Entré en la tienda para pasar un
buen rato, en la franja que separaba el día de las dos de la tarde, no más de
tres cuartos de hora para la invitación que largué, sin pensar, a mi hermano en
la calle y, como se dice en las novelas negras, para echar un trago. Entré en el
establecimiento sin buscar nada, desoyendo una conjetura que hablaba de que sucedería
algo; y no, precisamente, relacionado con mi visita minutos antes al colegio de
mis hijas, Fernando de los Ríos en honor al ilustre paisano socialista y
humanista, lugar que fue y será para franciscanos o ceporreros el Convento, siempre,
una vez apodado “de las cabras” por el
internado de niñas todas iguales, todas grises, desarraigadas…; centro escolar donde
fui con mi pequeña, Ángela, para salir de dudas en lo tocante a si mi otra hija,
Inés, la mayor, aprobó las matemáticas o no recuperó un temario o una exigencia
propia de tercero de licenciatura. Un aprobado, raspado, suficiente. Alivio. No
quemaba tanto el sol, pero en lo pajizo de sus brazadas, en la solidez mayor de
las sombras y en la altivez de su tacto, disimulaba su declinación, esforzándose
en caldear un ambiente cansado de tanto incendio que rompió registros
históricos y de sudores que parecían certificar que si dios existía solo lo
hacía para satisfacer a los de su grey, a los ricos y a los que permitía alguna
bienaventuranza para mitigar estos rigores y, como Adán y Eva, dejar siquiera
más desnudos a los contrapuestos, a los pobres. No resultaba, pues, tan
recargado decir que era uno de estos medios días donde se apetecía una cerveza
muy fría, sin otra pretensión que no fuera la de saborear ese primer sorbo, el
segundo para corroborar la grata sensación y los restantes para encontrar la
satisfacción del primero, la efervescencia que crepita en la garganta,
recorriendo las entrañas con una euforia agradable.
-¿Quieres una cerveza? –invité a
mi hermano cuando salía del coche, gotas de aquel resignado sudor perlaba su
barba-.
-Venga –contestó y me pareció que
se humedecía los labios con la lengua-.
No fue esta vez la Mahou en
Alfonso o Alonso o Alonsito o sus reminiscencias ancestrales de Bar Nuevo;
tampoco una Cruzcampo en lo del Postigo, Bar Bellot, ya que a esa hora caía
implacable el sol sobre su fachada y la pleamar boquerona, campechana y rumbosa,
incidía más con el frescor del atardecer y las melancolías de paraísos que se
empeñan en ser recuperados, apuntalados a la traviesa de madera entendida de
barra o mostrador y sujeta a la reja de la ventana y a la de la puerta, franca
a la extroversión de la calle; ni en la Bodega El Pino, no era por molestar a
Rafi que fumaba apaciblemente sentada en el umbral en una pose del pensador de
Rodin, quizás porque no era momento para el tinto, ni sobrio ni adulterado con
hielo y gaseosa, cara se había puesto La Casera, y todavía el estómago no
gruñía rumiando en alguna tapa de las que fueran, mejor frías o de expositor, acaso
esos pimientos asados, o la ensaladilla rusa, y por qué no su deliciosa rebujina
multicolor del salpicón de delicias, ofensa llamarla de mariscos. Ahora pienso
que en esto, en esta arbitrariedad por un hecho tan superficial, hubiera dado
igual tomarse una birra, dorada y espumosa, en alguno de estos sitios, decidió
alguna incognoscible voluntad del destino; esa sospecha que todavía no me había
mostrado sus credenciales y de la que tuve que recelar por su alarde de
decisión por lo inédito, con matices inequívocos de un exotismo inimaginable en
este contexto y en la encrucijada de la Calle San Francisco de Asís con
Gallarda, y me explico: beber no una cerveza habitual, de las acostumbradas,
sino algunas de aquellas otras que Miguel Ángel Mena persevera en traer y
ofrecer a los parroquianos y que sacudiera, en parte, la consentida
cotidianidad, bastante recalcitrante en ocasiones, de este Barrio. Entonces,
decía, no pensé ni intuí este ramalazo de algo, algún mensaje de estos
imprevistos, decisivos, que la vida, o el mundo, o yo mismo que desconocía
