Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 25 de febrero de 2015

RAREZA DEL OLVIDO



 
Por mucho que me esforzaba, no conseguía recordar qué ni dónde antes. Nada. Una amnesia absoluta al respecto. ¿Qué ocurrió para que su olvido me irritase tanto? Y no era por aquello de que si algo se olvida pronto es porque nunca importó. ¡Me importaba! Y es que, pasados los cuarenta, creo tomamos más conciencia de la decadencia del cuerpo, del envejecimiento en el que se refleja un ritmo más alocado del tiempo, más presuroso, inexorable, negado de las detenciones fantásticas de la infancia y de buena parte de la juventud. Un tiempo cada vez más inaccesible, de aprehender, entenderlo puede, demorarlo con emociones, a gratos sentimientos; o tensar o destensar sus cuerdas armoniosas, de tintineos musicales, que tiran del mundo, de nuestro mundo, para traer contextos felices o destrabar los desdichados; o con expandirlo en bucles de agrados; o como si de un bumerán se tratase, de los que siempre se lanzan y retornan, de los que arrojándose en estos lapsos, la década para el medio siglo, se hacen menos rápidos, rígidos lanzamientos de incierto regreso, por unos reflejos más reticentes o por unas abstracciones más cegadas, y si vuelven lo hacen con algún que otro descalabro. A lo mejor, atendiendo a esta circunstancia, esta mortificación de ver, pasados los ocho lustros de existencia, con su onerosa y sufrida carga de experiencias y conocimientos, por su sufrimiento en el mañana cada vez más cercano, por el dolor del ayer cada vez más lejano, más ajeno por asumir las cosas que ya no haremos, el cerebro, o la mente, pongámosle el término que mejor nos agrade y se adecue a cierto eufemismo para el malestar por el paso inapelable de los años, la mente, me decía, os decía, traza determinadas líneas de olvido, inunda con vacíos a recuerdos o memorias para hacer más llevadero, algo más inconsciente, encubierto, la declinación del propio cuerpo; algo así a lo que decía García Márquez sobre la muerte que no llega con la vejez, sino con el olvido; y de este modo engañar o engañarnos con certidumbres de mejores épocas, de juicios jóvenes, pretéritos, los que contribuyen a no reconocernos, a fingir cuando nos duele aquí o allá, o al mirarnos al espejo, por ese emborronamiento amnésico, identificarnos o rebajar las dudas sobre las ligeras canas que ocupan vastos territorios níveos, o el resalto de anteriores e invisibles cauces hidratados en nuestro rostro, secos por los incendios de las emociones, desiertos de ensueños que quedaron atrás, en arrugas o calendarios de los tiempos, en las comisuras de los ojos, de la boca, en las bolsas de los párpados o en los finos labios, más sedientos. Señuelos para vivir, para que el paso entre edades no sea tan traumático, tan yermo. Será entonces que no recordaba lo que tuvo que suceder en un momento muy lejano, o que tuvo que ocurrir ayer o en un intervalo aledaño, y que no conseguía recordar por temor, o por un efecto inmunológico para que el sopapo de la vejez infligiera aún más los matices del corazón o los placebos del cerebro. 

