“En una esquina del espacio y del tiempo un escritor escribe un libro.
En otra muy distinta un lector lo lee y siente que ha sido escrito para que él,
y nadie más que él, lo lea. Entonces se conmueve por el regalo que le han hecho
la vida y la literatura y ese autor al que nunca conoció ni conocerá, se
conmueve tanto que casi siente inquietud, aunque enseguida entienda que esa
inquietud es en realidad signo de magia, una magia que podría ahuyentar
precisamente a las inquietudes”
Gracias, Fernando Marías, por tu
libro, “La isla del padre” (Seix Barral, 2015). Antes de fundamentar mi
gratitud, cuando la insoportable maldición de los días me lleva a renunciar a
algo que me gusta hacer y como es esto de escribir la reseña de los libros que
voy leyendo, tal vez, aunque su causa no quiero revelar, en el ingrato efecto
que entiendo o alcanzo a sintetizar, precisamente, con esta frase de Fernando Marías:
“Supongo que el cansancio biológico acaba
por imponerse sobre todas las vocaciones narrativas”, no puedo, no debo
evadirme en mis adversas circunstancias (todos tenemos nuestros problemas y,
mayores o menores, son solo nuestros) y renunciar a comunicar un deseo, un
sentimiento, muy hondo en mí, y que ha resucitado, o ha propiciado, este libro
de memorias. Mi padre murió hace veinte años, mucho tiempo, y, desde ese
momento, sentí y siento que, en sus últimas horas, no hice, o no le transmití,
todo lo mucho que tenía que decirle o lo que, por ese miedo mutuo al que
refiere el autor, esos retraídos escrúpulos de una vida o los ingenuos
prejuicios entre dos seres tan tímidos, concebí y jamás le participé, o incluso
no atendí a lo que él, en sus últimos instantes, deseó expresarme. Me estremecí
ya con las primeras líneas de “La isla del padre”, ¡claro que es un libro
estremecedor!, me dije y abrigué, deteniéndome, releyendo una y otra vez ciertos
párrafos, despacio, muy despacio, más que por su lectura y su tierna prosa, por
su emoción, por su impacto testimonial, y es que al igual que Fernando Marías
relata sobre su padre y, por supuesto, sobre sí mismo, yo no evité, ni pretendí,
el trasladarme a la isla del mío, de mi padre. Me encontré, tan a gusto, con
mis propios recuerdos, aquellos que, escribe Marías, “Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen”,
y en estos estaba la emoción del reencuentro con los de mi padre. Este libro,
por tanto, más en su primera parte, me ha conmovido, me ha hecho acordarme de
mi padre o de ese momento en el que quise decirle tanto, o todo. Ahora siento
que es posible, estoy a tiempo. Gracias por ello, Fernando Marías.
“… y que su afán por concentrar todos los mensajes de una vida en
aquella palabra que no fue capaz de pronunciar constituye su legado, el más
rico concebible, porque al ser ignoto se vuelve infinito, y me lleva a buscar y
buscar y buscar. Es decir, a vivir y vivir y vivir... Y, en consecuencia, a
escribir. Es aquella palabra que no se llegó a pronunciar la que genera este
libro. Aquella palabra es este libro. Lo genera y lo contiene, lo protege, lo
dicta. Y lo quiere, esa palabra quiere que este libro exista, esa palabra lo
ama. Y, a la vez, lo hurta de mí, lo esconde y me lo arrebata, porque una
palabra crucial no pronunciada contiene todos los libros que aún no han sido
escritos o la posibilidad de todos los libros que aún no han sido escritos. Y
es ahí, entre todos los libros inexistentes, infinitos, inalcanzables, donde
debo buscar los rastros de este para traerlo hasta la realidad. Tirar junto a
mi padre muerto del hilo invisible de una palabra jamás pronunciada: eso es
este libro”
Y dicho esto, tenía que hacerlo, en
“La isla del padre” (asimismo valía la denominación de “Miedo mutuo”),
galardonada con el premio Biblioteca Breve 2015 de la editorial Seix Barral, su
creador, Fernando Marías, en cierta forma se desnuda, él y en nosotros, con
tanta honestidad que le hace superar cualquier filtro o corrección tanto
