Teresa de Jesús tuvo un gran amor: Jerónimo Gracián. Seductor, bien
parecido, elocuente y dotado de excepcional inteligencia, fue su más fiel
aliado en la reforma del Carmelo. Las cruentas batallas entre los carmelitas
calzados y los descalzos son el telón de fondo sobre el que se proyecta la
íntima amistad de la monja y el fraile. Viajes, fundaciones, procesos y
cautiverios, crímenes reales o venenosas habladurías se suceden en un relato
trepidante.
Amena y por momentos
perturbadora, Sus ojos en mí arroja luz no usada sobre el perfil más humano de
la santa, rescata del olvido la fascinante figura de su adorado Gracián y
describe las consecuencias que después de la muerte de Teresa y hasta su propia
muerte tuvo para él la permanente mirada de ella.
La siguiente reseña
correspondiente a “Sus ojos en mí” de Fernando Delgado sigue mi directriz de leer
a los últimos premios de literatura que inicié con los “Planeta” y seguí con “Misterioso
asesinato en casa de Cervantes” de Juan Eslava Galán y “El último paraíso” de
Antonio Garrido, este de ahora alcanzó el galardón del Premio Azorín, 2015. Y antes
de nada, incluso en este blog lo he reiterado en más de una ocasión, el hecho
de ganar un certamen literario no significa que la obra esté más arriba o a la
altura de otras que no concursaban o, lógico, no alcanzaron recompensa o porque
no les importaba esta o cualquier otra promoción. De hecho, y es mi
apreciación, no me ha gustado esta novela, tanto que me he aburrido bastante,
una historia sin principio ni fin, en una reiteración cansina de la pretendida,
según su argumento, historia de “amor” entre Teresa de Jesús y fray Jerónimo
Gracián; aprovechando seguramente su autor el V Centenario del nacimiento de la
Santa que se conmemora este año y, parece ser, ha hecho lo propio otra
escritora, Espido Freire, con su “Para vos nací”. Poco encontramos en la novela
de Fernando Delgado sobre el contexto convulso de transformación o reforma de
la orden del Carmelo, entre Calzados y nuevos Descalzos, en el interregno de Carlos
I y Felipe II. Sin embargo, una cosa no invalida a su aspecto narrativo; es
decir, Fernando Delgado escribe muy bien, y siquiera sea bajo esa pátina o
matiz seráfico que, quizás por el tema, ha impregnado su manuscrito.
Desilusionado, ciertamente, con
estos “amores admirativos” entre figuras sobresalientes de la religión
hispánica. En primer lugar porque me esperaba una biografía novelada de esta
relación llamémosle insólita y no he encontrado nada más que anécdotas, una
historia paralela que transcurre por los años sesenta, y algunos espurios entrecomillados
de sus personajes o textos mutilados de su correspondencia privada. Hasta
cuatro tramas paralelas, tres narradores, y un ingenuo “diablillo” que aparece
con calzador, irrelevante si no fuera por acentuar o testificar la presunción,
nuestras oscuras imaginaciones o liviandad, sobre la sexualidad, más
homosexual, entre quienes se suponían que guardaban su voto de renuncia ante esos
“momentos relajados”. “Decidí hacerme fraile porque la castidad era
más fácil para mí que la lujuria, más tranquilizante” Nada más. Una
historia, indudablemente, muerta, confusa, inexpresiva, que ni aun escribiéndose
a sí misma, en ese contexto casi actual en el que el narrador, o los
narradores, no la hacen original, contribuyendo a embrollarla más un fallido
ensayo de hacer algo nuevo. No es una novela histórica, de acuerdo, a pesar de
la documentación utilizada por Fernando Delgado, interpretando la comunicación
epistolar sostenida entre los protagonistas carmelitas. No hace ninguna
reconstrucción del pasado, sino que da alas a su imaginación y, a través de una
interesante y sugerente mirada de Santa Teresa en el Padre Gracián, se sacude
cualquier rigor histórico para construir una historia de amor que, sin
conseguirlo, la identifique con la solidaridad o el sentimiento de los
lectores.