Y sin embargo no me importaba sufrir con cuanto recordara y si concibiera posible hacerlo. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, escribió Borges. De hecho quería poner un contexto, una certificación a la extraña inquietud que estremecía mi interior, como si una tropa invasora de hormigas estableciera sus cuarteles de invierno donde sólo era lugar, de acuerdo que en mí adentro, para solaces, quimeras e imaginaciones. Y así alcé mi mirada, no sé si la atención, de la tabla de madera pulida y barnizada donde intenté, sin resultado, desentrañar, descifrar las sinuosidades de las vetas que como una cartografía de isobaras me permitiese columbrar el entendimiento de los humores del universo. Perdido, evidentemente, en los itinerarios sin principio ni fin que recorrían el mostrador, refulgente no por incidir en él los manojos de un sol, en este caso anémico o palpablemente voluntarioso por ensayar o en transmutar la blancura de su luz en los oros de haces menos oblicuos, sino por unos impasibles y álgidos fluorescentes idénticos a agotadas espadas láser de caballeros Jedi jubiladas en el techo de linóleo verde claro y que no se correspondía a ningún color del firmamento, o quizás al de algunas albas de julio pero, en todo caso, acotado y deslucido. Desde la ventana a mí izquierda se arrojaba al suelo el paralelogramo de una claridad apenas definida y a la que tampoco estimulaba la contigua y volcada de la puerta, con una de sus hojas cerrada, la de la derecha, y sin otro mérito que el de pulir sin efecto las desgastadas losas del suelo, el mosaico de los paneles de la barra, sucios por el trasiego de la caterva de relatos que se postraban a los epílogos inconclusos de una falsa ebriedad o escape a otros mundos de los que ni siquiera se intuía su probidad. Una puntada o una corazonada me dieron en qué pensar, especular en uno de los repuntes de estos mundos arcanos que se desdoblaban en este mismo. ¿Cuál? Y como quiera que, de entre las bondades o virtudes de la edad, o de esta media edad, la mía, una que según me hace confiar cada vez más en la providencia de estas insólitas sospechas, de estos fugaces presentimientos, atendí a la escasa fe que se desprendía de uno de estos hermetismos o intuiciones para que reuniera mi exigencia de búsqueda, o de recordar, para colmar con concreciones, estas lagunas de la edad o el miedo a que su revelación se ocultara bajo la manta de lo echado en el olvido. 

Y en verdad, quizás por esto, tuve miedo de conocer qué me encontraría mientras, de manera desmayada a ese sol que, por de contado precario, no se decidía entre los suspiros de la primavera que alentaban algunos pájaros o mantenía su desconfianza en negros nubarrones que volvieran a ocultarlo y a llorar su invierno, levantaba yo la cabeza y mi mirada se preparaba para lo insulso o para lo extraordinario. En tanto mis oídos venían registrando los reverberos estridentes de los pájaros en el pequeño tramo de calle Gallarda en el que las sombras interpelaban al frío y el recogimiento, la tímida percusión tribal procedente de la Tienda de Trinidad, las altisonantes conversaciones dentro de la taberna, histriónicas carcajadas, hondos carraspeos, el tintinear del cristal en el fregadero o en brindis anodinos, de la loza de platillos con tapas, sin tapas, enjuagados en el fregadero, apartados o acogidos, con hambre o con vicio, el runruneo trapajoso, monocorde, crepitante del televisor con algún concurso al que todos veían y nadie prestaba atención, golpes en la mesa por un juego de cartas en la habitación de al lado, no muy vehementes, seguro por unas cartas afortunadas en uno u otro bando contendiente, el suspense del equilibrio, el ras en las puntaciones, de los tantos, la intriga que en el aproximamiento al millar de puntos rompiera el sosiego y emergieran los desplantes de la suerte, de los errores, de la pericia del compañero, de la propia, de la marrullería contraria, la vecindad del fin y la dilucidación de vencedores y vencidos, sacudidas que estallaban en mis oídos, con punzante dolor rebotando en las paredes de mi mollera, enervando mi desasosiego por cuanto sé sobre lo que una vez sucedió y ahora ignoraba y necesitaba conocer para deshacer la intranquilidad y recuperar un poco de calma en mi vida. Porque hay olvidos que queman y hay memorias que engrandecen... no recuerdo dónde lo leí y quién lo dijo.

Del mismo modo, como voluptuosas trenzas que engarzaban el ambiente, olía la carne quemarse en la plancha donde hervía la grasa, en una lámina negra y húmeda a manera del acharolado de las piedras de la alameda en la noche, tras la lluvia, tras caer la “pelúa” o alguna lágrima por lo perdido o por lo encontrado; pancetas, filetes, algún chorizo, el pescado, sardinas, calamares, jibias… hedores que desfilaban con marcialidad, imponiéndose con autoridad a los otros, al inquieto de la cerveza, el áspero del vino, el complementario del aguardiente, el heterogéneo del coñac, o el relamido del pacharán o del anís suave y más en el seco, tufos convalecientes de la humanidad, algún fárrago de sudor, de colonia y desodorante y loción para después del afeitado, de quien era mecánico, o panadero, o pintor, o la desesperanza en el desempleado, el fragoso de los sumideros, cada vez que se abría la puerta del minúsculo aseo disimulado tras el vano de medio punto a mis espaldas, combinado con un desinfectante barato, alguna podredumbre a hojas muertas y desabridos relentes procedente de la calle, de ciscos ardiendo en badiles o humeros fumando leños de encina, sobre todo de olivo, expeliendo una continua fumarada de hilo convulso, lácteo, en estos momentos vertical, la helada humillaba los aires, al cielo con esa indefinición entre la leche agria o el celeste de las montañas en atardeceres vaporosos. En la mescolanza de olores no dilucidaba aquel propio al recuerdo que me atenazaba con su secreto, con su ignorancia, con su misterio.

