¿QUIÉN
DISPARÓ CON EL RETRATO DE DORIAN GRAY?
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¡Con este mismo libro le pego desde aquí
en la frente y verá cómo se da más prisa! –exclamó el hombre ante la sorpresa
de todos, con mayor espanto por mi parte porque tras coger mi libro, sin
arrebatármelo, amenazó con este a la enfermera que cerró pronto la puerta.
Entonces fue cuando
recordé esa foto de arriba. El día en que mi hija Inés descubrió a Oscar Wilde.
Viernes 13 de mayo.
Un día de “iluminadas” resonancias
marianas. No me encontraba, sin embargo, en templo cristiano para, según se
precie, conmemorar tal vez el milagro de Fátima en Portugal, cuando la presunta
virgen se apareció en 1917 a tres pastorcillos en Cova de Iria, ni en otro
lugar que acogiera celebrar, Lourdes, Medjugorje, Garabandal…, estas
apariciones religioso-inexplicables o, más apropiado, anomalías a lo Encuentros
en la Tercera Fase con o sin Spielberg o a los Expedientes X con o sin la
pareja de marras. No. 9:30 horas y estaba en el hospital, o en el exterior, en
un casetón habilitado para extracciones de sangre en el recinto externo del
Hospital Comarcal de Ronda. Un control rutinario para ver cómo estaban mis
niveles de anemia, triglicéridos, colesterol… instado por la “médico de
cabecera”, entrañable apelativo sustituido por el insípido “médico de familia”,
y para sopesar la intensidad de la declinación física en los que andamos
próximos a la cincuentena o apuntalando ya los andamios.
Un número, fijo, rojo, enfático,
00, en el visor digital como un ojo mefistofélico clavado en la pared, avizor
de las existencias de los allí presentes y los que vendrían para resignarse a
su criterio. Miré el papelito que acababa de coger, -18, como el que hubiera
cogido en la pescadería, en la carnicería, en Correos. Dieciocho los que me
precedían. ¡Ojú! A esperar. Abrí el libro que me había traído ex profeso, “Fahrenheit
451” de Ray Bradbury. Un solo párrafo,
no más de diez líneas, que releí una y varias las veces sin entender qué había
leído. No me concentraba. Nadie leía. No podía leer, apoyado a una de las dos
columnitas de acero que sostenían el frágil techadillo de entrada a la caseta
vampírica, la de “sacar sangre”, afuera, dentro estaba lleno, y hacía frío.
Una mañana gris que
apagaba hasta el fresco verdor de los campos que se abrían al frente, las
montañas lívidas, congestionadas, ribeteadas por una niebla como espuma de
afeitar, dramatizaba la tormenta en las alturas, habitual en los últimos días,
una atmósfera de hinchada carencia, como si la mañana congelara el sueño de la
noche, amortiguada al igual que el paso de gatos de variado pelaje, de todos
los tamaños y edades y sigilos que pululaban por aquí y allá, de cónclaves en
los contenedores de basura y en las terrazas de las habitaciones bajas. Nada,
imposible, no podía leer, distraído por la parsimonia de los números y la
paciencia de los pacientes, hipnotizados en su cadencia, resignados a la
enfermedad o a su aparición. También me parecía ser una “rara avis” con mi
libro, solo yo, y al que miraban y me miraban sin al menos disimular el gesto
de aburrida sorpresa, de rareza, inclusive de rechazo por lo inusitado de leer
o intentarlo allí y con ellos que no lo hacían y maldita la gana que tenían aún
de interesarles. Sacudí mi pensamiento, o mi sensación, con la cabeza, para
repartir rápidos vistazos en el trasiego de personas que acudían a las
“Consultas Externas”, la calmada actividad de la lavandería en el edificio de
enfrente, columnas de vapor o algodón que se desmoronaban o deshilachaban en el
empuje de la húmeda atmósfera, cálculos y repasos y retranqueos del personal de
mantenimiento en sus singulares tentaderos, furgones, coches sanitarios,
errantes presagios de unas nubes grises, la salmodia sibilina en los altos
árboles, esporádicos médicos o enfermeros con ondulantes batas como grajos
blancos que diagnosticaban tenebrosos anuncios. Distraído para que no fuese tan
cargante el tiempo, la espera. “Lee”, me decía y con la misma prontitud me
inhibía.
