Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 15 de febrero de 2015

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (III)

AYER FUE SAN VALENTÍN


Ella y él. La terraza del bar Royal, en la acera lindante con el enrejado de la Alameda del Tajo. Ella mirando a la fachada de la iglesia de la Merced, aquella disposición de sobrias geometrías en la cal y en cenefas terrosas, él hacia la calle Virgen de la Paz, plácida y espaciosa, casi imperceptible su elevación hasta detenerse, en esa solución de continuidad necesaria para auxiliar a ánimos susceptibles y por ello dolientes, en la Plaza de España, acomodando la travesía por los límites escalofriantes del Puente Nuevo, para después elevarse desde el Convento Santo Domingo, detallando cada uno de los arcos de enfrente, hacia arriba, un poco más, dócil para embocar en la sinuosidad antigua de Armiñán. Letreros negros, de forja y pintura blanca, o blancos de textura más moderna, o de opacos coloridos y menos agraciados, más llamativos… Maestranza, Flores, Jerez, Óptica Baca… Edificios de corte modernista, de diferentes alzados, portales majestuosos, ventanales donairosos, sucesión de una arquitectura joven, diáfana, acogedora, luminosa, plena de recodos francos por los que asoman enigmas latentes, historias encantadoras y singulares matices épicos. Edificio de Correos, Coso Maestrante, Blas Infante.


 Ella y él, uno enfrente del otro, en la mesa de cromado tablero, la pátina que reflejaba o rectificaba el azul de un cielo agradable en una gris lámina afilada y gélida. Sentados en el exterior, no hacía frío, una tibieza impropia para las fechas. Dos cervezas en las que parecía solidificarse la voluntariosa espuma con sus perfiles níveos y voluptuosos, unos platillos blancos con frutos secos, unas aceitunas del color de las hojas de las palmeras estremecidas con no sé qué jadeos de primavera. Las manos no las tenían visibles sobre la mesa, ocultas en sus regazos, como si aún demoraran el ritual que tendría que amenizar el encuentro, la reunión de sus sonrisas circunstanciales en las naderías de una conversación que registraba lo mucho y lo poco de la parvedad de la jornada, de la insustancial semana en la que se habían visto poco, pero con los usos de una monotonía frugal, solícita. Miraban de vez en cuando al frente, ella hacia la iglesia la Merced, a la calle Jerez que huraña rumoreaba el tráfico constreñido entre sus alzadas apreturas inmobiliarias, y él hacia esa lejanía cercana y a la vez tan pródiga, la calle o lanzadera a la sublimidad del milagro; o hacia un lado los dos, a la vía, en el bar con sus celosías metálicas, en el tránsito de coches y personas en una apatía entumecida; evitaban indagar al otro lado, al paseo central de la Alameda del Tajo, esa nave principal de catedral bajo arcos ojivales de la enramada desteñida por el invierno, en el paseo de mármoles que espejean emociones y sosiegos hacia su precipitación abismal en la hoya del Tajo, que alegaba un evanescente horizonte añil y de expectativas inalcanzables. Cierta intuición, bastante incómoda por su hormigueo, forzaba en los dos, en ella y en él, muecas de sonrisas incoloras, gestos prediseñados, erráticas miradas que no se detenían ni en un parpadeo y porque temían la exigencia de resolución, de una decisión que a su vez instaba a los dos pero que cada uno no se decidía culminar o al menos afrontar. 