imaginarlos, a la vida y al mundo y a mí mismo en un desorden propio del bochorno
o una calentura mística de la mollera, y con los que estos acostumbran a
sentenciar y a arrojar para oídos que oigan o mentes que no tengan que abrirse
a hachazos para alcanzar la épica de su prosopopeya. Y vuelvo a escorarme a lo
barroco. Perdón… que luego me tildan despectivamente de émulo de Quevedo,
Góngora, Joyce o Musil. ¿Por qué esta agitación, este desasosiego? Bueno… que no
era momento de tropezarse con el barrunto por aquello que tenía que ocurrir o
desdoblarse en un proverbio fascinante y pedagógico adentro del alma o en el
inconsciente, solo de saborear una cerveza helada y original en la Tienda de
Trinidad. A mi hermano, incluso a mi hija Ángela que no tenía otra opción que
acompañarme, adusta y enfurruñada por retardar su visita al parque infantil, pareció
no importarles, lo cual seguía incidiendo en lo extraño, la transgresión en
aquel impase previo al almuerzo. No era momento, escribía, posiblemente en el
siguiente párrafo…
Y este solo puede empezar y de
hecho comienza con nuestra entrada en la Tienda de Trinidad. Pongámonos ya
serios. Entramos los tres y nos sumergimos, como siluetas que se desvanecen en
una neblina vaporosa, en un silencio pesado, no incómodo, indolente y
satisfecho, muy inusual en cualesquiera de sus formas. La voz de un quietismo,
tampoco graznaba el ordenador conectado a unos altavoces con la variedad o
mezcolanza de estilos musicales con los que Miguel Ángel Mena amenizaba
cualquier circunstancia, no disimulaba la sensación de… ¿fragilidad?... a ver…
no… ¿fugacidad? Sí, seguro. ¿Cómo explicar esta sensación que se desprende como
chorreos de humedad de sus cuatro paredes? Voy a intentarlo, para ello oigo a
mi corazón y escribo según sus pulsos: la atmósfera del espacio, agradable naturalmente,
tiene un acusado matiz de provisionalidad, de proyectos que comienzan porque
tienen que hacerlo pero que no tienen ninguna obligación con el futuro, salvo
su recelo, y porque de ello depende más la materialidad, la supervivencia, que
el instinto y por mucho que llegue a gustarte la actividad… supongo que así,
quizás. Este espacio de compromiso, de vocación con el consumo y el público,
tabiques más o menos, accesos allí que sustituyen a los de aquí,
modificaciones, rehabilitaciones, hoy es Tienda de Trinidad, antes fue negocio de
otra especialización, aséptica y fracasada, y anteriormente bar La Mezquita,
añorado, y primeramente lo que es hoy, la Tienda de Trinidad, confirmada en la
actualidad con la vieja foto recuperada y enseñada y donde aparecen, tras el parco
mostrador que recibía las entradas por calle Gallarda, flanqueadas por ristras
de embutidos, vasijas de barro, latas de conservas y otros efectos, el peso en
primer plano, una balanza Mobba de los años 60, a la madre de Miguel Ángel,
Isabel, luminosa y lozana, y a la abuela que en paz descanse y de quien toma nombre
el lugar, Trinidad; era una mujer fibrosa, de carácter tenaz, enlutada, de
sonrisa intimidante, “con ageliá”. Y de ahí flotaba la incertidumbre en su realidad
actual, en qué será después, qué actividad acogerá, qué abandono, o cuál su
destino en esta privilegiado encuentro de calles del Barrio San Francisco. Y
sin embargo supone un viso de fugacidad poco definido, a lo mejor contribuye a
ello, por su inconsistencia, el punto de fuga o ese color personal que Miguel
Ángel imprime en el desarrollo diario de una actividad que en ocasiones hasta adviertes
su huella, su ritmo acompasado a la percusión de una caja o de un parche
curtido y bregado en mil batallas de ensayos, sones y armonías. Pero al igual
que termina este párrafo, en aquella sensación de fugacidad de la que solo el
tiempo, solo él, determinará su concreción o reafirmación, no encontré en
absoluto el asomo para cuanto, indefectiblemente, tendría que suceder para
aguijonear mi intelecto y de seguro conmocionarme, esperaba con que no me
afligiera.
