Por mucho que me esforzaba,
no conseguía recordar qué ni dónde antes. Nada. Una amnesia absoluta al respecto.
¿Qué ocurrió para que su olvido me irritase tanto? Y no era por aquello de que si
algo se olvida pronto es porque nunca importó. ¡Me importaba! Y es que, pasados
los cuarenta, creo tomamos más conciencia de la decadencia del cuerpo, del envejecimiento
en el que se refleja un ritmo más alocado del tiempo, más presuroso,
inexorable, negado de las detenciones fantásticas de la infancia y de buena parte
de la juventud. Un tiempo cada vez más inaccesible, de aprehender, entenderlo
puede, demorarlo con emociones, a gratos sentimientos; o tensar o destensar sus
cuerdas armoniosas, de tintineos musicales, que tiran del mundo, de nuestro
mundo, para traer contextos felices o destrabar los desdichados; o con expandirlo
en bucles de agrados; o como si de un bumerán se tratase, de los que siempre se
lanzan y retornan, de los que arrojándose en estos lapsos, la década para el
medio siglo, se hacen menos rápidos, rígidos lanzamientos de incierto regreso, por
unos reflejos más reticentes o por unas abstracciones más cegadas, y si vuelven
lo hacen con algún que otro descalabro. A lo mejor, atendiendo a esta
circunstancia, esta mortificación de ver, pasados los ocho lustros de existencia,
con su onerosa y sufrida carga de experiencias y conocimientos, por su
sufrimiento en el mañana cada vez más cercano, por el dolor del ayer cada vez
más lejano, más ajeno por asumir las cosas que ya no haremos, el cerebro, o la
mente, pongámosle el término que mejor nos agrade y se adecue a cierto
eufemismo para el malestar por el paso inapelable de los años, la mente, me decía,
os decía, traza determinadas líneas de olvido, inunda con vacíos a recuerdos o
memorias para hacer más llevadero, algo más inconsciente, encubierto, la declinación
del propio cuerpo; algo así a lo que decía García Márquez sobre la muerte que no
llega con la vejez, sino con el olvido; y de este modo engañar o engañarnos con
certidumbres de mejores épocas, de juicios jóvenes, pretéritos, los que
contribuyen a no reconocernos, a fingir cuando nos duele aquí o allá, o al
mirarnos al espejo, por ese emborronamiento amnésico, identificarnos o rebajar
las dudas sobre las ligeras canas que ocupan vastos territorios níveos, o el
resalto de anteriores e invisibles cauces hidratados en nuestro rostro, secos
por los incendios de las emociones, desiertos de ensueños que quedaron atrás, en
arrugas o calendarios de los tiempos, en las comisuras de los ojos, de la boca,
en las bolsas de los párpados o en los finos labios, más sedientos. Señuelos
para vivir, para que el paso entre edades no sea tan traumático, tan yermo. Será
entonces que no recordaba lo que tuvo que suceder en un momento muy lejano, o
que tuvo que ocurrir ayer o en un intervalo aledaño, y que no conseguía
recordar por temor, o por un efecto inmunológico para que el sopapo de la vejez
infligiera aún más los matices del corazón o los placebos del cerebro.
