Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 21 de febrero de 2015

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "Órdenes sagradas" de Benjamin Black

“Los muertos no revelaban sus secretos, ya que no tenían ninguno; no tenían nada, eran nada, solo un puñado de huesos y de sangre, ya fríos”


“Órdenes sagradas” o, no sé dónde lo leí pero me gustó, “Quirke, el retrato de un náufrago con Jameson”, de Benjamin Black o el alter ego de John Banville (ganador del último Premio Príncipe de Asturias de las Letras o del prestigioso Premio Franz Kafka, considerado por muchos como la antesala del Premio Nobel) Para mí, amante de la novela negra, ha sido un descubrimiento excepcional, y no porque haya significado un aire nuevo y fresco en el género, que también, sino una forma magistral de entenderlo, de escribirlo, de enorme calidad, por su detalle y ambientación, su sutil erotismo, de prosa curiosa y con la elegancia de un poeta atormentado vagando por las húmedas calles de Dublin frente a un misterio cautivador. Esta novela va más allá de un enigma policíaco, es un misterio psicológico; es decir, la trama no se centra exclusivamente en la resolución de un crimen, será por ello el papel muy secundario del inspector Hackett, sino que indaga en el interior de sus personajes, tanto en el del propio protagonista, el patólogo, como en su hija. Dentro de los pormenores de la investigación de asesinato, el autor traza a la perfección las sombras personales, el desmoronamiento o desintegración del equilibrio emocional e intelectivo de Quirke, como del contexto irlandés por donde fluye la narración, y ambos envueltos en el suspense más oscuro.

Un viaje al Dublín de los años cincuenta, una ciudad y una atmósfera que comparten protagonismo con el doctor forense, Quirke, tan aficionado a beber como a jugar a los detectives. En esta ocasión entra en escena una tercera figura principal, la de su hija Phoebe, e incluso una cuarta voz, de presencia breve, la del peculiar reportero Jimmy Minor, quizás reivindicado en la figura de su hermana Sally, y al que se nos presenta en la primera parte del libro, en la primera línea, flotando en las oscuras aguas de un canal, muerto. Un crimen del que ni Quirke ni su hija Phoebe pueden intuir hasta qué punto va a remover sus propias vidas. Este periodista investigaba un importante asunto en relación con los “tinkers”, vendedores ambulantes irlandeses, de vida itinerante, como los gitanos, que se desplazaban en carromatos y que incluso tenían su propia jerga idéntica al caló. Mientras Phoebe abre los ojos a una sensualidad desconocida, la investigación arrastra a Quirke de regreso al infierno de su infancia en el orfanato católico de Carricklea y a una iglesia pederasta. ¿Podrá descubrir qué callan los muros de Trinity Manor? Y si lo consigue, ¿será capaz de sobrevivir a la herida de los propios recuerdos y regresar a la superficie?

La segunda parte de la novela está condicionada por esta asfixiante religión dublinesa y su oscuro poder, el catolicismo irlandés impune a cualquier ley y moralidad, invulnerable a todo. Y esta tensión se traslada a su protagonista, en un contexto escalofriante, duro, fascinante, no por sus maneras de investigador en la línea de los clásicos o por unas cualidades admirables, deductivas, singulares,… no, sino todo lo contrario, por ser más un antihéroe que un héroe, un apéndice de esa sociedad en la que se mueve y vive, un individuo como la oscuridad del ambiente, los días grises y llorosos, que tiene algo dentro que no es bueno, que lo corroe, que lo está destruyendo y no le permite atisbar la luz en esa tristeza constante que es Dublín, o en las volutas de humo en antros y la niebla en escenarios que saturan su propio interior, o en la necesidad imperiosa de desvanecerse o cerrar los ojos en los hedores y los vapores destilados del whisky, preferible Jameson, o de cualquier otro tipo de alcohol, Brandy, vino… que constantemente bebe,
(si en las novelas suecas el café y las pastitas es obsesivo en las relaciones de sus tramas, como muy bien me indicaba mi amigo Luis Ramírez, aquí el alcohol fluye desde el principio hasta el final de sus páginas) alcohólico, amigo y padre que rompe todos los convencionalismos, dolorido, taciturno, melancólico… Y ahora sufriendo unas pavorosas alucinaciones de pronóstico desconocido, seguro que engendradas por traumas no cerrados de su aterradora infancia, que deja la puerta abierta para una nueva entrega, ya que el misterio de la muerte de Jimmy Minor queda aquí resuelto. “Hay ocasiones en que pienso que (Quirke) no llegó a crecer. Está obsesionado con el pasado; se quedó huérfano y una parte de él sigue siendo aquel huérfano. A veces tiene una expresión que reconozco al momento: cautelosa y desconcertada, como si dentro de él viviera un niño que observara el mundo a través de ojos adultos intentando comprender en vano”.

