Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 16 de febrero de 2016

IMÁGENES CON LETRA: "UNA NATURALEZA MUERTA"


“Una naturaleza muerta”, se dijo. La síntesis sería para él correcta de no ser por la alusión, impremeditada, a los pictóricos bodegones que acumulan esta definición convencional y rara. Y él recordó, ya en los primeros instantes de la extraordinaria visión en la Alameda del Barrio San Francisco de Ronda, revivió de su infancia un bodegón colgado en la cocina de su casa, en un octubre que entonces no tenía nostalgia del frío, sentado a una mesa camilla rectangular con la manta que olía a lavanda y retama, calentitos los pies con el brasero de ciscos, la “copa” de rescoldos palpitantes, calentitas las manos con el café con leche y pendiente de que la galleta remojada no se desmoronase en el cacillo o sobre el hule de reflejo opaco; y miraba la lámina que brillaba impúdicamente, perteneciente a un almanaque de un año bisiesto y de guarismo borrado, con el recortado, dentado rastro del anuncio de una céntrica Óptica; atraído no sabía por qué detalle o la totalidad del grabado, este que fue enmarcado por un vecino carpintero de trabajos fáciles con cuatro listones de una madera oscura y desvaída, restos, como el color de los muebles de formica barata; el óleo plastificado, serial, de frutas esparcidas sobre un mantel blanco de pliegues forzados, naranjas, el volcado cesto de mimbre sin asa o descuido del pintor al dibujarlo, y una botella de cristal verde que perdió su tapón y tridimensionalidad ante sombras oblicuas y relamidas; la estampa protegida por un cristal que perteneció, quizás, a una ventana de vistas abundantes, de vapores o destilaciones permanentes, de ahí lo indeleble y nebuloso de su superficie, como esa misma atmósfera del ayer, en la que el recuerdo desplegaba los delicados velos de la melancolía, cierto degradado teñido de sepia.

Él no se planteaba de otra manera, no reparaba en cómo explicar ese elemento, el árbol, de una naturaleza que solo en aquel momento intuía y no cuestionaba, violentado, asaetado, agredido; y el cual, de no ser por su simbolismo si lo tuviera, por ser un icono sorprendente y en cualquier caso resuelto si encontrara el camino de hacerlo, se imponía lastimoso en la lentitud, la tarda monotonía de un despertar de otoño o invierno, esta confusión del clima y de los tiempos, cuando horas antes, frisaban las ocho de la mañana, en ese intervalo en el que el morado ligero del cielo clareaba y tendía la suavidad de un paño celeste acicalado por unos esbozos rosáceos, en la añoranza indeliberada de cuando el rocío, la helada, o “la pelúa” más autóctona, poco menos que distinguíase ya por esta ambigüedad temporal, aquel viejo atavismo madrugador, el hermético sortilegio de su visibilidad resbaladiza, restallando en platas al amanecer, junto al distintivo olor de lo propio, del arrabal, de su tradición y rutinas, él cruzaba la alameda como todos los días y por primera vez se tropezó con el violento espectáculo del árbol. El árbol que recurría al suicidio o el árbol que había sido ultrajado, en la plaza, en la Alameda del Barrio, en su propia esencia o con su cualidad rígida, rugosa, estática, con una que fue su brazo, cercenada, una de sus ramas, estilizada, desbrozada de retoños, esquilmada de hojas por el tardío otoño de los intermedios, de las mudas y de las interiorizaciones. Y por esto, ante esta estampa del árbol alanceado, él pensó si no en una naturaleza muerta, sin duda alguna agonizante. Ya no era un pensamiento normal, sino que comenzó a alambicarse con las deformaciones de las impresiones que anhelaban su concreción.

Luego, horas después, bajo un cielo azul y uniforme, alguna nube pretenciosa y estática, arropado de una tibieza agradable pero a la que se temía, por la intemporalidad, sofocante, él regresó a la Alameda del Barrio y allí detuvo sus pasos, detuvo su mirada, y abrió su expectación, embarazosa, hacia ese quejigo atravesado por una de sus ramas desgajada e ignoraba si por anónima y cruel mano, humana, o por las de un bronco y violento levante que expandió su mal humor los días previos, tres recordaba. Antes, probablemente por algún recoveco inusitado de su pensamiento deformado, reparó en calle Espíritu Santo en el trozo de una tela anudado a la reja de una ventana. Aquella fue otra historia de olvido y permanencia, y en esta, detenido en la Alameda, él no quiso abrir su tensa y abstraída espera al murmullo maledicente de quienes por allí pasaban y gratuitamente juzgaban su actitud ensimismada, ida, preocupada, y a los que, de manera increíble, les resultaba indiferente la imagen del árbol zaherido. Para evitar las taladrantes censuras, él buscó refugio junto a la fuente donde San Francisco de Asís, en su alto pedestal, éste sí que, recíproco, advertía de su curiosidad y preocupación en el pobre quejigo ensartado, a unos metros, en línea recta, enfocando su naturaleza muerta al confín de la frontera de las Murallas y donde la Puerta de Almocábar alcanzaba su mayor expresión como Puerta hacia el Cementerio, y de estas luctuosas cuentas rumoreaban los chorros de agua que causaban una reuma herrumbrosa a la talla franciscana.

