero que me permita ascender hacia
una nueva luz u otro horizonte diáfano, nimbado de esperanzas y de lucha por
hacerlas realidad, o al menos intentarlo. No quiero convencer a nadie, intentaba
explicar, y no porque su intento, o en su réplica, temiendo a la respuesta, ésta
o todas ellas me convenzan a mí mismo y con lo cual el desmoronamiento personal
se agravaría y con ello mi desolación alcanzara cotas desgarradoras, sino que
no me preocupo en convencer a nadie porque considero vergonzoso, cínico, de un
impudor inicuo, solo intentarlo. No quiero convencer a nadie con nada o con
mucho. Que cada cual construya o destruya su universo. Yo, no quiero.
En esto reflexionaba cuando, de
repente, caí en la cuenta de que acontecía algo terrible. Comenzó minutos
antes, aunque esta reflexión anterior forme parte de un sedimento negro que
traba mis pasos, inmoviliza mi voluntad, hiere cualquier iniciativa, de mi rol
en un mundo que me da la espalda y me da vueltas como si fuera una idiota
peonza mareada y cansada. Una luminosidad azul, tibia, penetraba por las
ventanas de mi salón. Tras días grises y convulsos, de lluvia y melancolías,
sorprendía esta claridad y un optimismo pausado pero decidido. Chándal, sudadera
negra, Javier Marías bajo el brazo, precisamente Travesía del Horizonte, y una
necesidad de sosiego reconfortante en el tímido y venturoso sol que desclavaba relumbreras
diamantinas en las lágrimas y vestigios húmedos de la borrasca predecesora. Mi
hija Ángela cogía mi mano libre, botas beis altas, vestido vaquero, tupidas
medias, sonrisa inocente, soltura honesta; y con su otra manita asía e impulsaba
un carrito de capota rosa donde una sorprendente Dora la Exploradora sustituía
al bebé de turno y de actitud indefensa, manejable; a falta de la mochila
propia del merchandising de aquel dibujo animado, llevaba en el mismo carro un
saquito de un perro de lana y aire retraído y donde guardaba sus imaginaciones.
Regreso, regresamos a la Alameda y a sus eternas expectativas, me orilló el
título de la última entrega de la saga cinematográfica de los X-Men, “Días del
futuro pasado”, como uno de esos nombres que logran intitular los milagros que
suelen acontecer en su geometría irregular y que en esos plazos se escribían con
ocres contraluces en los pentagramas de las hojas caídas de los árboles. Las
piedras de los poyetes, donde asenté mi zona noble, rezumaban el mismo frío que
atería mi rostro, pero un calorcillo agradable repartía su gracia por mi
espalda. Mi hija, sorprendida por la soledad del parque infantil, sucumbía en
la cándida solicitud de sus expectaciones. Así que, tras leer unas páginas del
libro, me sometí a su requerimiento, al de mi hija, para emprender un breve por
su estado o pretensión e incierto paseo y que amainara su aburrimiento. El
presagio a lo terrible que después irrumpiría de la reflexión contaba los
momentos.
El primero de los momentos me
llegó con el chillido frío de las piedras al que no presté oídos ni sensación,
ni menos posibilidad para contravenirlo, tan insistente y chillón era. Y
declamaba, y se quejaba, éste, en la añoranza de su proverbial mixtura de
calores retenidos en estaciones más llevaderas, de una crudeza que convertía en
yermos su rectilínea extensión por este murete que más que cercar realzaba la
heterodoxia mítica de la alameda. Intenté hacerle saber que mi gesto, en aquel instante,
socorría a llenar con mi propio cuerpo sus nostalgias de relaciones y usos, tal
vez afectos, pero rezongaba su huraña reposición, demente y sorda, desconfiada
y huérfana. Luego el metálico vaivén de un columpio del parque infantil,
tensadas cadenas, mecido por una gélida brisa que me aconsejaba desertar hacia
cobijos placenteros, frenado por la mirada sorprendida de mi hija Ángela que no
daba crédito a cómo la soledad se divertía a solas, a sí misma, invidente y
nigromante, clandestina, lloraba con sibilante expresión su pena por la
ausencia de risas y ensueños, de niños y aventuras. Sacudí la cabeza y bajé la
mirada al libro, pero no leía, me hablaban las propias e impresas palabras, los
mensajes de una trama afianzada, intrigante, en los vacíos de la nada, y que se
desleían, se entremetían por los intersticios de mis dedos para afrontar y
corroborar el discurso de esta mañana otoñal en la alameda de mi Barrio. Mi
hija, rendida de esperar a Paula o a otra amiga con la que compartir tiempos
que se disfrazarían de realidades fantásticas y distraídas, reclamaba su interpelación
ante mi demora, su demanda de entretenimiento. Cerré el libro. El chillido de
la piedra se hizo desgarrador al levantarme de su asiento. Sacudí de nuevo la
cabeza, en el intento de deshacerme de estas disertaciones de las cosas,
animadas e inanimadas, que no deberían estar sucediendo. Iniciamos un pausado
andar por la procesión de guijarros cenicientos que saludaban de manera
mecánica, “Buenos días”, salmodiaban en una letanía rectilínea como la silente
fila de mármoles que los contenía en cuadrículas de un razonamiento calculado.
