Todavía recuerdo el día en que comprendí
que la soledad no tenía porqué ser sola, o desolada, o en la mayoría de las situaciones
hiriente. No sé a qué debo hoy el recuerdo de cuando hace seis años abracé a la
Soledad con recuerdos. Seguro que ha influido estar en este tiempo llamado Cuaresma.
Seguro que han mediado los dos magníficos pregones a los que asistí en vísperas:
el oficial de la Semana Mayor de Ronda a cargo de Fray Juan José Rodríguez
Mejías y el de D. José María Palmero Pérez para el Santo Entierro, que me
hicieron evocar al mío o a las conmociones que este me deparó. Seguro mediatizado
por ese maldito chivato del Facebook al abrir, precisamente, otra ventana para
el recuerdo: una foto de 2010, con mi hija Inés y mis sobrinas Alba y Lidia,
vestidas de acólitos, un sábado 20 de Marzo donde pretendí alcanzar el cielo. El
XIX Pregón de la Hermandad, Santo Entierro. Uno de los momentos más importantes
de mi vida, bienaventurado, y complicado por el miedo a fallar, por esa osadía
a contar lo que otros ya sabían con mayor estremecimiento que el mío, en la
contradictoria manifestación de vida en torno a la alegoría más imponente sobre
la muerte. Contexto inolvidable. Seguro inducido por ser hoy Viernes Santo. Seguro
que por todo.
Sucedió unos años antes, cuando
se trastocó mucho o poco mi universo, imponderable; o al deshacerse la
resignación, o lo inútil, al liberarme, desprenderme de las atormentadas garras
de la soledad. Soledad. Aconteció una tarde, en el convento de las Madres
Franciscanas, a esa hora del día insegura por las huidas del atardecer o la
añoranza de las posibilidades rotas de la mañana, dándome las oportunas señales
de que había una manera de despojarse de la soledad amarga, esclava, desamparada.
Sentí cómo el vacío se llenaba con un encuentro, cómo se hacía mi soledad, y me
encontraba, de acuerdo que a través de una imagen, de un icono, de la Soledad
que se hace sola y me miraba de mil aires diferentes para dejarme un mensaje, la
revelación: Ella permitía o refugiaba mi intención de hacer mi soledad, la
propia. Y Salvador Sánchez lo sabía, pero callaba, no podía intervenir, no lo
hizo, me dejó en el umbral, parado, y yo atravesé la puerta, la misma que él se
permitía franquear, sobre todo cuando vestía a su Madre, una vez tras otra; pero
ahora, después de los años, encuentro razón o alusión a aquella su sonrisa
suficiente, segura, confiada.
Una tarde, fría, inconstante, que
no se decidía entre los briosos empujes de la luz blanca del recogimiento, del
invierno, o los tibios dorados del otoño que agonizaba en los esbozos rosados
de un cielo celeste y quieto. La antigua y pequeña sede de la Hermandad en el
Convento de las Madres Franciscanas, en la esquina junto a la casa de Angelita
Aparicio. “Un lugar, también, en el que
los ojos de Salvador Sánchez jamás renunciaron a vigilar la magia de sus manos
en el bastidor, arrancando sortilegios con los hilos de oro, entrelazándolos en
anochecidas de terciopelo, en el palio y manto de su madre Soledad, donde vació
sus ojos y devoción… y su vida, dejándonos su alma eterna en el recuerdo”.
Pasaba por calle Torrejones, una hoja de la puerta abierta, los escalones que
bajaban a la umbría hendida por el flexo de una luz que rutilaba en los dorados
de un manto donde la noche se hacía profunda; donde Salvador Sánchez, como un
pequeño orfebre, demiurgo ante el dislate de una creación infinita, tejía
estrellas, cosía emociones, entrelazaba su vida a Ella. El manto de la Soledad.
Asomé con respeto, con disculpas mi cabeza, entonces no supe por qué, ni aún en
estos momentos mientras lo escribo y atrapa mi memoria. Por aquel tiempo sobrellevaba
mal mi rebeldía juvenil, la suficiencia del adolescente, mis posicionamientos
más presurosos que inteligentes, los que reafirmaran mi personalidad y no
atendían la mella que pudiera infringir a otros o sus circunstancias, las fugas
de la soledad, a no sentirme desgarradamente solo. Algunos de estos perjuicios,
los relativos a la Hermandad, ya quedaron resueltos con el propio Salvador,
junto con otros amigos en una noche en vela, tras los mostradores de la caseta
en una Feria del Barrio. Con todo, los rescoldos de un orgullo ingenuo, el egoísmo
imprudente, hacía que en la calma tras los perdones, pusiera distancia,
alejamiento, recogiera las velas en la indiferencia de los tiempos y los hechos.
