“Poeta es el que
sólo escribe cuando se le ha ocurrido una cosa. Prosista es aquél a quien se le
ocurren las cosas escribiendo”
Me
preguntaba al leer “La noche que llegué al Café Gijón” de Francisco Umbral (Destino,
1978) qué hubiera sucedido si, al igual que escribí en una reseña anterior sobre
José Saramago cuando su primer libro, “Claraboya”, fue desestimado
editorialmente y no se achicó con la decepción, si Umbral, con toda su
gravedad, denuedo y tras sus gafas de hipermétrope, se hubiera dejado convencer
por quienes le decían que se preocupara primero por conseguir un buen trabajo
de funcionario, o en una oficina, un sueldo fijo en definitiva, y dejara para
después escribir lo que le viniera en gana. Sin duda alguna, de seguir este
vano consejo, jamás el escritor llegaría a ser un mito, uno de los prosistas,
aunque no se le tenga en la mención y honor que merece, más importantes de
nuestra literatura. Y no lo hizo, felizmente, ya que cuando él llegó a Madrid
procedente de la provincia, venía de su Valladolid a leer unos cuentos en el
Ateneo invitado por el poeta José Hierro, vino para quedarse y ser escritor,
escritor profesional, a tiempo completo, sin simultanear su creación literaria
con otros quehaceres que aseguraba entorpecían la narración, desbarataban la
prosa. "La primera noche que entré
en el Café Gijón puede que fuese una noche de sábado..."
“El hombre que
escribe sin fe ni voluntad, sin saber por qué ni para qué, pero escribe. Más
que un héroe de Kafka, un antihéroe de Beckett. Eso es el escritor. Porque en
Kafka todavía hay mucha alegoría, muchos significantes. En Beckett, como él
mismo ha dicho, nada significa nada y todo termina en sí mismo”
Umbral
llegó una noche de un año de los sesenta a la puerta del Café Gijón de un Madrid
gris, de pensiones, tranvías y bulevares, al omnipresente centro y foro del
mundo bohemio y literario, uno de los más sagrados cenáculos literarios de
Madrid, con sus famosas tertulias literarias y artísticas conducidas por
grandes talentos de la cultura, cuna de la oratoria y la dialéctica, del dominó
como terapia en el intercambio de fantasías y concreciones. Allí arriba el
joven Umbral con las ideas muy claras y con mucho valor, emboscado por las
dificultades, como se dice en la contraportada del libro: «Umbral evoca sus
difíciles comienzos como escritor, cuando sin apenas medios pero lleno de
proyectos se instaló en Madrid». Ser
alguien en ese mundo de la literatura significaba tener amistades, padrinos,
que permitieran abrir puertas y publicar los trabajos–algo así sigue ocurriendo
hoy en día-. A ello se añade la inexcusable censura y el franquismo, o una
consecuencia del otro, esgrimiendo las acrobacias necesarias para, sin
renunciar a la esencia del escritor, sobrevivir en la dictadura. No lo tuvo fácil Umbral, ni mucho menos, pero
era perseverante contra el desaliento y las escasas perspectivas: crónicas,
reportajes, entrevistas…
voluntarias o rastreras, que le permitieron poder pagarse la pensión en
Argüelles, los plazos de la Olivetti y los bocadillos de calamares y sardinas,
pero máxime a escribir, a escribir cuentos, o a iniciar su primer libro sobre
Larra… “En este pueblo de cafres, el
humor y la metafísica no dan un duro. Aquí hay que hacer metralla política y
mondongo sexual”. Un ejemplo, un modelo, e insisto en que no se le ha dado
a Francisco Umbral el verdadero lugar que merece en nuestra literatura.
“El libro en
marcha le pone argumento a la vida, que generalmente no lo tiene. (...) Se
engaña el que primero se asegura la vida para luego escribir a gusto. La
literatura no es sólo un oficio, sino una forma de vida, y por eso no tiene
sentido asegurarse la vida al margen de la literatura para luego ser escritor.
La obra tiene que estar toda llena del hombre que la hace, rebosante de hombre.
La obra no puede estar hecha de recortes de tiempo y de tardes de ocio, porque
el ocio se le nota mucho a la literatura, y la literatura que nace del ocio
queda siempre dominical y ociosa”
“La
noche que llegué al Café Gijón” no es una novela, pero tampoco un ensayo, es un
libro de recuerdos, una biografía o un anecdotario, una parte de las memorias
del autor magistralmente narradas y la más perfecta semblanza de cuál es la vocación
del escritor, el escribir, con ese estilo propio de Umbral, justo, rebuscado
también, de sorprendente lirismo punteado con un cinismo abrumador y
deslumbrante.
“Lo decía mucho
Cela por entonces:
—Hay que encontrar
la propia voz, la voz de uno. Si no encuentras tu voz personal estás jodido”
Escritores,
pintores, modelos, actores y prostitutas, habitantes todos de cafés y ateneos, redacciones,
teatros, locales, residentes en pensiones, en este o aquel barrio señero,
altivo o humilde, o un piso en el barrio de la Concepción, aquellos desenvueltos
entre el desencanto y el éxito literario, deambulan por el Gijón, por sus
aledaños, en un Madrid opaco, con sus miserias, sus luces y sombras.