literaria como personal, con valentía, con un desafío emotivo y muy humano. “Las condolencias son retórica vacua, y
atenderlas desenfoca nuestro verdadero sentimiento” Emociona su franqueza, aquella
desnudez decidida por desprenderse de todo cuanto pudiera limitar o atenazar la
honda expresión que exige ser vaciada, escrita, superando los vacíos, las
oscuridades interiores, “El
reconocimiento de las propias oscuridades es uno de los mayores actos heroicos
que puede realizar el ser humano, la máxima proeza moral del aventurero moderno”,
para reafirmarse en que “los libros no
deben osar dar consejos de vida, aunque sí mostrar puertas entornadas tras las
que aguardan preguntas”
“Cuando era pequeño, su padre recorría los mares del mundo durante
largos meses. Un día apareció en la puerta de la casa de Bilbao. El niño no lo
conocía. «¿Quién es ese hombre?», preguntó. A mitad de camino entre la memoria
y la fantasía, este libro surge a la muerte de Leonardo Marías, cuando su hijo
Fernando se deja llevar por la escritura como alternativa al duelo y se adentra
sin miedo en cada rincón de sí mismo y de su relación con el inalcanzable
personaje que es el padre marino a los ojos del niño, del adolescente, del
joven que fue y del hombre que es hoy. Padre e hijo embarcan rumbo al paisaje
de la infancia y sus carencias, a la temprana fascinación por la literatura y
el cine; un itinerario poblado por piratas y maleantes, por miedos y leyendas,
por la presencia de un héroe misterioso que se convierte en referencia vital. En
la libertad con que va desgranando ese viaje, Fernando Marías encuentra el
punto de equilibrio entre la nostalgia y la realización, entre el miedo y la
certidumbre. Un homenaje a la literatura y el cine en el que despliega
numerosas formas de narrar”
Esto reseña la sinopsis editorial
de un libro construido de historias cortas, sobre recuerdos. Leonardo Marías,
el padre del autor al que vemos en la portada cogiéndole de la mano, falleció a
finales de 2013, entonces, como si comenzara a asimilar la necesidad de su
particular duelo a través de lo que sabe hacer tan bien, escribir, Fernando
Marías fue recopilando las carpetas de sus recuerdos, con su padre. Desde
aquella inocente y dura y recelosa pregunta, “¿Quién es ese hombre?”, la pregunta que hizo un niño desconcertado
que no conocía a su padre a la vuelta de un viaje, una de las prolongadas
ausencias del padre marinero, a la evasiva y frustrante actitud en la
adolescencia, dará paso a la paulatina desaparición de lo que aquel niño ahora
adulto denomina en su libro o memorias el Miedo Mutuo. La distancia marcada por
ese Miedo que se va acortando a medida que padre e hijo estrechan su relación, su
sentimiento, hasta que cualquier Miedo resulta inasible, cualquier recriminación
o culpa o prejuicio; de acuerdo que conjugada en expresiones, en silencios
cómodos, en miradas hacia sí mismos o hacia el paisaje que contemplaban en sus
excursiones al mítico o icónico monte Pagasagarri; regresa el pasado para que
ese niño, ya adulto, repita la pregunta para interrogarse ahora por sí mismo en
un ejercicio de redención lúcido, sosegado, introspectivo; recorriendo, además,
toda su trayectoria personal, su evolución, sus propios autorretratos a través
de la metáfora de sus viajes en el tren Bilbao-Madrid:
“Siempre que me encuentro a bordo del Bilbao-Madrid y siempre que me encuentro a bordo del Madrid-Bilbao siento que se trata del mismo viaje, ida o vuelta, qué más da, entre las dos ciudades de mi vida. Estoy en el tren de 2013 regresando a Madrid tras el funeral de mi padre y rememoro el primer tren de 1975; estoy en el primer tren de 1975 y, estremecido de emoción, miro por la ventanilla mientras enumero mentalmente las películas que haré en mi hermoso futuro; estoy en el tren de 1984 y me siento muy solo y tengo mucho miedo aunque me niego a admitirlo y trato de dispersarlo con ensoñaciones de venideras vivencias grandiosas que lo compensarán todo; estoy en el tren de 2001 y acaban de darme el Premio Nadal y con júbilo de niño inconsciente pienso que he vencido al mundo; estoy en el tren de 1998 y me aplasta el desenamoramiento de la mujer de la que me enamoré dieciocho años atrás; estoy en el tren de 1980 y me acabo de enamorar de una mujer a la cual creo que amaré siempre; estoy en el tren de 1976 y leo de un tirón 'Cien años de soledad' y me parece que es el mejor libro que he leído nunca; estoy en el tren de 1991 y evoco el día muchos años antes en que leí de un tirón 'Cien años de soledad' y me pareció el mejor libro que había leído nunca y al comenzar a releerlo en homenaje a aquel día lo abandono al poco porque me resulta artificioso y ajeno a mí y no quiero destruir el recuerdo de la tarde remota en que mi tren me llevó a conocer a García Márquez; estoy en el tren de 1989 y me digo que he fracasado salvajemente; estoy en el tren de 2013 y mi padre acaba de morir; estoy en el tren de 1977 y voy al encuentro de mi padre, que desde alguna capital extranjera que no recuerdo aterrizará en unas horas en Madrid camino de casa para recuperarse del accidente que en mitad de una tormenta casi lo arroja al mar y lo mata treinta y seis años antes de su muerte verdadera. Estoy en el tren que es todos esos trenes y decido que en este libro el tren será terreno neutral en la guerra del Tiempo, un frágil alambre de funambulista en forma de vía férrea. Todo será presente, todo ocurrirá justo ahora aunque, ahora, justo ahora, todo sea memoria, inasible como ese paisaje que corre al otro lado de la ventanilla.
“Siempre que me encuentro a bordo del Bilbao-Madrid y siempre que me encuentro a bordo del Madrid-Bilbao siento que se trata del mismo viaje, ida o vuelta, qué más da, entre las dos ciudades de mi vida. Estoy en el tren de 2013 regresando a Madrid tras el funeral de mi padre y rememoro el primer tren de 1975; estoy en el primer tren de 1975 y, estremecido de emoción, miro por la ventanilla mientras enumero mentalmente las películas que haré en mi hermoso futuro; estoy en el tren de 1984 y me siento muy solo y tengo mucho miedo aunque me niego a admitirlo y trato de dispersarlo con ensoñaciones de venideras vivencias grandiosas que lo compensarán todo; estoy en el tren de 2001 y acaban de darme el Premio Nadal y con júbilo de niño inconsciente pienso que he vencido al mundo; estoy en el tren de 1998 y me aplasta el desenamoramiento de la mujer de la que me enamoré dieciocho años atrás; estoy en el tren de 1980 y me acabo de enamorar de una mujer a la cual creo que amaré siempre; estoy en el tren de 1976 y leo de un tirón 'Cien años de soledad' y me parece que es el mejor libro que he leído nunca; estoy en el tren de 1991 y evoco el día muchos años antes en que leí de un tirón 'Cien años de soledad' y me pareció el mejor libro que había leído nunca y al comenzar a releerlo en homenaje a aquel día lo abandono al poco porque me resulta artificioso y ajeno a mí y no quiero destruir el recuerdo de la tarde remota en que mi tren me llevó a conocer a García Márquez; estoy en el tren de 1989 y me digo que he fracasado salvajemente; estoy en el tren de 2013 y mi padre acaba de morir; estoy en el tren de 1977 y voy al encuentro de mi padre, que desde alguna capital extranjera que no recuerdo aterrizará en unas horas en Madrid camino de casa para recuperarse del accidente que en mitad de una tormenta casi lo arroja al mar y lo mata treinta y seis años antes de su muerte verdadera. Estoy en el tren que es todos esos trenes y decido que en este libro el tren será terreno neutral en la guerra del Tiempo, un frágil alambre de funambulista en forma de vía férrea. Todo será presente, todo ocurrirá justo ahora aunque, ahora, justo ahora, todo sea memoria, inasible como ese paisaje que corre al otro lado de la ventanilla.
