“Una naturaleza muerta”, se dijo.
La síntesis sería para él correcta de no ser por la alusión, impremeditada, a
los pictóricos bodegones que acumulan esta definición convencional y rara. Y él
recordó, ya en los primeros instantes de la extraordinaria visión en la Alameda
del Barrio San Francisco de Ronda, revivió de su infancia un bodegón colgado en
la cocina de su casa, en un octubre que entonces no tenía nostalgia del frío, sentado
a una mesa camilla rectangular con la manta que olía a lavanda y retama,
calentitos los pies con el brasero de ciscos, la “copa” de rescoldos
palpitantes, calentitas las manos con el café con leche y pendiente de que la
galleta remojada no se desmoronase en el cacillo o sobre el hule de reflejo
opaco; y miraba la lámina que brillaba impúdicamente, perteneciente a un
almanaque de un año bisiesto y de guarismo borrado, con el recortado, dentado rastro
del anuncio de una céntrica Óptica; atraído no sabía por qué detalle o la
totalidad del grabado, este que fue enmarcado por un vecino carpintero de
trabajos fáciles con cuatro listones de una madera oscura y desvaída, restos, como
el color de los muebles de formica barata; el óleo plastificado, serial, de frutas
esparcidas sobre un mantel blanco de pliegues forzados, naranjas, el volcado
cesto de mimbre sin asa o descuido del pintor al dibujarlo, y una botella de
cristal verde que perdió su tapón y tridimensionalidad ante sombras oblicuas y relamidas;
la estampa protegida por un cristal que perteneció, quizás, a una ventana de
vistas abundantes, de vapores o destilaciones permanentes, de ahí lo indeleble
y nebuloso de su superficie, como esa misma atmósfera del ayer, en la que el
recuerdo desplegaba los delicados velos de la melancolía, cierto degradado
teñido de sepia.
Él no se planteaba de otra manera,
no reparaba en cómo explicar ese elemento, el árbol, de una naturaleza que solo
en aquel momento intuía y no cuestionaba, violentado, asaetado, agredido; y el
cual, de no ser por su simbolismo si lo tuviera, por ser un icono sorprendente
y en cualquier caso resuelto si encontrara el camino de hacerlo, se imponía
lastimoso en la lentitud, la tarda monotonía de un despertar de otoño o
invierno, esta confusión del clima y de los tiempos, cuando horas antes, frisaban
las ocho de la mañana, en ese intervalo en el que el morado ligero del cielo
clareaba y tendía la suavidad de un paño celeste acicalado por unos esbozos
rosáceos, en la añoranza indeliberada de cuando el rocío, la helada, o “la
pelúa” más autóctona, poco menos que distinguíase ya por esta ambigüedad
temporal, aquel viejo atavismo madrugador, el hermético sortilegio de su
visibilidad resbaladiza, restallando en platas al amanecer, junto al distintivo
olor de lo propio, del arrabal, de su tradición y rutinas, él cruzaba la
alameda como todos los días y por primera vez se tropezó con el violento espectáculo
del árbol. El árbol que recurría al suicidio o el árbol que había sido ultrajado,
en la plaza, en la Alameda del Barrio, en su propia esencia o con su cualidad
rígida, rugosa, estática, con una que fue su brazo, cercenada, una de sus
ramas, estilizada, desbrozada de retoños, esquilmada de hojas por el tardío
otoño de los intermedios, de las mudas y de las interiorizaciones. Y por esto,
ante esta estampa del árbol alanceado, él pensó si no en una naturaleza muerta,
sin duda alguna agonizante. Ya no era un pensamiento normal, sino que comenzó a
alambicarse con las deformaciones de las impresiones que anhelaban su
concreción.
Luego, horas después, bajo un cielo
azul y uniforme, alguna nube pretenciosa y estática, arropado de una tibieza
agradable pero a la que se temía, por la intemporalidad, sofocante, él regresó
a la Alameda del Barrio y allí detuvo sus pasos, detuvo su mirada, y abrió su
expectación, embarazosa, hacia ese quejigo atravesado por una de sus ramas desgajada
e ignoraba si por anónima y cruel mano, humana, o por las de un bronco y
violento levante que expandió su mal humor los días previos, tres recordaba. Antes,
probablemente por algún recoveco inusitado de su pensamiento deformado, reparó
en calle Espíritu Santo en el trozo de una tela anudado a la reja de una
ventana. Aquella fue otra historia de olvido y permanencia, y en esta, detenido
en la Alameda, él no quiso abrir su tensa y abstraída espera al murmullo
maledicente de quienes por allí pasaban y gratuitamente juzgaban su actitud
ensimismada, ida, preocupada, y a los que, de manera increíble, les resultaba
indiferente la imagen del árbol zaherido. Para evitar las taladrantes censuras,
él buscó refugio junto a la fuente donde San Francisco de Asís, en su alto
pedestal, éste sí que, recíproco, advertía de su curiosidad y preocupación en el
pobre quejigo ensartado, a unos metros, en línea recta, enfocando su naturaleza
muerta al confín de la frontera de las Murallas y donde la Puerta de Almocábar
alcanzaba su mayor expresión como Puerta hacia el Cementerio, y de estas
luctuosas cuentas rumoreaban los chorros de agua que causaban una reuma
herrumbrosa a la talla franciscana.