Antes de que se publique la nueva novela de Benjamin Black, que será con seguridad el próximo verano, me leeré las cinco historias predecesoras de la serie protagonizada por el patólogo Quirke. Merecen la pena. Y mucho.

“Tenía tantas cosas que decirle, pero se dio cuenta de que no existía forma de decírselas”

martes, 17 de febrero de 2015

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "Como la sombra que se va" de Antonio Muñoz Molina

“Leía libros para esconderme en ellos, para quedar absuelto de lo mediocre de la realidad y de mi disimulo y cobardía”

Sin paños calientes: comencé a leer esta novela de mi admirado Antonio Muñoz Molina (todavía paladeo su sensacional “El Jinete Polaco” y estremecido con la búsqueda de esos ojos sombríos de “Plenilunio”) sin que nada supiera de aspectos autobiográficos o del asesino de Martin Luther King; resultándome los primeros capítulos, no sé si por ello, unos textos deslavazados que leí de manera confusa y difícil. Y fue así hasta que descubrí por el mismo autor dónde obtener la pauta, el ritmo que hizo diáfana y atractiva mi lectura, delimitar las líneas temporales de su argumento y, lo más importante, embriagarme una vez más de la narración-ensayo de Muñoz Molina. “Quería que sonara como música, la misma música que me llevaba a mí y que estaba en el flujo y en la respiración de las palabras. Que fuera música la escritura y que la música sonara en ella como sonaba en las películas que durante tantos años me hechizaron” ¿Cómo fue? Sí, con música, con Jazz. Dejé el libro a un lado, como he dicho, al no encontrar hilo ni agrado con su lectura, y abrí YouTube donde puse una insinuación encontrada entre las páginas, John Coltrane, (http://youtu.be/saN1BwlxJxA), y me dejé llevar. “… una particular longitud de onda, como una música que uno oye de lejos y que intenta precisar escribiendo” Y tanto me dejé llevar que solo más tarde fui consciente de que llevaba un buen rato leyendo y disfrutando de la novela en la cadencia idónea de la melodía “El tiempo de balada de los primeros capítulos se aceleraba ahora hacia un vértigo entrecortado de bebop; hacia ese momento en que las manos de un músico se mueven muy rápido y parece imposible que haya algo de premeditación o de control en lo que hacen, cuando el músico echa hacia atrás la cabeza y entorna los ojos y sonríe como en el interior de un sueño
Esta novela transcurre en tres líneas temporales:
1968. James Earl Ray, asesino de Martin Luther King, huye a Lisboa donde pasará diez días, oculto, como una sombra, intentando desesperadamente conseguir un visado para Angola, antes de ser detenido en Londres. Obsesionado por este hombre fascinante y gracias a la reciente apertura de los archivos del FBI sobre el caso, Antonio Muñoz Molina reconstruye el crimen, huida y captura, pero sobre todo sus pasos por la ciudad lisboeta. “Como tú te ves a ti mismo, así te verán los otros. Te pisarán si tienes cara de recibir pisotones. Te perseguirán si pareces un fugitivo
1987. El autor, entonces promesa de la literatura, funcionario en Granada, realiza un viaje de unos pocos días también a la capital portuguesa en busca de inspiración para una futura novela, “El invierno en Lisboa”, que supondrá su consagración y a la que dedica los ratos libres que le permiten sus obligaciones laborales y la dedicación a su esposa y a sus dos hijos pequeños. Un viaje que en realidad es una huida desesperada ante la asfixia de una vida resignada de la que intenta escapar o quizás entender. “Debajo de una superficie tranquila mi vida era una yuxtaposición sin orden de vidas fragmentarias, un sinvivir de deseos frustrados, de piezas dispersas que no cuadraban. Una gran parte de lo que hacía me era ajeno. Lo que yo era por dentro y lo que me importaba de verdad permanecía oculto para la mayoría de las personas que trataban conmigo. Por pereza, por la pura inercia de las coacciones exteriores, llevaba años instalado en la conformidad y en el disgusto, en la sensación de habitar mundos transitorios y muy separados entre sí, ninguno de los cuales era del todo el mío
2014. En la actualidad. El autor visita de nuevo el lugar, junto a su actual pareja, la también escritora Elvira Lindo, para visitar a su hijo que entonces, 26 años atrás, tenía un mes, y recuerda el interés que sintió en el pasado para, en torno a la figura de Ray, recomponer o reivindicar una parte de su biografía. “Una novela se escribe para confesarse y para esconderse”.