Lentitud. Personas
mayores, ellos. Eran cuatro, con gorras, con paraguas que sostenían en el
regazo, abrigados, sentados, rígidos en los duros asientos de plástico, ¿no
será aquella demora ambiental un paralelismo con el hecho de tener que
despojarse de tanta ropa para que pudieran ser penetrados, dejarse perforar con
agujas sus duras venas en los desnudos brazos? Sus ojos subrayaban la
caligrafía del cielo: grises, brumosos, nostálgicos. “Hombres de rostros
quemados por mil fuegos reales, y diez mil fuegos imaginarios” Una mujer, más
joven, cincuentona, de pelo corto, alta, decidida, simpática, que sale a fumar
y dice: “a echar una cigarrá, que me da tiempo a morirme y a resucitar dos
veces”. Ojeada socarrona a mi libro que buscaba con ahínco el cobijo de la
axila. Personas mayores, ellas, con repasos de escáner o radiográficos,
meticulosos, descarados, alguna sonrisa en el mentón fruncido, una mezcolanza
de colonias destiladas hace cientos de años. Toses. El 3 que equivale al 113, “me
cachis en diez” “¡Ay Dios, llévame pronto!”. Un muchacho impaciente, tenía que
estar en El Ferrol, pero necesitaba conocer su grupo sanguíneo con tal urgencia
como trascendente calcular un nuevo algoritmo matemático. El acento era de
militar, de no estar curtido en ninguna batalla, de extraño aire, retraído,
flequillo recto como un tajo en la palidez de su rostro. “Nos vemos, espero”,
saludaba a otro, conocido o compañero, alejándose con premura. “No creo”,
respondió de espaldas, casi a la carrera. El tímido encogió los hombros, inocuo,
y miraba sin mirar su teléfono. Yo miré de nuevo a las mujeres, a las ancianas.
Sus manos entrelazadas, activas en dos de ellas como si enumeraran las 59
cuentas de un imaginario rosario y rumiaran los veinte “misterios”, con sus
padrenuestros, glorias al padre y avemarías. Los bolsos voluminosos colgaban de
antebrazos de piel parcheada, enharinada y cuarteada, árida y con manchas
geométricas marrones en una señal, similar a los anillos en los troncos de los
árboles, del vuelo de los tiempos. ¿Qué otros “misterios” celosas guardaban en los bolsones? Sorprendería en esos un
libro, no del tenor del mío, cualquiera que les permitiera ejercitar la mente y
mantener a raya a ese espectro terrible que les hurtaba hasta el paraíso de sus
propios recuerdos. Desprecio. Miré de nuevo a todos y a ninguno, recordando una
frase, bastante oportuna, de Oscar Wilde: “El mundo llama inmorales a los
libros que le explican su propia vergüenza”. A lo que luego no pude entender,
ni someter, fueron los estremecimientos de un temor aunque cercano, indefinido.
Dos muchachitas, de
cuarto de la ESO, suponía, dos adolescentes alteradas, de miradas sufridas, de
rastros huidizos, de recelo, de sentimientos desarraigados, no era aquel un
lugar para ellas, para nadie. Una, de grandes ojos oscuros magnificados por un
ingenuo rímel, con el pelo largo, negro, suelto, alisado con plancha; en la
otra recogido hacia atrás en un moño sujeto por pinzas que rebotaban la
tristeza de unos fluorescentes muy cercanos, nariz como un botón, salerosa,
ojos oblicuos, verdes, muy juntos. Estrechos “leggins” negros de Decathlon,
deportivas de marca, sudaderas grises, “GAP” y “OBEY Worldwide” respectivamente.