De ahí que tanto me extrañara pararme al pie de la antigua casa hermandad como
que Salvador, con determinación, me invitara a entrar. Y entré. Y él, como si
fuera algo normal, como si mi presencia no forzara lo habitual, sin abandonar sus
puntadas con los hilos de oro en el terciopelo negro con cárdenos reflejos,
levantando a mis asombrados ojos su mirada, entre la dulzura de una abstracción
nostálgica y la solidez del carácter arisco, decidió por los dos.
Y allí estaba yo de nuevo,
solícito, al día siguiente en la iglesia de las Madres Franciscanas, anuente, con
mi cámara Nikon en ristre, aguardando sin confrontar a la decisión de Salvador
para que retratara a la Virgen de la Soledad con un pero y ni menos un porqué, para
que yo la retratara. Solo yo, o yo con él, los dos solos en el interior del
templo, en la penumbra que nacía entre sus paredes para acomodar el anochecer
del mundo, la realidad de afuera. No quise ni quiero aun plantearme sobre el fundamento
de acceder, postrarme a la voluntad inflexible de Salvador Sánchez. O acaso,
pienso, la sesión fotográfica fuera una excusa, el medio para que hasta él
mismo, igual sin saberlo, decidiera y yo disparara muchas veces la cámara, y para
que luego descubriéramos el testimonio de un milagro. Algo extraordinario de lo
que apenas alcancé esbozar, comunicar en mi Pregón del año 2010: “Contemplad el rostro de Nuestra Señora,
Soledad. Y permaneced en silencio. Y desde ese silencio, y desde esos ojos que
vuelcan un dolor tan intenso que ni los cielos a los que suplica pueden
contenerlo, encontrad los significados. Vuestros recuerdos. Sentimientos.
Inquietudes. La memoria recogida en estos profundos ojos afrontando lo
perpetuo, más allá de esta sobria cúpula, más allá de esas estrellas que
iluminan el cielo profundo de nuestra tierra, buscando no ya el alivio a su
corazón atravesado por la daga del dolor, sino la luz, el conocimiento”.
Una pausa en estos instantes también
de escritura, hoy a las 17:50 horas del 25 de marzo, Viernes Santo, cuando,
como se ha convertido en tradición, esta mañana me he llegado a la Casa
Hermandad para estar un ratito con mis hijas junto a los pasos del Cristo
Yacente y Nuestra Señora de la Soledad, hermosos y dispuestos para emprender a
las 7 de la tarde la estación penitencial. Allí, mirándola, a Ella, a Soledad, degustando
unas deliciosas torrijas de Eva Sánchez, riendo a las ocurrencias de Miguel
Ángel Domínguez, agradeciendo la atención de José Manuel Torres, me perdía en los
inmensos ojos de Nuestra Señora, colmados por un abismo insondable, alterado una
vez más de sentir el traspaso de un dolor pleno de esperanza, he ahí su prodigio,
el que siempre deja una huella indeleble, unida.
Salvador y yo, los dos solos,
porque Ella, Soledad, en una esquina del altar de las Franciscanas, a la derecha,
con el fondo púrpura de los cortinajes, lo abarcaba todo, pasado y presente, y
un futuro que solo entonces moldeaba la expresión mágica, espiritual, no lo sé,
que de manera fría y mecánica inmortalizaba mi cámara fotográfica en el rollo
de una película Agfa de 400 asas. Fue el principio del fin, de terminar en
aquel interminable adiós con el significado que abren estas palabras, en que la
Soledad no tiene porqué ser sola, o desolada, o en la mayoría de las
situaciones hiriente. Salvador, con el rostro grave, sin duda alguna
emocionado, pasaba una a una las 24 fotografías en blanco y negro que yo rapté
a María Santísima en Soledad. Antes, entretanto yo recogía y abría en Centro
Imagen el sobre del revelado, pasaba a mi vez una a una las imágenes con una
extraña impresión, nada tenía que ver con la belleza de las mismas, que me
inquietaba pero no molestaba, como si en ellas anidara cierta extraordinariedad
a la que no lograba entender o al menos ver. Una de esas fotos es esta que abre
mi introversión escrita, la misma que cerró mi Pregón hace seis años. Salvador,
más tarde, desveló, dilucidó qué era aquello de las fotografías que me
fascinaba y aturdía y no comprendía, el mismo trasunto que en él esculpía la
gravedad en su rostro y puesto que estaba emocionado. La expresión, el
semblante en la talla de Nuestra Señora de la Soledad no era igual en las
fotografías, no era la misma en cada una de ellas, diferentes. ¿Cómo?
