“Si
así fue, así pudo ser;
si así fuera, así podría ser;
pero como no es, no es.
Eso
es lógica”
Lewis Carroll
He visto muchas cosas
interesantes, de acuerdo que no tantas como hubiese querido. Y tengo la
seguridad de que veré algunas más, numerosas o escasas dependerá de mi
compromiso, es decir, de querer sorprenderme, e incluso de ir a buscarlas, y
las que el destino, en nuestro encuentro o desencuentro, disponga en
todo caso. Hoy he visto una, una de estas cosas extraordinarias. No ha sido
novedosa porque siempre estuvo ahí. Sólo que ahora, y por indicación siquiera
más extraña y de alguien más extraño aún, he tomado consciencia de su
naturaleza mágica o, más bien, de ser un icono, tal vez un hito aquí y no en
otro momento, o un arquetipo que tenía que mostrarme otra consciencia más
elevada, o cierta metafísica o trasunto volátil con la propiedad de enajenarte
de lo común, de lo cotidiano, para hacerte vibrar de manera inusitada y allá
donde me (o nos) lleve no el camino de baldosas amarillas del Mago de Oz y porque
no se veía atisbo de la resplandeciente Ciudad Esmeralda, salvo la alegoría en
las llamaradas pétreas de las Murallas y a donde no iba ni fui y de todas
formas la piedra languidecía en una oscura desidia con cierta sutileza brumosa,
sino el camino del cuento de Lewis Carroll, trascender es una buena palabra, e idónea.
“… a Alicia le habían pasado tantas cosas
extraordinarias aquel día, que había empezado a pensar que casi nada era en
realidad imposible”. Quizás yo pecaba de lo mismo que esta mojigata, Alicia,
ella que tan acostumbrada estaba a que todo cuanto le sucediera fuera algo maravilloso,
que le pareció de los más soso y estúpido que la vida siguiera por el camino
normal. A lo cual pensé, si importaba o me (o nos) importaba qué camino tomar
cuando sucede lo prodigioso:
“-
Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para
salir de aquí?
-
Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar - dijo el Gato.
-
No me importa mucho el sitio... -dijo Alicia.
-
Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes - dijo el Gato.
-
... siempre que llegue a alguna parte - añadió Alicia como explicación.
-
¡Oh, siempre llegarás a alguna parte - aseguró el Gato -, si caminas lo
bastante!”
Algo parecido a este
diálogo de “Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas” maulló el
gato de mi vecina Rafi, o el de Lewis Carroll, encaramado al frágil balcón
sobre el portalón geminado conducente a un bar a la derecha, “El
Pino”, y a la izquierda a casa de Rafi, en la que no vivía Carroll, imposible
aseverar si el animal sonreía o no en su espantosa mole peluda y excesiva. “- Minino de Cheshire -empezó Alicia
tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le gustaría este tratamiento:
pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia decidió
que sí le gustaba” Maúllo sobrecogedor al salir de mi casa con una bolsa
negra inflada de basura y de la que sobresalía una botella de plástico de agua,
sin ninguna etiqueta con “Bébeme”, sin tapón porque los guardábamos para la
causa solidaria que fuese. Dos las bolsas que tenía que tirar; pero por el peso
de ambas, y que sin problema hubiera llevado una con una y otra con la otra mano
y de no ser por la dolorosa limitación de mi brazo, derecho por lo demás, para
estas cuestiones domésticas y todas las restantes que supongan su flexión y esfuerzo,
entenderán, y respaldarán, que llevase una bolsa y dejara la otra para acción
posterior o continua a esta. Con el fardo en la mano izquierda, mortificado por
esta discriminatoria tarea que siempre me toca ejecutarla, salí a la calle, no
sin antes acordarme de todos los felinos muertos por el susto anterior en la
casa de enfrente, agotadas cada una de las siete vidas de aquel
obeso minino y camada de tenerla, y en su adalid o súper héroe máximo: el
socarrón, nihilista y cabronazo gato de Cheshire. Noche.
Pasaban las ocho de la
tarde y por aquello de que estaba en el margen horario reglado para tirar la
basura; no vaya a acarrearme la narración, por muy extraordinaria que sea,
peloteras legales o recriminaciones insidiosas, y como el esperpéntico episodio
o lance que tuvo por protagonista a una cerveza fresquita, a una sed latosa y
malhadada, una malvada cámara de móvil o malvada era la mano que accionó el
disparador y malvado el interés en el contexto regalado, y por mi situación de
personaje público señalado y que luego contravine en ser señalado para una inmolación
fulminante por lo señalado y en algo de lo que jamás pretendí me señalasen, torpezas
de la política o de los que la interpretan, solo diré que el contexto podría
ser un desfile religioso o conmemorativo de una función pascual y yo,
enchaquetado, con una vara de metal en las manos, que no envarado, inconsciente
me dejé llevar por el apremio fisiológico, la sed, o alcohólico, la cerveza, y
no por el protocolo, por mucho que intenté y casi creí pasar desapercibido al
pie de una de las vallas de tribuna en la insípida plaza del Socorro, retirado
del foco de atención, provocando después del reparador trago las histéricas e
histriónicas rasgaduras de túnicas o eran vestiduras y circunstancialmente las cerriles
e inquisidoras composturas. ¡Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis
el camello! Digamos que me ofrecieron una cerveza en pleno desfile procesional
y alguien, ni orate ni bromista ni con bonhomía y muy dechado de…, quiso
inmortalizar toda su “gracia” con la foto de marras y no su redención por esta
y otras piedras al paso del Cristo consecuente; luego el guasap hizo el resto y
la excusa para otros hueros resentimientos. Pecado mortal. Mil perdones, ni
caso me hicieron. Paso. Y me pregunto que se preguntarán ustedes, a qué viene
esta digresión si no desquiciada, incoherente; vale, no sé por qué me he dejado
llevar, a lo mejor tenga algún sentido en estas páginas que se presumen
extensas, o se circunscriba a un penoso extravío mental o una venganza prosaica
de la que no sabrá nadie, o tal vez por una frase del cuento de Carroll, “… ¿de qué serviría un desfile, si todo el
mundo tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera ver nada?”; perdonen
en todo caso, olviden estas anecdóticas líneas y acompáñenme, si quieren, en lo
que intentaba e intentaré luego a este punto y aparte contarles.
Salí a la calle, a la
noche, con la bolsa de basura, sin muletillas con las que llenar el tiempo y
como podrían ser la de encender un cigarrillo si fumara o hablar por el móvil
si tuviera a alguien o un motivo para establecer este impasse y del que no me
importa en absoluto, en estas situaciones, algún desasosiego del que tuve en
años más impacientes o por los de tantas frivolidades, más abundantes, en mi período
de cuanto estaba señalado por ser personaje público o al servicio público o de
político encarrilado a su final y por entonces vanagloriado o así me suponían y
porque yo pasaba los días y contentaba a la comodidad y otras necesidades
familiares y caprichos personales con este sacrificio eso sí remunerado,
solícito por supuesto, y engreído según los casos. Ni mi pensamiento, por otro
lado, o por cuanto cabría de justificar o excusar, quería plantear alguno de
sus intereses. Encefalograma plano, en definitiva, insensible a todo, despistado
o sumergido en un laxo lapso blanco tan blanco como el conejo blanco de Carroll
que, por el contrario, y ateniéndome a una de sus particularidades, siempre
tiene prisa, “¡Válganme mis orejas y
bigotes, qué tarde se me está haciendo”;
no era el caso presente, metamorfoseado en empresa de un tiempo vertiginoso
y desatinado que nos condena a nuestro discurrir existencial. ¿Era esta
ausencia, esta despreocupación por los minutos, algo que velaba, o matizaba, el
doblez para la insulsa realidad de tirar una bolsa de basura?
Para ausencias, las del
bar al otro lado de mi casa, en la otra orilla de esta calle San Francisco de Asís,
con sus monólogos a pesar de todos los reclamos fluorescentes habidos y por
haber, señales de posición de dos cegadores farolillos como las de un
aeropuerto desolado, y doblez la que parecía tener el arrendatario que consumía
en la acera, zancadas arriba y abajo, cigarrillo tras cigarrillo; de rostro angular,
delgado, de hombros cargados, giboso, que se sacudía con vehemente y nerviosa
obsesión el ridículo delantal negro que hacía juego con la ridiculez del
uniforme de pantalones negros y ceñida camisa azul oscura, ofensiva
combinación, y para, quizás, velar la ansiedad a cuanto tenía que hacer frente.
Me llegó el hálito de una hipocresía desesperada. No estaba la rubia que había
crecido demasiado pronto. No estaba el reclamo de su belleza, cada vez más traslúcida,
como si se desvaneciera en la impoluta sordidez, sí, o en la impúdica
luminosidad halógena del dispendio de bombillas de bajo consumo, bastante
agudas. Sonreí al hermano del arrendador y camarero, más tranquilo en la
puerta, más ido, con chándal y mocasines negros, camisa de cuadros y calcetines
blancos, compadecí su tez cada vez más cetrina y el regreso a uno de los
infiernos familiares, también fumaba, exasperadamente, y para velar otra
ansiedad rubia como la joven rubia que se deshacía como polen al viento o como
la espuma en aquella atmósfera estanca y opresiva. De improviso, por ensalmo, vi
aparecer en la cabeza del patrón dos orejas de conejo blancas y estiradas, de
dibujos animados, en un ¡Plof! y luego otro ¡Plof!; el delantal pasó a ser un
coqueto chaleco, y aun estando aquel de perfil destelló en su boca el esmalte
de los impropios y formidables dientes delanteros, el cristal de la esfera de
un reloj de bolsillo que suplantó al smartphone, sonrosados los ojos, y su
conversación telefónica que del “Me mandas una de cada y te lo pago el lunes o
mejor el martes…” (el bar cierra los martes) por: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!” Solté la basura para
restregarme los ojos. Incrédulo. Miré arriba: El gato de Rafi, o de Cheshire,
ya no estaba en el balcón. Miré abajo, no quise hacerlo en el camarero, por
miedo. El pavimento de la calle, respiré con alivio, en serio, las lajas grises
y azuladas, no las baldosas amarillas de Oz, conducía a las encrucijadas de
otras calles o a la confluencia de todas ellas en la Alameda de San Francisco con
sus dimensiones inabarcables. Allí me dirigía, y lo sabía muy bien, en el
intermedio hacia los contenedores donde dejaría la bolsa de basura, en el intermedio
para tomar consciencia del hito o señal o arquetipo o imagen extraordinaria, y
de la mano de alguien tan raro como, pensándolo ahora y mientras escribo,
inquietante.
Inquietantes son las
sombras del otoño, no son aún las estáticas del invierno, más negras, más
vivas, más con ese alarde de arbitrariedad y ajenas en su sedición al foco
emisor, o más apropiado en el sujeto de rebote, en este concreto a mí mismo y
en mi pausado deambular por el acerado. Las blancas fachadas, encaladas en la
pátina macilenta de los faroles, acogían como en un escenario de polichinelas,
de sombras chinescas, las otras y geométricas que oblicuas caían de las aristas
de las casas, de los coches estacionados, o de la mía propia que me acompañaba con
movimiento amenazador y de la que juraría no se circunscribía milimétricamente
a mi propio paso renqueante por el peso del saco de basura que también se
miraba como en un espejo en las fachadas. De todas formas, en mi propio
daguerrotipo emulsionado en las paredes, me hice cargo de que tenía que perder
peso, de que tenía que cortarme el pelo, de que somos tan desconocidos a
nuestra propia percepción, como cuando oímos nuestra voz grabada, que somos
otros o no somos aquellos con que nos presentamos a los demás. Mi sombra como
la cola de un ratón, el roedor de la fábula en el incomprensible reino de las
Maravillas:
“ - ¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga
y muy triste! –exclamó el ratón, dirigiéndose a Alicia y dejando
escapar un suspiro.
-
Desde
luego, arrastras una cola larguísima –dijo Alicia, mientras echaba una mirada
admirativa a la cola del ratón-…”
En la esquina, curioso,
junto a la sucursal de Mapfre y vivienda donde naciera el legendario torero
Pedro Romero, el creador del toreo a pie, pensé que con éste la aseguradora se
haría de oro, numerosos lances sin recibir cornada alguna, ¡oiga! Y en esto,
decidí mañana mismo preguntar a Curro, comercial de la firma del Golden Gate y
no del Puente Nuevo, a cuánto cotizaba mi sombra para asegurarla a todo riesgo
o, al menos, “contra terceros”. Atravesé la primera encrucijada, Ruedo Alameda.
El cuadrilátero irregular de la Alameda de San Francisco me recordó a un cuadro
de Monet, o de Cézanne, de algún postimpresionista seguro; no, era de Monet,
pero no recuerdo el nombre del lienzo, tampoco importa y porque, de hecho,
sirviendo el ejemplo, era noche y no el diáfano día de la pintura. Una
promiscuidad decadente de ocres, verdes de gama diversa y amarillos luminiscentes
de las hojas en oscuros árboles y callada a la luz ambarina de las farolas.
Espejeaban en resplandores de la voluntariosa luz los cuadrantes de mármol, líneas
de aterrizaje para no pocas emociones, para muchas expectaciones, barnizados
los guijarros, como pintados por el húmedo relente que ya caía y se extendía
como ceniza aventada. Los horizontes proverbiales estaban apagados, envueltos
en las ignominiosas tinieblas del olvido, del abandono, Murallas y puertas de
Almocábar y Carlos V, aquí, a un centenar de metros, pero tan alejadas y
retraídas que se hacían exiguos cotos más que infranqueables barreras para
velar la épica del espacio. Y todos, árboles, casas, monumentos, y mis quietas atenciones,
recortadas por un cielo de terciopelo, de un cárdeno sólido, tan cercano que
sentía su peso en mi conciencia. Otoño.
Subí los espaciosos
escalones que llevan al amparo generoso de la plaza, en una increíble
dispersión y reunión de los sentidos. Primero un hormigueo en el pecho, uno de
esos presentimientos acertados por la inminencia de un suceso o hecho
destacado, no era el dolor por el peso de la bolsa de basura que constreñía con
sus asas de plástico mis dedos; luego el empuje de aquel mecanismo tal vez
instintivo, tal vez mágico, de mirar a un lado, a la derecha, al primer árbol
de cascarilla leprosa, de cortezas desprendidas, más demacradas al tener la
vigilancia cercana de una farola. Alertado por la runa de su tronco, de sus ramas,
la figura de un tridente hincado a la tierra por su base, firme, como un báculo
bifurcado que al golpear separara las aguas de un océano gris y hondo, quedando
al descubierto este lecho de cenicientas piedras y huérfanas de abismos y de
secretos. Y la imagen, y con la imagen el símbolo, y con el símbolo un conocimiento
intuitivo y ancestral, me golpeó allá donde la razón no llegaba y se servía del
calor del alma para, al menos, no ser disuelta en su esencia absoluta. Preliminares
del hecho interesante. Y en este prólogo, mi memoria trajo lecturas, estudios, curiosidades
y reflexiones, de acuerdo que autodidactas, heréticas, acerca de la necesidad
de ahondar y explicar lo insólito de ciertas emociones a las que resbalan
cualquier otro síntoma o efecto, casuística o contenido racional, desde la
profundización en los símbolos, aparejos que sintetizan su significado, vale
que subjetivo, o la manera de entenderlos, un poco o todo, subliminal o
adiestrado, y en todo caso iconos que atesoran y descubren, solo para los que
sepan ver, divisas sagradas a las que de la misma manera pertenecía este árbol
que esquematizaba un tridente, una pata de oca. El símbolo preparaba el
terreno, lo dotaba de trascendencia y significado, abría la puerta por la que
tenía que entrar y observar y sorprenderme, miraba tras el espejo, abría los
ojos bajo el agua, o despejaba una ventana al universo.
