“Los muertos no revelaban sus
secretos, ya que no tenían ninguno; no tenían nada, eran nada, solo un puñado
de huesos y de sangre, ya fríos”
“Órdenes
sagradas” o, no sé dónde lo leí pero me gustó, “Quirke, el retrato de un
náufrago con Jameson”, de Benjamin Black o el alter ego de John Banville
(ganador del último Premio Príncipe de Asturias de las Letras o del prestigioso
Premio Franz Kafka, considerado por muchos como la antesala del Premio Nobel) Para
mí, amante de la novela negra, ha sido un descubrimiento excepcional, y no
porque haya significado un aire nuevo y fresco en el género, que también, sino
una forma magistral de entenderlo, de escribirlo, de enorme calidad, por su
detalle y ambientación, su sutil erotismo, de prosa curiosa y con la elegancia
de un poeta atormentado vagando por las húmedas calles de Dublin frente a un
misterio cautivador. Esta novela va más allá de un enigma policíaco, es un
misterio psicológico; es decir, la trama no se centra exclusivamente en la
resolución de un crimen, será por ello el papel muy secundario del inspector
Hackett, sino que indaga en el interior de sus personajes, tanto en el del propio
protagonista, el patólogo, como en su hija. Dentro de los pormenores de la
investigación de asesinato, el autor traza a la perfección las sombras
personales, el desmoronamiento o desintegración del equilibrio emocional e
intelectivo de Quirke, como del contexto irlandés por donde fluye la narración,
y ambos envueltos en el suspense más oscuro.
Un
viaje al Dublín de los años cincuenta, una ciudad y una atmósfera que comparten
protagonismo con el doctor forense, Quirke, tan aficionado a beber como a jugar
a los detectives. En esta ocasión entra en escena una tercera figura principal,
la de su hija Phoebe, e incluso una cuarta voz, de presencia breve, la del
peculiar reportero Jimmy Minor, quizás reivindicado en la figura de su hermana
Sally, y al que se nos presenta en la primera parte del libro, en la primera línea,
flotando en las oscuras aguas de un canal, muerto. Un crimen del que ni Quirke
ni su hija Phoebe pueden intuir hasta qué punto va a remover sus propias vidas.
Este periodista investigaba un importante asunto en relación con los “tinkers”,
vendedores ambulantes irlandeses, de vida itinerante, como los gitanos, que se
desplazaban en carromatos y que incluso tenían su propia jerga idéntica al caló.
Mientras Phoebe abre los ojos a una sensualidad desconocida, la investigación
arrastra a Quirke de regreso al infierno de su infancia en el orfanato católico
de Carricklea y a una iglesia pederasta. ¿Podrá descubrir qué callan los muros
de Trinity Manor? Y si lo consigue, ¿será capaz de sobrevivir a la herida de
los propios recuerdos y regresar a la superficie?
La
segunda parte de la novela está condicionada por esta asfixiante religión
dublinesa y su oscuro poder, el catolicismo irlandés impune a cualquier ley y
moralidad, invulnerable a todo. Y esta tensión se traslada a su protagonista, en
un contexto escalofriante, duro, fascinante, no por sus maneras de investigador
en la línea de los clásicos o por unas cualidades admirables, deductivas, singulares,…
no, sino todo lo contrario, por ser más un antihéroe que un héroe, un apéndice
de esa sociedad en la que se mueve y vive, un individuo como la oscuridad del
ambiente, los días grises y llorosos, que tiene algo dentro que no es bueno,
que lo corroe, que lo está destruyendo y no le permite atisbar la luz en esa tristeza
constante que es Dublín, o en las volutas de humo en antros y la niebla en escenarios
que saturan su propio interior, o en la necesidad imperiosa de desvanecerse o
cerrar los ojos en los hedores y los vapores destilados del whisky, preferible
Jameson, o de cualquier otro tipo de alcohol, Brandy, vino… que constantemente
bebe,
(si en las novelas suecas el café y las pastitas es obsesivo en las
relaciones de sus tramas, como muy bien me indicaba mi amigo Luis Ramírez, aquí
el alcohol fluye desde el principio hasta el final de sus páginas) alcohólico,
amigo y padre que rompe todos los convencionalismos, dolorido, taciturno,
melancólico… Y ahora sufriendo unas pavorosas alucinaciones de pronóstico
desconocido, seguro que engendradas por traumas no cerrados de su aterradora infancia,
que deja la puerta abierta para una nueva entrega, ya que el misterio de la
muerte de Jimmy Minor queda aquí resuelto. “Hay
ocasiones en que pienso que (Quirke) no llegó a crecer. Está obsesionado con el
pasado; se quedó huérfano y una parte de él sigue siendo aquel huérfano. A
veces tiene una expresión que reconozco al momento: cautelosa y desconcertada,
como si dentro de él viviera un niño que observara el mundo a través de ojos
adultos intentando comprender en vano”.
Antes
de que se publique la nueva novela de Benjamin Black, que será con seguridad el
próximo verano, me leeré las cinco historias predecesoras de la serie protagonizada
por el patólogo Quirke. Merecen la pena. Y mucho.
“Tenía tantas cosas que decirle, pero
se dio cuenta de que no existía forma de decírselas”
No hay comentarios:
Publicar un comentario