Y sin embargo no me
importaba sufrir con cuanto recordara y si concibiera posible hacerlo. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el
olvido es la única venganza y el único perdón”, escribió Borges. De hecho
quería poner un contexto, una certificación a la extraña inquietud que estremecía
mi interior, como si una tropa invasora de hormigas estableciera sus cuarteles
de invierno donde sólo era lugar, de acuerdo que en mí adentro, para solaces,
quimeras e imaginaciones. Y así alcé mi mirada, no sé si la atención, de la
tabla de madera pulida y barnizada donde intenté, sin resultado, desentrañar,
descifrar las sinuosidades de las vetas que como una cartografía de isobaras me
permitiese columbrar el entendimiento de los humores del universo. Perdido,
evidentemente, en los itinerarios sin principio ni fin que recorrían el
mostrador, refulgente no por incidir en él los manojos de un sol, en este caso anémico
o palpablemente voluntarioso por ensayar o en transmutar la blancura de su luz
en los oros de haces menos oblicuos, sino por unos impasibles y álgidos
fluorescentes idénticos a agotadas espadas láser de caballeros Jedi jubiladas
en el techo de linóleo verde claro y que no se correspondía a ningún color del
firmamento, o quizás al de algunas albas de julio pero, en todo caso, acotado y
deslucido. Desde la ventana a mí izquierda se arrojaba al suelo el
paralelogramo de una claridad apenas definida y a la que tampoco estimulaba la
contigua y volcada de la puerta, con una de sus hojas cerrada, la de la
derecha, y sin otro mérito que el de pulir sin efecto las desgastadas losas del
suelo, el mosaico de los paneles de la barra, sucios por el trasiego de la
caterva de relatos que se postraban a los epílogos inconclusos de una falsa
ebriedad o escape a otros mundos de los que ni siquiera se intuía su probidad.
Una puntada o una corazonada me dieron en qué pensar, especular en uno de los
repuntes de estos mundos arcanos que se desdoblaban en este mismo. ¿Cuál? Y
como quiera que, de entre las bondades o virtudes de la edad, o de esta media
edad, la mía, una que según me hace confiar cada vez más en la providencia de
estas insólitas sospechas, de estos fugaces presentimientos, atendí a la escasa
fe que se desprendía de uno de estos hermetismos o intuiciones para que
reuniera mi exigencia de búsqueda, o de recordar, para colmar con concreciones,
estas lagunas de la edad o el miedo a que su revelación se ocultara bajo la
manta de lo echado en el olvido.
Y en verdad, quizás por
esto, tuve miedo de conocer qué me encontraría mientras, de manera desmayada a
ese sol que, por de contado precario, no se decidía entre los suspiros de la
primavera que alentaban algunos pájaros o mantenía su desconfianza en negros
nubarrones que volvieran a ocultarlo y a llorar su invierno, levantaba yo la
cabeza y mi mirada se preparaba para lo insulso o para lo extraordinario. En
tanto mis oídos venían registrando los reverberos estridentes de los pájaros en
el pequeño tramo de calle Gallarda en el que las sombras interpelaban al frío y
el recogimiento, la tímida percusión tribal procedente de la Tienda de
Trinidad, las altisonantes conversaciones dentro de la taberna, histriónicas
carcajadas, hondos carraspeos, el tintinear del cristal en el fregadero o en
brindis anodinos, de la loza de platillos con tapas, sin tapas, enjuagados en
el fregadero, apartados o acogidos, con hambre o con vicio, el runruneo
trapajoso, monocorde, crepitante del televisor con algún concurso al que todos
veían y nadie prestaba atención, golpes en la mesa por un juego de cartas en la
habitación de al lado, no muy vehementes, seguro por unas cartas afortunadas en
uno u otro bando contendiente, el suspense del equilibrio, el ras en las
puntaciones, de los tantos, la intriga que en el aproximamiento al millar de
puntos rompiera el sosiego y emergieran los desplantes de la suerte, de los
errores, de la pericia del compañero, de la propia, de la marrullería
contraria, la vecindad del fin y la dilucidación de vencedores y vencidos, sacudidas
que estallaban en mis oídos, con punzante dolor rebotando en las paredes de mi mollera,
enervando mi desasosiego por cuanto sé sobre lo que una vez sucedió y ahora ignoraba
y necesitaba conocer para deshacer la intranquilidad y recuperar un poco de
calma en mi vida. Porque hay olvidos que queman y hay memorias que
engrandecen... no recuerdo dónde lo leí y quién lo dijo.
