Era un trozo de tela anudado a la
reja de una ventana. Anudado porque daba la sensación, tanto en la lejanía como
en esta cercanía certera y entonces penosa, de ser una corbata olvidada, como
si amarrara unos versos de Cernuda: “Allá,
allá lejos; donde habite el olvido”. Una tela sucia, un trozo de tela de
color roto, blanco como la cal de las reventadas paredes; a lo mejor por eso
era roto su color, por los lienzos destrozados, desconchones que dejaban
patente la piel antigua de la casa, marrón, terrosa, la de la sangre coagulada,
las cicatrices próximas… El trapo estampado de geométrico relieve, la burda imitación de un estético
encaje, vacuo, desvaído. El desgarro de un visillo, cierto, pues en una visión
detallada del marco, la ventana, no esta sino en la otra, la que estaba cerrada,
la gemela tras la puerta, la simétrica en la que duraban reconocibles los otros
visillos y con los que reconocer a este triste jirón, dolientes en un
sentimiento de ingenuo orgullo, o apreciado en el que era visible, corrugado y
sucio, milagrosamente íntegro, el otro estaría implícito tras la lámina de madera;
colganteras, las de adentro y el pedazo de afuera, como el velo de un fantasma
que perdió su temor y solo daba pena.
Como el pañuelo que se saca por la entreabierta
ventanilla de un coche, ondeando en el exterior por la inercia de la carrera,
quieto en una parada o si la mano, cansada, no ejerce su acción o meneo en señal
de permisividad, de aviso, de la inmunidad hecha solidaria por el
acontecimiento: un peligro, una situación de emergencia, que puede ser dichosa,
un alumbramiento o un triunfo deportivo; como desdichada, un accidente, un
suicidio o un exceso de experiencia vital, una víctima más o menos grave, viva
o tal vez muerta. Difícil no ver en aquel tiempo el trapo anudado al barrote al
pasar por la calle, tanto si se hacía para arriba como hacia abajo, no percibir
la desolación que lo envolvía, la implacable indicación del nudo, la fragilidad
de su respuesta como la oxidada cadena con candado que condenaba las dos hojas
de la puerta de entrada, con ese barniz ocre de la permanencia de los tiempos
que no mueren, la que no se abriría jamás para nada. Distinto que al pasar y
ver en la reja de la ventana el trozo de tela, caído sobre un zócalo de piedra
de resaltes irregulares, sorprendentemente sin mengua, despertase la parada, sugiriera
un alto o una pausa en el camino a ninguna parte o a todas ellas; y en el que,
de mediar la reflexión, o la frugal o poderosa conmoción, o las dos, por su
significado, o ignorándolo, indagara en el propio edificio, en la casa, o en lo
que hubo de hogar, en la devastación más flagrante arriba, en el incoherente tejado
de dos cuerpos, huella de la sinuosidad urbana árabe, grisáceo, amenazante en
sus mil crujidos, muchos inaudibles, solo sentidos, vivas entre las tejas techadas
de líquenes las verdes matas que se nutrían de la inminencia del derrumbe, hay
vida hasta en el abandono, en el desdentado alero que descargaba los chorreos
de bilis por la fachada, meandros agónicos, grietas que vaciaban su desesperanza
en los espeluznantes vacíos tras los vanos de arriba, dos ventanucos de
distinta hechura, de tablas podridas, y un balcón astroso de cristales nebulosos,
ciegos de desidia, difuminado por la penumbra del desmorone, los que trágicos enseñoreaban
las caries de la destrucción, las vigas cuarteadas, vencidas, la atmósfera
estanca, volátil de las impregnaciones de una legión de vivencias que polvo
fueron y en polvo permanecían, y el hedor de la tierra viciada, saturada, el
acre olor de la agonía. Y luego, en la directriz de esta reflexión del
observador, de su conmoción, o ambas si tocaran posibles, este paseante
despierto maldeciría el trapo anudado, por insuflarle de otra tristeza punzante,
por incrementar el estado de sus problemas y preocupaciones habituales. De
todas maneras, hoy en día nadie se detiene, pregunta o se estremece por todo cuanto
quiere ignorar. Terrible. Una señal, una indicación, de la ruina de la casa, del
abandono, y que resucitaba, o enfadaba, a los demonios personales. Conforme.