No hay nada nuevo bajo el
sol, rumió hace una eternidad el rey Salomón, o en este caso bajo una inofensiva
luna en cuarto creciente. Desde tiempos inmemorables, vadeando en los
entresijos de todas las culturas y amparados por grupos herméticos, iniciáticos
es concederles demasiada solvencia, cofradías y hermandades más o menos
confiables y más o menos herederas del conocimiento ancestral, salvaguardaban y
recreaban símbolos sagrados como mandalas con los que el iniciado trascendía la
cotidianidad para reintegrarse o redescubrir otras dimensiones del ser, o de la
realidad, vetadas de común. –Y en esto comencé a reflexionar, o a rememorar,
entretanto atravesaba la plaza para depositar las bolsas de basura en los
contenedores soterrados de calle San Sebastián, en un lateral del atrio del
antiguo colegio del Barrio- Uno de estos
símbolos sagrados es la marca del tridente de Poseidón, el dios Neptuno latino
posterior, determinativo de la cuna común de estas tradiciones-iniciaciones y/o
abstrusas sapiencias, la de la extinta Atlántida; tridente al que luego
sustituiría o asimilaría o complementaría la impronta de una oca o ganso,
ánsar, la Pata de Oca. Antiguos símbolos (estrella, viera, pata de oca, cuervo,
perro…) atesoradas por culturas herederas de la mítica Atlántida, como el
jeroglífico de Geb en el viejo Egipto, heredero del trono de Horus, oca y
pierna, o el alma de los faraones identificados con el dios Sol-Ra que representaban
en forma de oca, la oca o el sol que nace del huevo primordial. Remedos
herméticos que recogerían los celtas, indoarios… hasta llegar al cristianismo
que, como es ecuménico dogma, las incorporó solo para sí, casi siempre con unas
precarias pero toscas variaciones, y quitando legitimidad a esas otras culturas
a las que consideró proscritas, paganas y necesariamente a vigilar y si no
destruir, fagocitar. Un ejemplo: Si superponemos dos patas de la Oca, una hacia
arriba y otra hacia abajo, obtenemos la X y la barra que la corta
verticalmente, obteniendo la X y con la P (Ji y Ro: iníciales del nombre de
Cristo) en el conocido Crismón cristiano. El Camino de Santiago es uno de los
más grandes crisoles de este conocimiento ancestral.
Y en esto que llegué a la
batería de contenedores soterrados, metálicos icebergs que reflejaban las
viviendas al otro lado de la calle, y abrí la oronda boca de uno de ellos, del
primero, fauces negras de fétida halitosis, y en su lengua de hojalata deposité
la bolsa de basura, cerré la boca y oí el golpe seco en su deglución. Alcé la
mirada, tras el rectángulo franco del patio exterior del colegio, de las casas
de calle Sauco con sus grisáceos tejados, por encima, más allá o más acá
resultaba una ambigüedad dolorosa, la sobria e imponente iglesia del Espíritu
Santo, igual de apagada, inhibida como las Murallas, y no pude reprimir el
recuerdo de sus días gloriosos en que la iluminación, como una cascada ígnea
que incendiaba la noche, era de una belleza conmovedora. Vergonzosa la
ineptitud de los gobernantes que indefectiblemente nos toca en suerte, que
arrojan impúdicos velos, encajan estúpidos burkas en nuestro patrimonio, y empañan
de mugre la ventana con la que Ronda siempre se ha presentado de ciudad soñada;
y hoy en día, con estos recortes o estas faltas de previsión o control, en
iluminación, en inversión, en imaginación, la convierten en la bella tapada y
dejada en el inventario de sus días de gloria.
Y qué personificación más
palpable, y penosa, de esta degradación que la de aquella junto a mí. La
antigua ermita, o el solar de maltrecha fachada y muros reventados, de Virgen
de Gracia, a la que en los años sesenta del siglo pasado se anexionó el colegio
mixto San Francisco, baluarte en la educación de los ceporreros o franciscanos,
rendido del mismo modo a la maldición, de ruina y desidia, en la especulación
usurera bancaria que cerraba los ojos y abría los oídos al tintineo de las treinta
monedas de plata que no llegaban. La indignación comenzó a carcomer lo que me
gustaba apelar de verdadera memoria histórica, la afinidad o genética con el
medio, y seguro que ocupando parte de la abertura emocional que, entre una y
otra cosa, había ido abriéndose en mi adentro y al compás de a cuanto se
desplegaba la noche para hacer extraordinario aquello que se manifestaría de
inmediato. Me interesé por los elementos arquitectónicos de la iglesia que aún
se sostenían en pie y que entretejían su esquema a alguno de esos símbolos del
arte sagrado, del saber primordial. La fachada rectangular que una vez coronó
un tejado triangular, los dos recios contrafuertes, o el vano de diseño
lobulado susurraron sus reminiscencias masónicas; y antes de la Franc-masonería,
elementos, como dije, del sacro arte de construir para unir, para establecer la
conexión entre lo de arriba con lo de abajo, el cielo y la tierra, el cielo y
el infierno, la arquitectura interior de la persona con la exterior o edificación
social, uno de los principios de la Tabla Esmeralda de Hermes y símbolo fundamental
de la ciencia sagrada y, de ahí el nombre de tan oscuro personaje, hermética. Esbozos
en piedra de la belleza, la imitación consciente o inconsciente de las formas
naturales, la conjunción del alma del constructor, sus preclaras cualidades
exhibidas en los instrumentos empleados para expresar y perpetuar su fe y sus
sueños, transformados en iconos para la reflexión consciente, para la emoción
sincera, signos sacros. Sea como sea allí estaban, insisto para los pocos que ya
puedan verlos y sentirlos: el rectángulo, la pirámide, los contrafuertes en
alusión a las míticas columnas Jakin y Boaz del Templo de Salomón… El
rectángulo o el cuadro del aprendiz, el rectángulo donde su ancho y lado
representan los Puntos Cardinales que figuran al Mundo, al mundo del aprendiz
donde debe investigar para aprender a discernir sobre los conocimientos que
constituyen su universo. El triángulo, la pirámide, los tres pilares, la
Sabiduría, la Fuerza y la Belleza. Un trabajo en el que sólo se puede ser sabio
si se tiene fuerza, porque la Sabiduría exige sacrificios que sólo pueden ser
alcanzados con Fuerza; en el que sólo se puede ser sabio si se tiene belleza, porque
la Belleza establece el camino para expresar la sensibilidad ante el mundo circundante.
El Triángulo, clave de la geometría, base de la ‘sección áurea’ o ‘proporción
divina´, sintetiza la trinidad del ser, como efecto de la unidad del cielo y de
la tierra, la suma del uno y del dos; es decir, la conjunción de los principios
duales: el bien y el mal, el macho y la hembra, el padre y la madre, el
gobierno y la religión, la luz y las tinieblas, Osiris y Typhon, Ormuz y
Ariman, Satanás y Jesucristo, la forma y el contenido, el fuego y el agua, la
inercia y el movimiento, la energía y la materia, la sal y el azufre alquímicos
o la esencia y la substancia,… el equilibrio entre dos fuerzas
opuestas. Además, la estabilidad y fuerza en el arco trilobulado de la fachada
de “Virgen de Gracia” encarnando a la Flor de Lis, y a su vez… ¡Qué estaba
sucediendo dentro de mi cabeza, en mi pensamiento! ¡Qué o quién me estada
dirigiendo hacia algo latente y de lo que tenía constancia en algún que otro
escalofrío que me recorría la médula para provocar explosiones de ese
característico hormigueo en mi estómago!
Y la sorpresa por la
inefable conexión que estableció mi intelecto ante la sucinta semblanza del
símbolo sagrado, allí y en los elementos, arquitectónicos o abstractos, que
impasibles se ocultaban o se entremetían en la monótona materialidad del
discurrir diario y para, como hoy, abrirse y en ellos ver, para los que
verdaderamente sepan y quieran, su esencia integradora. Decía que la sorpresa,
mayúscula, quedó diferida por, primero, un rasgueo insólito dentro del alto
contenedor para ropa y calzado usados; y luego, el sonido, que era araño,
provocado por un gato que asomó su cabeza negra, con dos cintilaciones húmedas
y prietas por ojos, del color de las ascuas en los braseros de invierno en
aquellos soportales umbríos, que me recordó, y aterrorizó, en una nueva lámina
del gato de Cheshire, o solo su cabeza redonda y rotunda, con seguridad
sonriente. ¿Era él? Sin duda alguna no
era el minino de Rafi, más atigrado y tan obeso como para dar o intentar dos
pasos hasta aquí, entonces tenía que ser el de Cheshire, veía la espantosa
sonrisa en sus almendrados ojos hipnóticos en los míos.
“-¿Tendría
usted la bondad de decirme por qué sonríe así su gato? —preguntó Alicia con
cierta timidez, pues no estaba muy segura de si hablar ella la primera sería de
buena educación.
—Es
un gato de Cheshire —repuso la Duquesa—, esa es la razón. ¡Cerdo!
(…)
—No
sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonrientes; de hecho, no
sabía que los gatos pudieran sonreír.
—Todos
los gatos pueden sonreír —dijo la Duquesa—, y la mayoría de ellos sonríen.
—Yo
no sé de ninguno que lo haga —dijo Alicia con mucha cortesía, muy satisfecha de
haber entablado una conversación.
—Hay
muchas que desconoces —dijo la Duquesa—, es un hecho”
¿Cuál es ese hecho? ¿Qué
hacía allí la bestia? ¿Qué quería? ¿Tenía relación con la curiosa reiteración
de simbología esotérica en torno a la Pata de Oca o el tridente de Poseidón
encarnado en un árbol de la alameda? De todas formas, por tranquilizarme,
estaba en la calle San Sebastián del Barrio San Francisco de Ronda, junto al
Ruedo Alameda, no en “Wonderland”; y aquellos eran contenedores de basura que
refulgían en la luz de la hoy inexpresiva luna, un reflejo mate, no el campo de
croquet de la Reina de Corazones… La cabeza del gato negro asomando por la
abertura del contenedor de ropa y calzado usados, no obstante, podía ser la
misma a la de la mascota de la Duquesa; y como en el cuento, sentía en mi
cabeza, y en el pecho, el tumultuoso incomodo de unas intuiciones sobre lo
maravilloso que podía ya estar sucediendo, como la turba de la discusión dentro
de mí entre el Rey, la Reina y el verdugo y puesto que yo también, en ese
instante, quería decapitar a la criatura, indignado a causa de que no tenía
cuerpo, solo cabeza, y no se puede decapitar una cabeza sin cuerpo, ¿verdad? ¡Por
qué no quería dilucidar su relación o no, su guía o no, en relación al símbolo
de la Pata de Oca y su sentido en esta noche de otoño! ¡Zape!
“Alicia
empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna
disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. “Y
entonces”, pensaba, “¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas.
Lo extraño es que quede todavía alguien con vida! “Estaba buscando pues alguna
forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran,
cuando advirtió una extraña aparición en el aire. Al principio quedó muy
desconcertada, pero, después de observarla unos minutos, descubrió que se
trataba de una sonrisa, y se dijo:
Es
el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.
—¿Qué
tal estás? —le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder
hablar.
Alicia
esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. “De
nada servirá que le hable”, pensó, “hasta que tenga orejas, o al menos una de
ellas”. Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia
dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy
contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin duda que su
parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.
—Me
parece que no juegan ni un poco limpio—empezó Alicia en tono quejumbroso—, y se
pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que
haya reglas ningunas… Y, si las hay, nadie hace caso de ellas… Y no puedes
imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas. Por ejemplo, allí va el aro
que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del campo! ¡Y le hubiera dado
ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba el
mío!
(…)
—¿Con
quién estás hablando?—preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza
del Gato con gran curiosidad.
—Es
un amigo mío… un Gato de Cheshire —dijo Alicia—. Permita que se lo presente.
—No
me gusta ni pizca su aspecto—aseguró el Rey—. Sin embargo, puede besar mi mano
si así lo desea.
—Prefiero
no hacerlo—confesó el Gato.
—No
seas impertinente—dijo el Rey—, ¡Y no me mires de esta manera!
Y
se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
—Un
gato puede mirar cara a cara a un rey —sentenció Alicia—. Lo he leído en un
libro, pero no recuerdo cuál.
—Bueno,
pues hay que eliminarlo—dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que
precisamente pasaba por allí—. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este
gato!
Para
la Reina sólo existía un modo de resolver los problemas, fueran grandes o
pequeños.
—¡Que
le corten la cabeza!—ordenó, sin molestarse siquiera en echarles una ojeada.
—Yo
mismo iré a buscar al verdugo—dijo el Rey apresuradamente.
Y
se alejó corriendo de allí.
Alicia
pensó que sería mejor que ella volviese al juego y averiguase cómo iba la
partida, pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor.
(...)
Cuando
volvió junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver que un gran grupo de
gente se había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina
discutían acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras los demás
guardaban silencio y parecían sentirse muy incómodos.
En
cuanto Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella para que decidiera
la cuestión, y le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se
le hizo muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La
teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar una cabeza si no había
cuerpo del que cortarla; decía que nunca había tenido que hacer una cosa
parecida en el pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas alturas de su
vida.
La
teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser decapitado, y que
se dejara de decir tonterías.
La
teoría de la Reina era que si no solucionaban el problema inmediatamente, haría
cortar la cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía
que todos tuvieran un aspecto grave y asustado). A Alicia sólo se le ocurrió
decir:
—El
Gato es de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo que debe hacerse con
él.
—La
Duquesa está en la cárcel —dijo la Reina al verdugo—. Ve a buscarla.
Y
el verdugo partió como una flecha.
La
cabeza del Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en que el verdugo se
fue, y, cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido totalmente. Así
pues, el Rey y el verdugo empezaron a corretear de un lado a otro en busca del Gato,
mientras el resto del grupo volvía a la partida de croquet”.
Y en esto que el felino
no se desvaneció, no desapareció, sino que, como símbolo lunar derivado de la
mitología de la diosa Bastet, su orondo hocico que reía en el creciente, no era
para menos, para contradecir la identificación con el otro gato decidió
manifestarse por entero; es decir, ya no era una sonrisa, o una sonrisa instalada
en sus expresivas y tenebrosas pupilas partidas en dos tajos más profundos que el
Tajo señero nuestro y salvado por el Puente Nuevo, refutando a la misma
protagonista de esa fábula cierta, o tóxica en el tenor de mis circunstancias: “- ¡Vaya! -se dijo Alicia- He visto
muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa
más rara que he visto en toda mi vida! La extrañeza de Alicia ante este Gato
que no deja de aparecer y desaparecer sonriendo con una mueca es total, ya que
ella «no sabía siquiera que los gatos pudieran sonreír». Sucede incluso que en
algún momento el Gato “sonrió más y más”. La infernal bestia desplazó su cautivador
viso en mí para, en un movimiento pausado de la inevitable testuz, calcular la
distancia que había entre él y el pavimento de lajas grises y azuladas,
matizadas con el fulgor pálido que vertían los fanales colgados en las paredes
enjalbegadas. Salió el resto del atlético cuerpo del animal como
un borrón sinuoso de la estirada boca del contenedor, sosteniéndose con las
patas delanteras en la palanca de apertura; la fibrosa tensión de sus músculos,
de los tendones, resaltaban bajo la bruñida piel idéntica a la de las ciruelas
negras, y tras una forzada flexión saltó al vacío para aterrizar indemne en el
suelo, en una mullida caída que no puso variedad en la sordina de la noche. La
larga cola quedó fláccida entre sus poderosos cuartos traseros, refulgía su
pelo en los estremecimientos del dorso, mientras mesaba con fruición una y
después otra de sus garras anteriores, tenía unas manchas blancas en los dedos,
las uñas replegadas. El gato me miró con alteración, con ese atisbo del que
cumple satisfactoriamente una arriesgada misión y, raudo, se perdió tras el
propio contenedor, dejándome con la pregunta en la lengua: “¿Qué quieres gato
de Cheshire?” Desapareció o se fundió en las tinieblas de la noche, no como la
fiera del fantástico relato en el que también me incluía yo o no sé qué o quién
disponía;
es decir, no “se desvaneció muy
paulatinamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa,
que permaneció flotando en el aire un rato después de haber desaparecido todo
el resto”. Voló el “marramamiau” dejándome con un pavor cada vez más
afilado, más incisivo, pero que no contradijo el barrunto de que este, el gato,
hizo mutis por el foro para que yo retomase la sorpresa anterior a su
sorprendente aparición, tal si quisiera que tomase muy en cuenta la relevancia del
significado para aquel pasmo con el que se escribe el misterio de lo
extraordinario, manifestado allí y aquel en unos preliminares bastante
“cuentistas”. Giré la cabeza y centré mi mirada en el arco trilobulado de la malograda
fachada de la derruida iglesia, el símbolo de la Flor de Lis…
Y es que la Flor de Lis
ha sido considerada, por antonomasia, la representación del poder de los reyes,
la potestad real, tanto que aseguran que el signo estaba tallado en las míticas
columnas del Templo de Salomón, aquellas alegóricas Jakin y Boaz en los
contrafuertes de la fachada de la ermita. Habitual su esquematismo en templos,
castillos, palacios, heráldicas, banderas, coronas… interpretando el poder
temporal sancionado de arriba, por lo divino. Y, además, o principalmente, el
símbolo original de esta Flor de Lis fue… ¡el tridente de Poseidón, la Pata de Oca!
