Sábado. Ayer. 20:32
horas. Sucedió o estaba sucediendo o sucederá en la extensión de estas líneas
que comienzo a escribir en este cuaderno y que cuando vosotros las leáis lo
haréis por el mismo medio en el que yo las estoy transcribiendo. Decepcionado,
insatisfecho, roto, desesperanzado. Noche, desde hace ya rato, casi dos horas,
verdad que ahora más cerrada, más negra, no titilan las estrellas, sea que las
luces o las medias luces, eléctricas y desteñidas de las farolas, naranjas, contrarrestan,
opacan la miríada de débiles fulgores de plata en el cielo, olvidados los
matices del crepúsculo, aquella hermosa indefinición rosácea rasguñando el
celeste, “la virgen planchando”, metaforea el clásico, la tradición que aquí se
atalaya, abatida en el cenizo sucio y oscuro con el que se despide el día,
hasta el alba, hasta mañana. Cicatrices en el cielo. Cicatrices al igual que
dejan las desilusiones, los compromisos fracturados, que por supuesto no te
matan, enseñan. Cicatrices sangrantes en el cielo, ahora oscuridad, algo de
lluvia y excesivo viento. Recuerdo una foto subida por Alberto Orozco a
Instagram, un paisaje oscuro de verdes prados, cárdenas montañas, y de visos
grises en el cielo, y del que se pregunta: “¿Qué diría Cernuda de este mar de
nubes?” Me gusta, pulso dos veces en la foto y se hace rojo el corazón definido
en un inmaculado contorno, luego respondo, o el propio Cernuda es quien lo hace
por mí: “Cuyos átomos yerran en leves nubes grises”. Pero ahora estoy en calle
Carlos Cobo Gómez, que no sé quién es, y no sé por qué tiene cierta resonancia
musical, algún compositor, un músico, o los dos, pero que por serlo, por
merecer una calle en Ronda, y siquiera desconociendo su estimación e identidad,
en una ciudad de fe y fervores, si no músico con seguridad fue cura o torero o
militar casposo del régimen. Estoy en esta vía que no es más que un apéndice,
una embocadura, un prólogo inefable a la Avenida Poeta Rilke, una calle también
esta como puede ser cualquiera otra, de insólita denominación, pretenciosa,
presuntuosa, ya que avenida no es: por su extensión, por su requiebro
semicircular, por no ser ancha y con árboles que se circunscriben dentro de
vallados privados, de hirsutos setos bien cuidados, y no al abrazo libre del
peatón, por tener un solo sentido de circulación; seguramente porque el nombre
de Rilke, por su magnitud ilustre, preclara, no en vano tildó y eternizó a
Ronda como “La Ciudad Soñada”, no merece calle, algo menor en la orografía
urbana, sino al menos una avenida, aunque no lo sea, solo para el mercado
urbano y por las razones antes esgrimidas, pero la denominación inviste el
hecho, no el estilo, más bien sentido a lo del hábito hace al monje, no, ni
mucho menos, más por aquello de: “maravilloso acierto haber dado con Ronda, en
la cual se resumen todas las cosas que yo he deseado”. La certificación la
encuentro tras una señal del teléfono móvil, veo, mi amigo Ignacio Garrido
publica una foto en Facebook, una instantánea de hace solo unas horas, una de
las puertas laterales de la Colegiata, de Santa María la Mayor, un recorte de
la plaza Pedro Pérez Clotet, “Sumiso pueblo esquivo -cal y nube-“, una casona
antigua, señorial, los vestigios de la lluvia, como lágrimas que afloran por un
viejo recuerdo, bella, una de esas tantas cosas deseadas que nos ofrece Ronda,
que sedujo al poeta, a los poetas porque son dos los que ya han aparecido por
estas letras, y que nos embruja día a día porque día a día siempre hay un
misterio dispuesto a ser desvelado. Calle o avenida, da igual, travesía a donde
he llegado, Carlos Cobo, músico o torero u obispo o soldado o quien fuese, que
aquí en Ronda cualquier insignificancia adquiere matices sorprendentes, para
magnificar su hecho y encumbrar a la persona al Partenón de los dioses, de
manera sorprendente, expedita y desorbitada, y como muestra un botón: a estos
ignorantes que nos gobiernan no les duele, no les interesa, cercenar de un
tajo, uno de los trayectos viarios sobre uno de los contextos más
extraordinarios y sublimes de Ronda, en la cornisa del Tajo, junto al Puente