Lisboa es el nexo de esta triple línea argumental, el paisaje central de una novela con otras muchas atmósferas, y a la que se añadiría, por su trascendencia, Granada y Memphis, asimismo muy logradas. “Voy escribiendo una novela al mismo tiempo que descubro una ciudad” El libro, tal como he mencionado un poco más arriba, cuenta cómo a finales de los años sesenta, James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, se escondió de la implacable búsqueda internacional en las calles de una Lisboa sórdida y cruda; a mediados de los ochenta, un joven Antonio Muñoz Molina visita también la ciudad, buscando inspiración para la novela que lo llevaría al reconocimiento literario; en el siglo XXI, ya un prestigioso novelista, vuelve a Lisboa, con el ánimo de buscar una historia que en definitiva también es la suya propia. Del mismo modo que dejé escrito cómo el desarrollo de estos tres tiempos creaba cierta confusión, ahora, en un análisis más sosegado y acabado de la historia, o de las historias, gracias al Jazz de trasfondo y guía, creo que este fugaz desorden sirvió al autor para apuntalar o regresar a otros asuntos en los que ya había profundizado, siempre con la honestidad que le caracteriza, anteriormente: en primer lugar, la rigurosa investigación y reconstrucción sobre el asesino de King, de acuerdo que a lo mejor se ha dejado llevar por la profusión, en capítulos largos y obsesivos en los que el lector no llega a sentirse muy a gusto por tal dispendio riguroso de detalles y sucedidos, pero que en sí constituyen una de las características meritorias del autor (sensacional el penúltimo capítulo en el que perfila a la perfección la tensión de Martin Luther King en su lucha por los derechos civiles, en esas pavorosas últimas horas antes de su muerte, y como si alcanzara la redención, esa precariedad afín a todos los mártires, del descanso anhelado) Decía antes de este inciso que el relato negro sobre el asesino me ha recordado a otra, y extraordinaria, novela del autor, “Plenilunio”, y no solo por el clima asfixiante y aquella quirúrgica descripción del mal que aúna al psicópata de ésta con el asesino del líder negro, sino por los contextos en los que el propio Muñoz Molina, en una casi misma secuencia de hechos por calles y plazas y sitios, transita, indaga y experimenta. Esto, unido a su franca y desnuda reflexión sobre el oficio de escribir, de querer y ser escritor, nos abre a su vida, su vida que cambia, se transforma, profundamente, con su llegada a Lisboa, para mí la parte o historia más atractiva del libro; y como lo hizo también Ray tras el disparo que mató a Luther King, o en uno de esos instantes de música y alcohol, o sin ellos, donde el autor encontraba puntos de ruptura, o el gusto por James Bond y las novelas negras del homicida, o ese encuentro resolutivo entre Muñoz Molina y el escritor Juan Carlos Onetti, o la aparición de su actual mujer Elvira Lindo… instantes conclusivos, como batallas que gana al tiempo… Todo, al fin y al cabo, en la revisión de una vida ajena, histórica por su acción, y de la suya propia en una ciudad que significó la catarsis o transformación de la existencia de uno y otro; no solo por la curiosidad, o la obligación, o la expiación, sino también por el amor y el desamor en el engranaje de la misma. Y ello acumulado en un poderoso ejercicio de transparencia narrativa, auto introspectivo, a caballo entre la crónica policíaca y el testimonio confesional, entre la tercera y la primera figura narrativa, salpicada de una segunda persona que se postra realzando a aquellas en sus diálogos y detalles, entre el relato sobre el asesino y el del propio del autor como personajes singulares, y no es un duelo narrativo, ni mucho menos, que se complementan a la perfección, como una de esas sombras que se van.
No voy a descubrir ahora a Antonio Muñoz Molina como uno de los escritores más sobresalientes de la literatura en español, pero sí que este su “Como la sombra que se va”, subraya su consideración insigne. “La poesía es no ir más allá y que en la historia respire y pese lo que no se cuenta” Me gusta mucho su capacidad de crear en esos espacios de oraciones tan extensas, tan difíciles de construir, y en los que el argumento no decae o se hace tedioso, no, sino que recalcan, precisan, e incentivan el interés, la reflexión y el detalle tanto en la descripción de ambientes como en los entresijos más recónditos de los personajes, e incluso de sí mismo; un enorme y prodigioso esfuerzo para que nosotros los lectores entendamos, comprendamos, y donde él mismo pueda entenderse. Magistral. “La literatura es querer habitar en la mente de otro, como un intruso en una casa cerrada, ver el mundo con sus ojos, desde el interior de esas ventanas en las que no parece que se asome nunca nadie. Es imposible pero uno no renuncia a esa fantasmagoría” Y es por este o en este esfuerzo por “habitar en la mente de otro” y arrastrar en él al lector, la genialidad de extender su enorme capacidad literaria a algo tan íntimo, y tan difícil, como su propia autobiografía. De ahí, el reconocimiento y admiración a la honestidad, sinceridad, desnudez, viveza, de este gran escritor.
Literatura en estado puro y verdadero. “En un lugar tan poderoso se vuelven simultáneas presencias muy separadas entre sí en el curso del tiempo” Original, apasionante y honesta, “Como la sombra que se va” aborda desde la madurez temas relevantes en la obra de Antonio Muñoz Molina: la dificultad de recrear fielmente el pasado, la fragilidad del instante, la construcción de la identidad, lo fortuito como motor de la realidad o la vulnerabilidad de los derechos humanos, que cobran aquí forma a través de una primera persona completamente libre que indaga de forma esencial en el proceso mismo de la escritura. Magnífica novela.
 