¡Sorprendente! Y para corroborarlo, o sancionarlo, resonó, amplificado en el
lienzo descascado de la ermita Virgen de Gracia, el sobrecogedor maullido del
gato.
Cada vez más
impresionado, cada vez más temeroso, ya no por lo que estaba sucediendo sino
por lo que aconteciera dentro de poco, dudaba en quedarme allí hasta que algo o
alguien me rescatara de mi soledad o de mi desarraigo doloroso, o terminar con
todo y volver al oasis confortable de mi casa atravesando este desierto de
horror, intercalando muy libre los versos de Baudelaire. Teresa, no el vate, con
un vestidito floreado de mangas cortas que me causó dentera por el imperante
frío, venía hacia mí… bueno… su interés no residía en mí, ¿si?, o lo estaba en
depositar las dos y grises bolsas de basura que portaba en una y otra mano en
los contenedores donde yo, como un grotesco pasmarote, permanecía sin
importarme el resuello nauseabundo de estos o el gesto entre curioso y chancero
que la mujer de animosos y marciales pasos esbozó a unos metros. El móvil
colgaba de una funda de punto que bamboleaba de un cordel sujeto a su cuello. “- ¿Qué te parece la Reina? -dijo el Gato en
voz baja. - No me gusta nada -dijo Alicia-
Es tan exagerada… -En este momento, Alicia advirtió que la Reina estaba
justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que siguió-: …tan
exageradamente dada a ganar, que no merece la pena terminar la partida. La
Reina sonrió y reanudó su camino” Aproveché la lenta marcha de un coche por
Ruedo Alameda, la ineludible mujer de Cañestro, Loli, buscando aparcamiento,
para cruzar rápido por delante y no tener que responder a la impertinente
curiosidad o cotilleo de Teresa y a la que, ya en su sobrio aspaviento regente,
“con los brazos cruzados y el ceño
tempestuoso”, a su ¡Hola!, respondí con el mismo ademán de levantar la mano
izquierda, ojalá pudiera hacer lo mismo con la derecha, con el que contenté a
la conductora del destartalado Ford Fiesta rojo y por mi inesperada y suicida
maniobra al cruzar la calle. Junto al cubículo o remolque de chapa blanca y
entonces de achicado reflejo, que los fines de semana surtía de churros a la
vecindad, me detuve unos instantes, desinteresado de Teresa, oí primero uno y
después otro abrir y cerrar seco de las fauces del contenedor como un voraz
hombre de hojalata, y también del quiosco de churros y porras, expectante por el
sobresalto de quienes estaban resguardados en la escalinata de subida a la
alameda. Era una pareja, ella y él, los dos jóvenes, los dos vecinos de mi
misma calle, solo conocidos, sentados en los anchos escalones, la chica en el
tercero y el novio en el cuarto de los ocho que tiene la entrada. Al socaire del
grueso muro de los poyetes, plegados en sí mismos para soportar el frío; no se
abrazaban, no había actitud sensual entre ellos, hablaban sí, o hablaba ella
que tenía y mimaba algo cobijado en su regazo. Un estremecimiento impulsó mis
pies para alejarme, expeditivo. ¿Qué acariciaba la hija de Patro? ¿Un perrito
blanco, un gatito blanco… o un conejo blanco? Ella rio, una sucinta carcajada,
él permanecía sombrío, huraño, tácito, lo habitual en el chico. No dejaba de
ser una escena muy extraña, más cuando parecían ausentes a mi presencia, como
si yo no estuviera a un par de metros de ellos. A lo mejor era así: yo no
estaba o había penetrado en una realidad o dimensión alternativa a la que la
pareja no llegaba, ni veía ni mucho menos entendía. Y para complicar aún más la
sensación, o para refutar el hecho, temblaba por el pequeño animal que amparaba
la muchacha. Un perro, o un gato… o, según barruntaba un absurdo repunte de mi
intuición, un conejo, la Liebre de Marzo. Y en esto, subiendo los escalones a
la alameda, extraño o invisible a la joven pareja, oí decir a ella algo que me
sonó a lechón, o pichón, o lirón; y enseguida ubiqué estas incomprensibles
palabras arriba, en uno de los columpios del parque infantil que oscilaba su
misterio, o encima de la torre de madera del tobogán, en todo caso palabras
lejanas a los novios; aseguraría que procedían del árbol más cercano a nosotros.
“Mientras
hacía estas consideraciones, miró hacia arriba, y ¡hete aquí al Gato
nuevamente, recostado sobre la rama de un árbol!
—
¿Dijiste "lechón" o "pichón"?, le preguntó el Gato.
—
Dije "lechón", aclaró Alicia. ¡Y a ver si dejas de estar apareciendo
y desapareciendo tan de golpe, que mareas a cualquiera!
—
¡Vale!, dijo el Gato”
Y puesto que de nuevo era
el gato, el de Cheshire y no el de mi vecina Rafi, oculto en la promiscuidad
decadente de ocres, verdes de gama diversa y amarillos luminiscentes de las
hojas en oscuros árboles y callada a la luz ambarina de las farolas. Otro
maullido, espectral y horrible, confirmó la posición y con seguridad la
anterior locución de términos tan raros. ¿Qué no estaba siendo raro? Detuve mis
pasos al final del graderío de acceso al parque, apoyé mi mano en la baranda de
hierro que cerraba el espacio de los juegos infantiles a la calle, frío que
quemaba, una apacible soledad se sentaba en un banco de piedra inmediato, un
fantasma invisible en el otro, levanté mi mirada al árbol, a la enramada,
infructuoso el registro, no se movía nada en las alturas, solo los trémulos reverberos
de la amarillenta luz del fanal en los enveses y reveses de las hojas, por la
acción de una intermitente y suave brisa, postreras caricias del añorado crepúsculo
de otoño. Con el ánimo algo más entero, más temerario, atribuible a mi inconsciente
curiosidad que remordía en mis entrañas por determinar, por zanjar, si el
animal que arrullaba la hija de Patro era la Liebre de Marzo y si ellos, los
jóvenes, eran verdaderamente mis vecinos o súbditos de la Reina de Corazones,
pregunté con convicción al árbol, al escondido gato o a la alimaña que fuese: “¿Qué clase de gente vive por aquí?”, y
me respondió la memoria de las voces de la fábula de Carroll:
“—¿Qué
clase de gente vive por aquí?
—En
esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha— vive un
Sombrerero. Y en esta dirección —e hizo un gesto con la otra pata— vive una
Liebre de Marzo…”
Confirmé tras la segunda indicación,
indicada redundantemente por un brusco e inusual vaivén en una de las ramas con
trasunto de zarpa de felino, de dedos parcheados en el color del cubil de los
churros, que la Liebre de Marzo era el animal mimado por la contenta muchacha.
Del mismo modo, un susurro del ligero céfiro en mis oídos, y que hizo oscilar
la rama indicadora como una original veleta o, andando en juego un acopio
fabuloso de símbolos sagrados, una rosa de los vientos, me confió que siendo la
Liebre de Marzo imposible ya que participase en la fiesta del té junto con el Sombrerero
y el Lirón, al estar cautiva no de la hija de Patro, no, murmuró el viento con
dejo murmurador, sino de la Duquesa con su resfriado de pimienta. De acuerdo,
pensé yo, que una Duquesa más joven, más baja y rechoncha, con un derroche de
exuberancia empalagoso, y bastante mostrenca, con aquella perenne mueca que
enervaba mis nervios. Al pasar a su lado, en cambio, observé llevaba unos
guantes blancos de cabritilla, mientras el novio aferraba en su mano un abanico,
enseres del Conejo Blanco. Pruebas inequívocas. Tampoco concursaría yo en la
partida de croquet, prosiguió el amable relente, pues había esquivado con
maestría a la Reina de Corazones, o Teresa en esta otra dimensión con su cetro
transformado en móvil y colgando siempre de su regio cuello, briosas las
sacudidas en su pechera desmedida, sin disimular la perlesía facial o mancha que
ocultaba el rastro del naipe, el As de Corazones, tatuado en su ojo. Y no
obstante, ¡huye!, me aconsejó el airecillo, ¡corre!. Teresa o la Reina de Corazones
viene de vuelta de tirar la basura, y el verdugo o el chico esquivo e ido, míralo,
presto está por cumplir su orden. ¿Qué orden?, pregunté azorado, presintiendo
la respuesta. “Decapitar tu cabeza” “¿No era la del gato de arriba, en el
árbol?”, insistí. “También”, rotundo. Y en un visto y no visto, marché hacia
donde el propio vientecillo me indicó con otro sutil balanceo de otra de las
ramas, hacia allá, al centro de la alameda, quizás al encuentro del Sombrerero y
Lirón o de mi salvación.
“-
… Visita al que quieras: los dos están locos”
A unos pasos en mi
camino, o en mi huida, oí estas palabras del gato o de la fiera que existiera
emboscada en el ramaje, no fue de nuevo el viento de otoño que, olvidado de mí,
cumplidor de su propósito conmigo, se entretenía secreteando con las hojas
caídas de los árboles, arrancándolas del suelo en ingrávidas volteretas de
diversión, depositándolas de nuevo en suaves planeamientos como un ligero
descenso de párpados por una alegre nostalgia. El columpio seguía con su
fantasmal vaivén. Me paré. Y, a pesar del acuciante peligro del que pendía nada
más ni nada menos que mi cabeza del resto del cuerpo, pensé en estas palabras y
en su cimero testimonio no a cuanto, real o imaginario, sucediese metros más
allá y una vez reiniciada la marcha, sino en mí mismo. La locura.
“-
Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca -protestó Alicia.
-
Oh,
eso no lo puedes evitar -repuso el Gato- Aquí todos estamos locos. Yo estoy
loco. Tú estás loca.
-
¿Cómo
sabes que yo estoy loca? -preguntó Alicia.
-
Tienes
que estarlo -afirmó el Gato-, o no habrías venido aquí.
Alicia
pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
-
¿Y cómo sabes que tú estás loco?
-
Para empezar -repuso el Gato-, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
-
Supongo que sí -concedió Alicia.
-
Muy bien. Pues en tal caso -siguió su razonamiento el Gato-, ya sabes que los
perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos.
Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy
enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
-
A eso yo le llamo ronronear, no gruñir -dijo Alicia.
-
Llámalo como quieras -dijo el Gato- ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
-
Me gustaría mucho -dijo Alicia-, pero por ahora no me han invitado.
-
Allí nos volveremos a ver -aseguró el Gato, y se desvaneció.”
Y en este intervalo de
mis reflexiones locas o sobre la locura, de si verdaderamente tenía que estar
loco para que se desplegaran ante mí las surrealistas escenas concernientes a una
fábula, a un cuento clásico, incongruentes al mero trámite de tirar una bolsa
de basura en los contenedores de mi Barrio en una gélida noche de otoño; en estos
instantes, escribía, loco o no, mis pensamientos alcanzaron unas cotas
dramáticas y por ello doloridas que, obedeciendo a un inescrutable resorte de
mi interior para protegerme de este daño emocional y ofrecerme otros escenarios
para obviar a los malos y acomodar los más cómodos, no necesariamente racionales,
mitigando el sufrimiento o las fustas de lo imposible, hizo que mi visión, en
esos pasos cabizbaja, perdida en el desorden de los pentagramas de las hojas de
los árboles en la partitura del piso de eslabonados guijarros,
se concentrara, tras elevar mecánicamente la cabeza y ladearla un poco al
frente y a la izquierda, en el árbol originario con su curiosa morfología
análoga al símbolo ancestral de la Pata de Oca o el Tridente de Poseidón. Confiaba,
garabateaba mi reflexión, o a aquellas alturas mi indignación, despreciaba todo
y por no despreciarme a mí mismo y debido a que no entendía mis pensamientos, que
aquella Pata de Oca me protegiera de estas acechanzas anormales, al igual que
las ocas fueron para ciertas y arcaicas tradiciones guardianes de las casas,
alertando con su escandaloso ruido, con su graznido, la presencia de intrusos;
o en este contexto, en esta confianza mía, a mis cruentos espectros, inclusive de
gatos fabulosos y personajes animados variopintos. No fue baladí que retomara
mi pensamiento sobre Alicia y cuando ésta encoge como un “telescopio”, porque
me sirvió de ejemplo para enunciar, o conjurar, mi brote o historia de locura:
“No vaya a consumirme del todo, como una
vela, se dijo para sus adentros. ¿Qué sería de mí entonces?” Temor. Mis pisadas
tomaron decisión, ya no eran tan cortas ni dudosas. De vez en cuando algo
crepitaba bajo mis pies, unas bayas o semillas de unos árboles que no eran los
habituales plátanos, álamos y olmos, de pequeñas hojas traslucidas, como hechas
de frágiles gasas que acopiaban los entresijos de la noche. Iba hacia la luz,
no sabía explicar por qué, hacia la farola de hierro fundido, hacia la farola
de cuatro brazos, la farola solitaria, sobria, hospitalaria, como un faro de
seguridad en la inmensidad de tinieblas rotas del parque, del Barrio. El
mármol, sobre todo, y las piedras de falsos aceros rutilaban en su azafranado
influjo. Iba hacia la luz y me detuve en ella, o bajo su orla fulgurante. En
aquella perspectiva el árbol, el signo sagrado, denotaba mayor su fuerza, o su
influencia en mí, iluminado como un solícito exvoto por un fanal de nacarada
luz.
Inapropiada luminaria, la odiaba, me resultaba de muy mal gusto que la
autoridad municipal, por los jodidos recortes, por discutibles ahorros
energéticos, y no quiero pensar que por mor a un porcentaje o comisión de esta
y no de aquella empresa, se empecinara en cambiar las sugestivas lámparas de resplandor
sepia, que enaltecían la idiosincrasia de la ciudad vieja, por otras blancas,
brillantes sí, e inexpresivas, como si al encenderse mantuviera a raya, o
desliera, o encarcelara el embrujo del casco antiguo del Barrio, de la Ciudad,
de Padre Jesús, de Ronda.
Estilizado, de amable sinuosidad,
dirigido hacia arriba, un tridente en la fronda ocre, amarilla y de gama de
verdes apagados; incluso imaginaba, o interiorizaba, la mar en otoño, de un
oscuro esmeralda, con un ligero rastro de espuma terrosa en su superficie
ondulante. Y la comparación no iba desencaminada, ¿verdad?, el tridente es el
arma de Poseidón, el dios de la Atlántida, de los atlantes antes y después del
cataclismo universal, el dios marino. El agua. Presté, entonces, más atención
al rumor del agua a mi espalda, a los chorros disparados en la fuente, asimismo
hacia arriba, al pedestal con la estatua oxidada de San Francisco de Asís,
santo varón de quien toma nombra la plaza, la calle más franca, el contorno; y
cuya figura, en el torticero emplazamiento, da en todo momento su contra al
Barrio, la que parece huir o desandar cualquier camino que conduzca a este, tanto
que en su mano, no en la que lleva o se ayuda de un báculo-crucifijo, sostiene
o encara con cierto desafío o menoscabo la fachada de lo que parece ser la
colegiata de Santa María la Mayor, la que está en otra barriada, en otro
arrabal mejor, no en este a extramuros, repudiando a la que podía haber sido
Puerta de Almocábar, Iglesia del Espíritu Santo, de las Franciscanas, del
Convento San Francisco, o del Predicatorio. El agua de la fuente de San
Francisco rumoreaba en la noche, el tridente como la vara del franciscano,
elementos simbólicos del mar, de las aguas primordiales, otra vía de
conocimiento. ¿Qué? La analogía entre
Poseidón-Tridente-Árbol-Mar-Agua-Fuente-Conocimiento no podía dejarme
indiferente, tampoco con miedo.