“Buenos días”, respondía callado una y otra vez a la monótona sucesión de
saludos. Mi hija, perspicaz, sonreía. Ella sabía. “Morimos”, resignadas como
kamikazes del otoño musitaban las hojas, tintadas de atardeceres. “¿Por qué?”,
requería yo con angustioso poso. “Tenemos que morir para dar paso a la simiente
de nuevas hojas verdes y frescas”, articulaba su crepitar al caer y tras ser
arrastradas por un aire caprichoso en el suelo. Un chasquido seco, un “Así
sea”, crujía bajo nuestros pies. “Así sea”, del mismo modo arrastraban
serpenteantes las palabras los diversos chorros de la fuente; bajo el criterio
adusto, inerte, de San Francisco, enajenado en un extático recogimiento.
Verdosa herrumbre que degradaba el bronce talentoso de su fábrica. Bares
silenciosos en los flancos del espacio concreto, mudo el alegato de lo cotidiano.
Charcos que espejaban las historias de los árboles, los frágiles comentarios de
tiempos pasados donde yo rescataba mis propias memorias, las sensaciones de la
Feria y otros eventos o heroicidades que reivindicaban su perpetuidad, no el olvido,
el abandono. No sé si los árboles callaron o el ruido de la motocicleta de mi
amigo Ignacio Garrido cubrió sus historias con una normalidad impostada.
Normalidad. Breve. Hablamos y no hablamos, mi amigo y yo, mi hija se sentó en
una de las esferas de hierro negro que remarcaban los cotos de la acera,
precauciones a la carretera, y que a mí cuestionaban cómo se resolvía la cuadratura
de su circunferencia. Hablamos y no hablamos, nos saludamos y nos despedimos,
quedamos y no quedamos para más tarde, mi amigo y yo, una provisionalidad enredosa,
la vinculación de la amistad que reclamaba arraigarse. Hasta luego. Proseguimos
el paseo breve e incierto, mi hija y yo, que dispuso sin nosotros pretenderlo
subir por las Cuesta de las Imágenes, al socaire del lienzo pétreo de la
muralla que rielaba un castaño pálido, una viveza evasiva; y con voz queda,
pero estable, respondía, a mi reverencia respetuosa por su belleza eterna, con la
quebradiza inflexión de que ésta, su persistencia, no era incólume, expuesta
como el universo a su indecible destrucción. Palabras sagradas. Reía la hierba
del jardín bajo las ruedas del carrito de mi hija, y que parecía indicarme,
Ángela, en el entornar indicativo de sus ojos, en el arquear de sus cejas, en
el mohín de su naricilla hacia la otra orilla de la cuesta, a la hilera de
árboles tras el muro de piedras que me agradecían mi compromiso, mi esfuerzo;
por evitar, aplazar, su estúpida devastación, víctima de otro zarpazo de la
especulación urbanística, lugar potencial donde asentar coches y
recalificaciones, dinero y franquicias. Un rumor opaco, legible el reconocimiento.
Correspondí con la cabeza y con un serpenteo ejemplar, cómplice, recorriendo mi
entraña. Torcimos el paso ligeramente a la derecha, la curva de la calle, el
desfiladero abierto entre el derruido Castillo y el tepe gris de tejados de
donde parecía levantarse sobria, altiva, la mole arquitectónica de la Iglesia
del Espíritu Santo. Un ciprés contenía el enfado de un céfiro glacial y
desabrido, despótico, deteniendo nuestro paso, ordenándolo, marcial su
“¡Alto!”, rígido. Mi hija se detuvo y no tuvo inconveniente alguno en cumplir
la orden del viento. Al ver que yo hacía caso omiso al mandato, cuando ni
siquiera escuché su imperativo y aunque apreciaba el filo gélido de su arma en
mi cara, reclamó mi atención y nuestra disposición inequívoca. Confundí la consigna.
