Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 6 de junio de 2015

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "El guardián entre el centeno" de J.D. Salinger


“Yo me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo”

Desconozco cómo una obra llega a ser un clásico de la literatura. Indudablemente, aunque la venta favorezca, aquello de convertirla en “best-seller, no la hace ejemplar; ejemplos a patadas y libros que sientan como patadas en el estómago y revientan la decencia pululan por las editoriales, ocupan los números unos del ranking “literario” y se publicitan como rosquillas en los programas “rosas”. Tampoco por las críticas, no existen críticas objetivas, perfectas, que ensalzan o agravian a este u otro aspecto lírico o narrativo, al lenguaje y su uso; sobre gustos no hay nada escrito. Creo que, principalmente, lo que hace a un texto en clásico de la literatura es su originalidad; y si a ésta añadimos cierta ruptura, un algo revolucionario a cuanto se viene haciendo, no importa que sean o no casuales o causales según concretas perspectivas de la vida, resuelve la ecuación y consideración. “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger está considerada como un clásico de la literatura, manteniendo aquel excepcional impacto en Norteamérica hace más de 60 años (1951) por su interés en nuestros días, en una semblanza sensacional de la juventud, un atlas de geografía adolescente, si se me permite el símil o remedo con la obra de Almudena Grandes.

“Nunca cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo”

En la contraportada del libro está su sinopsis:

Las peripecias del adolescente Holden Caulfield en una Nueva York que se recupera de la guerra influyeron en sucesivas generaciones de todo el mundo. En su confesión sincera y sin tapujos, muy lejos de la visión almibarada que imperaba en la adolescencia hasta entonces, Holden nos desvela la realidad de un muchacho enfrentado al fracaso escolar, a las rígidas normas de una familia tradicional, a la experiencia de la sexualidad más allá del mero deseo.

Y antes de dar mi opinión, me gustaría confesaros un secreto. Verán: la consideración de tal o cual novela como clásico de la literatura, y antes de empezar su lectura, me causa preocupación, un ridículo temor, tal vez ese respeto hacia las cosas distinguidas o apreciadas por el común, por la mayoría, un no sé qué vacío de no estar a la altura, a la comprensión, al gusto, el disfrute de sus virtudes literarias y sociales. Sí, insisto, suena ridículo, pero es así; y es lo que me sucedió al principio de este “El guardián entre el centeno”. Y más ante la magnitud de sus primeras líneas:

“Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso.”

Luego, sorprendido y entusiasmado a un tiempo, me sumergí en la historia, o mejor en la desnuda reflexión de un joven que no es que sea un ser incomprendido, sino que se resiste, lucha por no comprender. Interesante, ¿verdad? Nos encontramos con Holden Caulfield, un muchacho de diecisiete años que, por enésima vez, es expulsado de un internado-escuela (Pencey); y no es porque sea un individuo o una víctima tocante o nacida en un ámbito de exclusión social, de hecho pertenece a una familia acomodada. Aquí nos encontramos, en primer lugar, con dos aspectos fundamentales en el desarrollo como persona de éste y de cualquier joven en sus circunstancias: el inconformismo con lo que su familia pretende de él y, a su vez, repudiado por un sistema educativo inflexible, ineficaz e insatisfactorio. Un chico alto, con canas, que aparenta mucho más edad de la que tiene, pero que en las distancias cortas evidencia el candor de su inmadurez instintiva; también sintomática es ese aspecto de rebeldía llevada casi a su más alto extremo en la relación con sus padres y ya que, ante tantas expulsiones de no menos colegios, se plantea huir, hecho que hace, del instituto antes del día en que tiene que abandonarlo, y refugiarse en Nueva York, temiendo ser recluido por su familia en una academia militar. En la gran ciudad, por otro lado, se encuentra con su ser más íntimo y, del mismo modo, doloroso. “Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche”.

       No es una historia del tipo “sueño americano”, dulce e inocente, no, es un drama personal duro, atormentado. A través del diálogo en primera persona del joven Holden, sobre el mundo y de las personas cercanas, percibimos la singular realidad del desánimo, de la hipocresía, del narcisismo; sin tapujos, sin filtros, desnuda, descarnada, bajo el prisma del chaval que lo lleva hasta la furia, en una depresión tan honda que, sin duda alguna, tiene que suponer la catarsis más cruenta para alcanzar la madurez a la que no quiere comprender y acatar. La catarsis que explosiona en su consideración de la falsedad que gobierna el mundo y a las personas. De igual manera hay lugar, extenso, para los instintos, narrada o sentida en esa necesidad natural por el sexo, mas desde un desenvolvimiento ineficaz, dubitativo, caprichoso, inconcebible, incómodo. Con todo, y a lo mejor es un pero, considero que el hecho de que en el libro no haya una evolución del personaje, es decir, un antes o un después a la crisis o dudas existenciales que se plantean, que todo se desenvuelva en una única continuidad espacio-temporal, suponga un demérito de la narración, que no lo es, ya que es necesario que así sea, un único espacio para que Holden nos transmita sus propias carencias, sus virtudes y miserias, desde el comienzo hasta el final de la novela.

Otro aspecto que me ha sorprendido, y encantado, es el porqué del título, inspirado en un poema de Robert Burns, “Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno”, una alegoría más a todo el simbolismo que colma no solo a esta narración sino toda la obra de Salinger; sobre la inexorabilidad del tiempo, las férreas imposiciones y obligaciones del mundo adulto y el llamémosle síndrome Peter Pan, el querer siempre ser un niño porque lo que intuye de la madurez es una condena, un martirio.  

“-Este tipo de caída a la que creo que te diriges es de un tipo muy especial, terrible. Al que cae no se le permite ni oír ni sentir que ha llegado al fondo. Sólo sigue cayendo y cayendo.

Una novela atractiva, por supuesto. Pedagógica en definitiva, con muchos momentos para la reflexión. Más al estar narrada con un lenguaje rudo, desenfadado, provocador, muy directo y sin fisuras. De acuerdo que, a mi parecer, por muy limitado que pueda suponer el vocabulario o las muletillas en un chaval, me ha cansado tanto “jo”, “tío”, o “y eso”. Sea como fuere, Holden no queda como un personaje desapercibido, por su personalidad arrolladora, contradictoria, su melancolía atormentada y su soledad depresiva, aunque no me gustaría que ninguna de mis hijas se pareciera a él, que incide en su transgresión a las normas del sistema, social y familiar, y de su intrínseca rigidez. Para atemperar estas emociones tan exaltadas, encontramos del mismo modo la ternura y protección hacia los niños, en su hermana pequeña, en la inocencia infantil como si se tratara de un paraíso perdido al que el protagonista sabe que jamás volverá.

“Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura”.

Un clásico de la literatura, sí. Y tanto que no es una de esas obras que se devalúan con el tiempo y porque su contenido se ancla exclusivamente en el pasado, en un contexto histórico concreto, los conflictos de la América conservadora de los años 50, del que hoy en día solo mueve a curiosidad. No, “El guardián entre el centeno” sigue siendo una obra muy actual, los problemas que asolan a su personaje continúan vigentes hoy día, probablemente más recrudecidos; y es que, indefectiblemente, la sociedad cambia, pero el individuo no.     

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