Él aferró los fríos hierros de la cerca
que protege al santo de nosotros, de los muchos y profanos hastíos, manteniendo
la mirada fija en el árbol, en la lanza que lo atravesaba, estimulando a la
reflexión, o un doblez de la misma, tal vez dilucidadora del extraño
sentimiento que le retenía, amedrentándolo, que hormigueaba en sus adentros y
con seguridad se mantendría insolente hasta que de una vez por todas resolviera
su porqué, o su causa, porque su efecto se mantenía, insistía en la
excepcionalidad de todo, ajeno a las tres, no, cuatro mujeres que daban vueltas
en derredor de la plaza, en una gimnasia obligada por los desgastes de unas
biografías apenas o con penas inquietadas, y a la máquina barredora que juntaba
las pocas hojas caídas de un otoño inconsciente o cansado de ser siempre el
mismo otoño.
Tenía que arrancar la mirada no de
sus ojos, sino de muy adentro, del alma. La mirada que tenía que despertar de
un sueño de siglos, pues solo con ella era posible distinguir y aprehender la
visión y la metáfora del quejigo lanceado. Intentarlo, sin importarle hasta qué
punto estaba equivocado, o no lo estaba y con ello penetraba en lo mágico. Él
sabía, no obstante, que ante lo incierto, lo diferente, quizás lo arduo, la
mayoría, como esas mujeres que daban vueltas a sus biografías escritas o los
bufidos y ronroneo atascado del coche escoba, se conformaban con ignorar el
reverso de las cosas, contentándose con la explicación, consensuada o tópica,
que explicaba o rehuía su esencia, la cualidad de su ocultación. Ahora él
intentaba comprender el anverso del significado de esta mártir, insospechada
imagen, lacerante es otro adjetivo que le vino como anillo al dedo o como la
rama en trasunto de la lanza que traspasaba el árbol por su oronda oquedad; por
lo otro, lo esotérico, la espiritualidad o la conciencia de la existencia del
alma, del alma de esta naturaleza muerta.
Era cierto que no importaba quién y
cómo o por qué atravesó el árbol con la enhiesta, larga vara: joven o adulto,
con una guasa inconsciente, espontánea, la rama en el suelo y el boquete en la
dura y negra corteza, en la mediación donde nacía el laberinto de sus yermos ramales,
en uno de los secos nudos que pronto, de llover, se clavetearía de musgo, la
rama que penetraba y permanecía incrustada. ¡Ojo! No importaba quién y cómo o
por qué, el medio, solo su concurso en la escurridiza disposición del destino
que quiso plasmar la señal de su testimonio, o acaso era un toque de atención,
una advertencia, de la naturaleza agredida, muerta. El icónico ¡Basta ya!
El sentimiento. El poder establecer
un contacto perdido con el alma.
Y él sintió que su pensamiento
tocaba firme, simplemente tenía que dejarse conducir por su intrincado anuncio.
Pero se encontró con una bifurcación reflexiva cuyos derroteros eran disímiles
en cuanto a su interpretación, benévola o dura, frívola o grave, del símbolo o
señal o alegoría de la escena, de la imagen. La sublimidad del mensaje.
Sea por la proximidad, pasada o inmediata,
de la consumista efemérides por San Valentín, él se dejó llevar por la
inquisición de otra flecha que hendía un corazón del color de la sangre, y a la
que quiso identificar, como extraída de un carcaj de sentimientos o consejas, con
la lanza arbórea que atravesaba el corazón de un quejigo en la Alameda del
Barrio San Francisco. En la antigüedad a las flechas, a las lanzas, se las
marcaba en la cola para identificar a su propietario, con lo que, ante una
presunta víctima, aclaraba a quien pertenecía la caza. De ahí, pues, la
alegoría en este día de una casposa, sensiblería contante y sonante, de arrojar
una flecha a determinado corazón y, de acertar, hacerse dueño de éste, del amor
o conseguir con la artimaña el enamoramiento ajeno. “Cupido se pinta con una
arco y flecha, un recordatorio de Nimrod que es un “cazador poderoso” Él, no
obstante, desde el prolegómeno de este pensamiento, entendía, o más bien
intuía, que la imagen del árbol sesgado por una de sus ramas no suponía, ni por
asomo, una adaptación de arcaicos sacrificios humanos practicados por los
adoradores del Sol y la Luna, de Baal y Nimrod u otras reminiscencias
mitológicas, ni cruentas ni voluptuosas como podía ser el símbolo fálico de la
flecha penetrando a ese “corazón del amor” y semejante a los genitales
femeninos, la vagina ancestral.