Del mismo modo, como
voluptuosas trenzas que engarzaban el ambiente, olía la carne quemarse en la
plancha donde hervía la grasa, en una lámina negra y húmeda a manera del
acharolado de las piedras de la alameda en la noche, tras la lluvia, tras caer
la “pelúa” o alguna lágrima por lo perdido o por lo encontrado; pancetas,
filetes, algún chorizo, el pescado, sardinas, calamares, jibias… hedores que
desfilaban con marcialidad, imponiéndose con autoridad a los otros, al inquieto
de la cerveza, el áspero del vino, el complementario del aguardiente, el
heterogéneo del coñac, o el relamido del pacharán o del anís suave y más en el
seco, tufos convalecientes de la humanidad, algún fárrago de sudor, de colonia
y desodorante y loción para después del afeitado, de quien era mecánico, o
panadero, o pintor, o la desesperanza en el desempleado, el fragoso de los
sumideros, cada vez que se abría la puerta del minúsculo aseo disimulado tras
el vano de medio punto a mis espaldas, combinado con un desinfectante barato,
alguna podredumbre a hojas muertas y desabridos relentes procedente de la
calle, de ciscos ardiendo en badiles o humeros fumando leños de encina, sobre
todo de olivo, expeliendo una continua fumarada de hilo convulso, lácteo, en
estos momentos vertical, la helada humillaba los aires, al cielo con esa
indefinición entre la leche agria o el celeste de las montañas en atardeceres vaporosos.
En la mescolanza de olores no dilucidaba aquel propio al recuerdo que me
atenazaba con su secreto, con su ignorancia, con su misterio.
No, mi paladar no retenía algún atisbo de aquella
realidad ignota y desasosegante, cada vez más agobiante, más desolada; solo el
regusto amargo, pastoso, de un trasiego caprichoso, animoso primero por una
hombría desatinada, por continuar en el carrusel de “llena que a esta ronda la
invito yo”, por un desafío suicida, “¡venga, de un trago!”, hasta que la nebulosidad,
lo confuso del discernimiento, el juicio suspendido, la confusión de los
sentidos, la mezcla inapropiada, peligrosa, amodorrada, entre las decididas libaciones
de un aguardiente peleón que incendiaba en su tránsito mis entrañas,
escanciándose en la retorta infernal en la que se transformó mi estómago, para
hervir la sangre, impulsarla, distribuirla y abducir el cerebro; y como si
quisiera apagar los incendios subterráneos, sucediéronse una, dos… no sé
cuántas Mahou, y cada vez con más estrellas de las cinco en el cosmos de mi aturdimiento.
No sé si tras bajarme del taburete y volver del baño con paso inestable,
sucumbí en la necesidad de apoyar mi cabeza entre los brazos, cerrar los ojos,
y flagelarme con la amenaza, con la incisión, de aquel pensamiento sobre algo
que aconteció y que ignoraba cómo y cuándo y con prisas para imponer descanso
en mi mundo.
Tocaba la tibia madera
del mostrador. Estaba en el bar de Alonso, por supuesto, aunque en su D.N.I. y por
expreso deseo de sus padres lo llamaran Alfonso hacía poco más del medio siglo.
¿Estaba yo solo? ¿Había llegado solo? ¡Ummmmmmh! Probablemente no llegué solo,
seguro con mi hermano y algún amigo suyo. Así había sido, recordaba la fría
piedra de los poyetes de la alameda, el mimo del tenue calor del sol, de los entumecidos
aspavientos
de la enramada sin hojas ni color de los árboles, los niños en los juegos, el
libro, Cabaret Biarritz, de José C.
Vales. “¡Una copita!” “¡Venga!” “¿A la Bodega?” “A Alonsito”. De eso hacía ya…
Mucho tiempo, poco en el rodar de las manecillas del reloj. Yo no tengo reloj.
