La mirilla. La mirilla en la puerta donde la desidia mordía con saña, arrancando tiras de barniz verde; al descubierto la madera original, seca y anciana, casi muerta. La primera evidencia de los tiempos de un voyeurismo remilgado y anteriores a los espectros. La mirilla o el testimonio desolado del presente, las venturas entrometidas del pasado, cuando de tanto vaciar las ansias afuera ahora mendigaba una fugaz atención adentro; el deslizar de una ternura que permitiera continuar si no existiendo, porque la devastación del interior no permitía cauterizar las mínimas heridas, las livianas expectativas del fisgoneo, la persistencia de alguna memoria indulgente, regeneradora. La mirilla deslucida o la agotada estrella de seis puntas próxima a su extinción, gravitando en torno a un sol legañoso de óxidos, absorbida por la propia y densa oscuridad de dentro, de la soledad asomada a los abismos de la noche, de la muerte. La mirilla para siempre abierta hasta que la herrumbre la desmenuzara en un polvo de siglos, quizás porque era innecesario abrir o cerrar su musical cierre de fino latón a la expectación de una presencia afecta o tal vez inesperada o las indiscretas por su emoción e intriga. Atrancada, franca por querer y no poder observar, despavorida, al haber consumado todas las miradas del mundo. Resignada por no significar nada. Las miradas volaron y con ellas, aferradas en su incorporea estela, los recuerdos. Quedaban los velos negros de los olvidos, ondeantes, voluptuosos, conclusivos. Olvidos de bienvenida al fin, los únicos que veían adentro y afuera. Silenciosos y ciegos.
F.J. Calvente
(FOTO: Una puerta henchida de olvidos en el Hospital Marítimo de Torremolinos)
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