No,  mi paladar no retenía algún atisbo de aquella realidad ignota y desasosegante, cada vez más agobiante, más desolada; solo el regusto amargo, pastoso, de un trasiego caprichoso, animoso primero por una hombría desatinada, por continuar en el carrusel de “llena que a esta ronda la invito yo”, por un desafío suicida, “¡venga, de un trago!”, hasta que la nebulosidad, lo confuso del discernimiento, el juicio suspendido, la confusión de los sentidos, la mezcla inapropiada, peligrosa, amodorrada, entre las decididas libaciones de un aguardiente peleón que incendiaba en su tránsito mis entrañas, escanciándose en la retorta infernal en la que se transformó mi estómago, para hervir la sangre, impulsarla, distribuirla y abducir el cerebro; y como si quisiera apagar los incendios subterráneos, sucediéronse una, dos… no sé cuántas Mahou, y cada vez con más estrellas de las cinco en el cosmos de mi aturdimiento. No sé si tras bajarme del taburete y volver del baño con paso inestable, sucumbí en la necesidad de apoyar mi cabeza entre los brazos, cerrar los ojos, y flagelarme con la amenaza, con la incisión, de aquel pensamiento sobre algo que aconteció y que ignoraba cómo y cuándo y con prisas para imponer descanso en mi mundo. 

Tocaba la tibia madera del mostrador. Estaba en el bar de Alonso, por supuesto, aunque en su D.N.I. y por expreso deseo de sus padres lo llamaran Alfonso hacía poco más del medio siglo. ¿Estaba yo solo? ¿Había llegado solo? ¡Ummmmmmh! Probablemente no llegué solo, seguro con mi hermano y algún amigo suyo. Así había sido, recordaba la fría piedra de los poyetes de la alameda, el mimo del tenue calor del sol, de los entumecidos aspavientos de la enramada sin hojas ni color de los árboles, los niños en los juegos, el libro, Cabaret Biarritz, de José C. Vales. “¡Una copita!” “¡Venga!” “¿A la Bodega?” “A Alonsito”. De eso hacía ya… Mucho tiempo, poco en el rodar de las manecillas del reloj. Yo no tengo reloj. Y el móvil… me da pereza sacarlo del bolsillo donde, curiosamente, ha estado silencioso. Nadie me echa de menos, nadie me busca quizás para el almuerzo, para unas palabras, ni para confiarme el secreto que me ocasiona este vértigo confuso de perder la memoria de lo que quiero. “A pesar de mi proverbial desidia, de la cual estoy orgulloso y filosóficamente convencido”, al igual que una frase del anterior libro. ¿Estaba solo en estos momentos? ¿Se había ido mi hermano y su amigo? ¿O alguna de esas conversaciones entremetidas, deslavazadas, enmarañadas, correspondía a ellos? Al fin y al cabo no me importaba si estaba solo o acompañado, en estos instantes luchaba y me buscaba a mí mismo. No me importaba la soledad en la tasca o la compañía. Perdí u olvidé las sensaciones, la inquietud, los nervios, la curiosidad cuando entré la primera vez solo a un bar. Recordé con tierna sonrisa encaramada a mis ateridos labios el relato de Estela Carrillo, a la que nunca conocí y a la que conozco de siempre, de los tiempos adolescentes en el “Pérez” o de alguna vida anterior donde ambos quizás buscábamos la Belleza y de ahí nuestro encuentro presente. “Pero no salí sola de allí, al final.... conquiste a mi soledad, y ella me conquistó a mí” Tampoco ella estaba para ayudarme y llenar la duda de un vacío, de un olvido. 