Y el móvil… me da pereza sacarlo del bolsillo donde, curiosamente, ha estado
silencioso. Nadie me echa de menos, nadie me busca quizás para el almuerzo,
para unas palabras, ni para confiarme el secreto que me ocasiona este vértigo
confuso de perder la memoria de lo que quiero. “A pesar de mi proverbial desidia, de la cual estoy orgulloso y
filosóficamente convencido”, al igual que una frase del anterior libro.
¿Estaba solo en estos momentos? ¿Se había ido mi hermano y su amigo? ¿O alguna
de esas conversaciones entremetidas, deslavazadas, enmarañadas, correspondía a
ellos? Al fin y al cabo no me importaba si estaba solo o acompañado, en estos
instantes luchaba y me buscaba a mí mismo. No me importaba la soledad en la
tasca o la compañía. Perdí u olvidé las sensaciones, la inquietud, los nervios,
la curiosidad cuando entré la primera vez solo a un bar. Recordé con tierna
sonrisa encaramada a mis ateridos labios el relato de Estela Carrillo, a la que
nunca conocí y a la que conozco de siempre, de los tiempos adolescentes en el
“Pérez” o de alguna vida anterior donde ambos quizás buscábamos la Belleza y de
ahí nuestro encuentro presente. “Pero no
salí sola de allí, al final.... conquiste a mi soledad, y ella me conquistó a
mí” Tampoco ella estaba para ayudarme y llenar la duda de un vacío, de un
olvido.
Levantaba la cabeza y
mi mirada se preparaba para lo insulso o lo extraordinario. Primero percibí el combado
vidrio donde la cerveza respiraba, doradas burbujillas buceaban en un océano de
melaza, espuma blanca como arena movediza se deslizaba por la superficie,
deshaciéndose en el líquido o en el aire o en ambos. Unas letras en el cristal,
Mahou, rotuladas en una franja verde. Un platillo blanco, este identificado, ninguno
por ahora volador, conteniendo un centelleo mate de los fluorescentes o del
postrado claror de la calle y un grueso taco de lomo anteriormente atacado en
uno de sus extremos por un tenedor de tres dientes que descansaba en la carne y
en el mostrador, en un puente férreo entre lo perecedero y lo imperecedero. Al
lado, otro destello de metal, gris, parecía deslizarse por la escarchada y
sinuosa lámina de los grifos gemelos de cerveza con empuñadoras de plomo u otra
aleación de cenizas diamantinas, en ellos se hacía posible poner color y
materialidad a la frescura, el llanto melancólico del aluminio al que en ese
momento me hubiera gustado deshacer con el deslizar de mis dedos por su bruñida
superficie, glacial y rociada, y abstraerme en el serpenteo de sus trayectos,
en esa nostalgia que solo las lágrimas rodando por las mejillas y las gotas de
lluvia en el cristal alcanzan atesorar y remover los propios dominios imantados
del interior. Un escalofrío recorrió las latitudes de mi nuca y rompió la
formación de aquel ejército invasor de hormigas que desfilaba por mí adentro,
en el encrespado perfil o torso del estremecimiento y tras defender sus
cuarteles de invierno ante el asedio de un presentimiento o de una indefinición
que tenía que resolver inmediatamente. Sed. Cogí la cerveza y me quemó su frío,
o su exceso. No bebí. Seguí, con una parsimonia dolorosa, mecánica, dificultosa,
indagando lo cercano. Buscando. Al frente, tras la barra, al trasluz difuso del
expositor, tras los mapas de isobaras en la madera, el reino del hielo,
ciertamente opaco, la pared de azulejos donde sombras fantasmas y grisáceas se
reflejaban, nos reflejábamos todos, acopio de cajas, de botellas, de frutos
secos, ristras de chorizos, algún salchichón, un escuálido jamón o paletilla
muy exudada en su asiento descuadernado, especias y condimentos, dispensario de
los sobrecitos de Nescafé, la caja del dinero, compartimentos de aluminio en
los bajos del mueble, puertas cerradas, con manijas, y enigmas culinarios en
sus interiores o manoseadas tecnologías al servicio de la restauración. Un atlas
cuadriculado que no correspondía a la incursión en busca de algún tesoro, solo
una colmena de números donde se rifaba algo, unos cupones, unos décimos de
lotería, un escudo que resumía mis alergias y grimas en el Madrid. Arriba de la barra, una balda de
