“Yo
me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo”
Desconozco cómo una
obra llega a ser un clásico de la literatura. Indudablemente, aunque la venta
favorezca, aquello de convertirla en “best-seller, no la hace ejemplar;
ejemplos a patadas y libros que sientan como patadas en el estómago y revientan
la decencia pululan por las editoriales, ocupan los números unos del ranking “literario”
y se publicitan como rosquillas en los programas “rosas”. Tampoco por las
críticas, no existen críticas objetivas, perfectas, que ensalzan o agravian a
este u otro aspecto lírico o narrativo, al lenguaje y su uso; sobre gustos no
hay nada escrito. Creo que, principalmente, lo que hace a un texto en clásico
de la literatura es su originalidad; y si a ésta añadimos cierta ruptura, un
algo revolucionario a cuanto se viene haciendo, no importa que sean o no
casuales o causales según concretas perspectivas de la vida, resuelve la
ecuación y consideración. “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger está
considerada como un clásico de la literatura, manteniendo aquel excepcional
impacto en Norteamérica hace más de 60 años (1951) por su interés en nuestros
días, en una semblanza sensacional de la juventud, un atlas de geografía
adolescente, si se me permite el símil o remedo con la obra de Almudena
Grandes.
“Nunca
cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa,
empieza a echar de menos a todo el mundo”
En la contraportada del
libro está su sinopsis:
Las peripecias del
adolescente Holden Caulfield en una Nueva York que se recupera de la guerra
influyeron en sucesivas generaciones de todo el mundo. En su confesión sincera
y sin tapujos, muy lejos de la visión almibarada que imperaba en la adolescencia
hasta entonces, Holden nos desvela la realidad de un muchacho enfrentado al
fracaso escolar, a las rígidas normas de una familia tradicional, a la
experiencia de la sexualidad más allá del mero deseo.
Y antes de dar mi
opinión, me gustaría confesaros un secreto. Verán: la consideración de tal o
cual novela como clásico de la literatura, y antes de empezar su lectura, me
causa preocupación, un ridículo temor, tal vez ese respeto hacia las cosas
distinguidas o apreciadas por el común, por la mayoría, un no sé qué vacío de
no estar a la altura, a la comprensión, al gusto, el disfrute de sus virtudes
literarias y sociales. Sí, insisto, suena ridículo, pero es así; y es lo que me
sucedió al principio de este “El guardián entre el centeno”. Y más ante la magnitud
de sus primeras líneas:
“Si
realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que
querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían
mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David
Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso.”
Luego, sorprendido y
entusiasmado a un tiempo, me sumergí en la historia, o mejor en la desnuda
reflexión de un joven que no es que sea un ser incomprendido, sino que se
resiste, lucha por no comprender. Interesante, ¿verdad? Nos encontramos con Holden
Caulfield, un muchacho de diecisiete años que, por enésima vez, es expulsado de
un internado-escuela (Pencey); y no es porque sea un individuo o una víctima tocante
o nacida en un ámbito de exclusión social, de hecho pertenece a una familia acomodada.
Aquí nos encontramos, en primer lugar, con dos aspectos fundamentales en el
desarrollo como persona de éste y de cualquier joven en sus circunstancias: el
inconformismo con lo que su familia pretende de él y, a su vez, repudiado por
un sistema educativo inflexible, ineficaz e insatisfactorio. Un chico alto, con
canas, que aparenta mucho más edad de la que tiene, pero que en las distancias
cortas evidencia el candor de su inmadurez instintiva; también sintomática es
ese aspecto de rebeldía llevada casi a su más alto extremo en la relación con
sus padres y ya que, ante tantas expulsiones de no menos colegios, se plantea
huir, hecho que hace, del instituto antes del día en que tiene que abandonarlo,
y refugiarse en Nueva York, temiendo ser recluido por su familia en una
academia militar. En la gran ciudad, por otro lado, se encuentra con su ser más
íntimo y, del mismo modo, doloroso. “Nueva
York es terrible cuando alguien se ríe de noche”.
No es una historia del tipo “sueño
americano”, dulce e inocente, no, es un drama personal duro, atormentado. A
través del diálogo en primera persona del joven Holden, sobre el mundo y de las
personas cercanas, percibimos la singular realidad del desánimo, de la
hipocresía, del narcisismo; sin tapujos, sin filtros, desnuda, descarnada, bajo
el prisma del chaval que lo lleva hasta la furia, en una depresión tan honda
que, sin duda alguna, tiene que suponer la catarsis más cruenta para alcanzar la
madurez a la que no quiere comprender y acatar. La catarsis que explosiona en
su consideración de la falsedad que gobierna el mundo y a las personas. De
igual manera hay lugar, extenso, para los instintos, narrada o sentida en esa
necesidad natural por el sexo, mas desde un desenvolvimiento ineficaz,
dubitativo, caprichoso, inconcebible, incómodo. Con todo, y a lo mejor es un
pero, considero que el hecho de que en el libro no haya una evolución del personaje,
es decir, un antes o un después a la crisis o dudas existenciales que se plantean,
que todo se desenvuelva en una única continuidad espacio-temporal, suponga un demérito
de la narración, que no lo es, ya que es necesario que así sea, un único
espacio para que Holden nos transmita sus propias carencias, sus virtudes y
miserias, desde el comienzo hasta el final de la novela.
Otro aspecto que me ha
sorprendido, y encantado, es el porqué del título, inspirado en un poema de
Robert Burns, “Si un cuerpo coge a otro
cuerpo, cuando van entre el centeno”, una alegoría más a todo el simbolismo
que colma no solo a esta narración sino toda la obra de Salinger; sobre la
inexorabilidad del tiempo, las férreas imposiciones y obligaciones del mundo
adulto y el llamémosle síndrome Peter Pan, el querer siempre ser un niño porque
lo que intuye de la madurez es una condena, un martirio.
“-Este
tipo de caída a la que creo que te diriges es de un tipo muy especial,
terrible. Al que cae no se le permite ni oír ni sentir que ha llegado al fondo.
Sólo sigue cayendo y cayendo.”
Una novela atractiva,
por supuesto. Pedagógica en definitiva, con muchos momentos para la reflexión. Más
al estar narrada con un lenguaje rudo, desenfadado, provocador, muy directo y
sin fisuras. De acuerdo que, a mi parecer, por muy limitado que pueda suponer
el vocabulario o las muletillas en un chaval, me ha cansado tanto “jo”, “tío”,
o “y eso”. Sea como fuere, Holden no queda como un personaje desapercibido, por
su personalidad arrolladora, contradictoria, su melancolía atormentada y su
soledad depresiva, aunque no me gustaría que ninguna de mis hijas se pareciera
a él, que incide en su transgresión a las normas del sistema, social y
familiar, y de su intrínseca rigidez. Para atemperar estas emociones tan
exaltadas, encontramos del mismo modo la ternura y protección hacia los niños,
en su hermana pequeña, en la inocencia infantil como si se tratara de un
paraíso perdido al que el protagonista sabe que jamás volverá.
“Muchas
veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno.
Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor
vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en
evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde
van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el
tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería,
pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura”.
Un clásico de la
literatura, sí. Y tanto que no es una de esas obras que se devalúan con el
tiempo y porque su contenido se ancla exclusivamente en el pasado, en un
contexto histórico concreto, los conflictos de la América conservadora de los
años 50, del que hoy en día solo mueve a curiosidad. No, “El guardián entre el
centeno” sigue siendo una obra muy actual, los problemas que asolan a su personaje
continúan vigentes hoy día, probablemente más recrudecidos; y es que,
indefectiblemente, la sociedad cambia, pero el individuo no.
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