Sujetaban ora contra sus torsos, ora contra sus caderas, unas carpetas que
adolecían, los tiempos, las modas, los desusados recortables de estrellas de la
canción o de agraciados actores de los que no visionaron película alguna. No
tenían libros de texto, al menos. Solo aquel destierro desdeñoso.
Una mujer salió de la
caseta para apoyarse en la pared metálica junto a la entrada, a escasa
distancia de mí, intranquila, ansiaba como el aire fresco de la mañana y no
necesitarlo para nada, pasados los treinta, atractiva, como de estatua clásica,
pero, creo, del Partenón de los Testigos de Jehová. Su rostro albergaba una
bella ausencia, como una de esas profecías fallidas del fin de su culto o
religión o cuento, inexpresiva, nerviosa acaso en su búsqueda obsesiva de un dios
presente, presente en cualquier lado, y sin embargo siempre escondido, o en la
metáfora de otra parusía inmediata, a lo mejor en la enfermera que la llamaba y
así era anunciada por el número, el -13, precisamente en día tan señalado y eso
que sus cófrades ni adoran ni veneran a la madre de dios. No llevaba ella, ni
para entretener la espera, alguno de esos ingenuos panfletos intitulados “La Atalaya”
o “¡Despertad!”, con los que pretendían
alejar sus miedos, la fe en fuga, y administrar la curiosidad acólita de los
que pretendían captar; en disposición o formación de dos como la castiza
Benemérita; y asegurar que Jehová, su demiurgo por la “gracia” de un iluminado
o estrellado, un tal Taze Russell, estaba presente hasta en la bendición de las
lentejas con chorizo, sangre eres y en sangre te convertirás, permisible en extraer
la sangre de sus fieles, pero inflexible con las transfusiones y aunque se
resignasen a ser llamados a su lado, en otra de tantas estupideces sectarias.
Ni “Atalayas”, ni biblias, ni juntos los 66 libros hermenéuticos del “opio del
pueblo”, reducidos en un tenor de sus descontroladas neuronas… “¡Despertad!,
cojones”. Hasta estos, con sus pintas de empollones de los años setenta, daban
la sensación de anatematizar la lectura, al libro, como un engendro del maligno
o como estaba escrito en una de las páginas del mío: “Si escondes tu
ignorancia, nadie te herirá y nunca aprenderás”
“Angosta es la puerta y
estrecho el camino que conduce a la vida, y pocos son los que la hallan” No
fueran estas las palabras sino otras: “Si la puerta no se cierra, es imposible
que se caliente la habitación”, dijo con irritación no Mateo el Evangelista, ni
menos Bradbury al que acaricié y señalara a todos, y acertado, que nadie oyó, de
“Calidad, textura de información... tiene poros, tiene facciones... Cuantos más
poros, más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada
hoja de papel... Los libros... Muestran los poros del rostro de la vida”, sino
la enfermera que asomó su gesto avinagrado por el vano del otro módulo
prefabricado en el que se nos hurtaría un poco de nuestro fluido vital. Mirábamos
la puerta, los de dentro y los de fuera. Tenía razón la enfermera, por
supuesto. De hecho, hacía más frío dentro del armatoste de estructura de acero
auto portable que en la calle, a pesar de estar protegido con una imprimación
antioxidante y pintura mineral, de cerramientos fabricados en panel sándwich y
ejecutados con dos chapas de acero con alma de espuma de poliuretano que
garantizaría su aislamiento térmico y acústico. Runruneaba un aparato de aire
acondicionado, no era Fujitsu, no concurría el silencio. Nada, ni un
calorcillo, ninguna sensación de tibieza como la de pies que rozan a otros pies
bajo las mantas, a lo mejor por estar la puerta abierta. Pero muchos son, éramos,
los de la espera; y la otra sala de espera estaba lejos, algunas muletas
disuasorias a consejos, a la distancia, y al mismo frío. Esperar. Entrecerramos
la puerta, dejamos libre una rendija por la que los de afuera nos asomábamos al
oráculo de los turnos. “Ya se nota el calorcito”, atestiguaban unas voces de
adentro.