madera más oscura, repujada, recorría la propia figura de bastón o cayado del
mostrador. Con rebajos o hendeduras en su parte inferior de los que colgaba una
familia de murciélagos de cristal que tomaron la forma traslúcida de copas más
entalladas u orondas, más altas o de sostén circular y ancho. Botellas
vigilantes arriba, muestrario, almacén, expositor de tentaciones. Focos
circulares, pequeños y blancos, cercos dorados, que nunca funcionaron. Toqué
con mi mano la vitrina sobre la barra, cristalina, con bandejas de acero
exhibiendo un surtido alimenticio frugal, dejado, testimonial o rendido al
conformismo de la sobriedad y fugacidad de los escasos quince metros cuadrados
del establecimiento: en una dos salchichas enlazadas, en otra tres sardinas de
mirada neutra, obscura, líquida, en la siguiente unas almejas cerradas, en la
de más allá unas jibias, y en la última un batiburrillo de mejillones de bermeja
carcajada. Dentro, no tras un arco de medio punto al igual que el del acceso al
baño, sino un vano rectangular y bajo un hueco a modo de estantería de azulejos
con botellas, una de ellas, insólita y agradecida, de tinto con el escudo del
Barça, comunicaba con la garita donde está la plancha con su grasa y su caterva
de espectros humeantes, turbios, la tostadora de incandescentes filamentos, la
máquina de café con sus tres o cuatro espitas que hacía un café delicioso,
espeso, oloroso, reconfortante, no al igual que otros vecinos torrefactos que
añadían a estas cualidades la de laxante infalible. Alonso, o Alfonso, o todos
ellos, estaba dentro, atareado con unas largas pinzas y con alguna panceta que
tenía que estar bastante hecha, crujiente. De vez en vez volvía su circunspecta
alerta hacia los que estábamos acodados a la barra. A mí me dedicó una mirada
preocupada, sonriente, que no revelaba presunción o alguna pista para aquello
que rondaba mi cabeza y estremecía mi pecho, y de la que no sabía qué pero necesitaba
estar al corriente para recuperar mi confianza y mi interacción con lo que
fuera y de afuera.
Sed. Mi lengua sentía
que había aumentado como tres veces su tamaño habitual, de una sequedad infamante.
No iba a beber, no iba a beber más alcohol. Reprimí una arcada. Alonso o
Alfonso o todos ellos, me miró con mayor preocupación, sin abandonar su
sonrisilla de suficiencia, como si me indicara que no había nada que le pudiera
asombrar o extrañar y que no hubiese sucedido ya entre esas cuatro paredes y en
el desdoblamiento de sus mundos y sus historias por quienes lo poblaban o
visitaban para huir o para refugiarse de los demás o de sí mismos, de un
problema o de una necesidad de estar con alguien o con muchos. Otra iglesia sin
púlpitos, pero con muchas ofrendas. Yo recompuse un gesto de entereza que, ni
mucho menos, amenoró su intranquilidad; no obstante, un temblor en sus labios,
más pausado en una de las enfáticas bolsas bajo sus ojos saltones de batracio,
afrontó lo que estimó de desafío, una tirantez en las profusas patillas de
bandolero melancólico, si bien no era más que mi señal de desesperanza puesto
que él no tenía respuestas para mí o para lo que me inquietaba. Volcó su cerviz
de calabaza a un lado, a la plancha donde crujía la carne o saltaba algún
pescado a su incineración, sujeta a su rechoncho cuerpo sin solución de
continuidad; es decir, sin cuello o éste oculto por una papada o babero de fláccido
pellejo, que también ocultaba el cuello de caja de un jersey azul, un pico de
la camisa afuera, arriba y abajo, de franela y cuadros, unos pantalones negros
caídos o sujetos en esa latitud del tronco donde no era tan imposible por lo
inflado del abdomen, más henchido por las resignaciones que por los excesos de
la comida o el vino o el solo e insuficiente ejercicio tras la barra desde la
madrugada a entrada la noche, un día y otro y otro también. Un hombre bueno,
falto de afecto. Lo vi trajinar con sus movimientos rotos, cada uno de ellos avisado
por un característico tintino del puñado de llaves colgado del cinturón, la
brida en el inadvertido cuello que sujetaba el mando de la máquina del tabaco,
el silencio de sus alpargatas de paño. Sin develamiento para mí.