Aun no siendo esta escena de una antigua
herencia tradicional, él entendía, o concebía, tener que quedarse, en la
búsqueda de un significado para su sentimiento, con el aviso, la confesión de
una naturaleza agredida, sometida a la inmolada actitud del hombre que destruía
aquello que le creaba. Entonces él sonrió, no en la actitud cínica de
menospreciar el pormenor de su reflexión, no, de hecho cabeceó una y otra vez
como para sacudirse de cupidos o alegorías del amor a saldo, comercial, sin
importarle la espantada mirada de las mujeres en su voluntad de peonzas
saludables y que pensaban o veían alarmadas en él una locura terrible que le
hacía hablar o gesticular ante o con la talla de San Francisco, y siquiera
ellas mismas relegaban cómo y cuánto se postraban, desollándose las rodillas,
entumeciéndose los dedos en plegarias al santoral allá donde fuese atávico y
menester. Él sonrió porque, aunque el dolor marcaba la curva en sus labios,
cogió la cola no de una de aquellas mitológicas flechas, sino la dilucidación
de la imagen y la letra de su conmoción. Y de ninguna de las maneras iba a
soltarla.
Una nota del ingenio de la
naturaleza, pensó, por hacernos saber del terrible daño con que la infringimos.
Advirtió o se detuvo en una de las
peculiaridades, insinuante y estremecedora, de los quejigos, más en estos, en
este que ya superó el centenario, en los torcidos, oscuros agujeros que horadan
la áspera y dura corteza como cárcavas infernales o secuelas de una enfermedad
como la viruela, o heridas cauterizadas, o máscaras rígidas de grotescos
aspavientos; y aprovechando una de ellas, esta, la Providencia dispuso que
alguien intrascendente cogiera y atravesara con la propia vara arbórea el
tronco socavado. Una naturaleza llena de cicatrices. Él pensó, concentrado, en
aquella geografía lunar de embozos escalofriantes, y fue desplegando la personificación
por cuantas acciones le llegaban a la memoria en las que el hombre devasta la
Tierra, asola la naturaleza. Y, además, por el contrario, o en su defecto, concebía
que incluso en la propia naturaleza, en los mismos y necesarios árboles, estaba
la solución para la inmolación humana en su intrínseco seno, para evitar la
degradación, la contaminación, el cambio climático. Un árbol, ese árbol.
Cuánta tristeza comenzó en él a
carcomer su ánimo, el sentimiento, al asumir cómo la naturaleza hablaba y no la
escuchábamos. Y él asintió ante esta imagen aparecida por ensalmo una mañana de
otoño o invierno, el árbol en la Alameda del Barrio San Francisco ensartado por
una de su propia, quebrada rama. Experimentó el dolor de su evidencia, la
naturaleza que hablaba y no se la oía con consciencia: el aumento de las
temperaturas, el estío que agosta el otoño y el invierno hará igual con la
primavera, el cambio climático, la virulencia de las sorpresivas condiciones o
más bien accidentes climatológicos… Incluso bastó días atrás que la Tierra,
quizás harta de ser ignorada, bostezara de madrugada, un terremoto de 6,3 de
magnitud y con sus réplicas sucesivas, para saltar las legañas de la
autosuficiencia humana, de su arrogancia, y estremecer sus prejuicios para estamparnos,
devolvernos a nuestra fragilidad e inconsciencia.
Tan cerca se está de un límite que puede ser
irreversible.
Con seguridad mañana, o pasado, o
dentro de una semana, cuando la indiferencia, la sordera humana, despertara y
oyera en la excepcionalidad de esta rama que penetraba al viejo quejigo de la plaza
franciscana, de la incongruencia de su permanencia, o de la insoportable mácula
de aquel mensaje ecológico para la conciencia, la de todos, dirimiera el implacable
énfasis y deshiciera, quién, cómo y porqué carecería de importancia, el lanzazo
al árbol; el rejonazo que daría paso al olvido, como el trozo de una tela
anudado a la reja de una ventana, y no echara en cuenta si no a una naturaleza
muerta, agonizante.
Él, sin embargo, alentado por su
vivencia, por su conmoción casi espiritual en esta mañana en la Alameda del
Barrio San Francisco, en el ilustrativo quejigo, como si remedara o insistiera a
John Keats, dejará escrito que la poesía de la tierra nunca muere. El
testimonio, precisamente aquí, de una naturaleza muerta.
F.J. CALVENTE
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