Levantaba la cabeza y mi mirada se preparaba para lo insulso o lo extraordinario. Primero percibí el combado vidrio donde la cerveza respiraba, doradas burbujillas buceaban en un océano de melaza, espuma blanca como arena movediza se deslizaba por la superficie, deshaciéndose en el líquido o en el aire o en ambos. Unas letras en el cristal, Mahou, rotuladas en una franja verde. Un platillo blanco, este identificado, ninguno por ahora volador, conteniendo un centelleo mate de los fluorescentes o del postrado claror de la calle y un grueso taco de lomo anteriormente atacado en uno de sus extremos por un tenedor de tres dientes que descansaba en la carne y en el mostrador, en un puente férreo entre lo perecedero y lo imperecedero. Al lado, otro destello de metal, gris, parecía deslizarse por la escarchada y sinuosa lámina de los grifos gemelos de cerveza con empuñadoras de plomo u otra aleación de cenizas diamantinas, en ellos se hacía posible poner color y materialidad a la frescura, el llanto melancólico del aluminio al que en ese momento me hubiera gustado deshacer con el deslizar de mis dedos por su bruñida superficie, glacial y rociada, y abstraerme en el serpenteo de sus trayectos, en esa nostalgia que solo las lágrimas rodando por las mejillas y las gotas de lluvia en el cristal alcanzan atesorar y remover los propios dominios imantados del interior. Un escalofrío recorrió las latitudes de mi nuca y rompió la formación de aquel ejército invasor de hormigas que desfilaba por mí adentro, en el encrespado perfil o torso del estremecimiento y tras defender sus cuarteles de invierno ante el asedio de un presentimiento o de una indefinición que tenía que resolver inmediatamente. Sed. Cogí la cerveza y me quemó su frío, o su exceso. No bebí. Seguí, con una parsimonia dolorosa, mecánica, dificultosa, indagando lo cercano. Buscando. Al frente, tras la barra, al trasluz difuso del expositor, tras los mapas de isobaras en la madera, el reino del hielo, ciertamente opaco, la pared de azulejos donde sombras fantasmas y grisáceas se reflejaban, nos reflejábamos todos, acopio de cajas, de botellas, de frutos secos, ristras de chorizos, algún salchichón, un escuálido jamón o paletilla muy exudada en su asiento descuadernado, especias y condimentos, dispensario de los sobrecitos de Nescafé, la caja del dinero, compartimentos de aluminio en los bajos del mueble, puertas cerradas, con manijas, y enigmas culinarios en sus interiores o manoseadas tecnologías al servicio de la restauración. Un atlas cuadriculado que no correspondía a la incursión en busca de algún tesoro, solo una colmena de números donde se rifaba algo, unos cupones, unos décimos de lotería, un escudo que resumía mis alergias y grimas  en el Madrid. Arriba de la barra, una balda de madera más oscura, repujada, recorría la propia figura de bastón o cayado del mostrador. Con rebajos o hendeduras en su parte inferior de los que colgaba una familia de murciélagos de cristal que tomaron la forma traslúcida de copas más entalladas u orondas, más altas o de sostén circular y ancho. Botellas vigilantes arriba, muestrario, almacén, expositor de tentaciones. Focos circulares, pequeños y blancos, cercos dorados, que nunca funcionaron. Toqué con mi mano la vitrina sobre la barra, cristalina, con bandejas de acero exhibiendo un surtido alimenticio frugal, dejado, testimonial o rendido al conformismo de la sobriedad y fugacidad de los escasos quince metros cuadrados del establecimiento: en una dos salchichas enlazadas, en otra tres sardinas de mirada neutra, obscura, líquida, en la siguiente unas almejas cerradas, en la de más allá unas jibias, y en la última un batiburrillo de mejillones de bermeja carcajada. Dentro, no tras un arco de medio punto al igual que el del acceso al baño, sino un vano rectangular y bajo un hueco a modo de estantería de azulejos con botellas, una de ellas, insólita y agradecida, de tinto con el escudo del Barça, comunicaba con la garita donde está la plancha con su grasa y su caterva de espectros humeantes, turbios, la tostadora de incandescentes filamentos, la máquina de café con sus tres o cuatro espitas que hacía un café delicioso, espeso, oloroso, reconfortante, no al igual que otros vecinos torrefactos que añadían a estas cualidades la de laxante infalible. Alonso, o Alfonso, o todos ellos, estaba dentro, atareado con unas largas pinzas y con alguna panceta que tenía que estar bastante hecha, crujiente. De vez en vez volvía su circunspecta alerta hacia los que estábamos acodados a la barra. A mí me dedicó una mirada preocupada, sonriente, que no revelaba presunción o alguna pista para aquello que rondaba mi cabeza y estremecía mi pecho, y de la que no sabía qué pero necesitaba estar al corriente para recuperar mi confianza y mi interacción con lo que fuera y de afuera. 


