“Vengas tu del infierno o del cielo, ¿qué importa,
¡Belleza!, monstruo enorme e ingenuo, mas temido,
si tus ojos, tu risa, tu pie, me abren la puerta
de un infinito que amo y que nunca he conocido?”
He leído esta colección de poemas
de Charles Baudelaire, “Las flores del mal”, entremetida con otras lecturas más
atentas, más continuadas. De hecho, leo poesía de esta manera, cruzada con
otras prosas, con novelas. El poemario ha recorrido hasta hoy todo lo que ha
sido este infausto año, más frecuente su lectura en las sesiones de
fisioterapia por mi brazo fracturado, concretamente las dos últimas partes,
Rebelión y La muerte que, junto a las otras, Esplín, Ideal, Cuadros parisinos,
el Vino y Flores del mal, abarcan las siete partes del libro. El dolor, en un efecto
placebo, parecía hacerse más moderado ante el flagelo de los versos de aquel. Y
éste, Baudelaire, por otro lado, ha sido para mí un gran descubrimiento, tal
vez un espasmo, por la peculiar belleza con la que reescribe la realidad más
insustancial. Aunque, a decir verdad, mi asombro encuentre justificación en mi
propia escasez; puesto que acostumbro a leer poesía, o más bien sólo a releer
poemas de Borges, Neruda y Cernuda, poco más; y cuanto Alberto Orozco, más político
y allegado y por tanto comedido, y Valentín García cuya obra conocí y me
interesa desde hace poco, tal vez éste como un condiscípulo actual de un Rimbaud
todavía más oscuro, en lo escaso que le he leído, o un iniciado de aquellos
poetas malditos de Saftsack de Verlaine, escriben ambos por aquí, en las redes
sociales. Aquellos que me siguen, indudablemente los más atentos, comprobarán
que he usado versos que leía, que me encontraba de Baudelaire, una inquieta y
aturdida coincidencia, para ilustrar algún que otro menesteroso intento en mis
propios relatos de sublimar experiencias cotidianas.
La furia, el fervor, la belleza
desgarrada, desesperada, el dolor hermoso, depravado, derramado por el amor y
el deseo bajo unas pinceladas de luminosa oscuridad, me sorprendieron, me
cautivaron. Carlos Pujol, no el futbolista, escribe muy apropiado en la
introducción de esta edición de Vaso Roto: “Baudelaire,
que es aún un romántico, es ya un simbolista, está siempre mostrándonos su
corazón al desnudo, pero su verso va más allá de la anécdota personal para
adquirir el misterioso valor de la palabra en sí. Se sueña a sí mismo con una
pasión y un arte que convierten el sueño en poesía, en música significativa. Y
detrás de los sueños, la fe y las palabras le hacen inmortal”
No me pregunten, ni voy a
enjuiciar estilismos, porque no sé, no puedo, no me atrevo, ni sintácticas, ni
silábicas, ni métricas… solo les hablaré de emociones; y en éstas, mi fascinación
por la capacidad de crear belleza desde la descripción del mal, inclusive de lo
satánico, de la propia perversidad, miserabilidad… y otras “idad” que reúnen
los vicios del hombre o una nueva voluntad de existir:
“acceder al horror, a la admiración y a la piedad. Y a un fervor y una
fe en la poesía más allá de toda vanidad”, como asegura el traductor, “ejemplo de exactitud formal para desnudar
los abismos de la conciencia humana y revelar —poéticamente— la complejidad de
la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación de un ser humano, sus
perplejidades y contradicciones”
Baudelaire nos arrastra, me
arrastra, a su propia concepción del ser maldito, a la “conciencia del mal”,
como si elevase, glorificase aquello de que no basta solo con la muerte, la
autodestrucción, el eliminar lo viejo, para alcanzar algo nuevo, la siembra de
un nuevo ideal, una nueva concepción, un nuevo hombre, o una nueva visión de
una sociedad, con sus errores y culpas, con sus humores y horrores, que no hay
que demoler como se espera, a la realidad, para edificar otra más… probablemente
nueva y libre; no, acaso sugiere vivirla de otro modo y en su extremo más negro
e instintivo. La insumisión más dolorosa y por eso mismo bella que hiende en
los prejuicios éticos, morales, sociales… Es como si rehiciera la belleza, como
si explorara y escribiera sobre la necesidad de entender y aprehender qué se
oculta en su trasfondo, al otro lado del espejo, y para luego no romperlo, sino
alterar su azogue.
“-Yo por todas partes he
hojeado el misterio profundo
De este libro tan caro a las
almas adormecidas. Que su
destino marca con las mismas
enfermedades, Y ante el espejo
he perfeccionado. El arte cruel
que un Demonio al nacer me ha
dado, -El Dolor para lograr una
voluptuosidad verdadera, -Y
ensangrentar su mal y rascar
su llaga”
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