Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 21 de febrero de 2015

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "Órdenes sagradas" de Benjamin Black

“Los muertos no revelaban sus secretos, ya que no tenían ninguno; no tenían nada, eran nada, solo un puñado de huesos y de sangre, ya fríos”


“Órdenes sagradas” o, no sé dónde lo leí pero me gustó, “Quirke, el retrato de un náufrago con Jameson”, de Benjamin Black o el alter ego de John Banville (ganador del último Premio Príncipe de Asturias de las Letras o del prestigioso Premio Franz Kafka, considerado por muchos como la antesala del Premio Nobel) Para mí, amante de la novela negra, ha sido un descubrimiento excepcional, y no porque haya significado un aire nuevo y fresco en el género, que también, sino una forma magistral de entenderlo, de escribirlo, de enorme calidad, por su detalle y ambientación, su sutil erotismo, de prosa curiosa y con la elegancia de un poeta atormentado vagando por las húmedas calles de Dublin frente a un misterio cautivador. Esta novela va más allá de un enigma policíaco, es un misterio psicológico; es decir, la trama no se centra exclusivamente en la resolución de un crimen, será por ello el papel muy secundario del inspector Hackett, sino que indaga en el interior de sus personajes, tanto en el del propio protagonista, el patólogo, como en su hija. Dentro de los pormenores de la investigación de asesinato, el autor traza a la perfección las sombras personales, el desmoronamiento o desintegración del equilibrio emocional e intelectivo de Quirke, como del contexto irlandés por donde fluye la narración, y ambos envueltos en el suspense más oscuro.

Un viaje al Dublín de los años cincuenta, una ciudad y una atmósfera que comparten protagonismo con el doctor forense, Quirke, tan aficionado a beber como a jugar a los detectives. En esta ocasión entra en escena una tercera figura principal, la de su hija Phoebe, e incluso una cuarta voz, de presencia breve, la del peculiar reportero Jimmy Minor, quizás reivindicado en la figura de su hermana Sally, y al que se nos presenta en la primera parte del libro, en la primera línea, flotando en las oscuras aguas de un canal, muerto. Un crimen del que ni Quirke ni su hija Phoebe pueden intuir hasta qué punto va a remover sus propias vidas. Este periodista investigaba un importante asunto en relación con los “tinkers”, vendedores ambulantes irlandeses, de vida itinerante, como los gitanos, que se desplazaban en carromatos y que incluso tenían su propia jerga idéntica al caló. Mientras Phoebe abre los ojos a una sensualidad desconocida, la investigación arrastra a Quirke de regreso al infierno de su infancia en el orfanato católico de Carricklea y a una iglesia pederasta. ¿Podrá descubrir qué callan los muros de Trinity Manor? Y si lo consigue, ¿será capaz de sobrevivir a la herida de los propios recuerdos y regresar a la superficie?

La segunda parte de la novela está condicionada por esta asfixiante religión dublinesa y su oscuro poder, el catolicismo irlandés impune a cualquier ley y moralidad, invulnerable a todo. Y esta tensión se traslada a su protagonista, en un contexto escalofriante, duro, fascinante, no por sus maneras de investigador en la línea de los clásicos o por unas cualidades admirables, deductivas, singulares,… no, sino todo lo contrario, por ser más un antihéroe que un héroe, un apéndice de esa sociedad en la que se mueve y vive, un individuo como la oscuridad del ambiente, los días grises y llorosos, que tiene algo dentro que no es bueno, que lo corroe, que lo está destruyendo y no le permite atisbar la luz en esa tristeza constante que es Dublín, o en las volutas de humo en antros y la niebla en escenarios que saturan su propio interior, o en la necesidad imperiosa de desvanecerse o cerrar los ojos en los hedores y los vapores destilados del whisky, preferible Jameson, o de cualquier otro tipo de alcohol, Brandy, vino… que constantemente bebe,
(si en las novelas suecas el café y las pastitas es obsesivo en las relaciones de sus tramas, como muy bien me indicaba mi amigo Luis Ramírez, aquí el alcohol fluye desde el principio hasta el final de sus páginas) alcohólico, amigo y padre que rompe todos los convencionalismos, dolorido, taciturno, melancólico… Y ahora sufriendo unas pavorosas alucinaciones de pronóstico desconocido, seguro que engendradas por traumas no cerrados de su aterradora infancia, que deja la puerta abierta para una nueva entrega, ya que el misterio de la muerte de Jimmy Minor queda aquí resuelto. “Hay ocasiones en que pienso que (Quirke) no llegó a crecer. Está obsesionado con el pasado; se quedó huérfano y una parte de él sigue siendo aquel huérfano. A veces tiene una expresión que reconozco al momento: cautelosa y desconcertada, como si dentro de él viviera un niño que observara el mundo a través de ojos adultos intentando comprender en vano”.

Antes de que se publique la nueva novela de Benjamin Black, que será con seguridad el próximo verano, me leeré las cinco historias predecesoras de la serie protagonizada por el patólogo Quirke. Merecen la pena. Y mucho.

“Tenía tantas cosas que decirle, pero se dio cuenta de que no existía forma de decírselas”

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