Bajaba al Barrio en esta mañana fría, lluviosa y con alguna
nieve, de Ronda, como aún dicen mis viejos ceporreros. Tras la curva valerosa
donde todavía se aprecia, metros arriba o más abajo, la desaparecida Puerta de
las Imágenes del recinto amurallado árabe. La parábola de la húmeda travesía en
la que el asfalto espejeaba como zapatos de charol un domingo de Pascua; con la
contradicción de un ánimo que se cerraba a la derecha en la seguridad de los resguardos
de El Castillo, maltrechos pero firmes en su guardia, o a la izquierda
desplegaba un ansia vital superando la reja de lanzas que hendían el silencio, o
espiritual en el desahogo hacia los ondulantes campos de verde esmeralda que
reflejaban no sabía qué esperanza o luz precipitándose de un cielo convulso,
aplastante y en un variado cromatismo en blanco y negro, grises crispados. Bajaba
por calle Imágenes, en un camino que, de improviso, me sacudió con la necesidad
de una nostalgia por algo.
No era una nostalgia de aquellas en la que experimentas, a
través de un trémulo vacío de adentro, en las entrañas, morir por todo lo que no
se vivirá o por cuanto se vivió no de la forma en que se hubiese deseado
vivirlo. Un dolor extraño. La misma sensación de vértigo de los espacios en
blanco, de la ausencia de miradas, de aquel cielo bajo, pesado, de los huecos que,
como la lluvia predecesora en las aceras empedradas, llenaba de tristeza las
emociones indefinibles por el día o por mi interior o por causa de uno en el
efecto del otro. Tristeza.
Triste la nostalgia, o triste el día, la mañana, o triste
porque yo lo estaba, triste sin saber su causa y ya que me decía que era muy
difícil entender cómo la belleza del entorno entrañaba tanta tristeza y me asperjaba
con ella. Entonces me atrajo el color de los crepúsculos del estío en la piedra
de la Iglesia del Espíritu Santo, en la opacidad renacentista más sobria,
imponente, y que me sugería: “Asómate a mi nostalgia y reflexiona luego en qué
has visto”. El regreso de las miradas, o la pasión por una de ellas, o la
mirada que perdió sus ojos en el tiempo por la eternidad de su melancolía, la que
no era tiempo, la que no era eterna, sino solo revelación de su escritura de
piedra, centinela de ciertos arcanos de la creación o de su entendimiento.
Iglesia del Espíritu Santo, rociada de lluvia.
La lluvia en la que naufragaba el día, la tristeza del día,
la nostalgia confusa de la mañana, o yo mismo en ella, la soledad o era esta la
que permanecía. No puedo estar, sentirme solo, me descubría, me hablaba, cuando
no solo pienso, y siento, por lo mucho que me rodea, y me acompaña, e intentaba
con ello disipar la tristeza de la nostalgia o la nostalgia dolorosa por el día
o porque, ignorándolo, yo me sentía así, triste o nostálgico o tal vez solo. Esta
desazón por no saber, por no entender, por identificar el pellizco en mi pecho,
que me hacía sentirme un solitario vagabundo en la desesperanza de camino al
Barrio. Y recordé, curiosamente, unas palabras de Maeterlinck leídas al azar en
un periódico gratuito ayer en Torremolinos, y que expresaban algo así de que la
desesperanza se funda en lo que sabemos, que es nada; y la esperanza en lo que
ignoramos, que es todo. La incómoda conmoción fruto de la esperanza o, por el
contrario, víctima de la desesperanza. Acaso.
La esperanza era como otra de esas importantes ausencias, la
del sol que se esforzaba en abrirse paso entre el cúmulo grisáceo de las
alturas, dejando allá y acá níveos y resplandecientes trazos. O era como otro
pespunte albo que coronaba las cárdenas montañas, más extensa y cercana la
nevada. O era como la cal de las antiguas paredes de nuestras casas
franciscanas, rendidas de honestidad. Sol, nieve y cal, ninguna como la
esperanza, como la niebla tendida en días previos sobre la Alameda de San
Francisco, arroja de su esencia las sombras, ni a los lados ni menos detrás,
propias o extrañas; la nada, que es todo, ya que es todo lo que no sabemos. Y lo
supe, o más bien intuí su origen, y me sentí satisfecho.
Asumí que iba al encuentro, no escapar, no a una huida, de
algo que me llenaba y solo en estos momentos, con una violencia o dimensión
sorprendente y enérgica, hormigueaba con alteración dentro de mí, vistiendo y desvistiéndose
ora de nostalgia, ora de tristeza, de melancolía o soledad, puesto que eran todas
y ninguna; todas me hacían esperar la cita, el encuentro, a no relegarla, la
ansiedad ante la misma, inextricable, pero manifiesta. El encuentro tras la
serpenteante calle, como un arroyo que desemboca en el mar; un mar donde era
imposible el naufragio definitivo; un mar calmo, remedo de infinitos, de estaciones
y tradiciones, de mitos y gestas, con numerosos salvavidas para íntimas
experiencias, amadas historias. Y recordé con impresión a una de ellas: el
corazón urdido de un sobre de azucarillo; este que una soñadora, una cliente de
Ronda Sweet Bakery, dejó ayer plegado, solitario en una mesa; en la mesa que,
precisamente, volcaba su mirada de la ventana a la plaza, a la Alameda, y a la
que Roge Martín, propietaria del negocio, singularizaba empapada de agua helada.
Y a ambos nos encantaba.
La emoción por el encuentro, por la llamada, por mi llegada a
la Alameda del Barrio San Francisco, de esto intimaba la nostalgia por algo y
entretanto bajaba la calle, con seguridad dictado por la gélida y nevada
excepcionalidad de la mañana. El desasosiego dulce, quizás, por no poder
plegar, moldear e idear, sea con el papel de la envoltura de los azucarillos, la
llamémosle así papiroflexia de los afectos: figuras o frágiles iconos, ídolos con
los que sostener escenas y sentimientos de nuestra existencia; entre éstas, por
ejemplo, la de la disculpa por un amor no fracasado, añorado, el enamoramiento
porque sí de un lugar donde nos encontramos con nosotros mismos, o aquel que
nos mira en el espejo, por la nostalgia sin apellidos, la tristeza sin agujas
ni piel, la soledad más acompañada, o la conjunción de esperanza y luz
derramada, dulcificada como azúcar esparcido en el platillo blanco del café, en
la mesa oscura, de un día triste de agua y nieve. Figuras de papel mojado a las
que, con atención, sin esperas, vemos llevárselas los regueros de lluvia hacia
insólitos destinos y no pocos naufragios a los que se sobrevive con ternura y consciencia.
Temblaba por el frío, por el encuentro, confiaba y no era yo
quien lloraba, sino el cielo, porque podía contener mi vida allí, tras la
sinuosa calle Imágenes, en el principio y el fin de la Alameda.
F.J. CALVENTE
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