Nuevo, participando más de lo aéreo que de lo verosímil, del ensueño que el
hecho, paseo dedicado o designado en su día, lejano, olvidado, al insigne escritor
Ernest Hemingway y que ahora, con seguridad por no haber leído aquellos barandas
ninguna de sus obras, ninguna otra obra, y que de haberlo hecho, estos ignaros
mandatarios hubieran sentido el temor, incluso la dimensión atroz de su blasfemia,
la transgresión absoluta, los remordimientos de conciencia con solo planteárselo,
de cercenar la extensión del pasaje para habilitar una parte para rebautizarla
y ofrendarla a un japonés, Kazunori Yamauchi, cuyo único mérito ha sido incluir
imágenes, unos fugaces instantes, de Ronda en un video juego de coches. Tamaña
aberración de estar el nipón junto al director de cine Orson Welles y el
escritor norteamericano, nobel de literatura, y amigos ambos de otra leyenda,
Antonio Ordóñez… Calle o avenida donde he estacionado mi coche, donde he
parado, idéntica a cualquiera otra, y por un asunto material que solo me afecta
a mí y a mi espera para que mi mujer lo lleve a cabo con responsabilidad
diaria, inaplazable, seguro precaria, la hora de su trabajo remunerado, y yo
aguardando su regreso, arriba en la noche, en el exterior, en la calle, o
avenida, o preámbulo a ésta, junto al Parking La Merced, sito, allí, no en
ninguno de los muchos pisos de este indiviso bloque de pisos, siamés, que se
desdobla tras dos portales, uno adintelado, enorme, otro en uno de una
secuencia de ocho arcos, que formula su nombre en la Alameda que se extiende en
la otra orilla de la calle, del Tajo, ni en ninguno de los coquetos chalets, adosados,
o en los espacios que se abren y no traspasan a aquella, al parque, ni al asilo
de fantasmas o al otro asilo de ancianos transfigurados ya en fantasmas, o la
radio, Ser-Coca-Dial, frente al aparcamiento, no el otro, en la inclusa
espectral, sino este más inmediato al centro, a la Alameda, a una Casa de la
Cultura a la que solo le queda las reminiscencias del nombre. La Merced, nominativo
del parking al igual que la iglesia aledaña, mercedaria, lugar en el que
converge el interés laboral de mi mujer y que antes fue el mío y que ahora soy
yo quien espero sin todavía sospechar, una corazonada huidiza sí que tengo,
para que se desenvuelva o se franquee algún recóndito arcano o alguna
insinuación del entramado del destino, de su ley, o de su consuelo para mi
estado de ánimo, o de desánimo. Mi coche ocupando un estacionamiento reservado
a discapacitados, lo siento, pero no hay otro; y aunque puedo estacionar en el
aparcamiento soterrado, y gratis, no quiero, a lo mejor porque no deseo que la
nostalgia por el trabajo que fue mío y ya no lo es, unido al resquemor de
adentro que pulsa insociable, que a las palabras se las lleva el viento, y me
ahorro ya no remordimientos, algunas decepciones por supuesto, muchas
decepciones, como esta de ahora, en este momento, aquellas que me llevaron a lo
más alto, al cielo con o sin cicatrices sangrantes, con sus palabras y quimeras,
para dejarme caer desde lo más alto, con sus acciones u omisiones, hacia los
fondos más hondos donde, no sé cuándo ni cómo, mi única opción es salir de
ellos, la indignación que se esfumó con el propio recuerdo; sino también prefiero
el exterior por la cobertura telefónica, por la luz lánguida y no sepultada de
abajo, graduada y no uniforme, viva y no muerta, por el trasiego indeterminado,
por el olor y el tacto del aire que penetra por la rendija que abro al bajar la
ventana, por una sensación de libertad, no opresiva, entendida aun encerrado en
el coche, y por este remusgo curioso de acontecer algo o es tan solo la
esperanza, la necesidad de calmar la inquietud de mis interiores. Ocupo la
plaza de aparcamiento reservada para discapacitados, al igual que mi predecesor,
un coche corinto, desaseado, de gama media, Ford creo, que expele sus usos
juveniles, y que no es tal para reservarse ese derecho de aparcar donde no le
corresponde porque vi al conductor, ciertamente un joven, de vaqueros caídos,
lavados, chaquetilla de rombos coloridos y cabello rasurado en las sienes, parietal
y occipital, largo y tieso en el frontal, dirigirse al servicio médico privado,