Escribía para apropiarme ilusoriamente de lo que no era capaz de procurar en mi vida

domingo, 15 de febrero de 2015

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (III)

AYER FUE SAN VALENTÍN


Ella y él. La terraza del bar Royal, en la acera lindante con el enrejado de la Alameda del Tajo. Ella mirando a la fachada de la iglesia de la Merced, aquella disposición de sobrias geometrías en la cal y en cenefas terrosas, él hacia la calle Virgen de la Paz, plácida y espaciosa, casi imperceptible su elevación hasta detenerse, en esa solución de continuidad necesaria para auxiliar a ánimos susceptibles y por ello dolientes, en la Plaza de España, acomodando la travesía por los límites escalofriantes del Puente Nuevo, para después elevarse desde el Convento Santo Domingo, detallando cada uno de los arcos de enfrente, hacia arriba, un poco más, dócil para embocar en la sinuosidad antigua de Armiñán. Letreros negros, de forja y pintura blanca, o blancos de textura más moderna, o de opacos coloridos y menos agraciados, más llamativos… Maestranza, Flores, Jerez, Óptica Baca… Edificios de corte modernista, de diferentes alzados, portales majestuosos, ventanales donairosos, sucesión de una arquitectura joven, diáfana, acogedora, luminosa, plena de recodos francos por los que asoman enigmas latentes, historias encantadoras y singulares matices épicos. Edificio de Correos, Coso Maestrante, Blas Infante.


