UN CUENTO DE NAVIDAD
"¡Oh, oh, oh!",
malhumorado cambio la onomatopeya de la tradicional risa (¡Ho,ho,ho!) de un
patético Santa Claus asomado a la ventana del televisor, incitándome a tuitear
yo no sé qué apoyo al “Sálvame” y desde el programa de “Ana Rosa”. No aguanto
más, tampoco la narcotizante intermitencia de las bombillitas multicolores del
árbol de navidad en el centro del salón. Con el persistente pellizco de
ansiedad más acusado, bastante incómodo, con el que la nostalgia amordaza la
felicidad, absoluta sería utopía, mejor definirla como una sucesión de repuntes,
aquellos que me hacen sentir bien o a gusto conmigo mismo y en la complicidad
del entorno con mi adentro, mas no es uno o este el caso de la estridente carcajada
del gordinflón rojiblanco, colchonero, percutiendo en mis oídos, cuando me
arrojo a la calle, a desahogarme con la tibieza de un sol de veinticuatro de diciembre,
¡fun, fun, fun!, de luz blanca, vivificante, que administra caprichoso el frío
que exhala una brisa vagamunda y medrosa. Aspiro profundamente y sus esquirlas
gélidas, como admoniciones de hielo, se me clavan en la nariz, otras esplendentes,
como polen al aire, ciegan mis ojos. Esta noche, nochebuena, y mañana navidad… oigo
en el bar de enfrente, no es Rafi quien
canta, fuma y fuma y vuelve a fumar. Otro resquemor hondo, otra contracción
dolorosa en mi interior, puñetera melancolía.
En un reverbero de sol arrancado de
la luna trasera de un coche que pasa como una exhalación por calle San
Francisco de Asís, apestando a gasoil y con amenazas explícitas, parchea mi
visión en el momento que un estremecimiento me flagela con saña al apercibir la
naturaleza del conductor del automóvil. Una fugaz semblanza, que no por ello
deja de ser pavorosa, desasosegante, de un fantasma reconocido de pesadillas
pasadas, presentes y futuras. Era el mismo espectro de Jacob Marley del cuento
de Dickens, aquel que visita a Ebenezer Scrooge para atormentarlo por su forma
de pensar, de entender la vida y conminar a su arrepentimiento. Cabeceo con
insistencia de un lado a otro, los ojos cerrados, con rabia, y al abrirlos los
parches negros en mis retinas se plasman en las paredes enjalbegadas de la otra acera, en la sinuosidad de los contornos de las piedras de la calle, en el
cielo como OVNIS interrumpidos en cada parpadeo. Otro espeluco más dilatado,
más insoportable, porque dispone que en estos efectos deslumbradores está la
sentencia del conductor del coche, su condena a vagar eternamente arrastrando
la larga y pesada cadena que representa todos los actos de avaricia y egoísmo
que cometió en vida. Intento abrir la boca para contravenir la provisión
misteriosa, no puedo, algo me impide decir al conductor o a mí mismo en un
orden detestable del día y el olvido neto, recurrente, que yo no tengo encima
ninguna cadena de avaricia y egoísmo, ni larga ni pesada, solo la cadena de una
nostalgia dolorosa, insoportable, aborrecible de estos plazos navideños o del
solsticio de invierno, pero me es imposible expresarlo.
Echo a andar hacia la Alameda,
con ese presagio rondándome la moral y las entretelas de mi apenada añoranza.
Temo que esta primera aparición en el coche anuncie la visita de otros tres
espíritus que me concedan la última oportunidad de salvación, de comulgar e
hincarme de hinojos ante el consumo fraudulento de esta nochebuena y mañana
navidad y dame la bota María porque me voy a emborrachar… ¡Gilipollas… marchaos
espíritus del coňo de dónde seáis… vade retro! ¡Cristo, aparta de mí este amargo
cáliz!... Pero no había manera, impedida mi voz, callado, inmutable, y todas
estas exclamaciones o todas estas palabras encerradas entre exclamaciones, que
solo reverberaban por mis interiores, hinchándome de una presunción que exigía
estallar, o ya lo estaba haciendo adentro, para desbordarse, desahogarse fuera,
en derredor, y exorcizar la presencia de un espanto que verdaderamente no llegó
a acaecer más que en una de las farras de mi destino. Imaginaciones, de
acuerdo, sin obviar que me atormentan con su huella, con su impregnación o por
lo que aún pueda sobrevenir en este menguado trayecto desde mi casa hasta que
alcanzo la Alameda de árboles casi despojados de optimismos, sinfonías de
primavera, de esas hojas ocres que ni siquiera vuelan o yacen por el piso de
guijarros grisáceos. Árboles desnudos, esqueléticos; otros con retales de hojarasca
amarilla y agonizante, todavía fulgentes, ajada estampa de esplendores de
antaño. Al pie de la medianera de los poyetes que bordean el parque, como una
avanzadilla, una conjetura a la templada monumentalidad de las murallas que
clareaban la luz invernal en el horizonte, un hombre sentado.