La leyenda, la mitología,
la intrahistoria, son profusas en abrirnos los ojos a las aguas, torrentes,
ríos, mares… fuentes. Aguas mágicas, en todas las tradiciones y culturas,
comenzando en la extinta Atlántida, luego en Egipto, Mesoamérica, India… Entre Celtas,
orientales, griegos, romanos… en el medioevo…, hasta llegar a la irrealidad de
un charco de lágrimas transmutado en mar y donde Alicia se ve forzada a nadar
para no ahogarse, o a la realidad de una noche de otoño con su prodigio líquido
en la fuente de piedra del Arroyo del Toro o la que fluye en el pilar
anexionado a las Murallas, lóbregas en el horizonte. Aguas mágicas como indicio
o personificación de puertas, agujeros de gusano, pliegues espacio-temporales, etc.,
accesos a otras dimensiones superiores, a otros niveles vibracionales o de
vibración del ser, o altos umbrales de la consciencia humana. Aguas mágicas
como vehículo especular de un conocimiento superior. De ahí, pues, que éstas
sean asimiladas, aludidas, a espejos mágicos, otros instrumentos para acceder a
los lados ocultos del espacio-tiempo de nuestro universo multidimensional.
Cierto cosquilleo en mi estómago, vellos como escarpias en las latitudes de la
nuca, en la columna, confirmaban que pisaba terreno firme; o resbaladizo para
una mentalidad que no se deja sorprender con aquellos acontecimientos que la
superan y que solo pueden ser entendidos mutando su percepción. Con todo, con
la vista concentrada en el tridente o Pata de Oca del árbol frente a mí, no
quise darme la vuelta y, aunque sentía curiosidad, observar la fuente de San
Francisco y los chorros como estelas de plata y su letárgica ocurrencia. Y no
quería porque, a pesar de la excepcionalidad del mensaje, del instante, para
nada me veía en el papel de Polifemo al inclinarme sobre el océano, el hondo
espejo, en la mercurial fuente, en la noche pacífica y para sentirme privilegiado
y hermoso; ni mucho menos arriesgándome, apurando hasta lo indecible el
término, tal Narciso y enamorarme de mí mismo hasta morir ahogado. Aferrado a
un calco resolutivo de Cavafis, me llegó el día y pronuncié un Gran No al Gran
Sí. Tuve, no obstante, que volverme, maquinal, al oír detrás de mí unas cortantes
palabras que mandaban al garete mi medida o acaso era otro adjetivo al miedo:
-
¿No vas a meter las manos en el agua de la
fuente?
-
Hace frío, y no tengo yo físico ni
voluntad para saltar la valla de hierro, esquivar los arbustos, evitar
resbalarme en su mojado pretil y humedecer mis manos –atiné a responder, en el
mismo giro de mi cuerpo para afrontar a quien fuera-
-
De acuerdo que no vas a ser Polifemo ni,
por cuestiones obvias, Narciso… Pero seguro que te agradaría ser Alicia cuando
mete sus manos en el espejo y el azogue se deshace como el agua…
¿Cómo lo hizo? ¿Qué
estaba sucediendo? ¿Cómo aquel individuo conocía mis pensamientos, mis temores?
En lo tocante a Polifemo o Narciso (por cuestiones obvias no me era posible la
comparación con este último, había dicho el gilipollas) no tenía importancia,
ninguna, a lo mejor inconscientemente no presté atención a que hablaba en voz
alta cuando creía hacerlo conmigo mismo; pero sí que tenía su valor, y no podía
excusarse ni menos obviarse, su salto atrás con Alicia. ¿Qué relación guardaba él
con el cuento de Carroll que me perseguía como una letanía maldita por estos
lapsos de la noche? Abrí la boca para responder, no sabía con qué, pero el
mentón se descolgó abajo por la sorpresa que pesaba muchísimo más que cualquier
intento mío de serenidad. Y el personaje acentuó esta última interrogación:
-
O vas a contradecirme en que no fue osado permitir
que Alicia, ¡Dios mío, una niña!, atravesara el espejo… ¿Qué no fue real? De
hecho no tiene importancia si lo fue o no, ¿verdad?, no en vano el intrigante
Carroll, mi creador, quizás presionado por su conciencia o por la absoluta, al
final convirtiera todo en un sueño para alcanzar su redención… ¿Es esto un
sueño?
-
No lo sé… -balbuceé, en un enorme esfuerzo
por levantar la cabeza y afrontar al desconocido de voz susurrante, como
engendrada por uno de los chorros de agua de la fuente a su espalda, y, por otro
lado, con un acusado matiz de autoridad al final de sus frases que remataba con
una inflexión que crecía como el impulso de los mismos chorros.
-
¿Y qué importa si es un sueño o no? ¿eh?
–prosiguió- ¿Qué importa? Aquí lo sustancial es el símbolo, ¿o no?, y qué mejor
metáfora para trascender la cotidianidad, invertir el mundo, que el sueño como
un espejo.
-
Y para eso he venido –completó al no haber
respuesta por mi parte, solo el ralentizado movimiento de mi cabeza que
ascendía con la misma parsimonia que la caída de una de esas hojas a mis pies y
en los de aquel. Calzaba unos zapatos negros, acharolados y brillantes a los cantos
del suelo, los bajos de un pantalón también negro, acampanado con sinuosidad
sobre el calzado, de escrupulosa línea central en el tejido de algodón de un
traje caro- He llegado o siempre estaré aquí o dónde sea, no importa el tiempo
o mi paciencia, para que tu aceptes esto y cuanto has olvidado en los últimos
tiempos, de ahí tu melancolía.
-
¿Cuánto es para siempre? –dije o leí en
las páginas de una alegoría. Y como sabía la respuesta, la que llegó de manera
inmediata en él y a la que subrayé calladamente dibujando sus palabras en mis
labios.
-
A veces, solo un segundo –y con lo cual no
logré sustraerme, ni a lo absurdo, de mi pavorosa sospecha.
Duró más de un segundo de
los míos, de mi tiempo, minutos los que transcurrieron cuando mi mirada subió
por la pernera de su pantalón negro y caro, alertada por un destello argentino en
la hebilla del cinturón, por otros deslucidos reflejos en dos de los tres
botones abrochados de una chaqueta del mismo punto, del mismo color, antracita
mejor, y negra la camisa tal vez de seda y con los mismos plisados cromáticos
de la noche. Un hombre de negro de no ser por el chaquetón de piel, crema,
echado sobre sus enjutos hombros e indiferente al frío que exhalaba escarchas
invernales, del mismo tono que un sombrero de ala ancha que ensombrecía su
rostro, perfectamente rasurado e hidratado, demacrado en las angulosas mejillas
despejadas y de pequeña boca de regordetes labios purpúreos por el sereno, una
fina línea oscura remataba sus comisuras, en esos momentos neutra, o impasible,
a la espera, y porque si fuera cóncava, en su lado, sería de alegría y convexa,
en su lado, de irritación. Era un hombre alto, delgado, tranquilo.
-
“Sí yo hiciera mi mundo todo sería un
disparate. –dijo, inclinando un poco más la cabeza hacia mí, me superaba en más
de veinte centímetros de altura, por lo que todavía el ala del
sombrero oscureció más su perfil y, al no poder ver sus ojos, no lograba inferir,
ni intuir, qué impresión lo embozaba- Porque todo sería lo que no es. Y
entonces al revés, lo que es, no sería y lo que no podría ser si sería.
¿Entiendes?”
-
No, no entiendo… no lo entiendo.
En ese instante, tal vez
por lo onírico de la situación, aquel hombre me recordó a un personaje de mi
novela no publicada “A la sombra de la Aurora”, Luís Sícifer Bel; oscuro, con
aire irreal, de misterio antiguo, sigiloso, en su encuentro conmigo,
curiosamente, un día de otoño como el de hoy, un día donde “sobrecogía el
crepúsculo”, en la misma Alameda de San Francisco, y con una historia o desarrollo
de mi leyenda personal tras la búsqueda o en el camino hacia un objeto sagrado
de poder inconmensurable; y que ahora, por el contexto, ya no supe corroborar
si este sibilino encuentro de mi novela sucedió o no, si fue real o lo imaginé.
No, el hombre que tenía a centímetros frente a mí no era aquel otro que vivía
en unas páginas, de momento insólitas: por el gabán caqui en sus hombros, por
la edad, por lo recóndito, por su voz… y por el sombrero tan grande. No sabía
qué camino me propondría hasta que…
-
“Solo unos pocos encuentran el camino, -hasta
que se expresó con estas palabras que llenaban de hermetismo el hueco de mi
vacilación anterior- otros no lo reconocen cuando lo encuentran, otros ni si
quiera quieren encontrarlo”
-
“¡¡¡Y cuando acabes de hablar, por favor,
cállate!!!”
Me salió del alma. No
pude ni quise frenarme. La exclamación impetuosa, imperativa, que encerraba cuánto
miedo me inhibía tan adentro, con la necesidad de arrojarlo fuera, de
descargarme de su peso, de su dolor, con la urgencia del consuelo, de un
alivio, del vacío como uno de los paradigmas, para nada vanos, idénticos a la
grandeza de lo simple en expresiones como ojos que no ven, corazón que no
siente, y otros aforismos, otras buenas intenciones de sostener una emoción,
como el suspiro que pone sintonía a la nostalgia, como la risa a lo divertido,
el bostezo al tedio, o las lágrimas que hacen posible el prodigio o la
imposibilidad de la ubicuidad, capaces de manar al igual por dolor o bienestar,
por tristeza o felicidad, las que recorren como en un arco iris todo el
espectro emocional, éstas y otras emisiones orgánicas que tras lo dicho
quedarían en este momento desagradables. Él, sin embargo, ni se inmutó. Cuando
el ambiente, tras mi vehemente arrebato, recuperó su antigua sintonía: el
sonido del agua en la fuente, murmullos recónditos, música inenarrable por
irreproducible, algún lejano tuteo de lo cotidiano, unas voces aquí, una tos
allá, un motor gripado, un ladrido porque sí y un aleteo inesperado, pero todo
muy lejos, como los extravagantes ecos de otra dimensión si alguien o algo abre
momentáneamente una ventana, o una puerta, o el color de su corazón y es oído
por una mente superior sorprendida de su superficialidad, por su anécdota; solo
entonces, el hombre de impecable presencia, sonrió. La concavidad que adoptó la
línea en la que de manera abrupta se cerraban sus pequeños y abultados labios.
Me dio la sensación de que mis palabras no le pillaron desprevenido, como si
las esperara, como si fueran aquellas asiduas en él, reiteradas en sus usos o
en su vida, como si él se definiera en ellas o ellas sintetizaran una parte de
su naturaleza, de su esencia. Y en un movimiento de su sonrisa, o esa fue mi
impresión al torcer ligeramente la cabeza, me sorprendió un fugaz destello
carmesí en lo que supuse sus ojos velados por la sombra del sombrero. Este
escalofriante detalle suspendió la conjetura que comenzaba a sostener acerca de
la identificación del hombre. Y éste, que seguía teniendo la situación en sus
manos, el control, apretó un poco más la excepcionalidad del encuentro y con esta
mi miedo.
-
Venga, retomemos tu inconcluso análisis
del símbolo, de ese, -señaló el árbol, o a la Pata de Oca- y no te faltó razón,
con la Reina de Corazones amenazando con romper tu cordura –dijo, recuperando
la neutralidad en las líneas visibles de su cara-
-
¿Qué símbolo? –atiné a preguntar con la
mente puesta en otro lado, o más bien en la esperanza externa que viniera a
mitigar el ansia por mi recelo-
-
Venga, sabes perfectamente que el símbolo
es un instrumento idóneo… A ver, ¿Cómo decía Guénon? Sí… “el medio mejor
adaptado a la enseñanza de las verdades de orden superior, religiosas y
metafísicas, es decir, todo lo que el espíritu desdeña o rechaza” –silencio,
mío. Y él continuó con una puntada de decepción:
-
Vamos, mira el árbol, por favor… ¿Por qué
las ocas son consideradas un arquetipo de la Sabiduría Sagrada?... Si, si… las
ocas, gansos, ánsares, eran considerados guías sagrados, enviados para
aconsejar a los humanos. Un bello ejemplar palmípedo, el cisne, es paradigma
del esoterismo, metáfora de la espiritualidad tanto en occidente como oriente…
“Hamsa” es alusivo a la omnisciencia del dios Brama, el “Hamsa-Vâhana” o
“Vehículo del Cisne”… ¡Qué me gusta este juego de las correspondencias
simbólicas, como matices de un único conocimiento ancestral!... A ti supongo
que también, pero el susto te tiene más que atenazado… ¡Venga, libérate! –yo
temblaba- Pues sigo… Este vehículo del cisne no es otro que el camino del
iniciado hacia la luz, hacia su evolución trascendente, una vez decidido a
liberarse de sus ataduras... Como el Camino de Santiago al cual aludiste
anteriormente en tus reflexiones, una senda marcada por estas señales, una ruta
que conduce al mar, a Finisterre, el fin de la tierra, el fin de la
materialidad, al agua o al azogue de un espejo mágico… una ruta del…
-
Una ruta del conocimiento, para el
encuentro interior del iniciado, del buscador consciente, en su unión con el
universo –respondí como el alumno del primer pupitre que levanta la mano con
una lección muy bien aprendida, muy memorizada. Inconsciente, de acuerdo, pero
me encontraba más tranquilo, como si las palabras del enigmático hombre
tuviesen una propiedad letárgica y soporífera en mí-
-
¡Exacto!... ¡Y si lo sabes… por qué no lo
practicas!
-
No entiendo, no lo entiendo…
-
Esa runa conformada en el tronco del árbol
que tanto ha llamado tu atención, que tanto ha provocado tu desasosiego
interior… Esa Flor de Lis, Tridente de Poseidón o Pata de Oca, significa el
Conocimiento, el Conocimiento que hace trascender los tres planos… Observa las
ramas: una espiritual, la otra mental y la que queda material, para aunarlos en
un solo tronco, el Conocimiento primordial, idéntico a cuando trasciendes los
contrarios… Y si te insinué a que introdujeras las manos en el agua de la
fuente era para activar los códigos de ese Conocimiento, como tantas
iniciaciones, tantas tradiciones, solares y lunares, marcaron la mar como lugar
del Conocimiento.
-
¿Por qué?
-
“¡Curiorífico y curiorífico!” … Porque has
olvidado tu esencia mágica y es mi obligación recordártela, siempre.
-
No, no… esto no está sucediendo –sacudí de
un lado para otro mi cabeza, Cavafis insistía, los ojos atrincherados en la
seguridad, cerrados. De repente creí estar en la Fiesta del Té-
“-
Hasta ahora no he tomado nada - protestó Alicia en tono ofendido -, de modo que
no puedo tomar más.
-
Quieres decir que no puedes tomar menos - puntualizó el Sombrerero -. Es mucho
más fácil tomar más que nada.
-
Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca
-
Oh, eso no lo puedes evitar. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás
loca.
-
¿Cómo sabes que yo estoy loca?
-
Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí”
¿Acaso me he vuelto loco?