Y fue ella la que, tras un sorbo de la cerveza que barbeó los perfiles de su boca de muñeca para deshacerlos en el subrayado con la lengua rosa y palpitante recorriendo el contorno, cogió algo de debajo de la mesa y con nervio lo depositó sobre la mesa que arrancó la arista en el acero de un sol que se abrió paso en un vaivén de una de las palmas del árbol postergada a la voluntad de una brisa farolera. Él vio la pequeña cajita roja con un lazo dorado que columbraba cierta imagen o algún apunte del infinito. No se atrevió a mirarla, a ella, todavía no, no lo soportaría, tanto porque no pudo someter, o al menos disimular, la contracción de sus facciones por la omisión, adoloridas, o por el error de relajarse en la laxitud de lo simple, la vergüenza por el olvido de una cita que creyó aborrecida por la opinión consensuada de los dos y sobre la frivolidad de la fecha. Y aquella cajita roja significaba que el consenso se había roto, lo había roto ella, dejando en él un sentimiento de menoscabo e indignación y porque ambos eran posibles al no responder mínimamente al agasajo. De ahí que sin levantar su mirada de la mesa, la arrastro a la izquierda, a la acera de rugosas losas cobrizas, al asfalto de la calle que retenía un sucio acharolado por la humedad, y que parecía crepitar en la exhalación de algún que otro coche que transitaba con sus historias desconocidas. Luego no tuvo más remedio que levantar la atención ante la indicación de ella por si iba a abrir o no el presente de San Valentín. No vio en ella, en los universos esmeraldas y fractales de sus iris, reflejo alguno de su afectación, por momentos más turbia, más desesperada, con un rencor como el óxido que minaba aquellos barrotes de lanzas de la valla de la alameda y que carcomía la sinceridad, la humildad y, al sentir el rastro en ella de olas de conmoción y cariño en sus marítimas pupilas, ese amor que contenía todas las respuestas, hasta el reintegro para la cajita roja y que no quiso oír, atender, respondiendo con recelo para reafirmar, y afrontarla, con el viejo asenso de reprobar esta fecha de un consumismo sensiblero. Ella insistió en que abriera la caja. Por favor. Y él en que lo estaba pasando mal, lo había dejado en mal lugar y porque no tenía con qué responder a su regalo, dijo con acritud. Entonces ella, recalcando estas últimas palabras en la sordina imprevista que cayó sobre el entorno, pesada, tangible, gravosa, aquel no tengo con qué responderte, tan agresivo, sintió asimismo todo el peso de la monotonía que asfixiaba su relación. Y más que aquel peso que hasta él notó y padeció al  descubrir en ella la sombra que partió y oscureció su piel, no por la nube que eclipsó el reverbero de un voluntarioso sol ensayando primaveras, destiñendo su tornasol al igual que los melocotones en verano, a decidir, tomar cartas en el asunto, definitivas, y no dejar que todo muriera como la podredumbre de aquellas grandes hojas arrastradas por el viento en los alcorques de las palmeras. Él observó el viso velado que embozó su expresión, y sintió e infirió un rumbo inexorable en el vínculo de pareja que se fracturaba, y que ella hizo aventar por los aires, como el batir vertiginoso de alas de unas palomas en un zureo incrédulo, el embarazo por un regalo que no llegó para contraponer al otro y que aún no había abierto y que permanecía en la mesa. Ella mantuvo una atención ausente que no leía del trasiego de la calle, en la mujer mayor en la esquina de Mapfre, oronda, de cara redonda y afable, de luto, con alpargatas de cuadro, cargada con un carro desvencijado de la compra y esperando al autobús urbano, algún turista japonés que se hacía fotos, un reportaje, en la amplia escalinata de acceso a la iglesia de la Merced, o más cercano, a aquel hombre enjuto y taciturno, subrepticio, que la miraba desde una de las ventanas del Hotel Royal, los visillos entornados, un vago rastro de humo de un cigarro, y que tenía marcada la muerte en la palidez de su rostro. Un suspiro hondo, prolongado, condensó su pensamiento, su sentimiento, que no era abstracto o se escondía en aquella abstracción o deserción en el propio rodar del mundo, sino que declamaba lo que ya él traducía en los desmayados destellos de ojos que adoptaban el color del vidrio en los abismos de la mar en invierno, el mate del verdor de los naranjos que displicentes escoltaban desde la acera los desfiles en la calle, trémulos en su fragilidad aérea, caprichosa, estética. Y lo que él leyó, lo que supo de aquel suspiro o la propia materialización de la sombra en ella y en la que ya se arrepentía de perder todo lo que estaba en sus manos evitar, fue la decepción. Pero no una decepción sorda, o sumisa, sino aquella que tenía en el quebranto la decisión por rearmar los destrozos. Y él no encontró socorro en el camarero de plante hierático, rabino, calvo y con gafas, escéptico, restregándose las manos, solo pendiente por si necesitaban unas nuevas cervezas con tapas o sin ellas, ni en aquella mujer sentada en el banco de la propia reja de la alameda, unos metros más abajo, pensativa, esperando a alguien o esperándose a ella misma cuando fue quien quiso ser y ya no lo sería nunca, cabeza baja, pelirroja, tejiendo un croché imaginario con sus manos de espátulas, ni mucho menos su conciencia escapó calle abajo y a la búsqueda de disgregaciones en el Puente Nuevo, disueltas en la garganta del Tajo, porque solo allí alcanzaría la absolución si antes reconocía su nimiedad. Solo afrontar la decepción que ella vaciaba sin restricción hacia fuera, reiterada hacia aquel infinito que comenzaba más allá del paseo central de la Alameda, tomando ejemplo de la estatua de Pedro Romero que en su pose lapidaria afrontaba cualquier envite que pudiera llegar del insondable horizonte. Y la decepción que siendo sucinta, todas lo son, porque si se extienden en el tiempo y en el espacio se transforman en uno de sus extremos en resignaciones dolorosas y en remordidos rencores por los otros, respondía con su propio laconismo contenido en el efímero suspiro de ella y donde no hacía falta grandes proezas para agasajar sentimientos formidables. 