Sentado en un taburete,
con la espalda apoyada en la pared de mezcla pajiza extendida en anárquicos trazos,
entre el tablero y el arqueado acceso de entrada al váter, un pintor o, por cuanto
el hábito hace al monje, un hombre ataviado con un mono que fue blanco y ahora
acogía la pintura surrealista, de un rayonismo interesante, con todas las
salpicaduras blancas, negras, grises, pocas de otro color y que no eran muchas,
y todas ellas reunía las escasas ocasiones que tuvo y tenía para afianzar su
destreza de pintor de brocha gorda o su eficaz y módico menester en fachadas,
rejas o interiores. Un artista incomprendido, un trabajador vago, a esas horas
con el traje de faena o el mono de trabajo. Éste no parecía estar interesado en
mí, únicamente en su propia cerveza y en la conversación, a la que yo no cogía
su norte, con alguien que estaría de pie, a mis espaldas, de voz atiplada e ínfulas
de aristócrata. Despreocupado el pintor, como si sus expectativas confluyeran
en los sinos etílicos de la taberna, de mirada furtiva arrojada por sus redondos
ojillos, enjuto, de rasgos atirantados, calvo, algún tic involuntario por
dependencias que hacían de su vida, su rayana cincuentena, una composición sin
pasado, de hueras premuras en el presente, y un futuro perplejo. Un ser
descarriado y sin necesidad de corregir ningún rumbo porque no tenía ninguno.
No se interesaba por mí y, en su propio desinterés por todo, era imposible que
anidara en él alusión irrefutable a mi rememoración desdichada. Y del individuo
a mis espaldas, por la arrogancia de sus palabras, el sentido frívolo, lo primario
de sus emociones, la fantasmagoría de su fortuna, de su clase, de cierta
alcurnia que teníamos que creernos, e inclusive jurarla si menester fuera para
no violentar su proyectar fracasado. Nada ocultaba pues él era toda una
ocultación a retos, superaciones o aventuras donde intentara siquiera encontrar
el significado de su existencia o de sí mismo en ella. Me recordó al
complemento masculino, más montaraz, de Norma Desmond (Gloria Swanson) en Sunset Boulevard (El capricho de los Dioses)
de Billy Wilder. La voz atiplada,
fantasmal, fatua.