no se ya si Adeslas u otra denominación mercantil y resonante, usurpando con su
estacionamiento un derecho que no le corresponde, esta garantía de las personas
con discapacidad, personas con movilidad reducida que me corregiría mi amigo
Juanma Medina, para tener las mismas oportunidades que los capacitados físicos
para aparcar en el centro, para facilitar su acceso a servicios concretos, y
que su infracción, la del coche precedente al mío, es superior a la mía, más
grave, más premeditada y más alevosa por estar su conductor ausente, ni nadie
más que pudiera arrancar y tomar el volante o avisar de la imprevista y normal
contingencia de ser la zona restringida solicitada por un legítimo usuario; no es
como yo que permanezco sentado en el mío, en mi Citroën, y de llegar alguien
que exija su estacionamiento, alguien que muestre los letreros de su
discapacidad testada y homologada, azul y con el dibujo alusivo en blanco de una
silla de ruedas esquemática, entonces yo arrancaría y me desplazaría hacia delante,
si ya se hubiese ido el otro coche, innecesario mi desplazamiento si el automóvil
del discapacitado que arriba quiera y aparque delante del mío y no me exija a
mí irme o desplazarme más atrás, o más adelante según la oportunidad, y ocupar
los otros prohibitivos aparcamientos reservados en exclusividad por el servicio
médico privado y su nombre que fuese mercantil y resonante. Esto si, como
decía, el coche de delante, una vez terminada su gestión que no justifica
transgredir el derecho de aquella persona con discapacidad que ahora llega, y
entonces tenga yo, con una infracción menos grave, más excusada, al estar
presente y pendiente de subsanar con la prestancia necesaria y ejecutiva mi
situación infractora y arrancar y dejar la plaza a su probado usuario. Pero no
llega nadie. Y yo pienso en lo que va a suceder, o puede que no lo haga, acontecer,
y que me hace estar tan inquieto. Esta insólita sensación de estar allí como si
nada, efectivamente, y algo inconsciente en mí de estar como si todo. 5 grados
de temperatura marca el indicador de mi coche, al accionar el encendido para, a
su vez, dejar prendidas dos de las tres luces del dispositivo interior del
mismo, el que permite definir mejor los detalles. Cosa que hago en todas y cada
una de mis esperas, tras llegar a la calle, o al exordio de la Avenida, a las
inmediaciones del Parking, bajarse mi mujer del auto, encender las luces
interiores y abrir el libro que leo en ese momento, que leo con mayor
concentración y sosiego en estos aguardos, más a gusto, sin duda. Este de ahora
es de Javier Marías, “Los Enamoramientos”, extraordinario. Deletreo el
siguiente párrafo mientras ya estoy arrebujado en el asiento, cómodo,
dispuesto, entregado: “… al fin y al cabo no podemos sino ser superficiales
para casi todo el mundo, un bosquejo, unos meros trazos desatentos”. Y sin
embargo, al cabo de unos minutos cierro el libro, no puedo leer más, las letras
cabalgan unas sobre otras enmarañando su significado, su sentido, la lectura
prosigue, pero no me concentro, no sé qué estoy leyendo, así que, por temor a
perderme momentos del libro que, consciente de su lectura, resultaran
excepcionales, dejo de leer e intento pulsar aquello que no me deja centrarme
en la lectura, mi atención o mi predisposición en los avatares del mundo, en la
desazón de mi interior, aquel desasosiego ante lo que va a suceder y del que
desconozco su definición, su suerte, y que, del mismo modo cabe en otro orden
de las cosas y de su significado, que nada ocurra y que solo sea una respuesta
intuitiva a un malestar interior que exige, ruega solventarse para evitar el
dolor, la incertidumbre y la confianza en mí mismo y en mi facultad, en mis
relaciones y mis decisiones. “Trazos desatentos…” Quién sabe, como si se
tratara de esperar demasiado de alguien que nunca te ha dado nada. No deja de
ser un problema, evidentemente. No es tampoco un peso místico, cósmico,
originario, tal vez espiritual, primordial, no es la imagen que me llega en ese
instante de otra fotografía de mi amigo Ignacio Garrido en Facebook, otra vez
