- Te
estuve esperando, hasta que me cansé.
- Ya estoy
aquí, me entretuve un poco.
- Demasiado
tarde.
- Siempre
vuelvo, ¿no?
- Siempre
te he esperado… o te esperaba.
- Estás
raro.
- Me fui,
yo ya no soy aquel que se fue.
- No te entiendo,
chico. ¿Qué te pasa?
- No
quiero mendigar tus besos, ni vivir con tu presencia o ensayar la muerte cuando
no estás o soportar la agónica eternidad de mis esperas…
- … ni
merecerme solo tu recuerdo.
- ¿Estás
mal?
- Mal está
quien se marchó, porque le dueles tú… Yo no, aquel se llevó la desolación por un amor que para mí ya es memoria.
- Déjate
de juegos.
- ¿Ves?,
quien ahora te habla lo hace con tu misma despreocupación, la indiferencia que
suturará los desgarros de mi corazón.
Él se dio
la vuelta, escondiendo el último asomo de una lágrima para que ella no la viera,
ocultando la alquimia del crepúsculo que la transmutaba en un diamante para
contener en sus cristales los viejos destellos de un amor abnegado. Y ella, al
verlo marchar, sean unos pasos, la ciñó un gemido doloroso, tal vez de
añoranza, seguro irreversible, en todo caso errático; y que por primera vez musitó
el calor y amparo, la seguridad y no el personalismo ingrato que convirtieron
tantos perdones de él, tantos asentimientos, tantas regalos para agradarla, en
guijarros grises del suelo. Aquellos mismos que él en su atormentada espera,
aguardando la llegada de ella, recontó mil veces y repasó en todas sus
perspectivas, signos y maldiciones. Y al detener su mirada, él, y una mano
desmayada sobre uno de los fríos barrotes de la reja cercana, se esclareció el
sentido de su vida atrapado en un espejismo del amor, de su ilimitado amor por
ella. Sintió cada uno de los barrotes de la baranda, cada uno de los barrotes
de la cárcel en que se convirtieron sus días, encarcelada su singularidad,
condenado cuando decidió inventarse todo él en ella, sacrificarse para
sublimarla y no perderla.
- Espera -llamó
ella, como si con su ruego, con sus palabras, colmara el vacío de la despedida que
quedó hondo y negro en su alma, el abismo irregular, con biseles de encaje, con
cada una de las aristas que se acoplaban a momentos de su vida y que llevaban un
nombre, el de él. Y ahora la transgredió el olvido, el descuido, al perder, o
no alcanzar a retener, aquella pieza fundamental del rompecabezas de su
interior que se desmoronaba y cuyo desorden comenzaba a ser irreparable. Sintió
entonces su despojo, infligido a él, pieza primordial de ella misma, la
usurpación de su existencia para que viviese en la suya, exclusivamente relegado
a su carácter y maneras de vivir. Maldijo su egoísmo, su exigencia de mujer segura
del candado de un cariño indeleble. Jamás construyeron una vida en común, ni se
lo planteo, una vida con sus sacrificios y renuncias, con sus complementos y
anhelos. Él se postró a su voluntad y ella decidió por los dos; de acuerdo que
de manera inconsciente, pero no por ello dejaba de ser presuntuosa, vana, tramposa.
El desmoronamiento se hacía mayor, el desorden caótico. Porqué sin él, ella
tampoco era.
Se
descolgaba del cielo una cortina liviana y pálida, que hacía mate el verde de
la vegetación y añil la plata de las montañas. La punta de las lanzas del
vallado irisaba en apagados centelleos por todos los amores contrariados. Y él
pensaba, entretanto, en el tiempo, en calibrar cuanto dolería la ausencia. El
tiempo, suspiró, dejaría pasar el tiempo, con resignación, y así iría
sintiendo, sintiéndola cada vez menos; pero recordando, recordándola cada vez más.
Aunque cada remembranza, las primeras, se le clavarían en el corazón como
aquellas lanzas de fierro, una en una sístole profunda, otra en una diástole
desgarradora, una, otra, una y otra, otra, otra y otra... y por el contrario,
asumiendo en cada lanzada, cómo desaparecían uno a uno, uno y otro, otro y otro…
los barrotes de la cárcel en la que había confinado su existencia por un amor
más valioso y más sentido que esta.
- Espera. -oyó,
y lo detuvo la perplejidad que con voz quebrada descargó ella en la plaza del
Campillo.
Y allá
quedaron los dos, quietos, sin mirarse, tácitos, lejanos y al mismo tiempo tan
cercanos uno del otro, aun cuando la parte de él que los integró en la unidad, el
amor que todavía y por siempre permanecería en él, se alejó y ya estaba muy
lejos. Ella sólo veía el perfil sesgado de él, recortado en el fondo derretido
del atardecer donde este veía en un derroche de tristeza, no de exaltación. Consciente
de que allá se fue el otro, resuelto, más allá del lienzo de lanzas de hierro, probablemente
alcanzó el borde del horizonte, lugar o dimensión en la que se fraguaban los
recuerdos. Y acá permanecía una esperanza recíproca a la que faltaba decisión
para reunirlos o por empezar de nuevo, desbaratar aquel absurdo desencuentro.
Los desencuentros siempre son absurdos, siempre suceden por no decir claramente lo que pensamos, lo que sentimos. Normalmente le hacemos poco caso al corazón, y yo, pienso, que al menos el mío, es mucho más inteligente que el resto de mi persona. Pensar menos y sentir más. Se podría decir que hoy te comenta Valentina...ella es así.
ResponderEliminarHe ahí, Valentina, la piedra filosofal del Amor.
ResponderEliminar¿Para cuándo una historia en la que los protagonistas antepongan el amor a todas las cosas?, porque estos parecen que no están mucho por la labor ;)
ResponderEliminarEstán, ambos, en ello. Él superando la obsesión más esclava de un amor que lo anulaba, y ella en la comprensión de que el amor es bidireccional, la reciprocidad tras los sacrificios de uno y otro. Además, él había sido el verdadero amante que amaba sin esperar nada fuera de su amor; y ella, habilidísima con la contemplación de la circunstancia. A lo mejor, en la próxima historia los personajes antepongan el amor frente a todas las cosas; sin embargo, ya no sería uno de esos "Encuentros en el desencuentro"
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