Regresar con mi cabeza
y atención al frente para, en otro movimiento penoso, de maquinaria
desengrasada, tenderlas a la izquierda, resultó incómodo, doloroso, por los
pinzamientos en la testa, por el chirriar de huesos, por las arcadas del
alcohol en el estómago. Allí estaba, junto a mí, de espaldas, el amigo de mi
hermano, Juanma, sentado también en un taburete alto, marrón, frágil. Una
cazadora beis, una gorra de igual color, vaqueros, una pierna estribada en uno
de los travesaños del asiento, la otra fláccida, un brazo en la barra y con el
puño soldado a su sien derecha, el otro brazo en la pierna izquierda y con la
mano sostenía la cerveza. A su lado, mi hermano, de perfil, los dos antebrazos
en el borde del tablero, las manos entrelazadas y bajo el mentón de hoyuelo a
lo Kirk Douglas, la barba recortada, con mayores trazos pardos, la cicatriz en
la nariz por la afilada garra de un gato, los pelos más crispados, más nevados,
en un gesto tal si pretendiera meterse bajo la barra, de pie, con una pierna flexionada
en el poyo y la otra relajada, recta, con la que de vez en vez dispersaba las
cáscaras de unas avellanas, de unas servilletas arrugadas y mugrientas en el
suelo. No tenían los dos nada, los indicios que yo buscaba; lo hubiese sabido,
al menos intuido, nada; solo su compañía, a lo mejor su ayuda, o su consuelo,
si me decidiera a confiarles lo que me abrasaba, me inquietaba, me asfixiaba;
pero no iba a confiarles nada, ni mi malestar ni la hondura de su dolor ni del
desasosiego que imploraba no se mudara en crónico, en indecible, enfermo. Los
dos, mi hermano y Juanma, su amigo, atendían y más que intervenir alentaban a
quien ocupaba, de pie, frenético, el requiebro de la barra, junto a la puerta
de entrada, por la que penetraba más fuerte, más cegador, el relumbro blanco
del mediodía, o acaso yo achicaba los ojos por el picor, por la extorsión de la
embriaguez y el olvido.
Y aquel individuo,
bajo, canoso, estropeado, descuidado, de aire como si fuese un cimbrear de una
vara flexible de cerezo, de almendro, dirigía sus gestos, sus enérgicos
aspavientos, con su voz rota, gutural, carrasposa, de simpático perdonavidas, a
todas las dimensiones, inclusive las recónditas, del universo de la taberna, de
las expectaciones de todos y de un tiempo que fluía divertido en sus
reflexiones, befas, historias imposibles, recuerdos o teselas de un jeroglífico
universal de fantasías y el abanico completo de emociones y experiencias en las
que no tenía lugar el miedo, las esperas, o el futuro con sus cobijos y
protecciones. Repartía sin escatimar su sonrisa de bufón, con esa fascinación
no de serie cómica, alguna de Guillermo del Toro por caso, de cuidado, de quien
está curtido en los sinsabores y ruinas de la humanidad, la mueca estampada en
su rostro amable, franco, campechano. La copa de aguardiente oscilaba sin cesar
de la barra a su boca, en seguida un sorbo breve de agua de otro vaso, y a
continuar con su alocución desenfadada, febril, apasionada, no importaba si
veraz o embaucadora. Una o tal vez dos las veces en que detuvo su mirada
sarcástica en lo apesadumbrada de la mía, sonriendo; más que alegrarse parecía
divertirse de mi estado, de mi búsqueda o de mi desintegración que las abarcaba
a todas. En la última, en su último interés sesgado en mí, alcancé entrever la
certeza de saber sobre aquello que me atosigaba, ese recuerdo perdido de haber
hecho algo, de haberlo olvidado, y que necesitaba con urgencia resucitar para
recomponer mi presente y afrontar lo venidero. Asimismo, yo entendía que no iba
a decirme nada porque él no sabría cómo hacerlo y, probablemente, no se iba a
esforzar en intentar entender lo que no entendía ni beneficio tenía en conocer
más de ello. Solo era el presentimiento, el suyo y al que no le importaba dejar
huérfano de significados, que estaba ahí, me pertenecía a mí, que no entraba en
su vida o en cómo obtener interés de él. Advertí lo diáfano de mi pensamiento
en una brazada de luminosidad que, en uno de sus fibrosos meneos mientras
recreaba sus venturas y desventuras, penetraba por la ventana e iluminó su
perfil de barba nevada como un papel de lija. Cerré los ojos, con esa
prestancia o con esa esperanza de desear la consumación de un milagro, de un
sueño, de poner fin a un problema o encontrar, era mi caso, la luz para
alumbrar una memoria que quedó inexpresiva y ciega. Y deseé. Y al abrir de
nuevo los ojos, vueltos en su entrecerrar al resplandor transversal del sol, en
un cielo que se adivinaba despejado, inmediato, liso, observé a aquel afable
personajillo que me miraba con fijeza mientras tomaba un trago más largo de
aguardiente y en su oscilar, como una ola ante un arrecife de cristal, se
reflejó el bruñir de los aceros de sus pupilas. Luego, extrañado, con ese
pellizco en mi interior que me avisaba de la consumación del requerimiento, o
de la materialización de un vislumbre para continuar su búsqueda o a lo mejor resolverlo
más adelante, el hombre ejecutó un ademán que, aunque insólito para quienes le
atendían en el bar, a mí me llenó de confianza y expectación.