ese camino húmedo de la lluvia antecesora, de piedras y conmociones, de ir
confiados, agarrados de la mano de la esperanza, de la oportunidad, de la
confianza, del perdón generoso, acompañado de ese sentimiento con alguien que
es capaz de morir por ti, y avanzas, con él, con ella, más seguro, más
reafirmado en el contacto de su mano, de su aliento, aun estando el vacío a
unos pasos, cuando ya la compañía solo piensa en morir contigo, para, una vez
llegados al límite, en el momento de la decisión, empujarte desde el balcón y
dejar que mueras solo…; el camino de la instantánea de mi amigo, circundada por
una vegetación muerta, abocado a uno de los sublimes balcones de la Alameda,
ahí al lado, tan lejos de todo, aventado al vacío, al barranco, a la más alta
expresión, desgarradora, desoladora, de lo efímero de nuestras existencias. Una
fotografía hermosa, un sentimiento lastimero o devastado. Ahí está. Regreso a
mi coche y a mi aguardo. Esta agradable rutina desenvuelta en mis esperas al
trabajo de mi mujer, de libro imprescindible y disposición grata, arrellanada
atención, disfrutando del momento, solo se ve interrumpida, no por personas que
andan o desandan la calle, la avenida, que vienen del trabajo, de diversión, de
marcha, de reflexionar o despejarse, o no saben dónde porque no saben adónde
ir, solo errar, o por el paso de coches, de motos, de alguna furgoneta, de las
farras de los enganchados y reenganchados en el estanque del parque, de jóvenes
drogándose, bebiéndose lo que nos les gusta pero les evade, devorando pizzas o kebabs
nauseabundos, grasientos, entre eructos, pedos y bravuconerías baratas, o de
jóvenes adolescentes recorriendo el dibujo de sus primeros escarceos de sensualismo
con los dedos, con los besos, torpes, intensos…. No… eran otras perturbaciones,
más consecuentes, más permisibles, con las que no podía enojarme, ni
ensombrecer con algún ofensivo comentario; mi estado satisfecho que se
complementa con estas otras interrupciones, pocas, dos, amables, inesperadas y
esperadas, atentas, abiertas a imaginaciones, a conjeturas, a universos a cual
más interesante, más enriquecedor, más fascinante, con él y con ella. Sin que
hubiese ninguna regularidad, para ésta permanencia la mía, esperando aquí, arriba,
en la calle o en la avenida, alumbrando el libro que día tras día leía, leo, en
el interior del coche e iluminado con la fría y blanca luz interior; él y sobre
todo ella aparecen unos días sí y otros no, entrando a la calle o saliendo de
ella, por una acera o por la otra, con expresiones distintas colgadas de sus
rostros, en el de ella, porque en el de él es invariablemente el mismo, salvo
cuando habla con los gatos. Él sale a la misma hora, de la puerta enorme
adintelada, con su aire de ausencias, mira a un lado y a otro de la calle,
arriba al cielo y abajo para no tropezar y caerse de los escalones. Paso
entrecortado, ausente, amortiguado, rebuscando en los contenedores de basura,
no por necesidad, no la tiene, vive en uno de aquellos pisos de renta o IBI
considerable, busca algo que le devuelva la memoria, algo en el que pueda sostener
su presente que solo se desenvuelve en desordenados instantes del pasado.
Quizás encuentre un asomo en los contenedores, quizás algo que él mismo
previamente haya tirado y que entonces le trae un sostén para su presente, a lo
mejor un menú del McDonald donde luego seguirá buscando y en su afán, en su
impagada tarea, en su quehacer que más mueve a risa que a apego y
condescendencia en jóvenes cada vez más insensibles, más crueles, o descubra algún
cuadro vacío para una foto que no recuerda qué ni dónde, o un espejo cuarteado
donde se ve y no se reconoce. Utensilios con los que apuntalar un presente ido,
un futuro imposible y un pasado alterado y confuso. Luego de rebuscar en los
contenedores, coge una bolsa que llevaba tras salir de la casa o de su coche,
una Renault Express blanca con baca y muchos desconsuelos, aparcada
permanentemente al lado de los contenedores, y al abrir la bolsa, una camada de
gatos surgen de su primera sonrisa, de sus primeras lágrimas que anegan las
grises nebulosas de sus pupilas, y a los que saluda uno a uno, inquietándose