Él aferró los fríos hierros de la cerca que protege al santo de nosotros, de los muchos y profanos hastíos, manteniendo la mirada fija en el árbol, en la lanza que lo atravesaba, estimulando a la reflexión, o un doblez de la misma, tal vez dilucidadora del extraño sentimiento que le retenía, amedrentándolo, que hormigueaba en sus adentros y con seguridad se mantendría insolente hasta que de una vez por todas resolviera su porqué, o su causa, porque su efecto se mantenía, insistía en la excepcionalidad de todo, ajeno a las tres, no, cuatro mujeres que daban vueltas en derredor de la plaza, en una gimnasia obligada por los desgastes de unas biografías apenas o con penas inquietadas, y a la máquina barredora que juntaba las pocas hojas caídas de un otoño inconsciente o cansado de ser siempre el mismo otoño.

Tenía que arrancar la mirada no de sus ojos, sino de muy adentro, del alma. La mirada que tenía que despertar de un sueño de siglos, pues solo con ella era posible distinguir y aprehender la visión y la metáfora del quejigo lanceado. Intentarlo, sin importarle hasta qué punto estaba equivocado, o no lo estaba y con ello penetraba en lo mágico. Él sabía, no obstante, que ante lo incierto, lo diferente, quizás lo arduo, la mayoría, como esas mujeres que daban vueltas a sus biografías escritas o los bufidos y ronroneo atascado del coche escoba, se conformaban con ignorar el reverso de las cosas, contentándose con la explicación, consensuada o tópica, que explicaba o rehuía su esencia, la cualidad de su ocultación. Ahora él intentaba comprender el anverso del significado de esta mártir, insospechada imagen, lacerante es otro adjetivo que le vino como anillo al dedo o como la rama en trasunto de la lanza que traspasaba el árbol por su oronda oquedad; por lo otro, lo esotérico, la espiritualidad o la conciencia de la existencia del alma, del alma de esta naturaleza muerta.

Era cierto que no importaba quién y cómo o por qué atravesó el árbol con la enhiesta, larga vara: joven o adulto, con una guasa inconsciente, espontánea, la rama en el suelo y el boquete en la dura y negra corteza, en la mediación donde nacía el laberinto de sus yermos ramales, en uno de los secos nudos que pronto, de llover, se clavetearía de musgo, la rama que penetraba y permanecía incrustada. ¡Ojo! No importaba quién y cómo o por qué, el medio, solo su concurso en la escurridiza disposición del destino que quiso plasmar la señal de su testimonio, o acaso era un toque de atención, una advertencia, de la naturaleza agredida, muerta. El icónico ¡Basta ya!

El sentimiento. El poder establecer un contacto perdido con el alma.

Y él sintió que su pensamiento tocaba firme, simplemente tenía que dejarse conducir por su intrincado anuncio. Pero se encontró con una bifurcación reflexiva cuyos derroteros eran disímiles en cuanto a su interpretación, benévola o dura, frívola o grave, del símbolo o señal o alegoría de la escena, de la imagen. La sublimidad del mensaje.

Sea por la proximidad, pasada o inmediata, de la consumista efemérides por San Valentín, él se dejó llevar por la inquisición de otra flecha que hendía un corazón del color de la sangre, y a la que quiso identificar, como extraída de un carcaj de sentimientos o consejas, con la lanza arbórea que atravesaba el corazón de un quejigo en la Alameda del Barrio San Francisco. En la antigüedad a las flechas, a las lanzas, se las marcaba en la cola para identificar a su propietario, con lo que, ante una presunta víctima, aclaraba a quien pertenecía la caza. De ahí, pues, la alegoría en este día de una casposa, sensiblería contante y sonante, de arrojar una flecha a determinado corazón y, de acertar, hacerse dueño de éste, del amor o conseguir con la artimaña el enamoramiento ajeno. “Cupido se pinta con una arco y flecha, un recordatorio de Nimrod que es un “cazador poderoso” Él, no obstante, desde el prolegómeno de este pensamiento, entendía, o más bien intuía, que la imagen del árbol sesgado por una de sus ramas no suponía, ni por asomo, una adaptación de arcaicos sacrificios humanos practicados por los adoradores del Sol y la Luna, de Baal y Nimrod u otras reminiscencias mitológicas, ni cruentas ni voluptuosas como podía ser el símbolo fálico de la flecha penetrando a ese “corazón del amor” y semejante a los genitales femeninos, la vagina ancestral.