“-Puso sus ojos en él –le dije a bocajarro. A bocajarro me respondió
ella, con tono de hallarse harta de la conversación o de faltarle paciencia:
-Puso los ojos de una esposa del Señor y no los de una mujer esclava de los
hombres. –Gracián percibió que puso los ojos en él”
Y sin importarme, no sé en los
demás, su prosa erudita y recargada que ralentiza el tiempo de la narración,
con su caprichosa ausencia de puntuación para hacer más tolerante muchas frases
pomposas, o alguna que otro ocurrencia sobre la tópica fogosidad de algunas
mujeres y hombres al ingresar en los conventos o monasterios, ni como
anecdotario, esperaba que tan interesante momento donde se construye la novela,
esa mirada de amor, ese “ubi amor, ibi oculus” de la teología medieval que
iluminó las vidas de ambos, de Teresa y Gracián, si bien esta mirada de amor y
sigámosle tildándola de “admirativa” significase la destrucción de Jerónimo
Gracián por las sospechas y calumnias que levantó hasta su misma muerte, algo
que el autor remacha en boca de fray Casto, su narrador principal: “el amor a veces da más dolor que
felicidad”, dice. Otros personajes redundan en esta idea: “el amor lleva a
dificultades”, “el mundo somete al amor a muchas peripecias”, “por amor uno
acaba en cualquier desbarajuste”, no termina por sorprender y progresar,
perdida en la fragosidad de los otros derroteros de la historia. Teresa de
Jesús está en Beas de Segura donde recibe la visita de un joven y apuesto
fraile, Jerónimo Gracián, visitador de la orden, él con treinta años y ella con
sesenta, quien con el tiempo se convertirá en un pilar fundamental de la
reforma emprendida por la santa. Ella de inmediato siente “lo que no había sentido antes por nadie”. Juntos no todo el tiempo
que desearan y en el que, entre diálogos más o menos profundos, más o menos
trascendentes, plenos de inquietudes y sentimientos, la monja define como “los más luminosos de mi vida”. No es,
pues, si verdaderamente el autor tuvo intención de idear su obra en torno a
esto, una novela de amor, sin importar sus variantes, admirativo o sensual,
contemplativo o carnal, no es un tratado de amor.
“Pero no sé si por ponerla a prueba o por jugar, por presumir que
Teresa confundía a veces a Dios con sus imaginaciones, o que para ella eran lo
mismo”
Tampoco me ha entusiasmado el
otro tema de la novela, el poder temporal o la lucha de poderes en el seno de
la iglesia del S. XVI, entre el imperio real y el pontificado, las rencillas,
acusaciones, difamaciones, crímenes… comprometiendo la reforma de la orden del
Carmelo en la que tan imbuida estaba Teresa de Jesús y que tantos sufrimientos
le produjo. El autor, como si diera cuenta de un trámite obligado, pasa casi de
puntillas sobre este escenario histórico de luchas y traiciones por alcanzar el
poder. Cierto, como ya he dejado dicho, que no es esta una novela histórica,
convencional o no; pero, insisto, me hubiera gustado mayor rigurosidad y
extensión en acontecimientos tan importantes como la reforma de la orden del
Carmelo que emprendió Teresa a instancias de Gracián, y en ella la relación con
hierofantes de la iglesia como el padre general Rubeo, el nuncio Ormaneto,
Doria,… o una mayor descripción del cautiverio de Gracián por el Turco, o sus
andanzas por Castilla, o la muerte de Teresa, o el desprecio que la Santa tenía
hacia el paisanaje andaluz, más por su estancia en Sevilla, o mayor
profundización en el epistolario teresiano o el misticismo del que fue figura
indiscutible. Nada, el autor se limita a tomarse muchísimas licencias, que en
otro orden de cosas son hasta bien venidas por su buen hacer con la escritura,
pero que restan credibilidad, interés, tanto a la historia como a su pretensión
de lo que fuera o a cuanto fuera, sea el amor o el hecho de hacernos ver, de
descubrirnos a un personaje inédito, quizás por encontrarse bajo las faltas de
la “descalza”, su adorado Jerónimo Gracián.
Desilusionado. Y aburrido.
“Daban por natural que los hombres de Dios ofrecieran la impresión de
que no estaban hechos para la corte celestial sino para este mundo”
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