por algún que otro animal que no está, aliviado cuando lo ve llegar,
desesperado por no encontrarlo, a lo largo y ancho de la reja de lanzas
sostenidas por centinelas de tres cuerpos de piedra, geométricos, impasibles, regios,
arrastrando el anciano a los animales enredados a sus piernas, a sus consuelos
y afectos, les da de comer, con ternura, con nostalgia de unos tiempos que
encuentran su suerte en este. El viejo que susurra a los gatos. No está. Y tampoco
está ella. La mujer que se quedó con la pureza en su cara de niña inocente y bella,
encantadora, que no me atrae a lo Lolita de Nabokov, no, además es una mujer,
una mujer muy atractiva, que seguro vivirá en uno de aquellos coquetos chalets,
no sé ni quiero saber en cuál, a la que veo andar por la calle, en distintos
sentidos de la marcha, más o menos arreglada, más o menos maquillada, de sport
o de noche, informal o estrecha, pantalón o falda, que pasa junto a mi
automóvil y al pasar observo y siento cómo me mira con curiosidad,
preguntándose quién es ese hombre que lee en el coche, en la calle, con frío o
calor, llueva o haga sol, ayer, hoy y con seguridad mañana, qué lee, y porqué
siento esta curiosidad hacia él y a su estar, qué misterio hay en él, en todo
esto; y yo la miro no con su misma curiosidad, sino con admiración, por su
belleza inhabitual, por su aire de seguridad fresca, a la que no puedo querer, ni
desear, pero sí amar, de esa manera como dijo Proust, a lo que no se posee. No
están, ni uno ni otro, ni ella ni él. Será por la desapacible noche, por el
inhóspito día. Ahora no llueve. Y el viento sigue azotando fuerte. No puedo
leer, no porque haya levantado mi mirada ante el presentimiento de que apareciera
ella, de su élfica presencia, o de las mecánicas conmovedoras de él, la soledad
que vive en un tiempo sin tiempo. No. Y es esto lo que me extraña, lo que me
inquieta, lo que me impacienta. Sé que mi denuedo está bajo mínimos, sé que
estoy triste, sé que estoy dolido, y es que todos los cambios implican
nostalgias apocadas, tristes y dolorosas. Al fin y al cabo todo cambio tiene un
tiempo detenido, necesario para reconciliar lo pasado con lo que se está
dispuesto a afrontar en el futuro. Y cuando se intenta armonizar lo anterior, o
con lo que en ciernes se está dejando, y en cuyo desempeño, o prestancia, o
dedicación, o interés, ya no solo interviene uno, por supuesto el agente
principal, sino que asimismo infieren en la decisión y en cerrar esa etapa
quienes se arrogan de alguna trascendencia, responsables de su discurrir
pretérito o en el presente de reflejos, actores concurrentes y siempre espectadores
que más tarde se olvidan. Y si no se cierran adecuadamente estos trazos desatentos,
algo de quedarse con lo que fui para ellos, en vez de quedarme yo con lo que
hubiese sido con ellos, si se dejan abiertas las viejas cicatrices, irrestañables,
entonces la decepción entra con su desarrollo de carcoma insaciable. Pensar
dónde ellos, qué hacen el anciano arrasado por el Alzheimer y la mujer con las
piernas más bonitas, en este momento, por qué no están, no están hoy para mí, o
para ayudarme en mis entuertos. Su ausencia será necesaria, conjeturo, para
hacerme entender que no tengo que ver con los ojos, que no tengo que sentir con
el corazón, en estas circunstancias, no en otras, pues las desilusiones hacen
abrir los ojos y cerrar el corazón. Quizás. Aparece mi cuaderno de sueños, dejo
el libro, y un bolígrafo como limaduras al imán del papel intachable. Todavía
no escribo, pienso, pongo palabras a mis sentimientos, paños a mi dolor, luz a
la oscuridad de mis decepciones. “Debería haberme ido en el momento en que
comencé a preguntarme si mejor irme o quedarme”, cavilo y quiero escribirlo,
pero no lo hago, delineo sus palabras en el aire, a milímetros de su concreción
en la hoja, en ese intervalo de tensión, de incertidumbre, donde igual caben
las decepciones, o mi decepción del momento, como un grito en el reflujo de la
atracción entre el boli y el papel, como un rasgo, una delineación, la
reivindicación a un no ser lo que me pedías porque no era lo que yo buscaba.