Traspasamos los tres el umbral
flanqueado por dos barriles tajados y ensamblados por su mitad, cortesía “Chinchilla”,
a la encalada fachada. Un toldo bético cobijaba el paso. Sombras proyectadas, nuestras,
crecidas en el suelo de losas marrones hasta afrontar la mesa baja colmada de
cestos de esparto llenos de legumbres, frutos secos; había también en ella ramajes
aromáticos, panecillos, patatas fritas, botellas de oro líquido, picos, algunas
mermeladas…; asemejábamos dos caballeros con escudero, o escudera, postrados
ante la Tabla Redonda, a la búsqueda de ese Grial transmutado con cebada, agua,
lúpulo y levadura; dejándonos envolver por una vaharada a especias, a
embutidos, delicias de gourmet o delicatesen, aceites, tés…, ristras de ajos, mimbres
añejos o curtidos cueros de evocaciones quijotescas, “fiambreras traigo y esta bota... que es tan devota mía y quiérola tanto
que pocos ratos se pasan sin que le di mil besos y mil abrazos”, y máxime con
el seco y salobre olor que emanaba del jamón que cortaba Miguel Ángel sobre una
bella mesa sacada del tronco de un árbol y del que ignoraba si olivo, encina o
castaño, solo la fascinación por su rugosidad barnizada, alambicada, como parte
de las retortas donde ayer se destilaban uno de aquellos caldos, uno de esos
vinos que en sí mismos confirman la evidencia del elixir de la eterna juventud
que afanosamente buscan los alquimistas y que mi hermano y yo, entonces, esos
caballeros errantes, ansiábamos beber del sagrado cáliz la mixtura de sus
divinos ingredientes, el fresco agridulce de la cerveza. Una de las bebidas
rubias o negras que runruneaban en el interior de la disonante nevera con su resplandor
apagado, blanco y formal, como si fuera metáfora de la electrocución cuando destapas
el tapón del vidrio y su chasquido hirviente tocara un nervio dieléctrico que
recorre el gaznate; al lado y al frente la acechante boca abierta de la otra
nevera expositora que entre mantecas y chacinas suspira con engullir la
escarcha del alcohol de su fraterna, a sus cervezas, aguas y refrescos para
facilitar la manduca. Cogí dos botellines de Palax, cien por cien cerveza
riojana de creer en su etiqueta, tendí una a mi hermano y nos acomodamos a la
izquierda, en un espacio reservado al vino y a penumbras añejas, temeroso como un
murciélago del día y del rectángulo luminoso que se tendía en el suelo procedente
de un pujante exterior. Mi hermano se sentó en un taburete alto, acodado al
pequeño mostrador de madera entre la pared y un pilar de adobes revocados, bajo
baldas con botellas de vino, en oferta un estuche de tinto Pago de Carraovejas,
Ribera del Duero, un crianza del 2012, tinta fina y pequeños porcentajes de
cabernet sauvignon y merlot, una de mis debilidades, imposible su prodigalidad
por su precio. Yo de pie, con la mirada en el encaje de los barriles de vino, disponiendo
una torre tradicional, nuestra, más consistente y agradecida que esos “Els
Castells” (castillos humanos) de la tradición catalana y en el día reciente de
su manipulada “Diada”; escamado a cualquier destello que momentáneo esplendía
en el cromado metal de unos contenedores que parecían de leche pero que lo eran
de vino destinado a venta por volumen, a granel. “Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien
confiar, y viejos autores para leer”. Mudos los cencerros. Miguel Ángel o
Miguel a secas, no Francis Bacon, nos ofreció dos vasos de cristal de cuello ancho
que rechazamos, la cerveza no sabe igual que tomada del mismo botellín. Una
botella negra, del color azabache de algunas noches rociadas de invierno,