Sed. Mi lengua sentía que había aumentado como tres veces su tamaño habitual, de una sequedad infamante. No iba a beber, no iba a beber más alcohol. Reprimí una arcada. Alonso o Alfonso o todos ellos, me miró con mayor preocupación, sin abandonar su sonrisilla de suficiencia, como si me indicara que no había nada que le pudiera asombrar o extrañar y que no hubiese sucedido ya entre esas cuatro paredes y en el desdoblamiento de sus mundos y sus historias por quienes lo poblaban o visitaban para huir o para refugiarse de los demás o de sí mismos, de un problema o de una necesidad de estar con alguien o con muchos. Otra iglesia sin púlpitos, pero con muchas ofrendas. Yo recompuse un gesto de entereza que, ni mucho menos, amenoró su intranquilidad; no obstante, un temblor en sus labios, más pausado en una de las enfáticas bolsas bajo sus ojos saltones de batracio, afrontó lo que estimó de desafío, una tirantez en las profusas patillas de bandolero melancólico, si bien no era más que mi señal de desesperanza puesto que él no tenía respuestas para mí o para lo que me inquietaba. Volcó su cerviz de calabaza a un lado, a la plancha donde crujía la carne o saltaba algún pescado a su incineración, sujeta a su rechoncho cuerpo sin solución de continuidad; es decir, sin cuello o éste oculto por una papada o babero de fláccido pellejo, que también ocultaba el cuello de caja de un jersey azul, un pico de la camisa afuera, arriba y abajo, de franela y cuadros, unos pantalones negros caídos o sujetos en esa latitud del tronco donde no era tan imposible por lo inflado del abdomen, más henchido por las resignaciones que por los excesos de la comida o el vino o el solo e insuficiente ejercicio tras la barra desde la madrugada a entrada la noche, un día y otro y otro también. Un hombre bueno, falto de afecto. Lo vi trajinar con sus movimientos rotos, cada uno de ellos avisado por un característico tintino del puñado de llaves colgado del cinturón, la brida en el inadvertido cuello que sujetaba el mando de la máquina del tabaco, el silencio de sus alpargatas de paño. Sin develamiento para mí. 

Sentado en un taburete, con la espalda apoyada en la pared de mezcla pajiza extendida en anárquicos trazos, entre el tablero y el arqueado acceso de entrada al váter, un pintor o, por cuanto el hábito hace al monje, un hombre ataviado con un mono que fue blanco y ahora acogía la pintura surrealista, de un rayonismo interesante, con todas las salpicaduras blancas, negras, grises, pocas de otro color y que no eran muchas, y todas ellas reunía las escasas ocasiones que tuvo y tenía para afianzar su destreza de pintor de brocha gorda o su eficaz y módico menester en fachadas, rejas o interiores. Un artista incomprendido, un trabajador vago, a esas horas con el traje de faena o el mono de trabajo. Éste no parecía estar interesado en mí, únicamente en su propia cerveza y en la conversación, a la que yo no cogía su norte, con alguien que estaría de pie, a mis espaldas, de voz atiplada e ínfulas de aristócrata. Despreocupado el pintor, como si sus expectativas confluyeran en los sinos etílicos de la taberna, de mirada furtiva arrojada por sus redondos ojillos, enjuto, de rasgos atirantados, calvo, algún tic involuntario por dependencias que hacían de su vida, su rayana cincuentena, una composición sin pasado, de hueras premuras en el presente, y un futuro perplejo. Un ser descarriado y sin necesidad de corregir ningún rumbo porque no tenía ninguno. No se interesaba por mí y, en su propio desinterés por todo, era imposible que anidara en él alusión irrefutable a mi rememoración desdichada. Y del individuo a mis espaldas, por la arrogancia de sus palabras, el sentido frívolo, lo primario de sus emociones, la fantasmagoría de su fortuna, de su clase, de cierta alcurnia que teníamos que creernos, e inclusive jurarla si menester fuera para no violentar su proyectar fracasado. Nada ocultaba pues él era toda una ocultación a retos, superaciones o aventuras donde intentara siquiera encontrar el significado de su existencia o de sí mismo en ella. Me recordó al complemento masculino, más montaraz, de Norma Desmond (Gloria Swanson) en Sunset Boulevard (El capricho de los Dioses) de Billy Wilder.  La voz atiplada, fantasmal, fatua.

