Hoy he regresado una
vez más a ti. Nos hemos reunido una vez más aquí, enfrente de tus murallas, sentados
en la piedra, dibujando nuestros contornos en la anárquica sucesión de los
guijarros del suelo. Te veo y te reconozco y me estremezco porque necesitaba
volver a verte, a sentirte, después de haber hecho el amor contigo toda la
noche, o haber huido tanto de mí mismo como para encontrarte con los brazos abiertos
y una sonrisa tan antigua como tus ojos; arrebujados en sensaciones, estremecidos
por caricias, alientos intricados en sorpresas y resignaciones aventureras, enmarañadas
extenuaciones y sosiegos placenteros… No me importa que solo fuesen sueños, no
nos importa que los recuerdos, inconscientes, surjan de estas oníricas tramoyas
en las que acaso se reconfigura la existencia, mi vida, efectos de nuestro amor.
Anoche estuve contigo. Y ahora te ofrezco un simple remedo de mendigo. Es mi
soledad la que en este momento te habla. No soy yo, es tu propia ausencia,
siquiera estando tú ahí conmigo, juntos, sentados e identificándonos con
nuestras negras siluetas como dibujos de un hechizo que aleje tu maldición y
retenga mi pasión, como la escritura que cierra un contrato y no permita
cláusulas nuevas, cuando no hay nada en el universo que te puede encerrar o
vencer, suplantar o transgredir. Quiero o siento la necesidad, la urgencia por recuperar
un tiempo, enorme, que ni siquiera perdí contigo. Es una sensación extraña,
inquieta, atormentada... ¿Sabes? Nunca he tenido dudas de que me hayas querido
en exceso, como uno se quiere a sí mismo, o más, con esa sublimación de
renuncia por una parte que nace de mí, más de ti, de hijo o un amante que cede
voluntariamente su personalidad y albur en la persona amada. En cambio yo, no
sé si por inconsciencias de la edad, o esa indefinición ciertamente cómoda a todo
cuanto se me daba hecho, en ocasiones sin pedirlo, me dejaba querer por ti, muy
seguro, sin embargo sólo eso, sin mayores pretensiones o intercambios más
estrechos... Y en nuestros días, éstos que corren por un Marzo meridiano, quién
sabe si también por circunstancias de la edad, tras haber conocido el pesar, el
sufrimiento por la fugacidad de la existencia, la limitación de todas las
cosas, en mayor medida las mías, desesperado por cuantas de éstas no llegaré
jamás a hacer o al menos intentar o revelar; te veo, te noto, más impasible
hacia conmigo, no insensible, quizás más ausente, como si te fueras o escaparas
de mí, si, esa puede ser la impresión; y a lo que contrapongo, con firmeza, mi
voluntad a no dejarte ir, a no dejarte escapar cuando siempre estarás aquí
conmigo y sin mí, a retenerte, pues me doy cuenta de cuánto te quiero, de quererte
más, mucho más de lo que pensaba. Por eso te busco y me siento contigo, en la
espera de mi destino.
Eres tú, mi Barrio.
Mi Barrio es hoy, en esta
mañana luminosa, todo aquello. Y aún más. El día y la noche, los crepúsculos o
incendios al atardecer, ayer de rosáceos rasgones vulnerando el absoluto azul.
Miro y no es tan definido, en estos instantes amables, tan rotundo o denso, el
cielo; es celeste, sí, pero de intercambiable cromatismo, o a lo mejor es que ensaya
una gradación de matices en su superficie blanca, rota, cercana a la hojalata, de
papel reclamando bosquejos, más opaca cuando una de tantas erráticas nubes, que
no están infladas, sino recortadas, se interpone en los otros tanteos de un sol
espléndido, vivo, arreglando su verticalidad a la primavera que ya asoma tras
la esquina. No es la mía una predisposición subjetiva, atmosférica seguro, o
acaso esta condiciona a aquella; es decir, en este mi apreciar los preludios del
cambio, ¿estacional?, de acuerdo, ¿filosofías del ánimo como esos vahos que
empañan el ambiente?, también; en todo caso de una fe que, inconscientemente,
necesita de grandes milagros, de exaltaciones de lo pequeño para desde el
dolor, el dolor que hurga, que se remueve en el pecho, establecer el espasmo de
melancolía por la pertenencia, de una identidad que tiene que ser dolorosa
porque de esta forma hiere, hiende la piel, abre el corazón, para dejar lugar a
otras emociones, a otros quereres, a otros lugares para la ilusión o para esos sondeos
de la muerte en esta expresión más absoluta de vida: el Amor. Está la fuente de
San Francisco agotada, sin agua, sin esperanzas. Una sed de Amor que asola las
entrañas.