oscuro el líquido tipo lager en segunda fermentación, turbio, seña de su artesanía,
y que me supo a una mezcolanza de cereal, miel, cítricos y algún que otro matiz
que identifiqué de flores y aunque jamás mastiqué y zampé alguna, la espuma
densa, consistente, agradable su amargor persistente. Quemaba el frío del
cristal en mi mano, sensual, voluptuoso al tacto, las curvas de la botella me
recordaba el cuerpo de una mujer vestida de negro, una de esas “femme fatal” de
las películas en blanco y negro; de hecho me recordó a Laura de Otto Preminger,
concretamente la escena cuando el policía MacPherson, papel interpretado por
Dana Andrews, ve embelesado el retrato de Laura Hunt, Gene Tierney. En este
primer estallido de sabor de la cerveza, no hallé el atisbo o el
desencadenamiento de aquello que tenía que suceder.
Me encanta el ambiente de la
Tienda de Trinidad, me hechiza ese coqueto rinconcito dispuesto sabiamente,
generosamente, en solaz de los muchos productos artesanales que se venden junto
con todas sus fábulas y esencias. Y más me fascina no su otra sensación de
fugacidad, sino la que verdaderamente marca la idiosincrasia del sitio, su
tiempo, o más bien su pérdida. Allí uno puede abandonarse al tiempo sin
resistencia, acaso porque este, en vez de deslizarse con esa calma reconfortante
análoga al rumor del agua en el pilar, incesante, o de uno de los grifos o de todos
ellos al unísono de la fuente de San Francisco en la Alameda, se detiene o de
suponer no sale de su vacío en un lugar donde confluyen varios y suyos, el ayer
y el presente, quieto ante el recelo por el futuro de su dueño o de todos
nosotros que nos aplazamos en este remanso de inconsciencia. Mi hija, aburrida,
estirada sobre dos banquitos pequeños junto a la puerta, no quiso nada, solo a
que el tiempo dejase de ser esa ilusión y dirimiera de una vez por todas a nuestra
presencia en la tienda y su diligencia en el recreo feliz del parque infantil. Mi
hermano y yo atendíamos a Miguel en lo tocante a un nuevo vermut casero traído
de Teba, o de un vino especial para cocinar, o de sus venturas en las ferias
artesanales donde expone, trabaja y vive con otras personas del gremio, o de lo
que cuesta ganarse el pan cada día…, deslizando entre nosotros un papel de
estraza con milimétricos dados de queso curado de cabra, no sé si dijo El
Bosqueño, Payoyo no era. Ninguno nos engañábamos o entreteníamos con
banalidades que oíamos y decíamos para estirar un tiempo pusilánime que por
entonces dejó de fluir, más ante mi incomodidad por la presunción de lo que
tenía que acontecer, azotándome una dolorosa intuición; por otro lado concebía
que no era nada malo, ni falso. Pronto dejé de prestar atención a la
conversación que mi hermano y Miguel Ángel ya entablaban por otros derroteros
igual de utilitarios, con intercalaciones más entusiastas que discursivas de
Juan que se sentaba en otro taburete bajo al socaire del barril reconvertido en
mesa, con la lata de Fanta de naranja por delante, incongruente, indiferente
más que interesado, solo atestiguaba su presencia entre todos. Y es que como el
contenido del establecimiento, en lo concerniente a sus productos y
circunstancias, en lo tácito o explícito, no concitaba indicio de lo que tarde
o temprano, superfluo al no pasar los minutos, los instantes, sucedería,
intenté sonsacar información de las propias personas que allí nos habíamos reunidos
al medio día, si de algo estaba seguro era que cuanto tuviese que acaecer lo
haría a través de alguna de ellas. Una intuición, de acuerdo, pero rotunda, eximiendo
de mi indagación a otros clientes esporádicos que, en otros minutos, en otros