Imposible. Y así era. Fui pasando una a una las 24 instantáneas y, sorprendente,
la Soledad cambiaba su expresión, y no podía exclusivamente achacarse al cambio
de la perspectiva, de los matices al tomar las fotos. No, sus gestos, tan disímiles,
irradiaban un abanico de emociones distintas: nostalgia, dolor, consuelo,
esperanza, pavor, tristeza, amargura… Salvador sonrió, seguía estando
emocionado, guardándose las fotos, divertido asimismo por la zozobra de mi
estupefacción, por el detalle, por la indicación, verdaderamente por el portento.
Y es que a la sazón, supongo en aquel
año 1994, como ese rayo de luz del sol que penetra el domingo de Pascua por el
ventanal gótico de la iglesia del Espíritu Santo para rasgar la oscuridad, las
sombras de los días, la pasión en la Semana Mayor, e iluminar a la imagen del Cristo
Resucitado, arrancando destellos en la Virgen de Loreto, al lado, como tras ese
polvo que arrastramos al soplar en objetos que descubren los afectos olvidados,
gracias a Salvador la Soledad me traspasó como Ella traspasa su dolor, en el
corazón, iluminando un sentimiento de afinidad y, sobre todo, convenciéndome de
que nunca me sentiría solo si la mirara, Soledad, el símbolo de mi propia
soledad, de mi propia soledad llena de significado.
Años después, en 2010, gracias a
Manolo Pérez Avilés, Hermano Mayor que me permitió pregonar al Santo Entierro, quise
trasmitir esta reflexión, esta sacudida, en la que los recuerdos que se
proyectaban en imágenes no tenían por qué ser dolorosos; por la soledad que los
guarda, pues al ser compartidos, con la mirada y el corazón vueltos a la
excepcionalidad de la imagen de la Soledad allí mismo conmigo, con todos, en la
iglesia del Espíritu Santo, junto a su Hijo, Cristo Yacente, se transmutan en
dichosos, reconfortantes, recuerdos que erigen más definido el sentimiento de
fraternidad. “Desde la inmensidad de la
memoria… (reconozco que me sentí desfallecer en los prolegómenos del
Pregón, mientras la música de John Debney atrapaba las dimensiones del espacio
y el tiempo, al sentirme y sentir a todos los presentes, muchos, muertos,
muertos en soledad, como si esperaran de mí, de mis palabras, llenar la soledad
de sus momentos presentes) Trataré de
enviaros mensajes indescifrables que se desvelarán en vuestro recuerdo de
soñadores. En nombre de esta Hermandad caminará mi alma por estas palabras
mudas, por este universo de amaneceres y crepúsculos, de imágenes, hacia el
Barrio desnudo, hacia su esencia inefable. ¡Fecunda tierra, pródiga en retratos
sublimes! En muchas de sus facetas, Feria, verbena, Semana Santa… En Semana
Santa resuenan poemas que nadie ha escrito. Y por estas fechas se intentan. He
aquí. Quede libre la inspiración para que los soñadores, garantes de lo eterno,
vuelvan a recordar con reverencia, con sentimiento, el nombre de este
Crucificado yacente y de Nuestra Madre en la Soledad, vuelvan a recordarlo
desde este horizonte fraterno: ayer, hoy, mañana. Y que esos mismos soñadores
celebren desde las Imágenes hasta el Convento, desde los Molinos a la Virgen de
la Cabeza, y desde allí al Espíritu Santo, el rostro de Nuestra Madre; que
habrá de ser loada, y cantada, por toda la eternidad de la belleza, del dolor,
y de la luz. Aquí estoy, y voy a intentarlo”.
Y hoy, conducido por mis
recuerdos, algunos os he revelado aquí, acompañaré a mi Virgen de la Soledad;
porque en medio del silencio, o de la sintonía fúnebre, morirá el tiempo y me
hará sentir que no estoy solo.
F.J. CALVENTE
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