Aun no siendo esta escena de una antigua herencia tradicional, él entendía, o concebía, tener que quedarse, en la búsqueda de un significado para su sentimiento, con el aviso, la confesión de una naturaleza agredida, sometida a la inmolada actitud del hombre que destruía aquello que le creaba. Entonces él sonrió, no en la actitud cínica de menospreciar el pormenor de su reflexión, no, de hecho cabeceó una y otra vez como para sacudirse de cupidos o alegorías del amor a saldo, comercial, sin importarle la espantada mirada de las mujeres en su voluntad de peonzas saludables y que pensaban o veían alarmadas en él una locura terrible que le hacía hablar o gesticular ante o con la talla de San Francisco, y siquiera ellas mismas relegaban cómo y cuánto se postraban, desollándose las rodillas, entumeciéndose los dedos en plegarias al santoral allá donde fuese atávico y menester. Él sonrió porque, aunque el dolor marcaba la curva en sus labios, cogió la cola no de una de aquellas mitológicas flechas, sino la dilucidación de la imagen y la letra de su conmoción. Y de ninguna de las maneras iba a soltarla.

Una nota del ingenio de la naturaleza, pensó, por hacernos saber del terrible daño con que la infringimos.

Advirtió o se detuvo en una de las peculiaridades, insinuante y estremecedora, de los quejigos, más en estos, en este que ya superó el centenario, en los torcidos, oscuros agujeros que horadan la áspera y dura corteza como cárcavas infernales o secuelas de una enfermedad como la viruela, o heridas cauterizadas, o máscaras rígidas de grotescos aspavientos; y aprovechando una de ellas, esta, la Providencia dispuso que alguien intrascendente cogiera y atravesara con la propia vara arbórea el tronco socavado. Una naturaleza llena de cicatrices. Él pensó, concentrado, en aquella geografía lunar de embozos escalofriantes, y fue desplegando la personificación por cuantas acciones le llegaban a la memoria en las que el hombre devasta la Tierra, asola la naturaleza. Y, además, por el contrario, o en su defecto, concebía que incluso en la propia naturaleza, en los mismos y necesarios árboles, estaba la solución para la inmolación humana en su intrínseco seno, para evitar la degradación, la contaminación, el cambio climático. Un árbol, ese árbol.

Cuánta tristeza comenzó en él a carcomer su ánimo, el sentimiento, al asumir cómo la naturaleza hablaba y no la escuchábamos. Y él asintió ante esta imagen aparecida por ensalmo una mañana de otoño o invierno, el árbol en la Alameda del Barrio San Francisco ensartado por una de su propia, quebrada rama. Experimentó el dolor de su evidencia, la naturaleza que hablaba y no se la oía con consciencia: el aumento de las temperaturas, el estío que agosta el otoño y el invierno hará igual con la primavera, el cambio climático, la virulencia de las sorpresivas condiciones o más bien accidentes climatológicos… Incluso bastó días atrás que la Tierra, quizás harta de ser ignorada, bostezara de madrugada, un terremoto de 6,3 de magnitud y con sus réplicas sucesivas, para saltar las legañas de la autosuficiencia humana, de su arrogancia, y estremecer sus prejuicios para estamparnos, devolvernos a nuestra fragilidad e inconsciencia.

 Tan cerca se está de un límite que puede ser irreversible.

Con seguridad mañana, o pasado, o dentro de una semana, cuando la indiferencia, la sordera humana, despertara y oyera en la excepcionalidad de esta rama que penetraba al viejo quejigo de la plaza franciscana, de la incongruencia de su permanencia, o de la insoportable mácula de aquel mensaje ecológico para la conciencia, la de todos, dirimiera el implacable énfasis y deshiciera, quién, cómo y porqué carecería de importancia, el lanzazo al árbol; el rejonazo que daría paso al olvido, como el trozo de una tela anudado a la reja de una ventana, y no echara en cuenta si no a una naturaleza muerta, agonizante.


Él, sin embargo, alentado por su vivencia, por su conmoción casi espiritual en esta mañana en la Alameda del Barrio San Francisco, en el ilustrativo quejigo, como si remedara o insistiera a John Keats, dejará escrito que la poesía de la tierra nunca muere. El testimonio, precisamente aquí, de una naturaleza muerta.



F.J. CALVENTE

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