efímeros instantes, preguntaban por este o aquel artículo, lo compraban o no, y
se marchaban. Antes, quizás de inocente sortilegio por urgir o apremiar a lo
que fuese, dudé en el refrigerador, que humeaba su frescura, entre las cervezas
Trinidad American Pale Ale o Brutus cuya etiqueta incidía en “Homenaje a la
gente que hace las cosas con pasión”, La Rondeña me crispaba ya que, entusiasta
de beber del propio botellín, no soportaba su espuma inacabable y desbordante;
finalmente cogí dos Marlene, pintas de estilo Dortmunder, Pilsen, de color
amarillo pálido, mucho más clara que la Palax anterior, sabrosa en el paladar y
compensada con un dejillo amargo delicado, a frutos secos ligeramente tostados,
de bouquet aromático; confiado, por tanto, en la superstición.
Dejé mi pesquisa volar de mi
hermano, por reconocido, archiconocido, y de mi hija por lo mismo y por su
disposición entonces cansada, afligidamente resignada, suspiraba con ese color
de la curva del tobogán, con esa tristeza pendular del columpio. Miguel Ángel,
en cambio, susceptible a mí inquisición, no traslucía al menos una pista de cuanto
el destino quería que yo certificase, asumiese o inéditamente conociese en su
establecimiento. Nada, y por mucho que me detuve en analizar sus rasgos, sus
gestos, sus mecánicas y rítmicas inercias, su vestuario; disimulando mi
observación por si éste, inesperada y alarmantemente, viese en mi rigor alguna
e incómoda afectación de un homoerotismo incipiente o en esos momentos declarado.
¡Dios! Al fin y al cabo nada, ni juicio ni prejuicio, nada en aquel delantal
negro donde cada dos por tres concentraba mi mirada, preservándome de su
opinión desafortunada y cuando registraba sus ojillos redondos, la frente
despejada por el pensamiento, por la edad, o porque la redondez de su cara, en
aquella latitud, recrea la lisura de un océano, algún paranormal mimetismo
debido a su “compadre” y tocayo “chispa” o el otro Mark Knopfler de parecido
abrumador más que entrañado icono: jamás será un “Sultans of Swing”, ni un
acorde de esa “panda de jóvenes que hacen
el tonto en la esquina” (Dire Straits); nada en el simpático sarcasmo que
esboza la sonrisa de Miguel en su boca, ese singular cinismo con el que incluso
puede cagarse en tus muertos y perdonarle con asombroso y afectuoso abrazo. Buena
gente, un artista. Si bien, en esos momentos, nada tenía que revelarme o
indicarme. Nulo. Luego escoré mi mirada al lado y abajo, ya dije que me
encontraba de pie, deteniéndola en Juan, alegre porque había acabado con la
obligación, el misterioso preámbulo, de tomarse un refresco de naranja, algo inquietante,
para saborear con deleite una cerveza Palax. Observándolo de guisa tan
hierática, tan imperturbable a las vicisitudes de la vida, se asemejaba a uno
de esos imponentes y viejos indios de madera a la entrada de un saloon-bar del
lejano Oeste. A lo mejor por no tener el penacho de plumas, o porque las había
olvidado, su ancha cara caía fláccida de unas grises, recias y anárquicas
guedejas, y como si con su ajada piel se amasara la amable máscara que nos
iluminaba con todas sus arrugas o con todos los pliegues que los recuerdos
atormentados tallaban en ella. Tenía un aire abstraído, como si resucitara
experiencias de uno de los paraísos de su memoria donde nada ni nadie pueden
expulsarlo. Tampoco Juan tenía respuestas para mí; y aun así su presencia
trascendía apacible, reconfortante para todos, quizás porque entendíamos que su
edad, cualquier longeva edad, solo era importante si fueras alguno de esos
quesos o esos vinos que se insinuaban en la tienda.
“Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia/ Como si esta ya fuera
ceniza en la memoria”, recité involuntariamente a Jorge Luis Borges, o acaso
se trató de un alarde profético que mi impaciencia, verdaderamente desesperada,
impuso a la complicidad del medio por rezagar la manifestación de lo que concurriese,
vale que con secuelas trascendentes y siquiera por lo supuesto de su dimensión.
Nerviosismo que intenté aplacar con otro largo sorbo a la cerveza y esperar o
narcotizarme con su efecto y olvido. Muy buena la tapa de queso. Sonreí. Para
alguien obsesivo u obsesionado con la lectura, no me fue posible frenar, más
por lo inconsciente de su manifestación, abrigar a este exiguo contento con
unas letras del “Ars Amandi” de Ovidio: “el
vino predispone al amor, ahuyenta la tristeza, disipándola con continuas
libaciones. Entonces estallan las risas, el pobre se cree rico, las inquietudes
desaparecen de la antes arrugada frente, el corazón se ensancha y la
sinceridad, hoy día tan rara, resplandece sin artificio alguno”. Esquivo
del mismo modo a su augurio, en el algo que más cercano se hallaba, y no en la
contestación a esas mismas y literales palabras que parecía articular mi
hermano al terminar su segunda cerveza y mientras compartía una ronda de
muestras, una particular cata de vinos dulces que Miguel Ángel dispensó con
profesionalidad de sumiller avezado: “Voy
a indicarte la justa medida que debes observar cuando bebas. Que tu espíritu y
tus pies guarden constantemente el equilibrio. Evita las querellas que
engendran los alcoholes, en las que los puños y las palabrotas salen a relucir
enseguida. La mesa y el vino no deben inspirar más que una dulce alegría”.
Literatura. Y me sacudió un escalofrío inesperado y pavoroso.
En la brevedad de esos instantes,
irrumpió de repente lo que con tanto ahínco busqué y que distraído no percibí;
me perdí su principio, no sé si su causa, o su disposición, posiblemente no
reparé a cómo Miguel dejaba a mi hermano, que se enfrascaba en una de sus historias
interminables, para atender a un cliente, ella, solicitando unos gramos de
jamón al corte; o porque tal era mi ofuscación o tanto mi exonerado por pequeño
contento, que en el trasiego de un último y cargado trago, en otro
estremecimiento provocado por ese “yo
como estaba hecho al vino moría por él” del Lazarillo de Tormes, se me
agarró a la garganta al paso del lúpulo amenazando con asfixiarme; o
seguramente despreocupado en la plática que junto a mi hermano manteníamos con
Pepe el Inglés, éste entró a la tienda poco antes, y con quien quedábamos para
ver pinturas de su hermano, el pintor Antonio Jiménez González, con la
intención de que una de ellas nos sirviera de cartel para la rayana Real Feria
y Fiestas del Barrio San Francisco. Por alguno de estos o todos los pormenores,
me pasó desapercibida la entrada a la tienda de la anciana que se sentó en un
escabel, ladeada al tonel y mesa, cruzadas las piernas, el relumbro procedente
de la calle inflamaba sus cortos cabellos de plata. Supe que en ella estaba la
causa para cuanto había estado persiguiendo o auscultando en el ambiente de la
Tienda de Trinidad.
