Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 18 de octubre de 2015

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "El jilguero" de Donna Tartt


“... la belleza altera la textura de la realidad. Y sigo pensando también en la opinión más convencional, que la búsqueda de la belleza pura es una trampa la vía rápida hacia la amargura y el dolor, y que la belleza tiene que casar con algo más significativo”


Al final he caído rendido a la lectura de otro Best Seller, tan renuente como soy a ellos, tan desconfiado, “El Jilguero” de Donna Tartt (Lumen, 2014). Y ahora espero que esta reseña no llegue a ser tan inmensa a alguno de sus sentidos, como la de las 1150 páginas de esta novela que le sirvió a la autora norteamericana para lograr el Premio Pulitzer a la mejor obra de ficción en 2014. Otro de los matices a su presumible grandeza, que la tiene, y en la que quiero poner mi humilde opinión, o blando desacuerdo, el ser considerada por algunos en el primer clásico del siglo XXI. A ver, nadie va a negar que se trate de una buena novela, sin duda, pero no tan cerca, que es decir lejos, de convertirse en un clásico de la literatura.

“…y en un momento dado, ya entrada la noche, mientras nos colgábamos de las barras y nos salían lluvias de chispas de la boca, tuve la revelación de que la risa era luz, y la luz risa, y que ese era el secreto del universo”

“El jilguero” es un despliegue literario espectacular, cierto. En sus páginas confluyen las segundas lecturas de obras maestras y entretenimiento, por ejemplo “Oliver Twist” de Dickens o “El Idiota” de Dostoievski, consagrados autores a los que Tartt tiene como referentes, cierto. Donna Tartt es una fascinante escritora, muy culta, de una enorme sensibilidad y con una gran capacidad para plasmar vivas imágenes, abstracciones, reflexiones, fantasías, todo en la gran tradición realista estadounidense y, en mi opinión y en cuanto se refiere a esos entramados oníricos, de Auster, Faulkner o en el caso extremo de Kesey o Leary, cierto. La autora, en “El jilguero”, ofrece una historia trepidante, entretenida, con escenas emocionantes, con personajes complejos y definidos y, a través de ellos, sustancialmente de la vida errática, desarraigada y llena de inquietud de su protagonista principal, marcada por un terrible acontecimiento que sufre en su adolescencia, realizar un estudio minucioso de los rincones grises de nuestra sociedad, desde Nueva York, Las Vegas, Ámsterdam y de vuelta a Norteamérica, cierto. Una magistral semblanza de todo lo incompleta que es el alma humana, cierto. La extensión de una narrativa ágil, llena de profundas reflexiones, de originales metáforas, de forma dura a veces y con ternura otras, emociones muy fuertes: el dolor, la búsqueda, la pérdida, la amistad, el amor, el fraude, las drogas, el desarraigo, cierto. Con un final de esta abrumadora historia, y con ello difiero de muchos, impresionante, cierto.

“... no elegimos nuestros sentimientos. No podemos obligarnos a querer lo que es bueno para nosotros o lo que es bueno para los demás. No escogemos ser las personas que somos”

Cierto, pero también, y no es la norma general en las novelas que superan el millar de hojas, y esta es una grandísima novela que atrapa y se lee con interés hasta el final, sobran al menos dos centenares de páginas, siendo generoso, que no incomodan, de acuerdo, pero que se hacen prescindibles por supuesto. Además de la elegancia de la prosa, insisto en admirar lo logrado de los personajes; dejando a un lado a Theo Decker, protagonista y narrador, destacar a Boris, su mejor amigo, y luego a Hobie, el restaurador de muebles antiguos y su protector. No voy a negar en este instante para los “contras”, mi divergente opinión o relación con el protagonista principal, Theo, no soportaba en alguien tan maduro e inteligente su falta de perspicacia y apocamiento en situaciones importantes o claves, así como su rendición a las drogas. Falla Tartt en ese perfil de inocencia-estupidez-anomia
en pasajes fundamentales de la obra, reitero con tanta alusión a las drogas y al estado en ellas. Por otro lado, verdaderamente, sobre todo en esos pasajes donde prima lo onírico, lo abstracto, es visible cierta falta de coherencia narrativa. Y sin embargo, en estos capítulos la prosa se hace más delicada, más sutil, más artística podría decir. Por último, insistir en que el final me parece acertado, genial, no es decepcionante e incoherente como algunos ven, ni mucho menos veo en él una huida llena de obviedades, sino un colofón perfecto, la posible solución a todo el desarraigo y crudeza de la vida del protagonista.  