Como si una descarga eléctrica convulsionara
el cuerpo, mi sobresalto encaró al desconocido, de edad indeterminada,
indefinible, no sé si hombre o mujer, acaso un andrógino alquímico, que vestía
con una especie de túnica blanca, con gorro antiguo, precisamente dickensiano,
en forma de matacandelas y que apenas sostenía el resplandor de una luminosidad
alegre, como la aureola de las farolas en la noche, entre plomizos y endebles
cabellos que asomaban en su nuca. Tenía la mirada y hechura posiblemente prendidas
de alguna expectativa mítica que era posible aprehender en la Alameda, y yo,
seguro por el terror que atenazaba mi ser ante figura tan extraña e intrusa, no
percibía nada, ni su más insignificante atisbo de esencia legendaria. Solo el poniente,
ante mi detención obligada o asustadiza, infusa, en la encrucijada de calles y
destinos, en la esquina de Mapfre donde Curro suscribía un seguro de vida al
niño Jesús aún no nacido (operación de corto recorrido), musitó el soplo
vespertino que aquel hombre o aquella mujer desconcertante, temible, podía
tratarse del primer espíritu, el Fantasma de las Navidades Pasadas. Al instante
de esta confidencia, quise y seguí sin poder contravenir, voz en alto,
exclamar, chillar, no merecer, no formar parte de la maldición por odiar estas
fiestas. Ni mucho menos que mi atormentada melancolía aspirase resucitar
pretéritos de amabilidad e inocencia, de infancia apegada de emoción y
desapegada de razón, ni de soledades, no las tuve, acompañado de mis padres, de
mi hermano, de mis primos y amigos; no existía, del mismo modo, ninguna hermana
Fan que doliese su memoria, ni fiestas organizadas por ningún Sr. Fezziwig que
me quisiese como a un hijo… Y si bien continúe emocionándome y buscando
expresiones de belleza, más en su búsqueda que en sus incontables encuentros, o
amor en su expresión ubicua, a ninguna dejé, amores y bellezas, ni prometidas
Belle ni a otras. De hecho, sirva el momento presente para atestiguar mi
desafortunado sino, no amo el dinero porque no lo tengo y el trabajo se me escurre
como una de aquellas testimoniales hojas que extenuadas caen de algunos árboles
recios y tercos, desconfiados con perder su caduco atributo, como para
renunciar a la belleza y amor por ellos, por el trabajo y el dinero.
¡No!, por fin pude gritar. Y al
momento el obscuro individuo, era él, seguramente extrañado por mi grito, me
miró abandonando todo aire opaco y terrífico de misterio victoriano, para que
yo advirtiese en su ademán la normalidad transgredida por mi chillido de
negación. Esbocé una sonrisilla de disculpa, de compromiso, y al volver aquel
de nuevo su vista cansada en una de aquellas expectativas mitológicas de la
alameda, ya vividas y amadas, con el agrado de lo cotidiano, observé era el
mismísimo Julio Cortázar. Su voz me tranquilizó porque ponía autenticidad a mi
incómoda tristeza por el día, de esta
nochebuena ingenua como para que los peces beban en el río y campanas sobre
campanas y burritos sabaneros trotando por Belén: “¿Hasta cuándo vamos a seguir
creyendo que la felicidad no es más que uno de los juegos de la ilusión?” Palabras
que salvaguardan la llave para desentrañar mi estado de ánimo, no
transformarlo, y que, aunque contrario a lo pretendido en estas efemérides,
mayoría somos quienes así sentimos y asumimos nuestra divergencia. Ilusión. Palabra
que, al fin y al cabo, de esto trata la supervivencia en navidad o en este
solsticio de invierno donde algunos ven arcaísmos mágicos y trascendentes. Miré
arriba, al cielo de un desvaído azul, como si su infinitud fuese menos
aplastante que mi pensamiento sobre la ilusión y el corolario a la añoranza acongojada
de estas fechas. “¿De qué me sirven las ilusiones cuando estas no van de la
mano de la realidad?” Y como en un reservado desquite con el antiguo Fantasma
de las Navidades Pasadas y que a resultas era un Cortázar simple y nada
anecdótico, rezongué con despecho, exigiendo una responsabilidad, o la
depuración de ésta, y aun reconociendo que nunca llegaría: “¿Cuántas ilusiones
he reiterado año tras año, y este también, cansado ya de tanta inexpresión o
manifestación?” “¿Cuántas ilusiones perdidas?” “Estoy cansado, muy cansado”
Bajé la cabeza y observé de soslayo, nimiedad que no me salvó de la carga de
preocupación y de nuevo recelo, a la niña que una vez vi disfrazada de princesa
Elsa coloreando la insoportable levedad de un medio día incierto, aquí en el
Barrio o en Frozen el Reino del Hielo; y la que personificó, en esos ingratos
momentos en los que ya no supe quien a quien, a la niña harapienta y desnutrida
que en el cuento de Dickens representa a la miseria, junto a otro niño que se
le acercaba enfundado en la equipación del Madrid y, en el remuestreo de la misma
fábula, amparaba la ignorancia.