Claro que la mujer entró con el
mismo paso ligero, con esa levedad que hace entornar los párpados y avanzar una
cálida sonrisa, como si una imperceptible cuerda gestual o muscular tensara o
destensara alguna que otra emoción, y que en el caso de ella era triste cuando entreabría
los ojos y relajaba los labios en su caída, o al bajar los párpados retenía la
elíptica optimista de su boca. No la conocía, y sin embargo era cliente
habitual de la Tienda. Miguel Ángel puso a su lado, sobre el rebajo del barril,
un vaso ancho de cristal, descorchó una botella de vino en la que presentí más
historia que geografía, y escanció un hilillo sanguinolento que pareció
absorber la luminosidad del día entrando vehemente en la tienda. La mujer
frisaba los setenta años, menuda, grácil, extranjera, piel tersa, de corta
cabellera como dije, ralos y casi blancos sus pelos en los que se sostenían
unas gafas de sol modernas. Vestía una camiseta negra abierta en la espalda y
en el cuello donde refulgía un collar de diminutas perlas, pantalón liso de un
blanco roto, chanclas de cuero, un reloj marcaba la una y media. Se parecía a
la escritora Virginia Woolf de no ser por sus cabellos trasquilados, albos como
la espuma de la cerveza, y sus ojos azules de esa gama desvaída como un cielo
madrugador de primavera, cuando alzó la mirada para agradecer a Miguel el
esmerado servicio. A continuación sacó un libro de un bolso de tela, ponderé cómo
el vaso de buen vino al libro abre el camino, y unas gafas de pasta que
encaramó al puente de su nariz, dejando el estuche sobre la barrica. No sabía
su nombre, ni si este me importaba, con seguridad no se llamaba Virginia Woolf,
a lo mejor respondería por María Elvira Lacaci al abrir la novela, destrabar
sus piernas, dándose un aire de sentirse una vagabunda de las letras y beber
vino de todos. En la visión de las amarillentas páginas del libro entreví,
arropado en los incesantes y dolorosos golpes del corazón en mi pecho, el
secreto de la escena o el misterio latente que solo entonces tomé conciencia de
su aserto.
De pronto entendí que la
disposición especial de un espacio, en este caso la Tienda de Trinidad, instituía
ciertas perspectivas, la expectación, el despertar una magnitud mayor en su
contenido cuando también en este cabe la literatura. Un lugar idóneo para una
buena lectura, o para escribir o describir la expansión y recogimiento de una
emoción, y trascendiendo al circunspecto anuncio u oferta escritos con tiza
blanca en las pequeñas pizarras que se repartían estratégicamente por el
establecimiento. Un término factible en el que arraigar el maridaje perfecto
entre un buen libro y paladearlo junto o a través del trago demorado de un buen
vino, o algo más exteriorizado, más extrovertido, si fuera con cerveza. Libro y
vino. Literatura escanciada en una copa donde no importa si esta está medio
vacía o medio llena, no, sino en la que debe quedar espacio para más vino o
para más historias que se plasman en otro líquido de tintas y en los anhelos por
comunicar. La mujer pasó pausadamente la página de la novela, cogió el vaso y,
sin abandonar su mirada de las palabras, sorbió delicadamente el vino, chasqueó
ligeramente, imperceptiblemente, la lengua, y una mueca de agrado palpitó en su
mejilla derecha. Libro y vino, así que era esto aquello recóndito a lo que
tenía que atender y aceptar. ¡Estupendo!
Y de ahí que, dada mi cultura
literaria, insatisfecha, mi ya divulgada obsesión por la lectura y a la que me
es imposible frenar, más por lo inconsciente de su manifestación, insaciable, me
llegaron a la mente, con estremecimientos por su valor en momentos determinados
y memorables, certificaciones a una desasosegante sensación ahora confirmada:
de cómo la literatura se concibe reunida al vino, o una y otro vinculan entre
sí sus esencias, o una dilata al otro o aquel inspira los universos de la
primera. De hecho, Dumas escenifica la belleza del momento cuando el Conde de
Montecristo da a elegir a Cavalcanti, experto enólogo, entre Oporto, Fondillón
y Jerez, decantándose por el segundo. Shakespeare no trunca su fidelidad al
último. Y me es reciente la adicción al whisky Jameson en el que enjuga su
tormento el médico forense Quirke, personaje de Benjamin Black o John Banville.