¿Son mías aquellas
calles que ascienden con disculpas o descienden con timidez, ajustándose a la
línea y no a la curva, en quebrados alzados de edificios envarados de cal,
hierros y tejas árabes? ¿Calles que confluyen en el centro del centro, donde
estoy, donde estamos, en la Alameda o tu corazón; para aquí acogerlas, a todas,
sin exclusión, acomodando este espacio a sus embocaduras, aunque para ello adopte
sus límites a ellas, sin importar los irregulares recovecos, elevados o no en
sus poyetes que más que delimitar, insinúan su singular fisionomía, abriéndola,
trasvasando unas arterias en otras, ordenando, instaurando un equilibrio? ¿Son
mías las calles? ¿Son mías la conjunción de curvaturas y planas fundidas en el
tinte pardo de las murallas, o la sobria geometría de la iglesia del Espíritu
Santo como una solidificación de ese humillo de incensario que llega hasta
nosotros desde la Tienda de Trinidad? ¿Son míos los secos melindres de estos
árboles de la alameda, oscuros, albergando una miscelánea de expresiones enclavadas,
de historias cotidianas, perennes, en la geografía de sus cortezas y en los
susurros o augurios de lo que asoma tras la esquina, la primavera que todo
altera? ¿Hasta en los usos materiales, asuetos y negocios, veladores de los
bares en el yermo de anteayer, plegadas las sombrillas beis ya que las sombras
aún exhalan su aliento gélido, o el deambular de propios y extraños en el solaz
barrunto de que pronto sucederá algo, sea o no con ellos, algo cantado por
pájaros más animosos, más vehementes, si bien ninguno dilucida si estas conmociones
son mías? ¿Si ya no huele a invierno por qué no lo hace a renacimiento? ¿Es mía
aquella recreación que se acerca a mi espalda, vuelvo la cabeza, hacia calle
San Francisco de Asís, la cuadrilla de costaleros de Cristo Resucitado, cajón al
compás de una musiquilla enlatada, una marcha, “Pasan los campanilleros”, pasos
cortos, arrastrados, lucidos, andados, galvanizados por las interjecciones de
ánimo, de dirección, del capataz, del patero; o es de aquella otra, inseparables
ambas, separadas ahora pero amarradas al mismo encuentro, como nosotros, por
Ruedo Alameda, costaleras de la Virgen de Loreto, no oigo el ¡guapa, guapa,
guapa! o su eco restallando en las lienzos de la muralla, solo esperanzas de
domingo, sudor o lágrimas, o uno y otras por los que se deslizan los delirios,
el fervor, a lo mejor devoción, ellas, mujeres, siempre ellas, refulge el
propio tintinear de las bambalinas? ¿Son mías estas imágenes que me retrotraen
a horas atrás, en la noche, en el Teatro de la otra Alameda, la del Tajo, “La
Pasión”, espectáculo o voluntariosa puesta en escena de una coreografía
semanasantera, de Miguel Lorca, de una estética bella, flexible, en contraluces
de emoción, no sé si de genial sutileza, ni atinada, normal los errores del
estreno, la desigual fortuna, los nervios; quedan las emociones, algunas mías, “Irremediable
consuelo”, un cuadro fascinante; máxime, con independencia de la calidad de su
plasticidad, mi admiración por el esfuerzo, el compromiso y cariño, contigo y
con una parte de tu substancia que culmina el Viernes Santo, el Domingo de
Pascua; el valor, el reto, el desafío, la valentía de hacerlo posible, la
fusión del flamenco con la simbología de la Semana Mayor; y de asentar este
repunte artístico, innovador, honesto, en la monotonía cerril, consumida, trillada,
de gusto adocenado en la idolatría al luto ancestral en su expresión más cristiana
y ruidosa? ¿Son mías?
Serán mías, pues concibo
me atañen, por haber nacido aquí, he permanecido aquí, y me aflijo con el temor
de que alguna vez dejen de pertenecerme. Son mías puesto que en ningún momento
he dejado de recorrerlas, de sentirlas, de que mis huellas rueden por ellas
como las lágrimas de alegría o de temor por mis mejillas, de haber ido
descubriendo una y otra vez todos y cada uno de sus misterios, cada una de sus sustancias,
tal vez con esa sensación de padecimiento que se convierte en maldición por
entender que jamás llegarán a ser mías y porque lo fueron del mismo modo de
otros; eternamente de pretéritos míticos, de desatenciones del presente y que aún
persistirán en el futuro cuando yo ya no esté, aunque haya dejado mi esfuerzo,
mi sufrimiento y tributo, mi amor, en hacerte más bello. Mi Barrio. Y yo.
Parece que va a llover.
F.J. CALVENTE
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