Hipnotizado, intrigado por la sugerencia escalonada advertida en los escalones
a mi derecha, como una invitación a la marcha sutil por la muralla. Cantos de
Sirena petrificadas en la escala, llamándome a la muerte, a vacíos y
precipicios que en su precipitar resolvían dilemas y desesperaciones,
horribles, enredados en la seguridad translúcida de una hermosura inasible y
evanescente, como el ondear de unas livianas nubes que vestían y desvestían la azul
uniformidad del cielo. Los haces pajizos de un plácido sol, rebotados en la
piedra, reafirmaban mi desconcierto, reforzaban su solicitud a mi travesía por
la muralla, en la musicalidad atractiva, mesmérica, de un placentero “Adelante,
vamos, adéntrate, piérdete, fúndete en ti mismo porque eres tú y no nosotros
quien construye el destino, la creación de tu mundo”. Yo creaba mis propios
alzamientos, mis propias declinaciones. No obstante… Miré los escalones, miré
el tránsito de arriba, hacia el primer torreón, entre oscuros tejados y la
delicuescencia del mismo sol en los relentes de la piedra. Calle Imágenes.
Mi hija, Ángela, me tiró de la
manga de la sudadera. Ella sabía. Y lo que ella sabía era de aquellas mágicas
pautas preservadas en su entera candidez, en la inocencia aun íntegra a los
desatinos y quebrantos de la sociedad. Observé la estrella fugaz, deslumbrante,
que pasó por la bella curvatura de sus ojos, sentí su paso ciego por mis
adentros, por mi alma. La sonrisa confiada y esbozada en sus labios violáceos
por la inconformidad del frío, por su rabia al ella desbaratar los planes que
el designio de aquella perpetuidad pretendía con sus cantos de sirena hacia
conmigo. Odisea. La explosión fue instantánea. Y aprecié lo terrible que estaba
aconteciendo, aconteciéndome, engulléndome en la inextricabilidad de su
secreto, de su misterio: Hablaba con las piedras, con los árboles, con las
hojas y el viento, hablaba con los cosas y oía su naturaleza, sentidos y
acuerdos. Algo terrible. Terrible como mi propia vulnerabilidad, como la propia
incomodidad que marchaba como una de esas ráfagas del aire helado y que
estrujaba mi adentro. Oía y conversaba con las cosas porque con seguridad no
podía escuchar ni hablar con nadie. Terrible era mi soledad, tan locuaz.
Terrible mi soledad. Y en ese momento noté cómo otra ráfaga me electrocutaba interiormente,
era la pequeña mano de mi hija que cogía la mía. Estaba suave y caliente,
decidida y apegada. Y su dulce vocecita dijo: “Vamos al parque, papá”. Y cuando
mi desesperanza se deshizo en su franca mirada, entendí que, ciertamente, de
ningún modo intentaré convencer a nadie. Jamás. Que cada cual construya o
destruya su universo. Por el contrario, yo me dejaría convencer por mi hija, sí,
confiar en su inocencia, en su pureza, en la belleza de su esperanza, para
ordenar este tablero desolado en el que se ha convertido el mundo.
complicado relato...pero no esperaba menos....hablamos de resignacion,temor,necesidades,perdida de fe en si mismo,pensar que tanto esfuerzo no ha servido de nada,cansancio de darse contra una pared...creo que es algo natural que todos los que hemos militado en politica con la unica finalidad que conseguir un bienestar mayor para todos,nos ha ocurrido precisamente eso,por estos pagos le decimos "pincharnos"hartarnos de entregar todo y solo sentir indiferencia por parte del mundo...pero esta su hija,la que le recuerda el camino de regreso a su ingenuidad y a sus ideales intactos...el personaje cree estar perdido,pero se equivoca,en sus ojos encontrara el camino de regreso...a su esencia,porque es inevitable porque si asi no fuera seria verdad que ha muerto.Un abrazo Francisco,me encanta lo que escribes
ResponderEliminarPreciso, somero y sintético. Magnífico tu comentario, ajustado. Y no es para menos, me conoces. Gracias
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