Todo soy yo, al fin y al cabo.
Estoy en el tren de 1975. Avanzo hacia mi destino”
“Mi lucidez no tuvo misericordia al describir la realidad: había
derrochado cruciales años de mi vida, más de quince, y todos de la juventud,
entre desórdenes, orgullos mal entendidos, proyectos con el objetivo equivocado
y ridículas celebraciones de mí mismo, un niño engreído, aunque bueno e
inocente, que seguía confiando con tesón irresponsable en que alguna forma de
gloria vendría por sí sola mientras yo, secretamente persuadido de la
infalibilidad de ese destino, vagueaba instalado en un fracaso crónico moteado
de ocasionales éxitos muy pequeños, irrelevantes espejismos cuya única función
era dar oxígeno a mi gran mentira. Eludía medirme en serio con la realidad, y
por el terror a reconocer el fracaso propiciaba el delirio”
Pero “La isla del padre” es mucho
más que un recuerdo o un homenaje o un tierno “ajuste de cuentas” de un padre
fallecido y de la biografía del autor. Asimismo es un vasto muestrario,
entretenido y no presuntuoso ni retórico, de las fascinaciones del escritor, tejidas
a la línea de los recuerdos de su padre como marino mercante para resaltar su
precoz experiencia lectora y cinematográfica, (Melville, Conrad, los protagonistas
de El Yang- Tsé en llamas, Edgar Allan Poe, Hitchcock o Corto Maltés…), el niño
fascinado de que en “cada puerto, cada
travesía podría contener una novela”; es decir, el padre, un responsable
marino, en la fantasía cinematográfica del hijo, se transformaba en un espía o
en cualquier otro mítico personaje y en o con sus cien mil y una batallas en
mar o tierra, susceptibles de filmar cien mil y una películas, sorprendentemente
recalcado en los contextos de las edades del escritor (guerra civil,
postguerra, la casa familiar de Bilbao en la que concluye la novela, una
exigencia, la llegada a Madrid en los años sesenta, el icono del monte
Pagasagarri, la inicial de un misterioso y fascinante personaje, “H”, unos
Temblores, el barco Aurora, el “Historial” o sucinto cuaderno de bitácora del
padre…) Escenarios en los que consigue forjar un estrecho vínculo entre el
pasado y el presente, un cierre definitivo de su historia, una intimidad que
quizás tenga su metáfora o símbolo en esa casa familiar de Bilbao donde vivió
su infancia y a la que acude, solo, después de la muerte de su padre, para
poner la despedida. “Si el pasado y el
presente librasen una guerra figurada, este tren de mi vida sería territorio
neutral, la embajada sin bandera donde un fugitivo que huyese del Gran Reloj
podría hallar refugio: quiero ver serenos jardines en esta acogedora sede
diplomática, árboles con armónico piar de pájaros en las ramas mecidas por una
brisa imaginaria mientras, al otro lado de los muros, aguardan ávidos y armados
hasta los dientes los implacables instantes carnívoros”
“La isla de mi padre”, narrativa
de un duelo que rezuma felicidad, escribir de la muerte y trascender en un
emotivo ejercicio de vida. “Me pregunto
aún qué sería ese brillo, qué lo provocaba: la muerte venciendo o la vida
muriendo” Un libro que recordaré y que me ha hecho recordar a mi padre y a
nuestra “cuenta” pendiente. Gracias Fernando Marías.
“Cuando alguien me pregunta qué debe hacer para escribir su primera
novela le digo que piense en el color del libro”
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