 Ella y él, uno enfrente del otro, en la mesa de cromado tablero, la pátina que reflejaba o rectificaba el azul de un cielo agradable en una gris lámina afilada y gélida. Sentados en el exterior, no hacía frío, una tibieza impropia para las fechas. Dos cervezas en las que parecía solidificarse la voluntariosa espuma con sus perfiles níveos y voluptuosos, unos platillos blancos con frutos secos, unas aceitunas del color de las hojas de las palmeras estremecidas con no sé qué jadeos de primavera. Las manos no las tenían visibles sobre la mesa, ocultas en sus regazos, como si aún demoraran el ritual que tendría que amenizar el encuentro, la reunión de sus sonrisas circunstanciales en las naderías de una conversación que registraba lo mucho y lo poco de la parvedad de la jornada, de la insustancial semana en la que se habían visto poco, pero con los usos de una monotonía frugal, solícita. Miraban de vez en cuando al frente, ella hacia la iglesia la Merced, a la calle Jerez que huraña rumoreaba el tráfico constreñido entre sus alzadas apreturas inmobiliarias, y él hacia esa lejanía cercana y a la vez tan pródiga, la calle o lanzadera a la sublimidad del milagro; o hacia un lado los dos, a la vía, en el bar con sus celosías metálicas, en el tránsito de coches y personas en una apatía entumecida; evitaban indagar al otro lado, al paseo central de la Alameda del Tajo, esa nave principal de catedral bajo arcos ojivales de la enramada desteñida por el invierno, en el paseo de mármoles que espejean emociones y sosiegos hacia su precipitación abismal en la hoya del Tajo, que alegaba un evanescente horizonte añil y de expectativas inalcanzables. Cierta intuición, bastante incómoda por su hormigueo, forzaba en los dos, en ella y en él, muecas de sonrisas incoloras, gestos prediseñados, erráticas miradas que no se detenían ni en un parpadeo y porque temían la exigencia de resolución, de una decisión que a su vez instaba a los dos pero que cada uno no se decidía culminar o al menos afrontar. 


