Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 27 de febrero de 2016

IMÁGENES CON LETRA: "Bajaba por calle Imágenes"



Bajaba al Barrio en esta mañana fría, lluviosa y con alguna nieve, de Ronda, como aún dicen mis viejos ceporreros. Tras la curva valerosa donde todavía se aprecia, metros arriba o más abajo, la desaparecida Puerta de las Imágenes del recinto amurallado árabe. La parábola de la húmeda travesía en la que el asfalto espejeaba como zapatos de charol un domingo de Pascua; con la contradicción de un ánimo que se cerraba a la derecha en la seguridad de los resguardos de El Castillo, maltrechos pero firmes en su guardia, o a la izquierda desplegaba un ansia vital superando la reja de lanzas que hendían el silencio, o espiritual en el desahogo hacia los ondulantes campos de verde esmeralda que reflejaban no sabía qué esperanza o luz precipitándose de un cielo convulso, aplastante y en un variado cromatismo en blanco y negro, grises crispados. Bajaba por calle Imágenes, en un camino que, de improviso, me sacudió con la necesidad de una nostalgia por algo.

No era una nostalgia de aquellas en la que experimentas, a través de un trémulo vacío de adentro, en las entrañas, morir por todo lo que no se vivirá o por cuanto se vivió no de la forma en que se hubiese deseado vivirlo. Un dolor extraño. La misma sensación de vértigo de los espacios en blanco, de la ausencia de miradas, de aquel cielo bajo, pesado, de los huecos que, como la lluvia predecesora en las aceras empedradas, llenaba de tristeza las emociones indefinibles por el día o por mi interior o por causa de uno en el efecto del otro. Tristeza.

Triste la nostalgia, o triste el día, la mañana, o triste porque yo lo estaba, triste sin saber su causa y ya que me decía que era muy difícil entender cómo la belleza del entorno entrañaba tanta tristeza y me asperjaba con ella. Entonces me atrajo el color de los crepúsculos del estío en la piedra de la Iglesia del Espíritu Santo, en la opacidad renacentista más sobria, imponente, y que me sugería: “Asómate a mi nostalgia y reflexiona luego en qué has visto”. El regreso de las miradas, o la pasión por una de ellas, o la mirada que perdió sus ojos en el tiempo por la eternidad de su melancolía, la que no era tiempo, la que no era eterna, sino solo revelación de su escritura de piedra, centinela de ciertos arcanos de la creación o de su entendimiento. Iglesia del Espíritu Santo, rociada de lluvia.

La lluvia en la que naufragaba el día, la tristeza del día, la nostalgia confusa de la mañana, o yo mismo en ella, la soledad o era esta la que permanecía. No puedo estar, sentirme solo, me descubría, me hablaba, cuando no solo pienso, y siento, por lo mucho que me rodea, y me acompaña, e intentaba con ello disipar la tristeza de la nostalgia o la nostalgia dolorosa por el día o porque, ignorándolo, yo me sentía así, triste o nostálgico o tal vez solo. Esta desazón por no saber, por no entender, por identificar el pellizco en mi pecho, que me hacía sentirme un solitario vagabundo en la desesperanza de camino al Barrio. Y recordé, curiosamente, unas palabras de Maeterlinck leídas al azar en un periódico gratuito ayer en Torremolinos, y que expresaban algo así de que la desesperanza se funda en lo que sabemos, que es nada; y la esperanza en lo que ignoramos, que es todo. La incómoda conmoción fruto de la esperanza o, por el contrario, víctima de la desesperanza. Acaso.

La esperanza era como otra de esas importantes ausencias, la del sol que se esforzaba en abrirse paso entre el cúmulo grisáceo de las alturas, dejando allá y acá níveos y resplandecientes trazos. O era como otro pespunte albo que coronaba las cárdenas montañas, más extensa y cercana la nevada. O era como la cal de las antiguas paredes de nuestras casas franciscanas, rendidas de honestidad. Sol, nieve y cal, ninguna como la esperanza, como la niebla tendida en días previos sobre la Alameda de San Francisco, arroja de su esencia las sombras, ni a los lados ni menos detrás, propias o extrañas; la nada, que es todo, ya que es todo lo que no sabemos. Y lo supe, o más bien intuí su origen, y me sentí satisfecho.

Asumí que iba al encuentro, no escapar, no a una huida, de algo que me llenaba y solo en estos momentos, con una violencia o dimensión sorprendente y enérgica, hormigueaba con alteración dentro de mí, vistiendo y desvistiéndose ora de nostalgia, ora de tristeza, de melancolía o soledad, puesto que eran todas y ninguna; todas me hacían esperar la cita, el encuentro, a no relegarla, la ansiedad ante la misma, inextricable, pero manifiesta. El encuentro tras la serpenteante calle, como un arroyo que desemboca en el mar; un mar donde era imposible el naufragio definitivo; un mar calmo, remedo de infinitos, de estaciones y tradiciones, de mitos y gestas, con numerosos salvavidas para íntimas experiencias, amadas historias. Y recordé con impresión a una de ellas: el corazón urdido de un sobre de azucarillo; este que una soñadora, una cliente de Ronda Sweet Bakery, dejó ayer plegado, solitario en una mesa; en la mesa que, precisamente, volcaba su mirada de la ventana a la plaza, a la Alameda, y a la que Roge Martín, propietaria del negocio, singularizaba empapada de agua helada. Y a ambos nos encantaba.

La emoción por el encuentro, por la llamada, por mi llegada a la Alameda del Barrio San Francisco, de esto intimaba la nostalgia por algo y entretanto bajaba la calle, con seguridad dictado por la gélida y nevada excepcionalidad de la mañana. El desasosiego dulce, quizás, por no poder plegar, moldear e idear, sea con el papel de la envoltura de los azucarillos, la llamémosle así papiroflexia de los afectos: figuras o frágiles iconos, ídolos con los que sostener escenas y sentimientos de nuestra existencia; entre éstas, por ejemplo, la de la disculpa por un amor no fracasado, añorado, el enamoramiento porque sí de un lugar donde nos encontramos con nosotros mismos, o aquel que nos mira en el espejo, por la nostalgia sin apellidos, la tristeza sin agujas ni piel, la soledad más acompañada, o la conjunción de esperanza y luz derramada, dulcificada como azúcar esparcido en el platillo blanco del café, en la mesa oscura, de un día triste de agua y nieve. Figuras de papel mojado a las que, con atención, sin esperas, vemos llevárselas los regueros de lluvia hacia insólitos destinos y no pocos naufragios a los que se sobrevive con ternura y consciencia.


Temblaba por el frío, por el encuentro, confiaba y no era yo quien lloraba, sino el cielo, porque podía contener mi vida allí, tras la sinuosa calle Imágenes, en el principio y el fin de la Alameda. 

F.J. CALVENTE

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