AYER FUE SAN VALENTÍN
Ella
y él. La terraza del bar Royal, en la acera lindante con el enrejado de la
Alameda del Tajo. Ella mirando a la fachada de la iglesia de la Merced, aquella
disposición de sobrias geometrías en la cal y en cenefas terrosas, él hacia la
calle Virgen de la Paz, plácida y espaciosa, casi imperceptible su elevación
hasta detenerse, en esa solución de continuidad necesaria para auxiliar a
ánimos susceptibles y por ello dolientes, en la Plaza de España, acomodando la
travesía por los límites escalofriantes del Puente Nuevo, para después elevarse
desde el Convento Santo Domingo, detallando cada uno de los arcos de enfrente,
hacia arriba, un poco más, dócil para embocar en la sinuosidad antigua de
Armiñán. Letreros negros, de forja y pintura blanca, o blancos de textura más
moderna, o de opacos coloridos y menos agraciados, más llamativos… Maestranza,
Flores, Jerez, Óptica Baca… Edificios de corte modernista, de diferentes
alzados, portales majestuosos, ventanales donairosos, sucesión de una
arquitectura joven, diáfana, acogedora, luminosa, plena de recodos francos por
los que asoman enigmas latentes, historias encantadoras y singulares matices
épicos. Edificio de Correos, Coso Maestrante, Blas Infante.
Ella y él, uno enfrente del otro, en la mesa
de cromado tablero, la pátina que reflejaba o rectificaba el azul de un cielo agradable
en una gris lámina afilada y gélida. Sentados en el exterior, no hacía frío,
una tibieza impropia para las fechas. Dos cervezas en las que parecía
solidificarse la voluntariosa espuma con sus perfiles níveos y voluptuosos,
unos platillos blancos con frutos secos, unas aceitunas del color de las hojas
de las palmeras estremecidas con no sé qué jadeos de primavera. Las manos no
las tenían visibles sobre la mesa, ocultas en sus regazos, como si aún demoraran
el ritual que tendría que amenizar el encuentro, la reunión de sus sonrisas
circunstanciales en las naderías de una conversación que registraba lo mucho y
lo poco de la parvedad de la jornada, de la insustancial semana en la que se
habían visto poco, pero con los usos de una monotonía frugal, solícita. Miraban
de vez en cuando al frente, ella hacia la iglesia la Merced, a la calle Jerez
que huraña rumoreaba el tráfico constreñido entre sus alzadas apreturas
inmobiliarias, y él hacia esa lejanía cercana y a la vez tan pródiga, la calle o
lanzadera a la sublimidad del milagro; o hacia un lado los dos, a la vía, en el
bar con sus celosías metálicas, en el tránsito de coches y personas en una apatía
entumecida; evitaban indagar al otro lado, al paseo central de la Alameda del Tajo,
esa nave principal de catedral bajo arcos ojivales de la enramada desteñida por
el invierno, en el paseo de mármoles que espejean emociones y sosiegos hacia su
precipitación abismal en la hoya del Tajo, que alegaba un evanescente horizonte
añil y de expectativas inalcanzables. Cierta intuición, bastante incómoda por
su hormigueo, forzaba en los dos, en ella y en él, muecas de sonrisas incoloras,
gestos prediseñados, erráticas miradas que no se detenían ni en un parpadeo y
porque temían la exigencia de resolución, de una decisión que a su vez instaba
a los dos pero que cada uno no se decidía culminar o al menos afrontar.
Y
fue ella la que, tras un sorbo de la cerveza que barbeó los perfiles de su boca
de muñeca para deshacerlos en el subrayado con la lengua rosa y palpitante
recorriendo el contorno, cogió algo de debajo de la mesa y con nervio lo
depositó sobre la mesa que arrancó la arista en el acero de un sol que se abrió
paso en un vaivén de una de las palmas del árbol postergada a la voluntad de
una brisa farolera. Él vio la pequeña cajita roja con un lazo dorado que
columbraba cierta imagen o algún apunte del infinito. No se atrevió a mirarla, a
ella, todavía no, no lo soportaría, tanto porque no pudo someter, o al menos
disimular, la contracción de sus facciones por la omisión, adoloridas, o por el
error de relajarse en la laxitud de lo simple, la vergüenza por el olvido de
una cita que creyó aborrecida por la opinión consensuada de los dos y sobre la
frivolidad de la fecha. Y aquella cajita roja significaba que el consenso se
había roto, lo había roto ella, dejando en él un sentimiento de menoscabo e
indignación y porque ambos eran posibles al no responder mínimamente al agasajo.