Fue la parte de un visillo que cubría
la intimidad de todos o a alguno de los que moraron ahí dentro; ya era
imposible hacerlo, no era humano, civilizado, no era posible vivir entre
escombros o entre las hojas secas de un cementerio, las secas agujas de los
pinos que crujen bajo los pies. El andrajo expuesto al trasiego del exterior, afuera
en la calle, descubierto, sucio y desnudo, enterrados todos sus escrúpulos, los
antiguos celos ante lo que, de manera sutil, resguardaba, la cocina visible y
destrozada; revelado a la opinión o al juicio de los transeúntes, de los
vecinos, los que pasaban y paseaban por la callejuela, a cuantos, muchos o
pocos, detuvieron su paso al verlo y leyeron la letra de la emoción o reflexión
yaciente, su mensaje de muerte o una última voluntad no desentrañada. Cuántas
veces, muchos o pocos de los tantos que pasaron por la calle, alguna vez fueron
conscientes de cómo ese visillo se apartaba, diáfano a los postigos abiertos
que todavía conservaban el relumbre de su encerado como los crepúsculos turbios
del estío, de cristales rotos o empañados por las legañas de la ancianidad, del
desánimo. El paño entreabierto con parsimonia, un pliegue discreto, musical, abriendo
un opaco fulgor en los blancos azulejos del alfeizar de la ventana, por alguien
de adentro, mujer o hombre, mayor o joven, sabedor que los pasos no resonaban
como antes por los guijarros de una calle que ayer lloraban permanentemente,
los que avisaban de la excepción sin confiar en la suerte, y hoy los parches de
cemento, como un tumor inexorable, reprimen los llantos y desfiguran los
secretos del silencio. Alguien que con la tela entre los dedos, con la visión
curva de la calleja ilustrada en sus retinas, con el estribillo de una canción
en sus labios, o una lírica pongamos de Neruda, “Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se
contenta con haberla perdido”, escrutaba en el exterior la excepcionalidad,
en la calle, en noches donde la derramada iridiscencia pálida de las farolas
vibraba en la rociada blancura de las paredes, donde las mañanas son iguales
que las tardes, siempre con la misma luz grisácea y cenital, la misma luz
húmeda del invierno, las mismas sombras que pintaban las casas en tajos
incisivos y tenebrosos, la atmósfera cerrada, de desfiladero, de gargantas
míticas, las altas casas, las viejas casas, que constreñían el pasaje con una
amenaza irremediable, por la que no se dejaba caer ningún voluntarioso
ramillete de sol, absorbido por los milenaria cantería de la iglesia y los
restos romanos bajo yugo salesiano. Morador, si era hombre, y ama, de ser
mujer, que con la cortinilla entre los dedos auscultaba la alteración en la
monotonía arcaica de la vía, el paso de alguien, de un conocido o de un
misterioso individuo, de algún despistado turista o incluso la materialización
de los muertos que exhalaban el silencio por la arteria empedrada, sórdidamente
cada vez más adulterada, parcheada de cementos y de expectaciones aquietadas.
Ya no, solo el recuerdo, o la agonía del presente, la invalidez del trozo de
visillo, como si entonara la resignada negación a lo que era ese camino, la
angosta calzada, por la que todos pasaban, y a la que en seguida olvidaban.
Otro misterio trascendental también
sería conocer quién y porqué anudó el trozo de tela, de visillo, en el centro
de la reja que resistía la firmeza de un edificio que se desplomaba con todas
sus maldiciones y solo ante la ruina se atrevían estas a ajustar sus cuentas:
un vecino, un familiar de la casa compungido por un roto en su conciencia, un
barrendero, un criminal o un loco. No importaba. A cualquiera correspondió y
encomiable fue su acción, sea inconsciente o premeditada.
¿Qué era ese trozo de tela, ese cacho
de un visillo, anudado al gélido fierro de una ventana agonizante? ¿Qué era?...
Un momento… a ver… sí… ahí está… quizá… ¿no?... sí… es posible… plausible que
sea un recuerdo. Un recuerdo, no un indicio de melancolía, un fragmento de
nostalgia que suspira en el ayer un acomodo para una situación, para una
emoción presente y aún no dilucidada, ni siquiera expresada, no, aunque asimismo
sea la esencia, o la cualidad básica del recuerdo. De hecho, redundancias aparte,
el reconocimiento y el recuerdo son las dos maneras para recordar y distintas
en sus causas y evidentes en sus efectos. En el reconocimiento hay una
experiencia presente que evoca cierta familiaridad: ese aroma imprevisto que
trae a una persona determinada, o esas notas de música que recuerdan la ternura
en unos ojos, o incluso un sesgo de las sombras que abre otro lugar
identificado por esta visión sombría… Por otro lado, el recuerdo no exige de
elementos que lo traigan, que lo evoquen, la acción de recordar al momento, de
pronto, de improviso: comprar aquello, un aniversario, una cita para el médico
o la ITV del coche… Indudablemente, por el elemento que permite la recordación,
el reconocimiento es más fácil que el recuerdo, por la inducción del primero o
a que éste es inducido, y la espontaneidad del segundo. El control de la
reacción, por lo tanto, diferencia a ambos. Dicho esto, el harapo de un visillo