Y si me creía en la Fiesta del Té, en Wonderland y no en la Alameda del Barrio
San Francisco, además de ido, dentro de mi locura o en las recreaciones del
contexto según esta, el individuo oscuro de ancho sombrero era, precisamente, …
el Sombrerero, el personaje de Lewis Carroll, o uno de ellos que, junto a mí,
escenificábamos otra versión, dramática temía, del cuento de Alicia, o yo
tomaba su papel, el de la niña, en un espantoso travestismo literario o
imaginativo. No, no podía ser. Loco, de acuerdo. ¿Transitorio? Así que, como
hiciera al salir de mi casa cuando observé al camarero del bar de enfrente
mutarse en un conejo… ¡En la Liebre de Marzo!, cerré con fuerza, con dolor, los
ojos. Sin embargo, al abrirlos, salvo unas manchas movientes que festonearon mi
visión, el Sombrerero seguía estando allí, junto a mí, esbozando una sarcástica
sonrisa que parecía decir, “¿Tienes
alguna idea de porque un cuervo es como un escritorio?”, incrementando la
absurda pantomima en la que el destino me había atrapado y en torno a la
disposición de las ramas de un árbol que asemejaba el símbolo sagrado de la
Pata de Oca. Del mismo modo, mi ansiedad, tan acerba y descomedida, era un
reflejo de la sensación de que el tiempo no corría. La intranquilidad se hacía
más absoluta con su detención, con la del tiempo, que si de otro modo corriera
con vértigo o moderación y ante la causa o circunstancia que fuese. Y el
tiempo, en verdad, dejó de fluir. ¿Loco? Tal vez. Si entendía que aquel individuo
era el personaje de un relato fantástico, estaba sonado, bastante; aunque a lo
mejor él, a tenor de sus palabras, ¡las mismas frases del cuento!, también
estaba rematadamente chiflado. Y éste, tocándose con un ademán de donosura el
ala del sombrero, confirmó el presentimiento con palabras que no eran suyas o
acaso sí lo fueran y efectivamente se tratara del mismísimo sombrerero y no
alguien que, por el contrario, intentaba engañarme, enajenarme, o suplantar al
ficticio personaje literario para causar, ¿Cuál el motivo?, mi desesperación:
-
“Algunos dicen que para sobrevivirlo se
debe estar loco como un sombrerero. Por suerte yo soy” …. El sombrerero loco… o
Hatta, aunque con este nombre me conocerás en otra aventura subterránea. Es
decir, si tú quieres que yo sea un loco, pues lo seré, no tengo ningún
problema. Tengo todo el tiempo el mundo, tanto que este no tiene sentido para
mí, siempre son las seis de la tarde, ¿no?… Si al final consigo que entiendas
el mensaje, que vuelvas a aceptar tu dimensión mágica, entonces, merecerá la
pena ser lo que se te antoje. Un sombrerero loco, de acuerdo… Mira, ya lo soy.
Conocía que Lewis
Carroll, en ningún momento, dio a conocer al personaje de la Fiesta del Té como
el Sombrerero Loco, solo por El Sombrerero. Conocía por la época del relato,
siglo XIX, la frase “loco como un sombrerero”, y esta que procedía de un hecho
real: los sombrereros acababan con desordenes psíquicos provocados por el
mercurio que empleaban en el tratamiento de la felpa de los sombreros. La
intoxicación del mercurio provocaba locura. Asimismo estaba al tanto, y me
aterrorizaba, de la nueva conexión o ligazón esotérica entre el contexto
presente, real e imaginario, con el universo simbólico del que tomaba
legitimidad, o a modo de un fantástico báculo para iniciar el camino hacia mi
yo que vive en las emociones y del que toma de la locura una expresión de su
instintiva naturaleza. “¡Oh, locura infinita! -rezaba Bacon- ¿Quién lo
preguntó, quién nos obliga a querer hacer la misma cosa con la ayuda de
procedimientos raros y fantásticos?”. He aquí:
La locura y el mercurio,
bien, pero había mucho más. Mercurio, en efecto, es un planeta, y un elemento
de la Alquimia, y el dios griego Hermes. Mercurio representado con un signo de
mujer coronado por unos “cuernos” o las alas del dios anterior en su papel de
mensajero o una sonrisa cóncava o una media luna como esta en cuarto creciente;
o descrito de otra manera, un círculo con un crecente arriba y una cruz abajo.
Si el círculo representa el infinito, la totalidad, y la cruz la materia y la
vida, y el crecente simboliza el alma, entonces, Mercurio es la unificación del
cuerpo y el alma. No es esta una síntesis, un resultado final, margen al
desarrollo o la superación de los contrarios, de dos entes separados. Un
ejemplo es la conciencia infantil, y el instrumento de incentivarla, de
ayudarla, son los cuentos infantiles, las fábulas, fértiles en simbología, en los
que se dirime las oposiciones y las relaciones entre sujeto y objeto. La
historia de Lewis Carroll, tan maldita o bienaventurada para mí en este
insólito contexto de una noche de otoño cuando cumplía con mi deber doméstico
de tirar la basura, “Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas”, es
sintomático. Sigamos: este trascender a los opuestos está colegido en el
símbolo de Mercurio y en su simplificación en el Caduceo, las serpientes
enroscadas y sinuosas en torno a la rama del árbol de la vida, o del plano
material, para elevarse arriba, al cielo, con las alas, a lo divino. El cetro
de Hermes, el heraldo de los dioses, es un caduceo, el que fue intercambiado
por la primera lira con el dios Apolo. Un momento… la lira es otro de los
atributos de Mercurio, el símbolo de la unión armoniosa de las fuerzas
cósmicas, y símbolo más que de los farmacéuticos de los poetas, ¿verdad?, y es
que el arte hermético es un arte poético, de “poeio”, “Yo hago”. Más: la lira
es, como dijera… ¿quién?, “el altar simbólico que une el cielo y la tierra”,
concepto fundamental y al que en seguida retomaré como basa de esta
disquisición tan inesperada como necesaria. ¿Y cómo se consigue esta unión
cósmica?, pues con la lira hacemos música, la música es Palabra, “Al principio
fue el Verbo”. Siete cuerdas tiene la lira como siete eran los planetas, los
siete pasos de la Gran Obra alquímica, o la lira de doce cuerdas de Timoteo de
Mileto como los doce signos zodiacales o las doce operaciones de la Gran Obra.
Recojo otro aspecto: El elemento químico Mercurio, conocido también por azogue,
de símbolo (Hg) procede de hidrargirio, del griego hydrargyros, de hydros que
es agua y argyros, plata. Mercurio o azogue es agua y plata. Luego el Mercurio
es un espejo líquido. No es que el misterioso individuo, aceptémoslo de
Sombrerero por congraciarnos con Carroll, sea Hermes o Mercurio, ni escriba de
los dioses ni mensajero, no, sino la sugerencia o indicación, (Caduceo procede
de Caduceos, del griego Kerykeion, del verbo Kerykeio, que significa anunciar.
De ahí que los alquimistas asociaran el caduceo con la estrella de los Reyes
Magos. De ahí el gallo evangélico, animal que los galos consagraban a Mercurio)
de anunciar que sumergiera mi mano, mi voluntad, en el agua de la fuente, en el
agua o en el azogue de un espejo líquido, de un espejo mágico, de acercarme a
otra dimensión; y traía un mensaje para mí del Otro Lado a este Lado, entre el
Cielo y la Tierra, estableciendo su unión, como lo hacía el árbol con el
tridente de Poseidón, con la Pata de Oca al igual que el Caduceo, al igual que
la vara de Hermes, la vara de Moisés, el bordón del peregrino en el Camino de
Santiago, al igual que el báculo de San Francisco en la fuente de las aguas
mágicas o espejo al otro lado; tronco y bifurcación, tridente, tres ramas, dos
serpientes y vara, lo fijo y lo volátil, Hermes Trismegisto-Mercurio o el tres
veces grande, alusión a la Gran Obra alquímica al unir los principios
irreconciliables: la vara que disuelve lo fijo y fija lo volátil, uniéndolos.
Tres, como la Estrella, la conjunción de los triángulos del Agua y del Fuego, o
de la Tierra y el Cielo, o el “Arriba como Abajo” de Hermes Trismegisto, como el
Sello de Salomón o Estrella de David o la Estrella de los Reyes Magos,
recuerdo, que anunció y les condujo hasta el establo donde en un pesebre, de
piedra, nació el Mensajero, Cristo, el de la Buena Nueva, el reino de Dios en
la Tierra, el Hijo del Hombre; la estrella de seis puntas (el hombre exterior
creado el sexto día para la tradición cabalística y cuyas puntas deben ser “limadas”
o “pulidas”), el hexágono interior, símbolo de la abeja, en hebreo Dbrah, o
Dabar para la Kábala, la Palabra, la Palabra Abandonada o Perdida, el Verbum
Dimissum, aquel Verbo del cual el Evangelio de Juan afirma que se hizo carne y
habita entre los hombres; Palabra que también es Piedra, el Lapis
Philosophorum, la piedra del Caduceo o las tres columnas del árbol cabalístico,
las dos columnas Jakin y Boaz de la ermita Virgen de Gracia que ascienden hacia
el vano trilobulado, la Flor de Lis, columnas o serpientes, Rigor y
Misericordia, Cielo y Tierra, Macho y Hembra, los Midrashim, franc-masonería, y
la columna central, Justicia, es la vara del Caduceo, el báculo de San
Francisco en la fuente de las aguas mágicas o el espejo de Alicia, la Libertad
que, una vez trascendidos los opuestos, las dos serpientes, las dos sustancias
mercuriales de la Obra, la fija y volátil, cálida y seca una y fría y húmeda la
otra, cualidades contrarias armonizadas, separa y une (el alquímico solve et
coagula). Por último, Sombrerero, sé que el nacimiento de Mercurio tiene lugar
en una montaña, el horno o atanor alquímico, los metales, o en un pedestal hexagonal
de piedra como en el que se asienta San Francisco en la fuente, porque el
mercurio filosófico nace siempre en las alturas, aquellas a las que se dirige
el Tridente de Poseidón, la Pata de Oca, y tiene lugar introduciendo la mano en
las aguas primordiales, en el azogue mágico de su espejo lunar, al igual que
Mercurio fue lavado con el agua recogida en tres fuentes (de nuevo Tres) para
ser purgado y lavado tres veces en su propia agua: “Mira a esa mujer cómo lava
la ropa... –enseñó Maier- Imítala, su arte no te traicionará”. Aquel “Yo hago”
en la Montaña o Caverna, en el “pesebre” o pedestal, en una de estas aventuras
subterráneas ideadas por Carroll y sumergido yo en ellas, introduciendo la mano
en el agua que vela San Francisco con su caduceo, como el adepto cabalístico en
la sublimación del Cielo y la Tierra que solo allí, en la montaña, en la
caverna, en la Teofanía de la fuente de la Alameda del Barrio San Francisco,
donde su triángulo de Agua junto con el del Tridente o Pata de Oca señalan
arriba, al centro de la Montaña, al cielo, o a mi corazón.
“-
Tan mojada como al principio –dijo Alicia en tono melancólico- Esta historia es
muy seca, pero parece que a mí no me seca nada”
Todo concordaba, todo
tenía sentido, pero no entendía nada, consecuencias de estar loco o de sentirme
de tal manera, consecuencias de no querer entender, de no querer asumir el
anuncio, la llamada para la integración con mi Yo trascendente, mágico,
espiritual, metafísico o como aquel enigmático individuo quisiera denominarlo y
entregarme sin concesiones a él. Que fuera o no el Sombrerero de Lewis Carroll
me traía sin cuidado. Miento, estaba aterrorizado de que se tratara del
personaje de fábula y que yo accediera a su insinuación, asumido el valor y
poder del símbolo que me detuvo en esta noche, la Pata de Oca en el tronco del
árbol, a tocar el agua, el espejo, y penetrar en… Sacudí con agresividad la
cabeza de un lado a otro, con mayor violencia a la dulce brisa que despojaba de
hojas a los árboles, para a mi vez arrancarme las ideas, manías, sentimientos,
deseos o curiosidades al menos de entrar en ese lugar…
“Hay
un lugar. Como ningún lugar en la Tierra. ¡Lleno de maravillas, misterio y
peligro!”
-
Lo siento, señor… -dije, de nuevo con la
cabeza humillada en el suelo- se me ha hecho tarde y en casa me esperan mi
mujer e hijas para la cena.
-
“¡Con razón se te ha hecho tarde!¡Este
reloj tiene dos días de atraso!” –respondió, maldito, con otra nueva frase del
cuento de Carroll-
-
A usted le dará igual –repliqué con una
ridícula entonación de orgullo ultrajado, cansado de no poner fin a aquel
absurdo encuentro y contexto- porque siempre serán las seis de la tarde.
-
Me daría igual si a ti te diera igual
–insistió, incrementado la absurdidad, su afinidad con el protagonista de
Carroll, justificándose, para mí en un terrible dolor y miedo, desclavando una
de mis reflexiones anteriores para lanzármela a la cara como una bofetada seca
y fría, todo con un gorgoriteo bajo que atravesó siquiera más mi afectación y medida-
Aunque sean más las horas, como el hexágono, la estrella de seis puntas, ese
pedestal en la fuente de San Francisco, o tú mismo creado el sexto día de la
tradición cabalística, siempre limo y pulo sus seis puntas como únicas
referencias horarias, las seis de la tarde, u otra manera de aseverar que aquí
no existe el tiempo. ¿Y sabes por qué?
-
No soy Alicia –comencé a decir bajo la
expresión divertida, o me lo pareció por la curva de su boca, del oscuro interlocutor-
para explicarme que estás, junto a la Liebre de Marzo y a la que no veo,
atrapado en una fiesta eterna. Y todo por “lapidar el tiempo”, cuando cantaste
o hiciste el intento de cantar en un concierto para la Reina de Corazones. Y ésta
te condenó a muerte por ello: “¡Vaya
forma estúpida de matar el tiempo! ¡Qué le corten la cabeza!” Es cierto que
pudiste escapar al destino, pero no al del Tiempo, rabioso por tu intento de
“asesinato”, deteniéndose él mismo para siempre a las seis de la tarde en
castigo tuyo y de la Liebre de Marzo, a la que sigo sin ver y no sé si era el
albo animal que abrigaba la hija de Patro y a la que tampoco veo al igual que
su novio y presunto verdugo al servicio de la Reina de Corazones. ¡Basta ya!
¡Quiero irme!
-
No te vas porque no quieres –respondió,
rotundo. Y prosiguió en un hilo siquiera más suave y creíble- A lo otro… ¿Estás
o estamos en la Fiesta del Té del cuento de Lewis Carroll? ¿Dónde está la
Liebre de Marzo si estamos los dos solos? ¿Hay mesa, o hemos cambiado de lugar
en ella, aquí junto a esta farola de cuatro luces? ¿Y las tazas, y mi taza
limpia cuando todos deberíamos estar cambiando de posición, en un momento de
rotación como los planetas?...
-
Sin embargo me atosigas como si yo fuera
Alicia y tú El Sombrerero –interrumpí, azorado, molesto por la incongruencia e
incertidumbre del diálogo- con absurdas observaciones personales, con incómodos
acertijos o poesías sin sentido… ¿Por qué?
-
Solo tu interpretas el símbolo, la imagen,
para hacerlos más asumibles, más asequibles. Solo tu has querido ver la magia
de Carroll, Wonderland aquí en esta Alameda del Barrio San Francisco en una
noche gélida de otoño. Tú me has hecho ser El Sombrerero y no, por ejemplo, uno
de los Vengadores de la Marvel que me hubiese gustado más… Y si ya no comprender
el mensaje, abrir tu disposición. Para eso he venido o me has invocado en un inescrutable
vericueto de tu alma. Pero la historia con su mensaje se está haciendo tan
liosa, tan irritante incluso, que no concibo la manera de hacértelo entender y
ni dónde terminará este revoltijo de cuentos fantásticos o tu resistencia a
confiar… a confiar más que nada en ti…
-
Si no eres El Sombrerero –volví a
interrumpirlo, con una grosería que dejó de ser superficial para ambicionar,
como hizo con el mismo Tiempo de tratarse aquel un protagonista, destruirlo-
¿Quién eres tú?