Movió éste bruscamente
su hombro y a la par que con un ligero movimiento de cabeza señalaba a su
izquierda, a la zona donde terminaba el mostrador y, tras un arco de ladrillos
esmaltados, de un escalón inadvertido, se llegaba a otra habitación convertida
en sala de juegos, y donde todavía la partida transcurría en sus prolegómenos
de tanteo, de medir la capacidad y estrategia de los contendientes, cuando todo
era suerte. En esa zona del tablero, sentado en otro escabel alto, sostenido a
una copa de tinto, un hombre que frisaría los sesenta años, de porte giboso, de
aplicación abstraída al frente, en toda la vertical del pasillo interior tras
la barra que embocaba en la garita donde Alonso o Alfonso y siempre los dos
continuaba atareado con unas viandas que olían bien y jugosas, aquel de silueta
más análoga que la de éste a una rana de ficción de serie infantil, de barrio
como el de San Francisco y de sésamo de aquel panecillo que devoraba a pequeños
mordiscos. Por su desplante indiferente a todos y a todo lo que no fuese el
tinto y la tapa, de inercias de cirujano meticuloso, rezumaba una misoginia
rotunda y una despreocupación absoluta a cualquier atadura, un egoísmo recalcitrante,
una misantropía huera y henchida de sí misma, y en los que yo no atisbaba albergara
o respondiera a mi inquietud o tuviera la llave para recuperar mi recuerdo,
desvanecer el olvido. En una seña de su mano levantada llamó al camarero, pagó
su consumición y, sin despedirse, con paso entrecortado o a saltitos, de
hombros caídos, manos en los bolsillos, abandonó el bar.
Antes, sin embargo,
cogió algo que estaba en el suelo, en el propio acceso inclinado al interior de
la barra, depositándolo sobre ella, arriba del laberinto de botellas de consumo
frecuente y mayoritario. Un espejo. Un azogue antiguo enmarcado en filigranas
de plata. Y en él me reflejé, o en él vi mi desasosiego, de cuanto olvide y a todos
mis afanes por recuperar su expresión o evocación. Yo. Solo estaba yo, mi
imagen, mi imagen igual de confusa que mi visión, igual de emborronada por los
efluvios del alcohol. Había bebido mucho. Entendí que no había olvidado nada
porque no sucedió nada. Seguramente no había acontecido nada ya que estaba transcurriendo
en este momento. Sonreí. Bebí agua. Y es que, pasados los cuarenta, hasta
embriagarse suele ser una tragedia a la que inmediatamente tratamos, sea
inconscientemente, de olvidar.
F.J. CALVENTE
Nota:
La primera imagen que ilustra este relato pertenece a la película de Robert
Siodmak “La dama desconocida”, Carol
apoyada y ausente en la barra del Anselm´s Bar. Y la segunda fotografía es de
Eve Arnold (1954) “Chica de barra en un
prostíbulo en el barrio rojo. La Habana, Cuba” (Bar girl in a brothel in the
red light district. Havana, Cuba).
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