Regresar con mi cabeza y atención al frente para, en otro movimiento penoso, de maquinaria desengrasada, tenderlas a la izquierda, resultó incómodo, doloroso, por los pinzamientos en la testa, por el chirriar de huesos, por las arcadas del alcohol en el estómago. Allí estaba, junto a mí, de espaldas, el amigo de mi hermano, Juanma, sentado también en un taburete alto, marrón, frágil. Una cazadora beis, una gorra de igual color, vaqueros, una pierna estribada en uno de los travesaños del asiento, la otra fláccida, un brazo en la barra y con el puño soldado a su sien derecha, el otro brazo en la pierna izquierda y con la mano sostenía la cerveza. A su lado, mi hermano, de perfil, los dos antebrazos en el borde del tablero, las manos entrelazadas y bajo el mentón de hoyuelo a lo Kirk Douglas, la barba recortada, con mayores trazos pardos, la cicatriz en la nariz por la afilada garra de un gato, los pelos más crispados, más nevados, en un gesto tal si pretendiera meterse bajo la barra, de pie, con una pierna flexionada en el poyo y la otra relajada, recta, con la que de vez en vez dispersaba las cáscaras de unas avellanas, de unas servilletas arrugadas y mugrientas en el suelo. No tenían los dos nada, los indicios que yo buscaba; lo hubiese sabido, al menos intuido, nada; solo su compañía, a lo mejor su ayuda, o su consuelo, si me decidiera a confiarles lo que me abrasaba, me inquietaba, me asfixiaba; pero no iba a confiarles nada, ni mi malestar ni la hondura de su dolor ni del desasosiego que imploraba no se mudara en crónico, en indecible, enfermo. Los dos, mi hermano y Juanma, su amigo, atendían y más que intervenir alentaban a quien ocupaba, de pie, frenético, el requiebro de la barra, junto a la puerta de entrada, por la que penetraba más fuerte, más cegador, el relumbro blanco del mediodía, o acaso yo achicaba los ojos por el picor, por la extorsión de la embriaguez y el olvido.

Y aquel individuo, bajo, canoso, estropeado, descuidado, de aire como si fuese un cimbrear de una vara flexible de cerezo, de almendro, dirigía sus gestos, sus enérgicos aspavientos, con su voz rota, gutural, carrasposa, de simpático perdonavidas, a todas las dimensiones, inclusive las recónditas, del universo de la taberna, de las expectaciones de todos y de un tiempo que fluía divertido en sus reflexiones, befas, historias imposibles, recuerdos o teselas de un jeroglífico universal de fantasías y el abanico completo de emociones y experiencias en las que no tenía lugar el miedo, las esperas, o el futuro con sus cobijos y protecciones. Repartía sin escatimar su sonrisa de bufón, con esa fascinación no de serie cómica, alguna de Guillermo del Toro por caso, de cuidado, de quien está curtido en los sinsabores y ruinas de la humanidad, la mueca estampada en su rostro amable, franco, campechano. La copa de aguardiente oscilaba sin cesar de la barra a su boca, en seguida un sorbo breve de agua de otro vaso, y a continuar con su alocución desenfadada, febril, apasionada, no importaba si veraz o embaucadora. Una o tal vez dos las veces en que detuvo su mirada sarcástica en lo apesadumbrada de la mía, sonriendo; más que alegrarse parecía divertirse de mi estado, de mi búsqueda o de mi desintegración que las abarcaba a todas. En la última, en su último interés sesgado en mí, alcancé entrever la certeza de saber sobre aquello que me atosigaba, ese recuerdo perdido de haber hecho algo, de haberlo olvidado, y que necesitaba con urgencia resucitar para recomponer mi presente y afrontar lo venidero. Asimismo, yo entendía que no iba a decirme nada porque él no sabría cómo hacerlo y, probablemente, no se iba a esforzar en intentar entender lo que no entendía ni beneficio tenía en conocer más de ello. Solo era el presentimiento, el suyo y al que no le importaba dejar huérfano de significados, que estaba ahí, me pertenecía a mí, que no entraba en su vida o en cómo obtener interés de él. Advertí lo diáfano de mi pensamiento en una brazada de luminosidad que, en uno de sus fibrosos meneos mientras recreaba sus venturas y desventuras, penetraba por la ventana e iluminó su perfil de barba nevada como un papel de lija. Cerré los ojos, con esa prestancia o con esa esperanza de desear la consumación de un milagro, de un sueño, de poner fin a un problema o encontrar, era mi caso, la luz para alumbrar una memoria que quedó inexpresiva y ciega. Y deseé. Y al abrir de nuevo los ojos, vueltos en su entrecerrar al resplandor transversal del sol, en un cielo que se adivinaba despejado, inmediato, liso, observé a aquel afable personajillo que me miraba con fijeza mientras tomaba un trago más largo de aguardiente y en su oscilar, como una ola ante un arrecife de cristal, se reflejó el bruñir de los aceros de sus pupilas. Luego, extrañado, con ese pellizco en mi interior que me avisaba de la consumación del requerimiento, o de la materialización de un vislumbre para continuar su búsqueda o a lo mejor resolverlo más adelante, el hombre ejecutó un ademán que, aunque insólito para quienes le atendían en el bar, a mí me llenó de confianza y expectación. 