Sinopsis:

Al empezar El jilguero vamos enfocando una habitación de hotel en Amsterdam. Theo Decker lleva más de una semana encerrado entre esas cuatro paredes, fumando sin parar, bebiendo vodka y masticando miedo. Es un hombre joven, pero su historia es larga y ni él sabe muy bien por qué ha llegado hasta aquí.

¿Cómo empezó todo? Con una explosión en el Metropolitan Museum hace unos diez años y la imagen de un jilguero de plumas doradas, un cuadro espléndido del siglo XVII que desapareció entre el polvo y los cascotes. Quien se lo llevó fue el mismo Theo, un chiquillo entonces, que de pronto se quedó huérfano de madre y se dedicó a desgastar su vida: las drogas lo arañaron, la indiferencia del padre lo cegó y sus amistades le condujeron a la delincuencia. Su historia tuvo la ocasión de llegar a su final, en el desierto de Nevada, pero no. Al cabo de un tiempo, otra vez las calles de Manhattan, una pequeña tienda de anticuario y un bulto sospechoso que va pasando de mano en mano hasta llegar a Holanda.
 
Un ataque terrorista a un museo de Nueva York, una madre fallecida, el robo del cuadro “El Jilguero” de Carel Fabritius, un óleo sobre tabla de 1654... y la historia de un adolescente, Theo Decker, que desde los 13 hasta… sufre un constante desarraigo que cimenta su personalidad en una existencia intensa de dolor, muerte, drogas y alcohol, soledad, amor y desamor, amistad, lealtad... tan exhaustivamente descrito que incluso puede olerse, sentirse y verse sus vicisitudes. No cansa, no aburre, efectivamente, la vida de “Potter”, por Harry Potter y como uno de los protagonistas, Boris, llama a Theo Decker por sus gafas y vestimenta de niño bueno, desde su tranquila y mullida existencia junto a su madre hasta, muerta aquella, el ajetreo desenfrenado y con momentos muy turbios al lado de la familia de acogida Barbour, la súbita reaparición de su padre que le arrastra a una espiral de descontrol en Las Vegas y la intriga en Ámsterdam. Sublime tramo de la novela la parte de Las Vegas. Esperanzas rotas, readaptación de inadaptados, alejados definitivamente de la normalidad, fugas de unos personajes que destilan sombras y misterios, plenos de una triste hermosura, y todo condicionado al secreto que arrastra Theo en torno al cuadro sustraído en el museo. Además, junto a los otros protagonistas cardinales ya expuestos, destacar en esta parte de Las Vegas a Xandra, un personaje, la pareja del padre de Theo, divertido y perverso, incierto. No voy a dejar pasar en estos momentos los acusados contrastes en los personajes femeninos, entre Xandra, y la madre de Theo, el modelo de mujer moderna sensata, madre y profesional a la vez, y la señora Barbour, representante de una alta sociedad, y la inocencia extravagante, frágil, de Pippa y de la que el protagonista se enamora perdidamente.

“... son nuestros secretos los que nos definen, y no la cara que mostramos al mundo”

Por otro lado, no es difícil encontrar en la historia claves del 11-S, los conflictos en el Golfo Pérsico y la crisis desatada tras la quiebra de Lehman Brothers; o incluso en el tema del coleccionismo de muebles antiguos, el mercado y tráfico de obras de arte, o esa contradicción extraordinaria en relación al cuadro de Fabritius: mientras más único es un objeto, más difícil de vender, negociar o valorar supone. Y en este meollo contemporáneo Tartt, al igual que hizo Dickens en su tiempo, bucea exhaustivamente en esta marginalidad de los tiempos y en derredor de la extrema amistad entre el protagonista, Theo, y Boris, el chico del Este que es de todas partes y de ninguna, quien a su corta edad está licenciado en todas las emergencias de la vida, y que juntos llevan si no todo el peso de la trama, los capítulos más interesantes, aparte de los episodios con Hobie el restaurador y por su viso de protección, de confortabilidad y confianza. Una trama con un desaforado salto en la vida de Theo que pasa de la cotidianidad “sana” junto a una madre responsable, a las drogas y destrucción de la mano de Boris, del padre alcohólico y drogadicto, y de su voluntad con los avatares del tiempo.

“¿Y no es ese el propósito de los objetos, de las cosas hermosas, ponerte en contacto con una belleza más grande?”