Tugurios, tabernas, bodegas o bares, colmados en los que Hemingway asentaría una
sublimación del vino como portentosa causa civilizada del mundo. Preciso Gustav
Mahler con poner “Un vaso de vino en el
momento oportuno, vale más que todas las riquezas de la tierra”. Incluso al
reparar por la ventana del comercio en una jovencita, no era ninguna Lolita de
Nabokov, sino Carmen, una amiga de mi hija Inés, que pasaba por calle Gallarda
con ese dudoso despiste o de timidez apagada ante un mundo que juzgaba
devorarla irremediablemente, tras la búsqueda de ese señor Darcy que la salve,
pensé que no era lo mismo leer “Orgullo y Prejuicio” de Jane Austen sin una
copa de Oporto, recrear el dulce sabor de la venganza… En definitiva, ejemplos
a porrillo y a cual más expresivo, más literario, yo, en la Tienda de Trinidad,
porque en esos momentos allí me encontraba y desvelaba otro secreto, al igual
que García Lorca, “Me gustaría ser todo
de vino y beberme yo mismo”, a lo mejor con unos versos, con el lirismo del
vino que siembra poesía en los corazones, apostillando a Dante Alighieri. He
aquí mi testimonio.
Y codicié ir más allá, una vez
alcanzado, en este concreto y sorprendente lugar, el vínculo entre la
literatura y la enología, catadores somos todos, lectores no tantos, desentrañar
el último arcano para esta comunión que me brindaba la mujer que leía, y bebía,
y entretanto Miguel Ángel cortaba a cuchillo el jamón de su pedido. Y aquel hermetismo
solo se atinaba en el mismo libro, en una obra de la que solo conocía escribió
Virginia Woolf, encontrar entre sus páginas agostadas por el calor de tantos tiempos
y usos, estas palabras que sintetizarían cuanto vengo escribiendo, el lugar y
los espíritus, el mensaje y la confianza: “Cada
uno tenía su pasado encerrado dentro de sí mismo, como las hojas de un libro
aprendido por ellos de memoria; y sus amigos podían sólo leer el título” Y
yo quería leer el libro, ese libro, ser cómplice o ser absorbido por la
revelación que atesoraba. Cerré los ojos, a oscuras bebí un poco de ese vino
dulce de la improvisada cata o muestra servida por el dueño del negocio. Y me
pareció oír a la mujer, una voz melosa y autoritaria, posibles a la vez, que
desdecía un título, “El Cuarto de Jacobo”, para pronto olvidarse de mí y embeberse
en la lectura, en el sabor del vino… “Y
de nuevo volvió a sentirse sola ante la presencia de su eterna antagonista: la
vida”. El libro era “Al faro”, y no necesité de más evidencias.
-Vámonos –indicó mi hermano-
Apuré un último trago de otro
vino más tibio, fino. Sonreí a la mujer, a Juan, a Miguel, a una tienda, la
Tienda de Trinidad, donde además de comprar artesanía para comer, para beber, para
delirar, ofrecía momentos moderados en los que escribir, leer, imaginar historias
o emociones deleitadas con un buen vino, una cerveza, o un gustillo a queso, a
jamón, entrambos, o el resabio dulzón de una mermelada o de la miel y sus
tornasoles crepusculares. Y espacio, contradiciendo a la mujer que a pesar de
su rapado cabello níveo y sus ojos azules se parecía a Virginia Woolf, en el
que jamás te sientes solo o a solas, puesto que descubres, en la literatura, en
la ciencia del gusto o del sabor, la manera de vivir intensamente la vida.
-¡Uf!... por fin nos vamos al
parque –suspiró aliviada mi hija Ángela-.
F.J. CALVENTE
Genial!!!
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