Movió éste bruscamente su hombro y a la par que con un ligero movimiento de cabeza señalaba a su izquierda, a la zona donde terminaba el mostrador y, tras un arco de ladrillos esmaltados, de un escalón inadvertido, se llegaba a otra habitación convertida en sala de juegos, y donde todavía la partida transcurría en sus prolegómenos de tanteo, de medir la capacidad y estrategia de los contendientes, cuando todo era suerte. En esa zona del tablero, sentado en otro escabel alto, sostenido a una copa de tinto, un hombre que frisaría los sesenta años, de porte giboso, de aplicación abstraída al frente, en toda la vertical del pasillo interior tras la barra que embocaba en la garita donde Alonso o Alfonso y siempre los dos continuaba atareado con unas viandas que olían bien y jugosas, aquel de silueta más análoga que la de éste a una rana de ficción de serie infantil, de barrio como el de San Francisco y de sésamo de aquel panecillo que devoraba a pequeños mordiscos. Por su desplante indiferente a todos y a todo lo que no fuese el tinto y la tapa, de inercias de cirujano meticuloso, rezumaba una misoginia rotunda y una despreocupación absoluta a cualquier atadura, un egoísmo recalcitrante, una misantropía huera y henchida de sí misma, y en los que yo no atisbaba albergara o respondiera a mi inquietud o tuviera la llave para recuperar mi recuerdo, desvanecer el olvido. En una seña de su mano levantada llamó al camarero, pagó su consumición y, sin despedirse, con paso entrecortado o a saltitos, de hombros caídos, manos en los bolsillos, abandonó el bar. 

Antes, sin embargo, cogió algo que estaba en el suelo, en el propio acceso inclinado al interior de la barra, depositándolo sobre ella, arriba del laberinto de botellas de consumo frecuente y mayoritario. Un espejo. Un azogue antiguo enmarcado en filigranas de plata. Y en él me reflejé, o en él vi mi desasosiego, de cuanto olvide y a todos mis afanes por recuperar su expresión o evocación. Yo. Solo estaba yo, mi imagen, mi imagen igual de confusa que mi visión, igual de emborronada por los efluvios del alcohol. Había bebido mucho. Entendí que no había olvidado nada porque no sucedió nada. Seguramente no había acontecido nada ya que estaba transcurriendo en este momento. Sonreí. Bebí agua. Y es que, pasados los cuarenta, hasta embriagarse suele ser una tragedia a la que inmediatamente tratamos, sea inconscientemente, de olvidar.
F.J. CALVENTE

Nota: La primera imagen que ilustra este relato pertenece a la película de Robert Siodmak “La dama desconocida”, Carol apoyada y ausente en la barra del Anselm´s Bar. Y la segunda fotografía es de Eve Arnold (1954) “Chica de barra en un prostíbulo en el barrio rojo. La Habana, Cuba” (Bar girl in a brothel in the red light district. Havana, Cuba).

No hay comentarios:

Publicar un comentario