Ella no esperaba nada a cambio, acaso una sonrisa, un agradecimiento en el entornar de él de sus ojos por la emoción, un beso espontáneo y muy firme del sentimiento que atesoraba, una caricia en la cara, dulce, sentir la templanza y estrechez de sus manos…; solo eso, un gesto, una rúbrica que no por el día, este San Valentín del amor más mercantil, fuese agradable, amable, corresponsable con la usanza y en los hábitos contraídos en propios y extraños, un sentirse a gusto, dichosa, segura del efecto que los unía, un pequeño cumplido a cuanto los aunaba y así reivindicara que no era solo la monotonía de los días y de los usos rutinarios. Y ella, al unísono del tañido de un toque medianero de la campana en la iglesia de la Merced, una en el campanario octogonal, que pronto rebotó en otra del Socorro y más lejanas ya en otros estremecimientos en el aire, señaló con el corazón en la mano que hubiese bastado con una flor y unas palabras o un mirar característico adentro de sus ojos que le hiciera sentir cuánto él la quería. Solo eso. Él no dijo nada, cogió la caja roja de la mesa como pudo haber cogido el vaso y apurar la cerveza, o un altramuz de uno de los platos, o una de esas aceitunas que parecían recién caídas de una de las palmeras. Ella se puso en pie y se marchó, dejando un aire de ausencias que entonces nadie sospechó que no se pudiera colmar ni con los recuerdos. Dentro de la caja roja no había nada, o quizás mucho, solo unas letras escritas con bolígrafo rojo que decían “Te Quiero”.


Y ayer sábado, 14 de Febrero, San Valentín, en la misma mesa de la terraza exterior del bar Royal, en la calle, frente a una cerveza con la espuma como nieve o como densa niebla en cumbres inalcanzables o esa bruma que ribetea los contornos cismáticos del Tajo en madrugadas virginales, con el platillo blanco con las aceitunas partidas y una melancolía que tanto constreñía su pecho que no podía dejar de suspirar a cada momento, como en las pulsiones de su corazón que rodaban furiosas por la calle Virgen de la Paz y estremeciendo a su paso los frágiles naranjos de los márgenes para disolverse junto a los ecos luctuosos de las grajas en los escalofriantes escarpes cuyo embrujo sostenía el parapeto pavoroso del Puente Nuevo. Y en el tañido de la campana de la Merced y rebotada en el campanario del Socorro y en otro acompasado eco que se perdió en la lejanía, sacó sus manos de debajo de la mesa con una rosa que aún exudaba su frescor y la pasión carmesí de su esperanza en gotas de rocío o quizá yacieron en lágrimas pretéritas. Dejó la flor sobre la mesa, empujándola delicadamente al frente, hacia el lugar que no ocupaba nadie y en el telón de una silla vacía por cuyos cuarterones en el respaldo de metal entreveía toda la magnitud imponderable de la carrera. Ayer y como hizo en los dos años predecesores, en el mismo lugar, en la misma fecha, a la misma hora, con la misma rosa roja y la misma penitencia o la misma esperanza que todavía no se vestía con la resignación de los sucesos imposibles, en el mismo tañido de la campana del medio día, hoy con frío y con una rebullina de nubes convulsas e infladas en el cielo, que asperjaba sin convicción unas gotas de lluvia que dejaban contornos grises en el suelo, con un horizonte decolorado al final del paseo central de la Alameda y como si se atrincheraran empeños que incumplieron su máxima, la perseverancia y el esmero, el cuidado y el mimo, la dedicación, por un sentimiento o por el amor que los abarcaba a todos, esperaba y ofrendaba la rosa a quien cuando se marchó le descubrió el vacío que dejaba dentro. Él acarició la flor y luego extendió la mano sobre la mesa que le transfirió el frío del olvido, del abandono, pero donde sintió la calidez de unas manos añoradas y queridas donde cobijarse de las inseguridades de la vida, en las incertidumbres del mañana. Y su pensamiento, su imaginación más bella, modeló la imagen de ella sentada en la silla vacía, al igual que tres años atrás, el calado de sus ojos y la curva resuelta de su sonrisa, para decirle con otro suspiro, con un centelleo en sus ojos que tendría que adentrarse por los de ella para alcanzar su corazón, cuánto sentía quererla, quererla mucho. 


Cerró los ojos, por lo que no pudo ver como una mano se deslizaba por detrás de él y cogía la flor de la mesa. Sonrió, escuchó el beso.

F.J. CALVENTE



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