“Curiosamente,
me había arrojado a los brazos del desorden con la misma violencia con la que
durante toda mi vida me había defendido de él. Pero no es tan grave, me decía
observándome con procacidad en los espejos, no estoy dimitiendo de nada, sino
descansando de todo”
Tengo a Juan José Millás en alta estima,
indudablemente no es por su persona, porque no tengo el gusto de conocerlo,
sino por su literatura. Hace tiempo y desde que leí “Papel mojado”, luego por
algunos libros más y su inexcusable columna de los viernes en El País o en el semanal,
siempre de una fina sutileza y singularidad, de innegable compromiso social. Admiro
su narrativa sorprendente, honesta, que rezuma pasión y osadía, tanto que
cualquier hecho cotidiano es convertido en un suceso fantástico que no deja, al
fin y al cabo, de ser una expresión crítica del mundo. Y este “Lo que sé de los
hombrecillos” no ha cambiado mi consideración y, aunque me dejó con una
sensación un tanto rara, incluso chocante y por tanto novedosa a otras de sus
lecturas, no ha descaminado su estilo ciertamente turbador y metafórico, surrealista
u onírico, que le caracteriza y con el que me entusiasmo. Millás incide aquí en
uno de sus asuntos estrella, el desdoblamiento, la dualidad humana, entendido
bajo la mezcla de lo real y lo irreal, o tal vez la fractura entre los planos
de la realidad y de quienes somos o podemos serlo en uno u otro plano.
En “Lo que sé de los hombrecillos”, la rutina
diaria de un profesor universitario se ve perturbada por la irrupción de perfectas
réplicas humanas en miniatura que se mueven con soltura por el mundo de los
hombres. Un día, uno de estos hombrecillos, creado a imagen y semejanza del
catedrático, establece una conexión especial con él y convierte en realidad sus
deseos más inconfesables. En este libro, el académico narra el último de estos
encuentros secretos, que resulta también el más intenso y peligroso, pues
además de averiguar dónde viven, qué costumbres tienen y cómo se reproducen
estos hombrecillos, interviene en su pequeño mundo mientras la vida sin
inhibiciones convierte el suyo en una verdadera pesadilla. Piénsalo por un
segundo: ¿soportarías ver cumplidos todos tus deseos?
“Pero
ignoraba si hacía todo aquello por mí o por el hombrecillo, pues si bien era
evidente que nos habíamos convertido en dos, al mismo tiempo, de forma
misteriosa, seguíamos siendo uno”
No me he encontrado con un relato corto en forma
de novela, casi doscientas páginas, de Kafka en otra “Metamorfosis”, Berhnard,
Beckett, u otro “Polaris” de Lovecraft, de acuerdo que a veces tenía la
impresión de estar ante una reedición de “Carta a una señorita en Paris” de
Cortázar, (quien mejor que éste para explicar lo inexplicable, ¿verdad?), o a
que su ritmo rebuscase las sensaciones cadenciosas de Borges, sino tal vez un compendio
de todos en este librito muy imaginativo, de fresca y sencilla exposición; y
bastante introspectivo, en efecto, salvo que no estoy muy seguro de que haya
alcanzado la solución o liberación tanto de él como del argumento; entretenido,
sobre todo, y subrayando el mensaje o parábola de cómo dentro de nosotros hay
un Yo más mezquino. Sí, vale que esto ya fue dicho por R.L. Stevenson; pero aquí,
con Millás, el desdoblamiento de su protagonista, la crónica de su duplicación
y, a mi criterio, sin alcanzar su solución y a lo que en seguida me refiera, digo
yo, no se corresponde con la disociación absoluta del doctor Jekyll y mister
Hyde. Y con todo me ha gustado, mucho, por su amena lectura y sugestión.
Una estupenda oportunidad para que, desde la
sencillez, reflexionemos en esa dualidad inherente a todos nosotros de guiarnos
entre lo correcto o lo incorrecto; es decir, entre el hecho de dar rienda
suelta a nuestras pasiones, a nuestros instintos más primarios, o reconvenirnos
a los dictados de la sociedad, a su fiscalización o al sacrificio de
abandonarlos o no, de reprimirlos. De ahí que, aunque confusa su dilucidación,
sea una oportunidad, insisto que inconclusa, para asumir nuestro lado
llamémosle más rebelde, conocerlo, expresarnos en aquellas singularidades que
no constituyan una catástrofe y no esperar, con tanta contención, a que salte
por cualquier resquicio en forma de locura o demencia.
“La
unidad de la que nos habían hablado los responsables del desdoblamiento no era,
en fin, tan sólida, tan perfecta, como habíamos creído al principio. Había una
pequeña fisura en la que evitábamos profundizar, pero que resultaba imposible
ignorar”
Y dicho esto, además de ese derroche de
masculinidad en primera persona, que puede gustar o no, escatológico para
algunos o pornográfico para sensibleros, esta indeterminación al tema del
desdoblamiento o dualidad personal, es el único “pero” que pongo a este “Lo que
sé de los hombrecillos”; ya que ni en su final, ni en su Epílogo, evidentemente
destemplados, de tajante premura, no se resuelve nada del mismo; nada en cada
uno de los esfuerzos finales, en cada una de las urgencias, por atar cabos, todos
precipitados, para solventar, para aclarar cuanto menos el porqué de la
contemplación del catedrático de los hombrecillos y su sentido.
Por último, amigo/a que en estos momentos me
lees, los hombrecillos me exigen a que te convenza de que no existen.
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