-
“Me parece que es usted la que debería
decirme primero quien es” –respondió él, sea quien sea; o tal vez creí tratarse
de la oruga azul del cuento, sentada sobre una seta con los brazos cruzados,
fumando tranquilamente una larga pipa. Y así, cuando esperaba, o deseaba, que
yo y no ella recitara una estrofa de “He
envejecido, padre Guillermo…” para quitármelo o desenmascararlo
definitivamente, “Tres preguntas ya has
posado,/ y a ninguna más contestaré./ Si no te vas ahora mismo,/ ¡Vaya golpe
que te pegaré!”, se adelantó con otras letras y con una puntada sarcástica
que me enervó más:
-
“¡Dios mío! ¡Qué cosas tan extrañas pasan
hoy! Y ayer todo pasaba como de costumbre. Me pregunto si habré cambiado durante
la noche. Veamos: ¿Era la misma persona cuando me levante esta mañana? Me
parece que puedo recordar sentirme un poco diferente. Pero si no soy yo, la
siguiente pregunta es ¿quién soy en el mundo? ¡Ah, este es el gran enigma!”
-
¿Ves? ¡Una locura! –protesté con mayor
impertinencia, con la mayor vehemencia de un sufrimiento que no tenía fin y ya
que yo tampoco conseguía entender y, más que nada, confiar ni siquiera en mí,
por mucho poder que se me atribuyera para extender o zanjar el mensaje,
sufrimiento y disposición- Vuelves a responderme con frases de Alicia… ¡Cuánto
me gustaría no haber tenido que salir a la calle para tirar la bolsa de basura!
-
“No tiene utilidad volver a ayer, porque
entonces era una persona distinta”
-
“No tengo más remedio que irme a casa; el
frío de la noche no le sienta bien a mi garganta” –tanto disparate me hacía a
mí mismo responderle o responderme con frases de Alicia. ¡Por favor! Y rememoré
otra línea que, en esta circunstancia, seguía siendo sobrecogedora, venía como
anillo al dedo o, por su tragedia, como soga al cuello: -“¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos
personas!, pensó la pobre Alicia ¡Cuándo ya se me hace bastante difícil ser una
sola persona como Dios manda!”-
-
En cierta ocasión, mi compañera de
reparto, la Duquesa Roge, reflexionó sobre el alcance último de este enredo que
se repite infinitamente a las seis de la tarde hasta que quien es convocado
asuma su destino. Ella sintetizó en unas frases cuanto debió quedar para la
posteridad en la gran pizarra del testero del mostrador, pero yo no tenía tizas
y su marido, Bill la lagartija, se negaba a escribir con el dedo. Fin de la
historia porque no había historia sino personas y con ellas sus sueños –indicó
el hombre oscuro con un ligero gesto indicativo con la cabeza hacia “Ronda
Sweet”, la panadería y pastelería en calle Torrejones o Ruedo Alameda, para
luego continuar con un chasquido de su lengua en el paladar, como si
pretendiera acentuar lo que prosigue a continuación:- “- Enteramente de
acuerdo, y la moraleja de esto es: ´Sé lo que quieres parecer´, o si quieres
que lo diga de un modo más simple: ´Nunca imagines ser diferente de lo que a los
demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no
fueses lo que eres´”
-
Dudo que la Duquesa –contradije con un
esbozo de perplejidad en mis ojos que registraron, en balde, la escalinata de
la Alameda junto al parque infantil y donde había estado la hija de Patro o la
ahora erudita Duquesa- elucubre de esta manera…
-
Me refiero a Roge, la verdadera Duquesa
–respondió con socarronería- siempre y cuando que la pimienta y los posteriores
estornudos no la transformen en aquella a quien ya conoces y que mantiene
secuestrada a la Liebre de Marzo, y como antes hizo con el bebé antes que la
pimienta y luego los estornudos lo convirtieran en cerdito. ¿Y bien?
No respondí. O no
respondí en el momento. ¿Qué iba a decir? ¿Cómo contrariar a sentencia tan
absoluta? Soy quien soy, en síntesis, y para corroborar la respuesta que no
llegaba o que quise demorar para detenerme, precisamente, en la detención en la
que pareció caer el entorno, en una pausa sorprendente, inquietante. Repentinamente,
como Alicia en el País de las Maravillas, incluso en el mismo tenor que estas
letras, experimenté una sensación extraña, que me desconcertó y temí hasta que
comprendí lo que era: al igual que la niña Alicia cuando empezaba a crecer,
sentí crecía en mi interior, ocupando la insondable latitud entre el corazón y
el entrecejo, una emoción que reunía en sí distintas emociones,
nostalgia-desasosiego-frenesí-expansión, para fundirlas en una sutil conmoción
que a mí no me pertenecía o si me pertenecía era por mi propia certidumbre de
que yo no era yo sino aquello, el contexto y la circunstancia, la realidad y la
quimera, el mundo, el Universo. Y en esta euforia arbitraria y discontinua,
trascendente sin duda alguna, como Alicia de nuevo, al principio pensé que
debía levantarme, andar por el camino de la sensación, abandonar la Alameda,
pero lo pensé mejor y decidí quedarme donde estaba mientras no ya mi tamaño me
lo permitiera sino hasta qué punto de dilucidación y experimentación tuviese
con la aguda impresión que iba inundando todos mis entresijos. Evoqué otras
palabras, que guardé para mí, puestos los cinco sentidos en la insólita estampa
en que había mudado la noche.
“-
Así es –afirmó la Duquesa-, y la moraleja de esto es… “¡Oh, el amor, el amor.
El amor hace girar el mundo!”
Silencio, como una
imperceptible bruma que silenciaba la vida para hacerla memoria congelada, el
aliento de un mítico grifo que abría las puertas de la irrealidad, del juicio,
del sueño. Extraño silencio. Mudas las espitas del barboteo del agua hirviendo
en la fuente de San Francisco, serpentinas de plata coaguladas en el aire. Ni
el asustado ratón chapoteaba en sus aguas mercuriales. Ya cesaron las tiritonas
de las hojas en el suelo, los crujidos de su entereza bajo mis pies, el lecho
de liviandades sepultadas. Grotescas muecas de oscuros alaridos en las troncas
de los árboles más antiguos. Nadie, o solo excepciones testimoniales. Espejeaba
la noche en los cristales de las viviendas que cercaban la plaza, de paredes en
las que se detuvieron las sombras negras de los árboles más altos, más altivos,
encaladas en la opacidad del almagre derramado con avaricia por las farolas,
deslucido, oculto a empeños, como sugerían las estelas diamantinas en el mármol
de la alameda, en cuadrículas donde rielaban los guijarros de charol. Olía a
chimeneas encendidas, a húmedos verdores, a las agujas del frío que se clavaban
en mi piel para enrojecerla al igual que imprimía el calor en el estío, o en
los esfuerzos, o en las timideces de cuanto nos empequeñece porque nos hace
grandes en el Cosmos. Los poyetes que encuadran irregularmente la plaza,
sobresalían en relieves alucinados, asentamientos para que el asombro, la visión
portentosa, no derrumbara a almas transidas de trascendencia si aquellos
horizontes de piedra, Murallas y puertas de Almocábar y Carlos V, no estuvieran
apagadas hasta que una desquiciada ruindad las encendiera para hacer más
vistosas unas navidades incómodas y estridentes. El cielo oscuro, uniforme,
curvo, inmediato, como si se sostuviera por las copas de los árboles más
espigados. Los ojos secos por el gélido relente, lágrimas envueltas en la tenue
neblina.
Entretanto, el Sombrerero
se había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole
violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído… -Es día cuatro –dijo
por fin. - ¡Dos días de error! –se lamentó y, dirigiéndose amargamente no a la
Liebre de Marzo, que no estaba, que estaba con la hija de Patro, sino a mí,
añadió: - ¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a la
maquinaria!... - ¡Qué reloj más raro! –exclamé- ¡Señala el día del mes, y no
señala la hora que es! - ¿Y por qué habría de hacerlo? –rezongó el Sombrerero-
¿Señala tu reloj el año en que estamos?... - ¿Has encontrado la solución a la
adivinanza? –preguntó dirigiéndose de nuevo a Alicia o a mí. - No. Me doy por
vencido. ¿Cuál es la solución? –No tengo la menor idea… - Entonces, Sombrerero,
seguiré buscando…
No existía el tiempo, o
no transcurría. Dije que nadie, nadie era, salvo excepciones testimoniales. Y
en esto alguien entró en la sucursal bancaria de Unicaja, bañada por una
esterilizada fluorescencia que esquilmaba hasta la dignidad, ni los tonos rojos
y verdes que tenían que arrojar confianza, utópica protección, clareó a aquella
sombra negra que tecleaba en el cajero automático y que saldría de aquel remedo
de cueva de Alí-Babá más sombra y más negra y más desesperada. Otras sombras,
de los árboles, pintaban las fachadas con lúgubres especulaciones; entre ellas,
la imponente Pata de Oca o Tridente de Poseidón irradiaba en la cal más rota su
simbología sagrada. Al lado se oyó un cascote caer en la sostenida ruina del
antaño y afamado Bar El Sucio; a ver ahora que “choriceo” urbanístico se
sacaban de la manga, otro conejo blanco de la chistera política. Sopa boba.
¿Sopa? Teresa, o la Reina de Corazones, a la que vi en su acostumbrado
apresuramiento tomar la calle San Acacio, no juzgué que para continuar la
partida de croquet, o a lo mejor para ultimar los preparativos del juicio con
que finalizará esta historia y seguro mi rebrote de trascendencia mágica,
escalofríos, aludiría con efusiva energía que “hay otra sopa que parece de tortuga pero no es de auténtica tortuga. La
Falsa Tortuga sirve para hacer esta sopa”, para señalarme, sentada en el
escalón de su casa o palacio real, a la Falsa Tortuga, triste
y solitaria, que suspiraba como si se le partiera el corazón, de voz grave y
quejumbrosa, cansada del “puerta a puerta” o buzoneo de propaganda electoral de
su partido que concurría a las Elecciones Generales del cercano 20 de
Diciembre. Una mujer en bata, rosa y enguatada, salía del Supermercado o
Autoservicio de Juanlu, llevaba hora y media cerrado al público, con la
confianza que da pegar y que abra el susodicho el portalón de cochera negro,
entrecerrarlo, una ráfaga de luz blanca, abierto pero cerrado, despachar a la cliente
tal vez con el cuarto y mitad del jamón cocido para la cena y dedicarse él,
Juanlu, a retomar el inventario de la oferta y la demanda para la jornada de
mañana, a pergeñar en el reverso de un cartel publicitario la oferta de una
mercancía en una cifra más inescrutable que la del sombrero del Sombrerero
loco, y quien sabe si a encerrar en sacos de fieltro los conejillos de indias
en su contribución a nuestro cuento extraordinario.
Como una exhalación salté
con mi mirada de la calle San Acacio, el temor ante un visto y no visto, así de
enérgica era, de Teresa o la Reina de Corazones y su manía retórica de cortar
la cabeza a todo quisque que la importunara solo un poco, sin alivio ni
consuelo por si verdaderamente la sentencia se resolviera o conmutara; o por el
despliegue del último capítulo donde yo, en alter ego de Alicia, testificara en
el juicio por el robo de sus tartas o por no querer atender a la numinosa señal
del árbol con forma de “Pata de Oca”. Precipité mi búsqueda a la explanada
donde taciturna, lacerada, se alza la fachada masónica de la deshecha ermita de
la Virgen de Gracia, en su advocación contraria de desgracia; la Sabiduría, la
Fuerza y la Belleza… desperté casi con lágrimas ansiosas de rodar por mis
ateridas mejillas. La entrada a una caverna de la calle Saúco. No entré y seguí
por Ruedo Alameda, obvié otras señales de posición de dos farolillos cegadores
como la del aeropuerto desolado del bar enfrente de mi casa, una tienda de
pinturas, de las de brocha gorda, que también pueden ser artísticas, pero en
nada irradiarían el color y la luz de la antigua librería. Unos metros más allá
Manolín estaba de vacaciones, cerrado el Bar-Restaurante Almocábar, buen beber
y mejor yantar, las langostas danzaban sin la amenaza del quehacer en la
prestigiosa cocina. Maite, en cambio, edulcoraba los tiempos muertos del otoño
en el Barrio, más entre niños y jóvenes, más ociosos, como antes hiciera su
madre, Juaquina, en el mito perdido de su peculiar gravamen a las chucherías,
en el modo campechano y sufrible de un sensual truco o trato. Si me acercara
hacia la enrejada ventana del quiosco, vería en su interior a Maite departiendo
con el jardinero que se llamaba Cinco y que tenía la virtud de pintar rosas
blancas.
¡Asombroso! No sé si
pasaban coches por las calles, tan numerosos y molestos a todas las horas del
día; entonces no, de ahí lo pasmoso, no los vi, no los oí, solo Loli, la mujer
de Cañestro, con indulgencia plenaria por el guión de la propia fábula, para
seguir dando vueltas y vueltas y más vueltas a bordo del Ford rojo del que no
se sabía por qué extraño sortilegio se mantenía en funcionamiento y en la
exasperada y ambiciosa búsqueda del mejor aparcamiento, vueltas y vueltas a la
plaza como los cubiertos en la mesa grande del té. Farmacia cerrada, José
Javier había sufrido un accidente, ileso salvo la fractura del bigote y las
gafas en paradero desconocido, la moto estampada contra una caja de
ibuprofenos, dos erizos muertos y una simia con el esfínter anal reventado por
el caduceo del farmacéutico. Las Murallas, torreones semicilíndricos, jardines
al socaire de la sobria piedra, puerta hacia el cementerio, Almocábar, de
triple arco, tras el último un iconoclasta bar de tapas, tocaba descanso y
liturgia íntima y adicta; al lado, en esquina, el otro también, el
recientemente remodelado Bar Sánchez o El Puntillas, en su puerta fumaba un
enorme cachorro de perro, o fumaba su menguado dueño; puerta de Carlos V,
franca; aledaño o incrustado un generoso pilar que cuchicheaba en su eterno
chorro el santo y seña para enhebrar la esencia del Barrio San Francisco. Y
arriba, muy esquinada a la derecha, imponente, mayestática, ensombrecida hasta
que no llegara la Navidad y alguna Feria como la Real y fiestas de guardar
civiles y religiosas, la Iglesia del Espíritu Santo, otra reunión de símbolos
sagrados, manual de la ascesis trascendente. Al continuar con mi mirada en
derredor, tropecé con la cercanía primero de la fuente de San Francisco y luego
con mi misterioso “amigo” que esperaba paciente mi respuesta y entretanto tarareaba
una letrilla:
“Por
sobre el Universo vas volando, con una bandeja de teteras llevando. Brilla,
brilla…”
“¡No cantes!”, me decía,
instándole con gesto hosco que él no quiso ver. Deseaba que no cantara, que no
canturreara esa maldita tonadilla, o que entonara otra y no fuera esta canción
que él, El Sombrerero, interpretara en el concierto a la Reina de Corazones,
siendo condenado a muerte por “cargarse el tiempo”. No podía tentar a la suerte
una segunda vez, no conmigo junto a él. De ahí que le mirara con reproche y, de
seguido, sondeé en un giro vertiginoso de mi visión la calle San Acacio donde,
con alivio, Teresa no moldeaba a su antojo la aceleración del intervalo. Nueva
mirada de reproche al personaje impropio que siguió canturreando, más bien musitando
aquella letanía de “Por sobre el Universo
vas volando… Brilla, brilla…”. No me cabía duda alguna que lo hacía para
llamar mi atención, o para concentrarla en que, palpable, mi aliento o
sentimiento comenzaba a bogar bastante alto, volando en el Universo, en esa
unión que tenía que llegar entre lo de arriba con lo de abajo, mi naturaleza
cotidiana con la propia macerada en la magia, en el milagro. Y hacia esa
lejanía retomé la circunspección de mi arcana mirada, en la búsqueda de la
señal definitiva o de mi compromiso inequívoco por aunar los opuestos, el Gran
Sí de Cavafis sobrepuesto, esta vez, con consciencia, al Gran No.