De ahí que sin levantar su mirada de la mesa, la arrastro a la izquierda, a la
acera de rugosas losas cobrizas, al asfalto de la calle que retenía un sucio
acharolado por la humedad, y que parecía crepitar en la exhalación de algún que
otro coche que transitaba con sus historias desconocidas. Luego no tuvo más
remedio que levantar la atención ante la indicación de ella por si iba a abrir
o no el presente de San Valentín. No vio en ella, en los universos esmeraldas y
fractales de sus iris, reflejo alguno de su afectación, por momentos más
turbia, más desesperada, con un rencor como el óxido que minaba aquellos
barrotes de lanzas de la valla de la alameda y que carcomía la sinceridad, la
humildad y, al sentir el rastro en ella de olas de conmoción y cariño en sus marítimas
pupilas, ese amor que contenía todas las respuestas, hasta el reintegro para la
cajita roja y que no quiso oír, atender, respondiendo con recelo para reafirmar,
y afrontarla, con el viejo asenso de reprobar esta fecha de un consumismo sensiblero.
Ella insistió en que abriera la caja. Por favor. Y él en que lo estaba pasando
mal, lo había dejado en mal lugar y porque no tenía con qué responder a su
regalo, dijo con acritud. Entonces ella, recalcando estas últimas palabras en
la sordina imprevista que cayó sobre el entorno, pesada, tangible, gravosa,
aquel no tengo con qué responderte, tan agresivo, sintió asimismo todo el peso
de la monotonía que asfixiaba su relación. Y más que aquel peso que hasta él
notó y padeció al descubrir en ella la
sombra que partió y oscureció su piel, no por la nube que eclipsó el reverbero
de un voluntarioso sol ensayando primaveras, destiñendo su tornasol al igual
que los melocotones en verano, a decidir, tomar cartas en el asunto,
definitivas, y no dejar que todo muriera como la podredumbre de aquellas
grandes hojas arrastradas por el viento en los alcorques de las palmeras. Él
observó el viso velado que embozó su expresión, y sintió e infirió un rumbo
inexorable en el vínculo de pareja que se fracturaba, y que ella hizo aventar
por los aires, como el batir vertiginoso de alas de unas palomas en un zureo
incrédulo, el embarazo por un regalo que no llegó para contraponer al otro y que
aún no había abierto y que permanecía en la mesa. Ella mantuvo una atención
ausente que no leía del trasiego de la calle, en la mujer mayor en la esquina
de Mapfre, oronda, de cara redonda y afable, de luto, con alpargatas de cuadro,
cargada con un carro desvencijado de la compra y esperando al autobús urbano,
algún turista japonés que se hacía fotos, un reportaje, en la amplia escalinata
de acceso a la iglesia de la Merced, o más cercano, a aquel hombre enjuto y
taciturno, subrepticio, que la miraba desde una de las ventanas del Hotel Royal,
los visillos entornados, un vago rastro de humo de un cigarro, y que tenía
marcada la muerte en la palidez de su rostro. Un suspiro hondo, prolongado, condensó
su pensamiento, su sentimiento, que no era abstracto o se escondía en aquella
abstracción o deserción en el propio rodar del mundo, sino que declamaba lo que
ya él traducía en los desmayados destellos de ojos que adoptaban el color del
vidrio en los abismos de la mar en invierno, el mate del verdor de los naranjos
que displicentes escoltaban desde la acera los desfiles en la calle, trémulos en
su fragilidad aérea, caprichosa, estética. Y lo que él leyó, lo que supo de
aquel suspiro o la propia materialización de la sombra en ella y en la que ya
se arrepentía de perder todo lo que estaba en sus manos evitar, fue la
decepción. Pero no una decepción sorda, o sumisa, sino aquella que tenía en el
quebranto la decisión por rearmar los destrozos. Y él no encontró socorro en el
camarero de plante hierático, rabino, calvo y con gafas, escéptico, restregándose
las manos, solo pendiente por si necesitaban unas nuevas cervezas con tapas o
sin ellas, ni en aquella mujer sentada en el banco de la propia reja de la
alameda, unos metros más abajo, pensativa, esperando a alguien o esperándose a
ella misma cuando fue quien quiso ser y ya no lo sería nunca, cabeza baja, pelirroja,
tejiendo un croché imaginario con sus manos de espátulas, ni mucho menos su
conciencia escapó calle abajo y a la búsqueda de disgregaciones en el Puente
Nuevo, disueltas en la garganta del Tajo, porque solo allí alcanzaría la
absolución si antes reconocía su nimiedad. Solo afrontar la decepción que ella
vaciaba sin restricción hacia fuera, reiterada hacia aquel infinito que
comenzaba más allá del paseo central de la Alameda, tomando ejemplo de la
estatua de Pedro Romero que en su pose lapidaria afrontaba cualquier envite que
pudiera llegar del insondable horizonte. Y la decepción que siendo sucinta,
todas lo son, porque si se extienden en el tiempo y en el espacio se
transforman en uno de sus extremos en resignaciones dolorosas y en remordidos
rencores por los otros, respondía con su propio laconismo contenido en el efímero
suspiro de ella y donde no hacía falta grandes proezas para agasajar
sentimientos formidables.