se convierte en un elemento de reminiscencia o desprecio. Un recuerdo, de
recordar, de rememorar para no olvidar, obvio, cierta información o aspecto que
por las propias circunstancias del momento concreto, del devenir por otras
circunstancias que se imponen a aquellas, se solapan de manera inconsciente,
indiferente, arbitraria, ajena, a esta y que luego, aún teniéndolo en la punta
de la lengua, así se dice, se expresa, en un cosquilleo intuitivo, no aflora su
concreción, su significado que del mismo modo puede ser su sentido, no resurge de
no ser por algo palpable, corpóreo, cercano, conclusivo, que lo traiga sin más,
sin mayores ni menores artificios, así, de sopetón, con el que poder recordar a
voluntad, de modo franco: traer a la memoria la retirada de la olla exprés del
fuego, cuarenta los minutos transcurridos en la cadencia de la espita humosa y
vertiginosa, o la llamada telefónica en esa hora, en ese instante de sus
minutos y segundos, decir aquello a la vecina, al jefe, al empleado, al niño, atentos
a la medicina o al condimento, la adecuada dosificación,… Ahora, no después,
porque después, con seguridad, ya no tenga importancia, o necesidad, al segundo;
y al alcance del elemento que puede ser un objeto, una grafía o dibujo pintado
en la mano, en su reverso, que con solo mirarlo despliega su dehiscencia, que
es término precisamente de revelar, de eclosión o abertura del conocimiento, y
a lo mejor los siguientes ejemplos resuelvan cualquier duda o aprieto: puede
ser ese anillo de compromiso cambiado de un dedo a otro, del dedo anular al
dedo índice por ejemplo, el reloj que pasa de una mano a la otra, o ese pañuelo
o cordel anudado a ésta, a la muñeca, al antebrazo, más rudo, más sostén para
evadir el olvido o acaso más trascendente por cuanto no debe ser olvidado. Ni tampoco
factible su interpretación como un signo del hermético e iniciático alfabeto de
los delincuentes, de los ladrones. Algo similar a la tendencia o moda o
chifladura de dejar colgadas del cableado aéreo, de alta tensión o del teléfono
o de Canal Charry, unas zapatillas de deporte por los cordones, motivo
extravagante que identificaría la marca de una banda de criminales que delimita
su territorio, un lugar donde se vende droga, el homenaje a un malhechor
sucumbido en sus farras delictuosas, o hasta el orgullo juvenil por la pérdida
de la virginidad o una proeza sexual que siempre suele ser de un alarde magnificado,
no, de ninguna manera aunarían la expresión de este triste jirón de visillo.
No, como si en vez de ladrones fueran okupas (así con K), puesto que, si nada
había para robar, nada encontrarían de sosiego, la comodidad mínima, para el
descanso. Y de suceder, en todo caso no dejaría de ser una bizarra ironía del
destino que hacía de la necesidad de vivir donde solo vagaba la muerte.
La muerte llegó a la casa y a sus
habitantes mucho antes que la vejez, que el deterioro, o el descuido, llegó con
el olvido. Pero ahí, en un barrote de la ventana, apareció el trozo de tela de
un visillo de adentro, como si anunciase a todos los que lo interrogaran, a
todos los que detuvieran su paso o curiosidad, que su historia, la de la casa, la
de sus desaparecidos inquilinos, no había muerto del todo, con su rúbrica
impedía aún la fuga, el reniego, el olvido. El olvido, la forma de libertad ponderada
por Jalil Gibran, aquí significó el fin, la muerte, la condena eterna; y el
visillo, raído y sucio, puesto en los enmohecidos fierros como una corbata
anudada a uno de los invisibles espectros que erraban por la casa, por la
calle, impedía olvidar los testimonios y leyendas del espacio y de sus tiempos,
como esa nota de Poe para acordarse no de querer olvidar, sino de perpetuar volver
la vista atrás.
Un día, por la mañana, una de esas
mañanas que eran como las tardes, umbrías, frías y silenciosas, desapareció el
trozo de tela anudado a la reja de una ventana. Seguía sin importar quién y por
qué lo hizo, un vecino, un familiar de la casa compungido por un roto en su
conciencia, un barrendero, un criminal o un loco, arrancándolo del hierro de la
ventana, llevándose el cacho de visillo como para recordar siempre su
fugacidad, la de él o ella, el elemento para recordar, de inducir el
reconocimiento, cuando el desplome de la casa se llevara cualquier suvenir de su
alma, la de alguna memoria incierta; o tras desanudarlo lo tirara dentro, en la
cocina todavía visible, a su origen, al principio de todo, aunque desapareciera,
olvidado, entre la manigua de penumbras densas y desolación, de ruinas. Sin
rastro del visillo, o en un remedo de Borges, de aquella vieja mano que dejó de
trazar versos para el olvido. No estaba, y solamente entonces, la memoria de la
casa, de sus ocupantes, su nombre o su verdadero lugar en el universo, cayó
insensiblemente en el olvido, en el vacío blanco de la muerte.
Y con la muerte sobran todas estas
palabras, ya que tras ella no se es nada.
F.J.CALVENTE
Era un trozo de tela anudado a la reja de una ventana... En un espacio ya olvidado de la Calle Espíritu Santo del Barrio San Francisco de Ronda.
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