Y con todo, aunque pareciera lo contrario, no estamos ante otra y manida obra para sensibilizarnos contra los peligros de la drogas; vale que se asiste de manera, a mi juicio, cargante en las vivencias y descargos de un consumidor habitual y, desde ese hartazgo, con cuanto de horrible tiene esta realidad. La realidad o la necesidad de la droga es presentada de forma evidentemente ligera, y de ahí mi malestar, como una salida a la supervivencia en una sociedad hostil que arroja a los más sensibles a la soledad y al repudio. Theo y Boris encarnan magistralmente esta actitud, o esta huida, y que, sea como fuere, la llevan a efecto con dignidad; suavizándola quizás con lecturas compulsivas de Dickens, Thoreau, Steinbeck,… o con el valor absoluto de la amistad o el descubrimiento de sus seres adultos y su responsabilidad con el mundo. Indudablemente esperaba mucho más de la relación de Theo con Pippa, pero es la amistad con Boris la que encierra este aspecto más asombroso. Si tuviera que poner un sobretítulo a esta novela me decantaría por el de sobrevivir en un mundo de apariencias o la condena de la soledad en un mundo de apariencias.

“No hay nada "racional" en nada de lo que me importa”

Este mundo de las apariencias encuentra su contexto más apasionado, más alusivo, en la parte de la novela de Las Vegas, el desierto, las ficciones de la ciudad, con toda su cruda e incluso surrealista crítica. Una descarga, un ataque al ideal de vida americano, sin duda alguna, que trasciende a ese hipotético modelo social, totalmente hipócrita, en cuna de muchas frustraciones: “Estados Unidos solo acosa a los países más pequeños que creen ser diferentes a ellos”, “La democracia es un pretexto para todo, joder. La violencia…, la codicia…, la estupidez…, todo está bien si lo hacen los estadounidenses”, palabras de Boris en las que también se refleja la vida de su amigo: Theo abandona esa sociedad estable que le garantizaba su madre, para entrar en un mundo de falsas esperanzas, no solo por la mala vida, sino por el hecho mismo de hacerse adulto y comprender que no siempre se es como se querría ser, por mucho que la sociedad invite a luchar por ello. ¿Existe solución?  

“Para entender el mundo, a veces podías concentrarte en una parte muy pequeña de él, examinar con detenimiento lo que tenías cerca y hacer que sustituyera el todo...”

Indudablemente, la solución tiene que ver con el eje conductor del relato, el cuadro de Fabritius, El Jilguero,
con el que se divulga, o sirve de icono, más allá de la realidad del simple tráfico ilegal de obras de arte, para adentrarse, en una índole más sublime, más íntima, a qué o cuánto significa el arte y a qué o a cuánto no. Donna Tartt, entonces, plantea la esencia del arte en intrínseca relación con la esencia del propio mundo, de la vida. Una vida dominada por leyes sociales que asfixia la complejidad del mismo, la que aniquila toda la gama de grises que se encuentran entre el bien y el mal, y que personifica a la búsqueda, tal vez trascendente y en todo caso vital de Theo Decker, su necesidad de vivir en torno a identificarse con el propio cuadro sustraído del museo tras el atentado terrorista, ¿cómo? El amor por el arte y que no es otro que el propio amor por la vida, para vencer al cansancio, la soledad, la destrucción y querer seguir viviendo.

La novela es mucho más que una historia de iniciación, como también es mucho más que un thriller, una crítica social o un relato inspirado en una pintura. En ella tienen cabida la amistad, el amor, la marginación, las experiencias extremas y, por supuesto, el arte, la trascendencia de la vida que permanece después de la muerte. Una historia narrada con elegancia, habilidosa tanto para expresar pensamientos o sueños o locuras, conscientes o inconscientes, del narrador y en sus giros contextuales, en su relación con otros y memorables personajes. No será el primer clásico del siglo XXI, de acuerdo, pero es una novela muy recomendable.
 

Todo lo que nos enseña a hablar con nosotros mismos,  lo que nos enseña a salir de la desesperación entonando una canción,  es importante. Pero el cuadro también me ha ensañado que podemos hablar unos con otros a través del tiempo.  Y tengo  la impresión de que hay algo muy serio  que me urge decir al lector inexistente. Que la vida, es entre otras mucha cosas breve… Que aunque no siempre nos alegremos de encontrarnos aquí, tal vez sea nuestro deber sumergirnos igualmente; vadear en línea recta a través del pozo negro, manteniendo abiertos los ojos y el corazón”

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