Ella
no esperaba nada a cambio, acaso una sonrisa, un agradecimiento en el entornar
de él de sus ojos por la emoción, un beso espontáneo y muy firme del
sentimiento que atesoraba, una caricia en la cara, dulce, sentir la templanza y
estrechez de sus manos…; solo eso, un gesto, una rúbrica que no por el día,
este San Valentín del amor más mercantil, fuese agradable, amable,
corresponsable con la usanza y en los hábitos contraídos en propios y extraños,
un sentirse a gusto, dichosa, segura del efecto que los unía, un pequeño cumplido
a cuanto los aunaba y así reivindicara que no era solo la monotonía de los días
y de los usos rutinarios. Y ella, al unísono del tañido de un toque medianero
de la campana en la iglesia de la Merced, una en el campanario octogonal, que
pronto rebotó en otra del Socorro y más lejanas ya en otros estremecimientos en
el aire, señaló con el corazón en la mano que hubiese bastado con una flor y
unas palabras o un mirar característico adentro de sus ojos que le hiciera
sentir cuánto él la quería. Solo eso. Él no dijo nada, cogió la caja roja de la
mesa como pudo haber cogido el vaso y apurar la cerveza, o un altramuz de uno
de los platos, o una de esas aceitunas que parecían recién caídas de una de las
palmeras. Ella se puso en pie y se marchó, dejando un aire de ausencias que
entonces nadie sospechó que no se pudiera colmar ni con los recuerdos. Dentro
de la caja roja no había nada, o quizás mucho, solo unas letras escritas con
bolígrafo rojo que decían “Te Quiero”.
Y
ayer sábado, 14 de Febrero, San Valentín, en la misma mesa de la terraza
exterior del bar Royal, en la calle, frente a una cerveza con la espuma como
nieve o como densa niebla en cumbres inalcanzables o esa bruma que ribetea los
contornos cismáticos del Tajo en madrugadas virginales, con el platillo blanco
con las aceitunas partidas y una melancolía que tanto constreñía su pecho que
no podía dejar de suspirar a cada momento, como en las pulsiones de su corazón
que rodaban furiosas por la calle Virgen de la Paz y estremeciendo a su paso
los frágiles naranjos de los márgenes para disolverse junto a los ecos
luctuosos de las grajas en los escalofriantes escarpes cuyo embrujo sostenía el
parapeto pavoroso del Puente Nuevo. Y en el tañido de la campana de la Merced y
rebotada en el campanario del Socorro y en otro acompasado eco que se perdió en
la lejanía, sacó sus manos de debajo de la mesa con una rosa que aún exudaba su
frescor y la pasión carmesí de su esperanza en gotas de rocío o quizá yacieron en
lágrimas pretéritas. Dejó la flor sobre la mesa, empujándola delicadamente al
frente, hacia el lugar que no ocupaba nadie y en el telón de una silla vacía
por cuyos cuarterones en el respaldo de metal entreveía toda la magnitud
imponderable de la carrera. Ayer y como hizo en los dos años predecesores, en
el mismo lugar, en la misma fecha, a la misma hora, con la misma rosa roja y la
misma penitencia o la misma esperanza que todavía no se vestía con la
resignación de los sucesos imposibles, en el mismo tañido de la campana del
medio día, hoy con frío y con una rebullina de nubes convulsas e infladas en el
cielo, que asperjaba sin convicción unas gotas de lluvia que dejaban contornos
grises en el suelo, con un horizonte decolorado al final del paseo central de
la Alameda y como si se atrincheraran empeños que incumplieron su máxima, la perseverancia
y el esmero, el cuidado y el mimo, la dedicación, por un sentimiento o por el
amor que los abarcaba a todos, esperaba y ofrendaba la rosa a quien cuando se marchó
le descubrió el vacío que dejaba dentro. Él acarició la flor y luego extendió
la mano sobre la mesa que le transfirió el frío del olvido, del abandono, pero
donde sintió la calidez de unas manos añoradas y queridas donde cobijarse de
las inseguridades de la vida, en las incertidumbres del mañana. Y su
pensamiento, su imaginación más bella, modeló la imagen de ella sentada en la
silla vacía, al igual que tres años atrás, el calado de sus ojos y la curva resuelta
de su sonrisa, para decirle con otro suspiro, con un centelleo en sus ojos que tendría
que adentrarse por los de ella para alcanzar su corazón, cuánto sentía quererla,
quererla mucho.
Cerró
los ojos, por lo que no pudo ver como una mano se deslizaba por detrás de él y
cogía la flor de la mesa. Sonrió, escuchó el beso.
F.J. CALVENTE
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