Y fue ella la que, tras un sorbo de la cerveza que barbeó los perfiles de su boca de muñeca para deshacerlos en el subrayado con la lengua rosa y palpitante recorriendo el contorno, cogió algo de debajo de la mesa y con nervio lo depositó sobre la mesa que arrancó la arista en el acero de un sol que se abrió paso en un vaivén de una de las palmas del árbol postergada a la voluntad de una brisa farolera. Él vio la pequeña cajita roja con un lazo dorado que columbraba cierta imagen o algún apunte del infinito. No se atrevió a mirarla, a ella, todavía no, no lo soportaría, tanto porque no pudo someter, o al menos disimular, la contracción de sus facciones por la omisión, adoloridas, o por el error de relajarse en la laxitud de lo simple, la vergüenza por el olvido de una cita que creyó aborrecida por la opinión consensuada de los dos y sobre la frivolidad de la fecha. Y aquella cajita roja significaba que el consenso se había roto, lo había roto ella, dejando en él un sentimiento de menoscabo e indignación y porque ambos eran posibles al no responder mínimamente al agasajo. De ahí que sin levantar su mirada de la mesa, la arrastro a la izquierda, a la acera de rugosas losas cobrizas, al asfalto de la calle que retenía un sucio acharolado por la humedad, y que parecía crepitar en la exhalación de algún que otro coche que transitaba con sus historias desconocidas. Luego no tuvo más remedio que levantar la atención ante la indicación de ella por si iba a abrir o no el presente de San Valentín. No vio en ella, en los universos esmeraldas y fractales de sus iris, reflejo alguno de su afectación, por momentos más turbia, más desesperada, con un rencor como el óxido que minaba aquellos barrotes de lanzas de la valla de la alameda y que carcomía la sinceridad, la humildad y, al sentir el rastro en ella de olas de conmoción y cariño en sus marítimas pupilas, ese amor que contenía todas las respuestas, hasta el reintegro para la cajita roja y que no quiso oír, atender, respondiendo con recelo para reafirmar, y afrontarla, con el viejo asenso de reprobar esta fecha de un consumismo sensiblero. Ella insistió en que abriera la caja. Por favor. Y él en que lo estaba pasando mal, lo había dejado en mal lugar y porque no tenía con qué responder a su regalo, dijo con acritud. Entonces ella, recalcando estas últimas palabras en la sordina imprevista que cayó sobre el entorno, pesada, tangible, gravosa, aquel no tengo con qué responderte, tan agresivo, sintió asimismo todo el peso de la monotonía que asfixiaba su relación. Y más que aquel peso que hasta él notó y padeció al  descubrir en ella la sombra que partió y oscureció su piel, no por la nube que eclipsó el reverbero de un voluntarioso sol ensayando primaveras, destiñendo su tornasol al igual que los melocotones en verano, a decidir, tomar cartas en el asunto, definitivas, y no dejar que todo muriera como la podredumbre de aquellas grandes hojas arrastradas por el viento en los alcorques de las palmeras. Él observó el viso velado que embozó su expresión, y sintió e infirió un rumbo inexorable en el vínculo de pareja que se fracturaba, y que ella hizo aventar por los aires, como el batir vertiginoso de alas de unas palomas en un zureo incrédulo, el embarazo por un regalo que no llegó para contraponer al otro y que aún no había abierto y que permanecía en la mesa. Ella mantuvo una atención ausente que no leía del trasiego de la calle, en la mujer mayor en la esquina de Mapfre, oronda, de cara redonda y afable, de luto, con alpargatas de cuadro, cargada con un carro desvencijado de la compra y esperando al autobús urbano, algún turista japonés que se hacía fotos, un reportaje, en la amplia escalinata de acceso a la iglesia de la Merced, o más cercano, a aquel hombre enjuto y taciturno, subrepticio, que la miraba desde una de las ventanas del Hotel Royal, los visillos entornados, un vago rastro de humo de un cigarro, y que tenía marcada la muerte en la palidez de su rostro. Un suspiro hondo, prolongado, condensó su pensamiento, su sentimiento, que no era abstracto o se escondía en aquella abstracción o deserción en el propio rodar del mundo, sino que declamaba lo que ya él traducía en los desmayados destellos de ojos que adoptaban el color del vidrio en los abismos de la mar en invierno, el mate del verdor de los naranjos que displicentes escoltaban desde la acera los desfiles en la calle, trémulos en su fragilidad aérea, caprichosa, estética. Y lo que él leyó, lo que supo de aquel suspiro o la propia materialización de la sombra en ella y en la que ya se arrepentía de perder todo lo que estaba en sus manos evitar, fue la decepción. Pero no una decepción sorda, o sumisa, sino aquella que tenía en el quebranto la decisión por rearmar los destrozos. Y él no encontró socorro en el camarero de plante hierático, rabino, calvo y con gafas, escéptico, restregándose las manos, solo pendiente por si necesitaban unas nuevas cervezas con tapas o sin ellas, ni en aquella mujer sentada en el banco de la propia reja de la alameda, unos metros más abajo, pensativa, esperando a alguien o esperándose a ella misma cuando fue quien quiso ser y ya no lo sería nunca, cabeza baja, pelirroja, tejiendo un croché imaginario con sus manos de espátulas, ni mucho menos su conciencia escapó calle abajo y a la búsqueda de disgregaciones en el Puente Nuevo, disueltas en la garganta del Tajo, porque solo allí alcanzaría la absolución si antes reconocía su nimiedad. Solo afrontar la decepción que ella vaciaba sin restricción hacia fuera, reiterada hacia aquel infinito que comenzaba más allá del paseo central de la Alameda, tomando ejemplo de la estatua de Pedro Romero que en su pose lapidaria afrontaba cualquier envite que pudiera llegar del insondable horizonte. Y la decepción que siendo sucinta, todas lo son, porque si se extienden en el tiempo y en el espacio se transforman en uno de sus extremos en resignaciones dolorosas y en remordidos rencores por los otros, respondía con su propio laconismo contenido en el efímero suspiro de ella y donde no hacía falta grandes proezas para agasajar sentimientos formidables. 