Ladeé la cabeza más a la derecha
y hociqué con el hervidero del supermercado de Juanlu. El mercado lleno de
alegría y gente comprando, en mayor o menor cantidad, con apunte o no, con
mayor o menor apremio, los ingredientes para la cena de nochebuena. “¿No era
aquel Fred quien salía de la tienda cargado de bolsas blancas o se trataba del
tío fontanero del tendero, de rostro transido de compasión?” Cada vez más
incómodo, y timorato, por lo que continuara sucediendo de extraordinario, torcí
bruscamente el gesto hacia la izquierda, saltando los poyetes, metros más allá me
sonreía, balanceándose en uno de los columpios negros, el Fantasma de las Navidades
Presentes, señalándome la presencia de un hombre joven, seguro llamado Bob
Cratchit, alto, desgarbado, de impávido porte, que vigilaba en la salida del
tobogán a su hijo Tim deslizándose por la lámina fría y plateada, sin importar
a los dos la gravedad de la enfermedad del niño y con tal de festejar la
navidad. Como antes sucedió con Cortázar, quise ver en el Fantasma de las Navidades
Presentes a Borges, Jorge Luis, subrayándome con: “¡Che, Boludo! Somos nuestra
memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de
espejos rotos”; oponiéndose a esto el espectro o mi morriña tenebrosa: “¿No hay
prisiones? ¿No hay asilos?” Siquiera más cansado, vulneré este aserto, emboscado
entre interrogaciones, con imperativas exclamaciones prestadas de George Sand,
con el arrebato de deshacer lo fantástico que me estaba ocurriendo, con un
pragmatismo duro y afligido que justificase, verosímilmente, el desvarío del
momento y la reivindicación del día. Y protesté, con todas las fuerzas de mi
alma, con la profundidad de todas mis esperanzas: “¡Dejadme escapar de la
mentirosa y criminal ilusión de la felicidad! Dadme trabajo, cansancio, dolor y
entusiasmo!” El fantasma se desvaneció por ensalmo, a lo mejor nunca había
estado o manifestado. Sin embargo, permanecía el columpio oscilando arriba y
abajo, abajo y arriba, en una mecida rítmica y por empujes o atracciones
desconocidas, sin implicar a esoterismos inextricables.
Respiré más relajado, más
aliviado, enjugándome las gotas de un sudor gélido y viscoso que empapaba mi
frente o de esta manera se diluía el miedo de mis interiores. “El deseo nos
fuerza a amar lo que nos hará sufrir”, de repente dijo el hombre junto al
tobogán, sin mirarme, impasible ilustré, no era el otro y último espíritu, no
existía en derredor figura siniestra y encapuchada, el Fantasma de las
Navidades Futuras, sino Marcel Proust que, por endiablado accidente, prosiguió según
Henry Miller: “Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda
existencia”, pero que siendo uno y otro esperaba la imposibilidad, ver al
pequeño Tim resbalar por el tobogán. Murió el niño por mi culpa, a causa de mi corrosivo
desencanto, mi cínico desdén por la navidad, no le insuflé de ganas por vivir
al chaval, solo la miserabilidad de mi entusiasmo. Intenté excusarme del hombre,
del padre o quien fuese, responderle, manifestar mi hondo resentimiento, como
si codiciara que empatizara conmigo y con mis situaciones; además, con el deseo
que estas escurran la pena por el dolor del niño muerto, víctima de mis mismos
y míseros contextos o reconcomios. Y digo, o me digo: “No he sido yo
responsable de no ser feliz, no he perpetrado a este, el peor pecado que un
hombre puede cometer”. Y lo expongo con los ojos cerrados, con pujanza, casi
con las lágrimas fuera, invidente como Borges. Silencio.