Y en esto que me distrajo
la aparición de un lacayo de librea, alto, cuadrado, inclinado de hombros, o
era un concejal “popular” que apareció detrás de la fuente, con seguridad
proveniente de calle San Sebastián y dirigiéndose a uno de los bares tras
cruzar la travesía, atajando por la alameda, de cara redonda y saltones ojos de
rana, haciéndose reverencias a sí mismo e intercambiándose de una mano a otra
una carta donde había borrado el remite, todo los nombres, para subrayar el
suyo, a lo mejor una invitación de la Reina para jugar al croquet o para
desbrozar caminos antes abiertos. Pasó. Recuperé mi dignidad y la extraña
sensatez al otro lado del espejo, en esta noche de otoño. Detuve mi observación
allí donde el lacayo de librea desapareció y no supe si en el interior de la
Bodega San Francisco o en el Bar Benito. Reflexioné unos instantes en el
sacrificio del trabajo, en el dinero que no ayuda sino fortalece la obsesión,
no la realización, y las carencias del ayer. Reflexioné que la trascendencia,
la dimensión mágica en toda persona, no tiene precio, no la influye ni la
menoscaba el dinero, la posesión o el egoísmo, salvo la avaricia que la
desbarata. El bar de Paco el Farol o el Perdigón, la Bodega San Francisco, uno
de los establecimientos de restauración que factura más dinero allende el
término de Ronda, de la Comarca, de la Provincia… estaba, como siempre, y es
mérito de la dedicación y rigor de aquel, lleno. Con retozo divertido recorrí
la extensión de su pequeño imperio por toda la calle Amanecer, Bar-Cafetería, Restaurante,
Pub, almacén… en una colonización que no concluiría hasta que le quedaran
arrestos para mantener su obcecación y en un cómodo porvenir que nunca llegaría
por su desmedido acaparamiento, y en la que incluiría, tarde o temprano, una
OPA hostil contra el pausado Benito y su primigenio “Serranito”. La joya de la
corona, pues, estaba hasta la bandera; pero no de gente normal. A través de las
ventanas y en lo escaso que me permitía el vaho que chorreaba por los
cristales, observé el alboroto al que se entregaban loro, ratón, pato,
aguilucho, cangrejas, urraca, canario, erizos y flamencos, todos bebían en dedales
y comían confites hasta saciarse. Sonreí.
¡Un momento! ¡Quieto!
¡Espera! ¿Qué? A ver: más que creer, sentía, intuía captar mi yo llamémosle
fantástico, mágico, espiritual, iniciático… términos para todos los gustos, tan
resbaladizo aún, tan inasible, como si el ratón sumergido en las aguas proverbiales
de la Fuente San Francisco asomara su naricilla de largos bigotes y con sus
ojillos cristalinos me dijera “cógeme si puedes”, para después zambullirse y
emerger más acá o más allá resultaba aleatorio y sin trascendencia en su
significado último. Y era esto lo que ocupaba mi registro, no, mi búsqueda, no,
o sí, mi observación consciente del entorno para ver donde aparecía otra señal,
otro matiz, otra cualidad de mi Yo fantástico, mágico…, como ese momento en que
el ratoncito aflorara su cabeza del Otro Lado, para aprehenderlo, no soltarlo,
e integrarlo en mi naturaleza absoluta, completa. Difícil de conceptuar, de
entender, ¿verdad? De acuerdo que, por otro lado, no resolvía o no
complementaba mi Yo fantástico, mágico… en el otro pasaje inspirado o recreado
por un cuento de Carroll, aquel de donde emergía el ratoncillo para decirme
“¡Eh! Estoy aquí, cógeme si puedes”, bajo el agua, al otro lado del espejo, en
una de las ondulaciones del agua por el chapoteo del roedor, o en su azogue
líquido. Suspicaz el contexto cuando reparé una vez más en el reservado
individuo al que consideré, y que él mismo llegó casi a certificarme en
momentos puntuales de nuestra rara conversación, tratarse del Sombrerero,
omitiré la licencia de loco por ajustarme a cierta propiedad literaria. Me
chocó el hecho de que, aunque machacase mi intuición con su rotunda fiabilidad,
el escenario no se ajustaba para confirmar la afinidad indiscutible del sujeto
vestido de negro, vale que con chaquetón crema y, efectivamente, cubierto con
sombrero ancho de idéntico color, con el Sombrerero. De hecho, la situación de
ambos, de pie en la Alameda, a unos metros de la fuente y de la farola de
cuatro brazos, contradecía la estancia exterior de la casa del Conejo Blanco,
donde saliera en el capítulo pertinente de la historia de Carroll y en cambio no
aquí, tampoco el lirón dormido junto al Sombrerero y la Liebre de Marzo que
entonces ya conocía que secuestrada por la hija de Patro o la Duquesa en plan
Mr. Hyde tras unas rayas de pimienta y sonoros estornudos secundarios. Solo los
dos, él y yo, de pie, hablando, sin tomar el té bajo el árbol, ni el lirón
sirviendo de almohada, ni apretujados en un extremo de una mesa muy espaciosa.
¿Y a qué venía esto? Pues
porque veía al lirón en esos instantes, en la entrada del Bar o Bristo Casa
María, (tamaña errata en el cartel del establecimiento, ¿bristo?, ¡y esto qué
es! Será bistró, adaptación gráfica de la voz francesa bistrot, restaurante
francés) un lujo para comer y nirvana de vinos o ambrosías divinas. Lirón que
mantenía un combate de sumo con Elías, el propietario del establecimiento; con
taparrabos inclusivos e inclusive, orondos, desnudos, con mecánicos movimientos
de cálculo recíproco de fuerzas. El humano ganaba la pugna. Todo porque el
lirón, en su afán pedagógico con tres hermanitas que vivían en el fondo de un
pozo de melaza, Elsie, Lacie y Tilie, las enseñaba a dibujar todo lo que empezara
por la letra M, y como el sustantivo propio de la taberna o bar de tapa´s o
bistró o erróneo bristo era María, pintaron las nenas todas las paredes con
esquemáticos muñequitos y margaritas del campo. Elías, indignado, las puso a
reparar el desaguisado en las tareas propias de cocina, en horario completo. El
lirón, igualmente encrespado por lo que consideraba una explotación laboral en
toda regla de las menores, en su increpación al dueño, y como no podía
denunciar el caso por problemas anteriores con la justicia, entre ellos
quedarse dormido durante tareas de seguridad nacional, derribó con su larga extremidad
una botella de vino tinto de valor incalculable, un AurumRed Serie Oro de cepas
centenarias. Y ahí estaban ambos, Elías y lirón, enzarzados en una menesterosa
lucha de sumo, uno para resarcirse del daño por el vino derramado y el otro
para no terminar introducido dentro de la tetera.
Unos metros más allá, en
la esquina con Pasaje de las Franciscanas, mi ojeada se paró en otro
establecimiento, “Ronda Sweet”, sospechoso a aquellas horas que estuviera
abierto, dedicado a pastelería, panadería y cafetería y, en esta historia,
albergando a una cocinera sin cocina que no se dejó ver en ningún momento y
cuya presencia, impulsiva, quedaba advertida por el vuelo de una sartén que
lanzó a la propietaria de la empresa, la Duquesa Roge, la noble con la sonrisa
más luminosa, que si bien ésta mecía a un niño, a un bebé tan rollizo como un
cerdito, ¿o era al revés?, un cerdito tan rollizo como un bebé, luego confirmé,
en los escalones de acceso a la plaza, tratarse de la Liebre de Marzo. La otra
Duquesa, su alter ego más chabacano encarnado en la hija “choni” de Patro, de
novillos con su novio el verdugo, tan montaraz, para no ir a jugar al croquet
con la Reina, para que encarcelaran a la verdadera Duquesa y cuando se le
pasara la sobredosis de pimienta. Oí unos gritos de la enmascarada cocinera que
escaparon al exterior por la puerta abierta, junto con los efluvios dulces que
hacían la boca agua, como si se fugaran en la bicicleta que decoraba el
comercio: “…no tendré ni una pizca de
pimienta en mi cocina. La sopa está muy bien sin pimienta… A lo mejor es la
pimienta lo que pone a la gente de mal humor” Bill, la lagartija, con dura barba
de tres días, desarrollaba la fórmula de la relatividad en el panel encerado
que ocupaba buena parte del testero del mostrador; tanto y tan rápido escribía
que pronto se acabó la tiza blanca, consternado porque le daba dentera
continuar con el dedo mojado. El Valet de Corazones, algo así como un
camarlengo servicial a todos los poderes de la naturaleza que fueran, en la
mesilla de la entrada, junto a las escaleras de acceso a la planta de arriba,
tras apurar de un sorbo el Cola-Cao, el café lo ponía más nervioso de lo que
era, sustituía de un cojín de terciopelo carmesí la corona del Rey por los
primeros rizos de oro de la Reina de… Corazones. Vio que yo le observaba y me
indicó con un ademán de su mano, de rompe y rasga, que volviera mi atención en
el Sombrerero.
No lo hice, de momento,
alertado por un resplandor que se encendió en una de las ventanas altas del
Convento de las Franciscanas. Una sombra oscura, tan negra como si el hábito se
extendiera por la piel en una plaga de las bíblicas, o solo una esposa de Dios
de color, de color negro, leía de pie y de vez en vez pegaba su frente en los
esmerilados cristales. Imposible conocer el título de la lectura, imposible
calibrar su rabia o satisfacción, la liberación o mortificación por sus
páginas, en lo recóndito del hecho, leer en la noche, en una de las ventanas
más altas, a la luz trémula de una vela que magnificaba su fuliginosa figura en
dimensiones y mímicas espectrales, fantasmagóricas. Me hubiera gustado saber
qué leía, me hubiera gustado algo en la línea de “El Pájaro Espino” de McCullough
u otras pasiones contrariadas, entre lo mundano y lo elevado, o en un malévolo
deseo que rayaba el satanismo, algo a la altura o en consonancia con “Justine o
los infortunios de la virtud” del Marqués de Sade y en el paroxismo de la
rebelión; o sin orillar en una reprimida sensualidad despertada con la
oscuridad, en la voluptuosidad esclava, algún apócrifo, y maldito, como el “Apocalipsis
de Pablo” o el “Evangelio de María Magdalena”. El cabo de la vela se apagó.
Regresó el espejeo del opaco albor de los fanales a los cristales. Un rezo de
Completas: “Cuando la luz del sol es ya poniente”, Salmos, Dt 6, 4-7, Cántico
de Simeón, Lc 2 29-32, Antifona Final… Dogma. Decepción.
-
¿Has terminado? –me preguntó el supuesto
Sombrerero cuando, tras atravesar con mi vistazo calle Torrejones, abandonando
mi morbosa curiosidad en la morada de las religiosas Franciscanas, los
atractivos de la tentación en su altura máxima, para reiterar mi intención de
que mañana mismo Curro, de Mapfre, remirara con empeño el mejor seguro, y el
más módico, para la integridad de mi sombra o esa cola de ratón con la que
arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy triste, tan larga y sincera
como la calle San Francisco de Asís que exhibía su estela de plata con tornasoles
naranjas derramados por los fríos faroles-
-
¿Y esta impaciencia ahora? –respondí con
otra pregunta, ésta más comprometida, pero a la que el reservado personaje no
prestó atención; solo extrajo el reloj del bolsillo, de nuevo mirándolo
con ansiedad, propinándole violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al
oído. Insistí con otra carga de sólidos fundamentos, si en estas singulares
circunstancias fuese apropiado llamarlo así, ensartados en un tono taimado, con
seguridad resentido, claramente despectivo-: ¡Deja ya de mirar ese reloj que no
marca la hora y porque para ti siempre serán las seis de la tarde, por favor!
-
Tengo que irme –indicó, lacónico, raro en
él, con inquietos aspavientos hacia la izquierda de la plaza, o a mi derecha,
raro en él, incrementando su nerviosismo, raro en él, a medida que pasaban los
segundos, ¿corría el tiempo?, que lo acercaban o circunscribían, irremediable y
reiteradamente, a las seis de la tarde. La línea de su boca acogió una forma
convexa, inusitada hasta estos instantes o segundos o si era tan relativo el
tiempo como suponía, todavía más cárdena por el frío o por la tensión que no
lograba sostener-
-
¿Ya te has rendido? –presioné- ¿Te has
cansado de mi empecinamiento en no querer asumir mi destino?
-
“Por
sobre el Universo vas volando, con una bandeja de teteras llevando. Brilla,
brilla…” –recitó quedamente por respuesta, sin abandonar su
agitación en lo que sucedía, nada estaba sucediendo para mí, en un extremo de
la plaza- ¿Estás seguro?
-
¡Totalmente! –esta vez, empero a la
exclamación, me faltó convencimiento en las palabras. El efecto de mi recorrido
visual en derredor de la Alameda significó, por mucho que me empeñara en no
aceptar, otro discurrir consciente por mis adentros, por mis intrínsecos
recovecos
a los que tenía desde hacía bastante tiempo poco o nada hollados. Y como no
quería reconocer esta aserción, o esta reveladora impresión, a ese engreído
desconocido, por muy nervioso que a la sazón se mostrara, reincidí en lanzar de
nuevo el balón de lo inexplicable a su tejado- ¿Dónde vas?
-
Soy el primer testigo en el juicio…
-
¡Venga ya! –interrumpí, irritado, cansado
de tanta locura, de la inserción en un absurdo cuento infantil, de tanta
fagocitación subconsciente y en la me aterraba verme, definitivamente, como una
niña con faldas, mojigata, ingenua, y que respondía al nombre de Alicia- No te
olvides de comparecer con la taza de té en una mano y el pedazo de pan con
mantequilla en la otra –mi sarcasmo daba pena, hasta me lo parecía a mí- ¡Ya
está bien!... Al juicio de la Reina de Corazones por el robo de sus tartas…
-
No es el juicio a la Sota de Corazones,
acusado del robo de las tartas que preparó la Reina en un día de verano
–respondió el otro sin inmutarse, despreocupado de mi colérico e incrédulo
arranque-
-
¿Y de quién entonces?
-
Tuyo
-
¿Mío?
-
Por supuesto, qué creías…
-
¿Por qué?
-
Ya lo sabes, se juzga si has asumido o no el
símbolo de la “Pata de Oca” … El camino…
-
¿Qué temes?
-
No haber cumplido con mi encargo… No
quiero ser decapitado. Y tener que estar interminablemente volcado en ti hasta
que… ¡Estoy cansado de que siempre sean las seis de la tarde!
-
No, no entiendo… no lo entiendo –el pánico
aferraba mi pecho, mi garganta, mi aliento-
-
Tú lo has querido… Tú lo hiciste así.
-
¿Yo?
-
Por olvidar tu esencia mágica, la esencia
que te une al Universo,… por olvidarme…
-
¿Olvidarte?
El hombre desconocido, el
hombre misterioso, el hombre oscuro, el hombre que me recordó a Luís Sícifer,
un recóndito personaje de mi manuscrito “A la sombra de la Aurora”, el hombre
al que creía el Sombrerero de la imaginación de Lewis Carroll, en ese instante,
al quitarse el sombrero de ala ancha que ensombrecía hasta la nariz de su
semblante, dirimió no ser el Sombrerero y de serlo significaba que yo no era
yo, sino él. Porque yo era el enigmático individuo, o de otro modo éste tenía
mi misma cara. ¡Imposible! Como si me mirara en un espejo, como si me mirara,
apoyado en el pretil húmedo de la Fuente San Francisco, en sus aguas
mercuriales, en sus aguas mágicas, que devolvía mi misma imagen, aunque al otro
lado del azogue hermético. Un gemelo, cierto, de acuerdo con mis rasgos más
estilizados, más acusados, quizás más… evanescentes, más de otra realidad.
Sentí el frío de la noche, del miedo, concentrarse encima de mí y caer de golpe,
con violencia, para inundarme, para ahogarme, estremeciéndome con escalofríos
que recorrían mi cuerpo, de la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza. El
corazón se me salía del pecho, atronador, agresivo, resonante. No podía hablar,
ni emitir el más nimio gemido de sorpresa, de pánico, de irrealidad. Nada
importaba, solo el dolor. Mis ojos desorbitados, espantados, hipnotizados en
aquel rostro que era el mío. No soportaba su imagen, no soportaba verme a mí
mismo, no, no aguantaba la desolación que no terminaba por quebrar ese maldito
espejo en cien mil pedazos o licuarlo en sus aguas primordiales, las que en un
desaforado torrente arrastrara esta terrible ficción que me zahería de forma
muy real.