Ella no esperaba nada a cambio, acaso una sonrisa, un agradecimiento en el entornar de él de sus ojos por la emoción, un beso espontáneo y muy firme del sentimiento que atesoraba, una caricia en la cara, dulce, sentir la templanza y estrechez de sus manos…; solo eso, un gesto, una rúbrica que no por el día, este San Valentín del amor más mercantil, fuese agradable, amable, corresponsable con la usanza y en los hábitos contraídos en propios y extraños, un sentirse a gusto, dichosa, segura del efecto que los unía, un pequeño cumplido a cuanto los aunaba y así reivindicara que no era solo la monotonía de los días y de los usos rutinarios. Y ella, al unísono del tañido de un toque medianero de la campana en la iglesia de la Merced, una en el campanario octogonal, que pronto rebotó en otra del Socorro y más lejanas ya en otros estremecimientos en el aire, señaló con el corazón en la mano que hubiese bastado con una flor y unas palabras o un mirar característico adentro de sus ojos que le hiciera sentir cuánto él la quería. Solo eso. Él no dijo nada, cogió la caja roja de la mesa como pudo haber cogido el vaso y apurar la cerveza, o un altramuz de uno de los platos, o una de esas aceitunas que parecían recién caídas de una de las palmeras. Ella se puso en pie y se marchó, dejando un aire de ausencias que entonces nadie sospechó que no se pudiera colmar ni con los recuerdos. Dentro de la caja roja no había nada, o quizás mucho, solo unas letras escritas con bolígrafo rojo que decían “Te Quiero”.


Y ayer sábado, 14 de Febrero, San Valentín, en la misma mesa de la terraza exterior del bar Royal, en la calle, frente a una cerveza con la espuma como nieve o como densa niebla en cumbres inalcanzables o esa bruma que ribetea los contornos cismáticos del Tajo en madrugadas virginales, con el platillo blanco con las aceitunas partidas y una melancolía que tanto constreñía su pecho que no podía dejar de suspirar a cada momento, como en las pulsiones de su corazón que rodaban furiosas por la calle Virgen de la Paz y estremeciendo a su paso los frágiles naranjos de los márgenes para disolverse junto a los ecos luctuosos de las grajas en los escalofriantes escarpes cuyo embrujo sostenía el parapeto pavoroso del Puente Nuevo. Y en el tañido de la campana de la Merced y rebotada en el campanario del Socorro y en otro acompasado eco que se perdió en la lejanía, sacó sus manos de debajo de la mesa con una rosa que aún exudaba su frescor y la pasión carmesí de su esperanza en gotas de rocío o quizá yacieron en lágrimas pretéritas. Dejó la flor sobre la mesa, empujándola delicadamente al frente, hacia el lugar que no ocupaba nadie y en el telón de una silla vacía por cuyos cuarterones en el respaldo de metal entreveía toda la magnitud imponderable de la carrera. Ayer y como hizo en los dos años predecesores, en el mismo lugar, en la misma fecha, a la misma hora, con la misma rosa roja y la misma penitencia o la misma esperanza que todavía no se vestía con la resignación de los sucesos imposibles, en el mismo tañido de la campana del medio día, hoy con frío y con una rebullina de nubes convulsas e infladas en el cielo, que asperjaba sin convicción unas gotas de lluvia que dejaban contornos grises en el suelo, con un horizonte decolorado al final del paseo central de la Alameda y como si se atrincheraran empeños que incumplieron su máxima, la perseverancia y el esmero, el cuidado y el mimo, la dedicación, por un sentimiento o por el amor que los abarcaba a todos, esperaba y ofrendaba la rosa a quien cuando se marchó le descubrió el vacío que dejaba dentro. Él acarició la flor y luego extendió la mano sobre la mesa que le transfirió el frío del olvido, del abandono, pero donde sintió la calidez de unas manos añoradas y queridas donde cobijarse de las inseguridades de la vida, en las incertidumbres del mañana. Y su pensamiento, su imaginación más bella, modeló la imagen de ella sentada en la silla vacía, al igual que tres años atrás, el calado de sus ojos y la curva resuelta de su sonrisa, para decirle con otro suspiro, con un centelleo en sus ojos que tendría que adentrarse por los de ella para alcanzar su corazón, cuánto sentía quererla, quererla mucho. 


Cerró los ojos, por lo que no pudo ver como una mano se deslizaba por detrás de él y cogía la flor de la mesa. Sonrió, escuchó el beso.

F.J. CALVENTE