Solo el susurro del viento que ya
no trae y lleva profecías de condenas y maldiciones perpetuas, solo el
cuchicheo de varias personas que departen sobre la muerte de alguien, otros con
la gracia del óbito, lo jodido de morir en nochebuena con la mesa puesta en los
hogares. Continúo con los ojos atrancados a mi realidad o a lo excepcional que
está aconteciendo en la alameda, en este mediodía azulenco, soleado, sosegado, fresco,
de 24 de diciembre de 2014. Incesante, no obstante, el trasiego de
conversaciones, de viandantes que cruzan la alameda, o de quienes entran y
salen del supermercado de Juanlu, del kiosco de Juaquina, q.e.p.d., del Bar de
Paco, el perdigón, convicto y confeso madridismo recalcitrante, al lado, o a mí
espalda, en la Tienda de Trinidad, y en torno a alguna que otra nota del “Sultans
of Swing” de Dire Straits, acompasada de la insólita percusión de Miguel en unas
bandejas de aromas ibéricos, de jamón y ñoras, o las superofertas de Nietzsche y
la pureza aria de la fruta en el supermercado de mi primo Paquito, la
disertación fluida en el bar Bellot, o la reivindicación de taberna asamblearia
de Alonso o Alfonso de acuerdo al D.N.I. Una pareja de jóvenes, se les nota su
fogosidad en la vocalización de sus ambiciones, muestran su alegría por la
muerte de ese alguien que chafaba el espíritu festivo de la navidad, acreedor y
miserable de la magia navideña. El mismo hombre, Miller o Proust o quien antes
fuera el Espíritu de las Navidades Futuras, me cuchichea al oído una historia
antigua sobre el muerto del que charla la gente que, pobre de él, hasta de su
propia tumba fue despojado, por una febril asistenta y por su entusiasta
enterrador, de las únicas luces de agrado y ensueños que iluminaron su existencia.
No quiero abrir los ojos, sé, con
terror, con desesperación, con desolación, cómo la alameda dará paso a la tumba
abandonada de ese hombre del que todos hablan y de quien todos hablan mal. La
tumba de mármol blanco, como las mismas líneas que enmarcan las cuadrículas de
guijarros de ceniza y desesperos donde mueren las hojas de los árboles,
convertidas en lágrimas desecadas y acartonadas, en tenues papeles que todavía
inmortalizan los deseos, las leyendas, los anhelos de remotos crepúsculos de un
estío de incendios en la lejanía o en la proximidad de la noche, allá donde acaso
titilaban mis ilusiones que, al elevarse y cristalizarse, dejaron de
pertenecerme. No quiero abrir los ojos y ver la tumba y leer mi nombre en la
lápida, tallada con la gubia dolorosa de mi nostalgia de navidad. “Tantas
ilusiones me está costando la vida, vivir con ilusión. Ya no puedo, ni confiar
quiero. Caras ilusiones que no merecen sus desconsuelos”, declamo en un último
intento de desbaratar esta versión de un cuento de navidad que no valgo, que no
me interesa puesto que mis suertes son muy diferentes a las que, siquiera
movidas por la necesidad, por la resignación, mías, no cuadran con el clásico y
con las venturas y desventuras de Ebenezer Scrooge.
Persiste con todo el luctuoso
rumor del gentío, personas que me cruzan y descruzan, envolviéndome con sus
cuitas; y porque yo, solo yo, permito y rindo mis fuerzas para que así lo hagan
y crezcan con ello. Inspiro y expiro, expiro e inspiro, una, dos, tres veces… y
otra más, hasta que todo cuanto comenzó en un intento menesteroso de evadir tan
nefasto y nefando contexto, de rememorar las piedras filosofales que atesoran
el enigma de mi vida y de mi supervivencia en el universo, acaparó toda mi
atención, toda mi emoción y puso una apostilla luminosa en aquello que,
probablemente, se esperaba de mí, de todos los insumisos, por engrandecer, o
dignificar, este intervalo temporal llamado nochebuena y prolongado a un mañana
de navidad, con todas sus prebendas de solidaridad, fraternidad, diversión y
alegría… Menos mal, escondí, que pronto será eso, mañana, dejar pasar estas
horas, el tiempo, y si bien una vez más tenga que reiterar, empeñarme con estas
anómalas vicisitudes cuando alcancen las últimas campanadas del fin de año y
las doce perplejidades del Año Nuevo. Y de esta manera, imperiosa primero,
gratificante luego, recuerdo hasta la poética y noble disposición de diseñar
una felicitación y con ella desear la buena nueva a quienes más quiero: una
panorámica rondeña con un ardiente atardecer de verano disgregado al fondo, un
balcón avanzado a la imposibilidad del vacío del Tajo, en el paseo Blas Infante
de la Ciudad Soñada, y unas letras imitando el fuego del crepúsculo, “Que tus
ilusiones, hasta las imposibles, vayan de la mano de la realidad. Feliz
Navidad”, firmada por quien esto mismo os escribe y que más abajo, al final de estas
parrafadas, justo en la esquina inferior derecha, reitero en la rúbrica y compromiso
de lo escrito y de lo no escrito, en mi conciencia queda.