Personajes
reales circunscritos unos a la tertulia de poetas, a esa hora vespertina en el
fondo de la sala, entre las dos últimas ventanas, Gerardo Diego, García Nieto,
Eladio Cabañero, Jesús Fernández Santos, Buero Vallejo... Otros sentados en la
mesa de actores, otros a la de pintores, la mesa de los plásticos: Cristino
Mayo, Redondela, Guijarro, Maruja Mouzas, José Luis Verdes, Novillo, Conejo,
Pombo, Bepo, Navarro, Díaz... Y «condición
borrosa y transeúnte», importantísima, es la de las mujeres del café, fijas
y ocasionales, actrices ya entradas en años, como Cándida Losada, Mary Carrillo
o Carmen Lozano; jóvenes, Elisa Ramírez, Sonia Bruno, Mónica Randall o Emma
Cohen. La escritora Ana María Matute, pintoras como María Antonia Dansy y
Maruja Mouzas, la poeta-periodista Elvira Daudet, son algunas de las figuras
femeninas más significadas en el mundo misógino, por lo masculino y los
prejuicios de la época, del Café. Unos y otros arrastrando sus batallas, las
perdidas y las vencidas, sus cuitas, su arte, aparecían allí, en el Gijón, a
comentar de la literatura, del mundo y, fundamentalmente, de la vida, con ese
estilo erudito y puntual que legitima sus más íntimas exigencias y deseos.
Todos son descritos por Umbral con unos frugales esbozos precisos y profundos,
recreados por tal o cual anécdota o detalle del estilo de si este pintor
llegado de París se vende bien, o aquel articulista tardaba una semana en hacer
su columna… Pepe Hierro, Delibes, García Sol, Ballester, García Pavón, Celaya,
Torrente Malvido, Cela, Adolfo Prego y Baldomero Isorna y Otero Besteiro y Luis
Trabazo de la tertulia de los gallegos (“Un
día voy a escribir yo un artículo que se va a acabar esa coña de Ortega”,
expresó Trabazo en relación al intocable respeto al filósofo) o los ya
reseñados García Nieto, Gerardo Diego, o González Ruano al que Umbral acudía a
ver al café Teide por ver si se le pegaba alguna cualidad del maestro, o cuando
Carlos Oroza, aprovechando las obras en las calles de Madrid, bromeaba: “Mira, Umbral, ya están buscando otra vez los
huesos de Machado”, y las no menos virulentas críticas contra Baroja (“La mala escritura de Baroja llega a ser
intolerable. Una señorita le dice a su cortejador: ‘Saldrían ustedes ganando
dejando dirigirse por nosotras’. Esos dos gerundios seguidos y toda la
estructura de la frase son como anteriores a la creación del castellano. Baroja
no había accedido aún a la sintaxis cuando murió”) o Azorín (“Inventó el párrafo corto porque tenía las
ideas cortas. Cómo lucha porque se le ocurran cosas. No se le ocurre nunca nada”)…
todo un fresco y hermoso paisaje y paisanaje del Madrid literario de los años
sesenta, glosado con una prosa como un torrente rápido de juicios personales,
de reflexiones, repleta de metáforas memorables y “sin la iconoclastia necia de los cretinos”. Uno de sus muchos
ejemplos: “Uxío Novoneira era un gallego grande
y lento, un sancristobalón de los bosques celtas, un hombre de mirada llorosa,
bigote empastado y conversación melancólica (…) Estuvo como enamorado, o
encaprichado de Terele Pávez, la pequeña de las Penella (…) Le hizo un poema
donde le decía: ‘Eres tan sábado…’”.
“El estado de mi
cultura era así poco más o menos: me aburrían y me han aburrido siempre los
clásicos de todas las épocas y de todas las culturas, empezando por los
griegos, ya que más que las grandes verdades (que siempre son sustituibles por
otras grandes verdades), yo buscaba y busco en el pensamiento y la literatura,
en todo lo escrito, las pequeñas verdades personales de un hombre concreto y no
absolutamente tonto”
Y,
por otro lado, “La noche que llegué al Café Gijón” es una reivindicación de la
vocación de escribir, contraria a normas o pautas rígidas, fijas, y una de las
razones por las cuales Francisco Umbral es para mí uno de los más grandes.
Tanto es así que a éste le resbala, incrementando mi admiración y ejemplo, la
limitación y condena en el uso de adjetivos y adverbios, demostrando que su
uso, y su abuso, no matan el lenguaje, sino que pueden enaltecerlo. “…me sentía progresivamente heredero del
barroco español puesto al día, con su burla, su metáfora y su hermosa curvatura”.
¡Maestro! En este libro encontramos a un Umbral que ejerce la máxima expresión
de cuanto acabo de subrayar en el sostén del adjetivo: «…tenía un cuerpo limitado y perfecto, concreto y preciso, ajustado y
denso», o «fumaba con una mano menuda,
seca, graciosa y segura», más “literariamente incorrecto” en «Sandra con su modelo parisino, novísimamente
demodé, claro, luminoso, fugaz e indescifrable»; frase incomparable, lo
tiene todo, seis adjetivos, un adverbio superlativo y acabado en mente y,
rizando el rizo, derivado de un adjetivo, para mortal indignación de los
sepulcros blanqueados de la crítica literaria. Me encanta cómo escribe Umbral,
por su juego poético y prosístico, por su lucida ironía y ese desengaño o mal
humor ante cualquier y susceptible escenario o expresión de ser contada.
“Con Juan Ramón
aprendí por primera vez eso que luego aprendería en tantos otros escritores
españoles y extranjeros: Quevedo, Proust, Ramón, Miró, Ponge, etc. A tejer una
prosa densa en torno de una cosa, a sacarle el vaciado en prosa a unas bellas
manos o un rayo de sombra. A condensar la escritura como un ovillo en torno de
sí misma, hasta tener un copo de letras girando en torno de la nada. El poema
en prosa”
Un
libro elegido en mi biblioteca.
“Lo que aprendí de todo aquello es que yo podía
escribir en cualquier circunstancia, con cualquier enfermedad, que me crecía en
el dolor y que la literatura es una autoafirmación, más necesaria cuanto más
tambaleante se encuentra uno por dentro”
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