Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 29 de febrero de 2016

29 de febrero



No existo. No existes. Hoy tal vez sí existimos, pero dentro de un año no. Dentro de un año este día, con todo cuanto contiene y nos contiene, no existirá. Oficialmente un día inexistente, mañana, aunque tras otro año y otro y otro, reclamará su excepcionalidad y oportunidad. Un agujero negro en el calendario, la esquina en el almanaque con sus perspectivas bisiestas. Y yo, víctima de la insólita cronología, de algún barrunto psicótico, me dejaba llevar, al abrir los ojos del sueño y observar tras la ventana el festivo azul del cielo, las pintorescas nubes como dianas en una caseta de feria, el parlamento vehemente de los pájaros, por la desazón de este añadido puntual a febrero.

Sensación que zumbaba impertinente en mi inconsciente, en mi cabeza, o en una parte irracional de ella, durante el desayuno, las tareas domésticas, mis hijas, voz en cuello de mi mujer, las letras de un libro, imágenes vistas sin verlas en el televisor, paseo en coche por Ronda, la tibieza del sol, la brisa gélida, confianzas desasosegantes, gente y gente y gente… Pensaba en nada porque nada era el fundamento de la incomodidad de la jornada. Nada importaba, ni la anécdota, ni la historia, ni el decreto máximo del divino Julio César, ni ese margen de rigor, de ajustar lo ajustado, de añadir un día completo cada cuatro años y para que las estaciones no se descompasen en el calendario. Solo importaba la extraña sensación, solapada por el mismo y ominoso tiempo, de cuanto era hoy, solo hoy, póstumo febrero, será un recuerdo dentro de un año, una ausencia que ni mucho menos nos atañerá incómoda y en todo caso pasará insensible, fría como la víspera. Hoy sí, pero mañana no acaecerá este día de propina, de número insólito, como si la Providencia u otro poder omnisciente nos hurtara este día de nuestra existencia por un encuadre cósmico o un ajuste matemático en aquella. Cosas de arriba, para creyentes; cosas estructurales, para los otros creyentes.

Y yo, o por la desquiciada cavilación que me arrastraba hacia lares perturbadores, moldeaba una teoría o un frágil señuelo en el que agarrar y no perder mi compostura, mi intelectualidad, sea como sea, disquisitiva y filosófica, sobre este día que no existirá el año que viene y yo en éste y vosotros también. Una cuestión de creer, me confortaba, de creencia, de fe ciega en datos, sucesos, informaciones o quimeras que, no siendo susceptibles de experimentarse y enjuiciarse cuándo o cómo se quisiera, establecen de manera inequívoca su presencia, su verdad, su manifestación real, y por mucho o poco o disimulado que se aparten de lo habitual, de lo correcto incluso, a lo acostumbrado. Dar por hecho, sin mayores apasionamientos o discusiones de las anteriores, de la obligación “per se” de añadir un día cada cuatro años a febrero, un 29 inaudito, para cuadrar esas cifras de más, las horas y minutos y segundos… tiempo, además de los 365 días de rigor del año.

Igual sucede ante lo extraordinario, esas manifestaciones, hechos, sucesos o lo que fuesen y rehusados de la realidad, o con el mundo cotidiano y normal; los que superan, y a los que resbalan, el dictamen objetivo de los cinco sentidos y solo con otro, el sexto, logra, si no ya explicar cuanto no puede tener explicación, el atender o entender su efectividad. La magia de lo extraordinario, las fuerzas ocultas, fantasmas, OVNIs, abducciones alienígenas, espíritus, ángeles y demonios… el guiño inesperado solo en aquel en quien nos vemos en el espejo, o en el ademán en nuestra propia sombra oblicua de la mañana, aparición mariana a lo Garabandal en clave local y con la que Maripaz sorteara dejar de ser “popular” y “farandúlica” alcaldesa de Ronda, mártires adláteres, “Santa Compaña”, “Oremus” y oídos para los nuevos, también humildad, y sentido común, “Podemos” en clave nacional y con la sinceridad de la primera persona del plural del presente indicativo, comprometidos con el “Hagamos” junto con socialistas ciudadanos, rojos naranjitos, morados para el jueves santo, médiums, mal de ojos, exorcismos y sortilegios… Es decir, la necesidad de creer en todos y cada uno de estos comportamientos para convivir y no sufrir por su desconocimiento de ellos.

Y así, como esos del anterior párrafo, cuando dentro de un año llegue el 28 de febrero (con su inefable efeméride andaluza) y lo suceda el 1 de marzo, entendamos, o asumamos, creamos, no existir en este agujero negro del calendario, la esquina en el almanaque con sus perspectivas bisiestas, vivir en la confianza que tras cuatro años ahí aparecerá el excepcional 29 de febrero donde excepcionalmente seremos. El tiempo no es inquisitivo, sentido.


Veía tras la ventana el cielo ya más cárdeno de la tarde, las nubes refulgentes de sol en sus bordes, unos latines: “Tempus fugit, sicut nubes, quasi fluctus, velut umbra” (el tiempo se escapa como una nube, como una ola, como una sombra). El tiempo. No pensar en el tiempo, ni en su omisión por ajustes del calendario, firmes en la disposición; no atormentarse con la idea, la sensación de no ser en esos momentos, las veinticuatro horas en los años que no son bisiestos como este; porque, asimismo sobreviene con todos los acontecimientos sensacionales, anormales, extraordinarios, su mayor éxito es hacernos creer de que no existen, y de acuerdo que, por el contrario, haberlos haylos, ¿no?. Sensacional. "I want to believe", reza el poster. Necesito creer. Necesitamos creer.

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