Bueno, que me voy por las ramas o
se desangran estas letras por sus resquicios, decía o escribía que comencé a
evocar cuánto da sentido a mi vida y con ello remendar mi escepticismo navideño.
Y en estas, no voy a enumerarlas, y aun siendo pocas, consideraba que todas se
reunirían en los diletantes fulgores impresos en las pupilas de mis hijas, que
deslumbran pero no ciegan como los brillos de esta luz ambigua de invierno, y
que acaparan optimismo, satisfacción, dicha, felicidad, entusiasmo, confianza… Vale
que, pondero, en el caso de mi hija Inés respondan los centelleos en sus enormes
y hermosos ojos a los sones e imágenes del último concierto en Milán de la
banda One Direction, ella tan capaz de sacrificar la curvatura, grosor y
armonía de sus cejas en Davinia por su desaborido Harry Styles pero no por su
padre; o en mi hija Ángela, por cierto hoy ha escrito a sus seis años su primer
micro relato negro, la materialización de la princesa Sofía o Mía junto a su
cocina de miniatura que como un dislate se erige en el salón, frente a la narcotizante
intermitencia de las bombillitas multicolores del árbol de navidad. Ellas, mis
hijas, dan sentido a mi vida. Y si por ellas tengo que tragarme, atragantarme
mejor, de Navidad, pues venga, aquí estamos para cualquier sacrificio extremo.
Abro los ojos. La Alameda de mi
Barrio envuelta en la luz blanca, y fría, de la normalidad. Diciembre. Todavía
con la punzante ansiedad purgándome y achicándome las entrañas, reivindico bajito,
con la boca estrecha, a Sand, “¡Dejadme escapar de la mentirosa y criminal
ilusión de la felicidad! Dadme trabajo, cansancio, dolor y entusiasmo!”, con lo
cual rehago este cuento de navidad y porque, pasado mañana, ya no tendré más
que preocuparme de enfrentarme, hacerme el harakiri, o en la órbita del
nacional catolicismo, asaetado como San Sebastián, de la noche vieja, con sus
resonantes campanadas y las putas uvas o las doce dudas por si alguna vez mis
ilusiones se hagan realidad. Por cierto, Feliz Navidad.
F.J. CALVENTE
Me encanta Dickens, está entre mis recuerdos sobre mis primeras lecturas cuando era niña. Y me ha encantado tu cuento, me parece genial como lo has escrito.
ResponderEliminarCuando yo era pequeña ir al Barrio a visitar a uno de mis tíos suponía un viaje en autobús. Siempre me parecía que estaba lejísimo. Supongo que la distancia sigue siendo la misma pero yo he crecido. Aunque esto último no venga a cuento.
Feliz Navidad.
que linea imaginaria inventamos para estas fechas esperando una sorpresa de la vida que de antemano sabemos que no nos satisfará,que sensación de ahogo y pesadumbre el tener que permanecer como meros espectadores de los continuos vaivenes de los demás y no poder participar...es como decretar nuestro propio destierro,somos nosotros mismos los que provocamos el aislamiento del mundo,es abrumador el bullicio de la locura que transforma a la gente,pero créeme,es mas ensordecedor el silencio de un mesa vacía...quedará el tratar de renovar la ilusión a través de nuestra descendencia...imposible no sentirme identificada en alguna de tus líneas,lo único bueno es que como todo,esto también pasara...un abrazo Francisco
ResponderEliminarimaginaria, inventamos, sorpresa, vida, ahogo, pesadumbre, espectadores, vaivenes, decretar, destierro, aislamiento, abrumador, bullicio, locura, ensordecedor, silencio, mesa vacía, renovar, ilusión, descendencia, pasará... sucesión de palabras que recoge el espíritu navideño y el sin sentido del mundo. Por supuesto que todo pasa, pero siempre permanece el recuerdo. Imaginemos, reinventemos. Gracias Susana. Besos
Eliminar