Como esa fotografía de mi amiga Susana Solari en Facebook, la mariposa
arrastrando su optimismo colorido apoyada en las teclas, blancas y negras, de
un piano, esperando un imposible, que por su efímero peso la tecla baje y la
nota tintinee, suene, cuando ya solo el batir silencioso de sus alas compone la
música de la eternidad, de lo infinito. Ahora me doy un poco cuenta de lo triste
que estoy, a lo mejor sin darme cuenta, o a lo mejor dejándome llevar por la
apatía de la emoción, ajeno a cómo la vida me estaba haciendo un favor, el gran
favor de pasar página. Un tiempo de mudanzas, de desprenderme de lo sucio, de limpiarlo,
lavarlo, tenderlo en los alambres, en las cuerdas que tensan el universo, como
esa otra imagen de mi brujita Susana, para vestirme con ese mismo ajuar, con
ese mismo vestuario, ya que de hecho es mi misma vida la que limpio, despliego
y aireo, para presentarme nuevo, aseado, renovado, reinventado, ante los nuevos
retos de la existencia. Creerlo. Así de fácil, puede. Indudablemente no he
perdido lo que nunca tuve para que me dañe de esta forma, no mantengo lo que no
es mío para apenarme con ello, y mucho menos me aferro a algo que en el fondo
sé que no se quiere conceder ni quedar. Las grandes hojas de las leñosas palmeras,
lobadas, oscilantes en la ferocidad del viento, en ese movimiento turbador de
querer coger a éste y encerrarlo con su esencia de platas rutilando en la noche,
como uno de esos ingredientes fundamentales para trasmutar con alquimia la
humedad del aguacero, destilar estos reflejos argentíferos como la luna, como
el hombre de hojalata de L. Frank Baum, y en un santiamén se detienen. El
silencio duerme. Instantes detenidos. Parálisis del contexto. Intento escribir
en este Diario de Sueños. Escribo. Triangulares tejados de líquenes negros y
pétreos, al fondo, el asfalto lloriqueante por el relente, de llantos turbios
del cielo, refractarias y reflectarias señales de aparcamiento, de éste y del
otro de los fantasmas, aspavientos de éstos en los árboles petrificados por una
maldición atávica, el rocío restañando en las paredes encaladas, donde
reverberan y toman vida las sombras proyectadas en los resuellos aloques de los
fanales. Observo tan extraña quietud, ausculto esta calma, la detención del
ambiente. Impone, asusta, augura, amarga. No está él, no está ella. El viejo
lobo de mar de Hemingway o esa belleza de Rilke que no es nada sino el
principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo
admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos, el Mago de Oz o Dorothy Gale.
Solo los desabridos ruidos del quehacer quiebran, vulneran el ánimo inerte del
mundo. Cláxones lejanos, motores distantes, musiquillas en antros de otra
parte, conversaciones cabalgando en la lisa superficie del silencio, de este
desierto estático, gélido y colmado por coágulos de arena, cuentas del tiempo,
de dunas mudas abarcando, engullendo todo. Frío, lo he dicho, sigo sintiéndolo,
en la punta de la nariz, en los dedos. Agoniza el invierno, o se pertrecha en
sus fueros, se hace más riguroso, más severo y concluyente. Agarro la cola de
un pensamiento extraviado porque rehúye de su causa para ser solo un inasible y
fugaz efecto: “¿Está aquí la llave para detener el tiempo?”. La llave perdida
para abrir la puerta de mi preexistencia, la que ahora quiero cerrar, sea un
fragmento de ella, por la que además necesito entrar para desandar lo andado,
alcanzar un momento del pasado y evitar aquellos acontecimientos futuros que
provocan mi tristeza y decepción actual. Me estoy engañando, no es la primera
porque antes fueron muchas otras veces, y otras que se sucederán con su cúmulo
de emociones insatisfechas. Estoy fingiendo superar mi decaimiento, en la
posibilidad de detener su curso, este, o de retroceder en uno de sus pliegues, es
este mi error, definitivo, por no encontrar la llave, aferrarme a él fue lo
primero, el primer error de muchos, de este en concreto, luego el poder
retroceder en el tiempo, que es una manera de echarlo de menos con esa
decepción sorda e insidiosa. “¿Está aquí la llave para detener el tiempo?”. Calla
hasta el silencio.
F.J.
Calvente
No hay que quedarse con la primera impresión, me he alegrado de seguir leyendo hasta el final. Es muy bonito.
ResponderEliminarEl dolor tiene una cualidad de curación en sí mismo,en la capacidad de expresarlo esta el principio,no es momento de detener el tiempo sino de levar anclas y prepararse para el proximo puerto...aprovecho mi instante de optimismo diario para hacer mi comentario que oportunamente ha llegado en este momento,porque si no fuera asi te diria que la vida es un error...me identifico con tu vision,la que describes de ese señor mayor que busca incansablemente algo en que reconocerse...gracias
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