De ahí que, en defensa de
mi trasunto emocional, cada vez más tenue y quebradizo, arrojara mi cabeza y mi
despavorida mirada a un lado, a la derecha, hacia aquel confín de la Alameda
donde el Sombrero o yo mismo en un orden imaginado de las circunstancias, de la
fábula, convocaba su nerviosidad en los preparativos de un juicio que tenía que
condenar o absolver, la culpabilidad o inocencia, el compromiso u olvido, no ya
de la Sota de Corazones por sustraer las tartas de la Reina de Corazones, sino
a mí y a mi responsabilidad, la obligación de reconocer mi naturaleza mágica o
trascendente, aquella que, a través del símbolo sagrado de la Pata de Oca, en
su inesperada y sorprendente aparición en el tronco de un árbol de la Alameda
del Barrio San Francisco, activaba el código del conocimiento, el de mi ser
consciente, arriba, en el canal que unía las fuerzas cósmicas, las del cielo,
con las telúricas, las de la tierra, conmigo. Y todo en unos momentos, en un
punto álgido de desorientación de mi existencia, cuando la desolación, la
grisura, la falta de perspectivas, la tristeza, y la apenada nostalgia de quien
una vez fui y al que ya no retornaría, me arrastraba al más negro y profundo de
los agujeros, del pozo, del vacío negro, del abismo. A lo mejor, sentía,
deseaba, una vez instalado en esta inexorable devastación sin capacidad de
escalada, sin mecanismos de retroceso, solo mi Yo fantástico, mágico,
espiritual, iniciático… se erigía en tabla de salvación ante la perdición y
desesperanza de las que no era solo responsable, pero a las que me resignaba. “El
hombre es mortal por sus temores, e inmortal por sus deseos”, dijo en cierta
ocasión Pitágoras. Y sin embargo me encontraba (me encuentro) tan cansado, tan
desencantado, en ese punto precario en el que nada me importa, tirar la toalla,
irme donde fuera, lejos, lo más lejos hasta de mí mismo. Odiando este año, el
fin de uno de los ciclos, que tan retorcido se había mostrado conmigo y con los
míos, deseando corrieran sus días hasta que terminara con la última de sus
vomitivas campanadas, y también temiendo al nuevo año por cómo se presentara.
La señal. El símbolo. La Pata de Oca. O quizás el caduceo, el báculo, el
bastón, una nueva ilusión en la que sostener la existencia, un empuje de vivir
y no sobrevivir en las mordidas asechanzas de la perdición y la hostilidad. Y
ahora estaba él allí, aquel misterioso individuo, el Sombrerero loco, sí, loco,
al que, por ser yo, lo había echado tanto de menos. Una cosa extraordinaria,
probablemente.
-
No tengo miedo por el juicio –dije, pero
el otro, o yo mismo, ya se había ido-
Revolví mi mirada, por si
veía o me veía en mi papel de Sombrerero, en el espacio de Ruedo Alameda con la
derruida ermita de Virgen de Gracia de parapeto. Antes no, pero en ese momento,
paradójico porque no era consciente si rodaba o no el tiempo, observé un
trasiego intenso. El juicio sin duda, me dije. Y al contrario
de Alicia, yo no iba a asistir. No era necesario. Un jurado de animales ocupaba
el poyete y graderío de la Alameda, frente a los tronos del Rey y la Reina de
Corazones, elevados sobre dos de las pilastras del enrejado atrio del
abandonado colegio y templo. Teresa hablaba por el móvil y revelaba a unas cornejas
reporteras, de Radio Ronda y Coca, a otras de dedos aplastados, de las gacetas
“Ronda Semanal” y “La Voz de Ronda”, a Ignacio Garrido que lo grababa en Beta
para Charry TV desde el techo del carricoche de los churros, escáner en mano, Twitter
o Facebook, siempre radiografiando el espécimen más atractivo, junto con otro
simio que retransmitía el juicio como si jugara el C.D. Ronda contra el Arriate,
un derbi de infarto, revelaba la regente el ingrediente oculto de los confites
de Panadería Alba. En la gradilla de acceso al atrio estaba el mazo de naipes,
vigilante de los regios solios. A un lado, el Conejo Blanco que a la sazón
respondía por Blas y en su papel de heraldo de la Corte, leía un pliego
envejecido y enrollado pegado literalmente a sus gafas, un poema en el que
acusaba a la Sota de Corazones no de haber robado las tartas que la Reina, más
malhumorada y ceñuda durante la recitación, preparó “en un día de verano”, sino
de traición por su complicidad conmigo. ¡Yo no conocía de nada a la Sota de
Corazones! Cortando Ruedo Alameda por Calle Saúco y San Acacio, se congregaba
una multitud de animales espectadores. Un bullicio intenso de decepción, de
irritación, se levantaba entre ellos. Todo porque después de las tres llamadas
reglamentarias, no se presentó el primer testigo, El Sombrerero. Sí observé, en
cambio, al Lirón, derrotado por Elías, exhausto y magullado, junto a la Liebre
de Marzo, con el pelo revuelto y electrizado de tantas apretadas caricias de la
otra Duquesa “choni”, la hija de Patro, más cerdita que nunca iba sujeta de una
soga por la Duquesa Roge, temerosa, con la vista frenética de un lado a otro.
La incomparecencia del Sombrerero, normal, provocó aquel rumor que se expandía
como las longitudinales columnas del humo de las chimeneas, corridas por la
helada, la rabia del Rey de Corazones que continuaría intrigado por la etiqueta
del preclaro sombrero de ala ancha y de la que yo tampoco tenía constancia.
“¡Orden!, ¡Orden!” gritaba el Conejo Blanco.
El intenso rumor de los
asistentes se transformó de improviso en un concierto de gritos, de
interjecciones de dolor, acompañado de una dispersión de la muchedumbre
congregada en el tramo de Ruedo Alameda con San Acacio; unos se empujaban,
otros caían, otros corrían, a otros el pánico los paralizó como estatuas,
cuando el Ford Fiesta rojo de Loli, la mujer de Cañestro, en una de sus muchas
vueltas en la búsqueda de aparcamiento, irrumpió sin frenos en el espacio habilitado
para el juicio. Tras unos instantes de revuelo donde no se apercibía qué
pasaba, resonó un brusco frenazo, un crujido continuo de mecano derrumbado, y
una humareda blanca emergió del capó del coche, vigilado ya por unos soldados
con sus armas en ristre. El alboroto fue aminorando poco a poco, y aquellos que
sobrevivieron al accidente ocuparon sus puestos previos, atentos a lo próximo,
afilando sus instintos de venganza, en la reparación por la catástrofe. A un
aspaviento autoritario del Rey de Corazones respondieron dos soldados que
abrieron la puerta correspondiente al conductor del automóvil. Un clamor de
sorpresa emergió y acompañó a los guardias cuando franquearon la puerta y
escoltaron al conductor bajo los tronos de los monarcas. Las manos en la espalda,
atado, la cabeza agachada por imperativo oficial, un pantalón oscuro, una
camisa de cuadros, canosa cabellera. ¡No era Loli, la mujer de Cañestro!
¿Quién? “¡Qué le corten la cabeza!, vociferó la Reina de Corazones. Los
guardias dieron la vuelta por ambos hombros al reo, con la festiva algarabía
de los congregados, para conducirlo al cadalso habilitado dentro del atrio, en
la esquina a calle Saúco, donde esperaba el verdugo a rostro descubierto, el
novio de la Duquesa “choni”, sombrío, huraño, tácito, lo habitual en el chico,
con un hacha cuya hoja refulgía en la alborada de un cercano fanal y de tales
dimensiones que recrudecía mis dudas sobre si aquel esmirriado sayón pudiese siquiera
levantarla del suelo. Al dar la guardia la vuelta al condenado observé, primero
con estupor, tratarse de un hombre, o, más bien, de un hombre uncido a un
bigote, luego, sin disimular mi satisfacción, inusual en mis aciagos trasiegos
por este 2015, cuál su identidad. Si no fuera por estar obligado de ir al
peculiar tribunal de las Maravillas, no podía de otra forma, me hubiera gustado
sacar una foto con el móvil del momento en que el hacha cercenaba su cabeza y
rodaba por el suelo, para luego difundirla por guasap y entre los parroquianos
del Bar de Alonso o Alfonso. ¿Crueldad morbosa? El condenado a muerte a quien
el verdugo quitaba las gafas de concha, introducía un calcetín sudado en su
boca para que no rechistara, acomodaba la testa en la tronca de un olivo
centenario y con un simulacro de persignarse por la santa cruz que quedó
ridículo por lo lego, y que dirimió con brusquedad, era… “Digamos que me
ofrecieron una cerveza en pleno desfile procesional y alguien, ni orate ni
bromista ni con bonhomía y muy dechado de…, quiso inmortalizar toda su “gracia”
con la foto de marras y no su redención por esta y otras piedras al paso del
Cristo consecuente” Silencio. Cerré los ojos. Un golpe seco. ¡Zasca! Algo rodó
por el pavimento como una pelota de madera. Los vítores del gentío, o del
“animalío”. Hasta luego.
“¡Orden!, ¡Orden!”,
clamaba el Conejo Blanco. Bastonazos sobre el suelo de lajas grises y azuladas.
El rumor se fue extinguiendo como las olas que besan la playa tras ser
bofeteada por la borrasca, durando en un resuello expectante. Se reanudaba el juicio
tras el incidente y accidente automovilístico. Oí cómo el Conejo Blanco me
llamaba una, sin respuesta, dos, sin respuesta, y tres, sin definitiva
respuesta. “¡Que le corten la cabeza!”, ordenó la Reina de Corazones.
“¡Prendedle!”, remachó el Rey de Corazones. “Tonto el último”, advirtió el gato
de Cheshire que emergió como un resorte de la fuente de San Francisco,
agazapado a la caza de algún ratón que chapoteara en sus aguas mercuriales, en
sus aguas mágicas, vertiginoso hacia el balcón de Rafi, mi vecina. “¡Y Feliz
Navidad y próspero Año Nuevo por si no nos vemos!, me deseó en su apresurada
huida. “Eso espero”, respondí con afligido susurro. Gritos marciales invadieron
la Alameda, esta fantástica historia, en la carga de una tropa de soldados
blandiendo tréboles, de forma oblonga y plana, con las manos y los pies en las
esquinas. Miré el árbol, la curiosa disposición de su tronco y ramas en el
símbolo sagrado de la Pata de Oca, respiré con profundidad, sonreí, cerré los
ojos, y grité en el momento en que iba a ser prendido:
-
“¡No
sois todos más que una baraja de cartas!”
Los ojos cerrados.
Sosiego. Oía de la televisión el carrusel de preguntas y respuestas del “rosco”
de “Pasapalabra”, en Tele 5. En un primer momento sentí
embarazo por haberme quedado dormido en el regazo de mi hermano. El cojín, reposaba
sobre un mullido cojín en el sofá del salón de mi casa. Abrí los ojos ante el
cosquilleo en mi cara de una cuartilla en la que mi hija Ángela había escrito e
ilustrado su Carta para los Reyes Magos, sordos estarían este año, me
parecieron las caricias de las hojas de un árbol que caían sobre mí. No conté
el sueño a nadie, ni a mi hija Inés que con verla se me partía el alma. Mi
mujer me insistía, a la voz de “¡Paso ligero, ar!, a tirar la basura. Dos
bolsas. No podía con las dos, por su peso y por la dolencia de mi brazo
derecho. Salí a la calle con la bolsa negra inflada de basura y de la que
sobresalía una botella de plástico de agua, sin ninguna etiqueta con “Bébeme”,
sin tapón porque los guardábamos para la causa solidaria que fuese. Salí a la
calle con temor. Y allí estaba, el gatazo de Rafi en el frágil balcón volado
sobre el Bar El Pino. Saludé con titubeo, no era a consecuencia del frío, al
arrendatario de la cantina, al hermano de obsesión rubia. Agaché la cabeza y
respiré con alivio, no eran doradas las baldosas y al camarero no le habían
brotado orejas de conejo.
“Nada está perdido si se
tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo”,
me dije al llegar a la Alameda y detenerme ante el árbol donde ya no me
sorprendió encontrar, en la simetría de su tronco y ramas, la “Pata de Oca”. Solté
la bolsa de basura un momento. Cogí el móvil y efectué la fotografía que
ilustra este relato. De lo que luego sucedió, hablan sus páginas.
F.J. CALVENTE
POSDATA QUE TIENE QUE SER
IMPORTANTE:
Este relato que hoy os
entrego, nació o lo escribí de un tirón (así soy yo y no pienso cambiar) hace
unas semanas, en concreto un día de luna en cuarto creciente como creo haber apuntado
en alguna de estas páginas, el viernes 20 de noviembre para ser exactos, con la
generosa intención de ofrecéroslo, quizás su extensión y contenido necesitara
de un margen de atención mayor y relajada, para el puente de la Constitución y
la Inmaculada. Y no lo hice, o no lo he hecho hasta el día presente, por circunstancias
íntimas que han minado esta o cualquier otra predisposición de las que me hacen
sobrevivir o sostener mi equilibrio; un centímetro más, o un kilómetro, en esa
metáfora que hago en el relato con el ratón del cuento de Lewis Carroll y entre
su cola y mi vida en estos momentos, “Arrastro tras de mí una realidad muy
larga y muy triste” Un conflicto serio al que aludo de manera impensada en un
rincón de estas páginas, y el que decidió, no sé por qué, exigió que guardase
esta historia en el congelador para no avivar el pavoroso incendio en el que ya
me escaldo y con lo que más me importa del mundo. No sé si, durante su
redacción o por algún tabú del contenido hermético que insinúo en torno a la
Pata de Oca y otra simbología sagrada, haya accionado determinado resorte que amenace
con recrudecer este problema personal o familiar y asegurar el hecho, por esa
cobardía del “por si acaso”, de no divulgar este cuento. Dejo a los que sepan
ver y entender la explicación o consuelo. Sea como sea, he aquí, consideré hace
unos minutos que cualquiera que sea ese punto de inflexión, muy gafe por cierto,
ese tensor recóndito que no debería de haber hecho saltar, los recelos ante la
infausta particularidad o algún frívolo remedo de exorcizar con el silencio, o
el olvido, esta experiencia que narro, que en ello reside todo su poder y su
tenaza sobre mí, la resignación y el miedo que me impide no solo avanzar,
decidir, sino enterrar mi esencia. He decidido, entonces, rebelarme, saltar la
verja de hierro, meter las manos en las aguas mercuriales y publicar este
relato para los pocos o muchos que quieran leerlo. Tal vez como una
reivindicación, porque se lo debo, a ese otro individuo que me pertenece, que
soy yo, o ese Yo fantástico, mágico, espiritual, iniciático… que merece vivir y
declamar su ánimo.
Hoy, aparte de lo anterior
y delicado, al final de un otoño fraudulento que se cree primavera y reniega de
cualquier invierno, cuando las hojas de los árboles se hicieron de cartón y
cayeron con disimulo, cuando las Murallas están iluminadas hasta que pasen las
fiestas, el día de resaca de las Elecciones Generales donde todos han ganado y
ninguno reconoce su pérdida, ingobernabilidad o catarsis para el buen gobierno,
he recordado cómo este relato, perteneciente a una serie que he titulado, o lo
hizo previamente el propio Carroll, Aventuras Subterráneas, tuvo su precedente
hace casi un año, el 25 de Diciembre (¡Fun, fun, fun!), con Un cuento de
Navidad en otra abducción literaria en la propia Alameda de San Francisco de Ronda
y en aquella ocasión, pues, con Dickens. Por tanto, aprovechando la cercanía de
la celebración del Solsticio de invierno, me permito con esta narración, poner
bolas cromáticas, serpentinas, nieve artificial, algún muñequito alusivo y la
estrella-OVNI de Belén rematando el alarde, a la Pata de Oca o a este árbol de
la Alameda y felicitarles la Navidad y desearles un Próspero Año Nuevo. Gracias,
gente.
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Impresionante
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