Con indulgente envidia reparaba
en los que me precedieron y ya salían, marchaban, hombres y mujeres, mayores y
jóvenes, niños, … sujetándose el antebrazo, a la derecha o a la izquierda,
presionando en la incisión, la venopunción, por la que penetrara la aguja y
extrajera la sangre de una de las venas situadas en la fosa cubital del brazo. “Era
como una de esas afables figuras de un espectáculo o representación cuyas
alegrías parecen remotas, mientras que sus penas conmueven nuestro sentido de
la belleza con las rosas rojas de sus heridas” Palabras que no leí entonces,
sino que recordé no sé por qué y, con temblor, ni a quién pertenecían. Otra
auxiliar de enfermería, de blanco, con rebeca azul raída, destacaban las bolas,
las pelusas plomizas aferradas al tejido, entraba en el funcional y
destartalado módulo sanitario. Mujer no muy agraciada… fea; ni atemperada por el
“eau de parfum” Euphoria de Calvin Klein que desprendía y dejó como una estela
de ensueño si cerrabas los ojos e imaginabas cualquier señuelo placentero y
lejano a lo lóbrego del momento presente; una fragancia más a madera que
floral, exótica, la que no sé por qué rezumaba orientalismo, a caramelo,
pachuli rebajado, la que dejaba una sensación cálida, vibrante, y a pesar de
ser una imitación con seguridad comprada en un supermercado de barrio o en los
“chinos”. Hay salarios que no estiman estos insinuantes dispendios. Y si se
permitieran un mínimo capricho, con seguridad no se trataría de un libro, ni
siquiera alguno de los románticos escritos por su compañera Fifi López; y sin
atender que en estos, en sus historias, o en particular la de Valentina en “Los
Canchos”, experimentaría sensaciones igual de gratificantes que el perfume, el
fulgor de una joya, el incendio de un crepúsculo en el Caribe, o un espejismo
en las arenas del desierto. “Vivimos en una época en la que ciertas cosas
innecesarias son nuestras únicas necesidades”, volvió la cita literaria de
autoría incógnita, de acuerdo que por poco tiempo. Al momento salió la
enfermera… fea, con una bandeja o batea con los tubos etiquetados de las
muestras de sangre, supongo que camino del laboratorio u algún otro lugar
secreto en el que se estudia la vida alienígena o el control de las plagas
bíblicas, y por cierto servicio de “inteligencia” de los que acostumbran a
controlar y experimentar con las rutinas de nuestras existencias.
Trepidaba el musiqueo del
paso de un número a otro en el ojo cuadriculado en la esquina derecha de la
puerta, indicando el turno en cifras rojas. Las voces aumentaban su timbre y
cedían, subían y bajaban. Una risa disimulada. Una tos de compromiso, para
iniciar o cambiar el tercio de algo. Una viuda, sea de negro, enfatizaba entre sus
prominentes pechos un medallón con la foto de un joven; quizás no fuera viuda,
o tal vez sí, enlutada por un hijo, por un hermano, muerto y recordado en una
medalla que estaría contraindicada para las cervicales, y ya excesivo peso
soportaba con la gravidez de sus tetas colosales. De improviso pensé en el
retrato, o en otro retrato con la impresión de haberlo visto o vivido con
anterioridad, y ahora, con desazón, no recordarlo; pero no por el objeto, en la
metáfora o un extraño recordatorio de que en aquel veíanse, con consciencia,
los efectos en un alma afectada por vicios y pecados, excesos y despilfarros,
como si… envejeciera y desfigurara el retrato de alguien que no era otro que
tú, yo, cada uno de nosotros o cada uno de los que leéis en estos momentos mi
relato; y en el cual miras, miran, miramos la degradación que no nos afecta sin
reflejo de por medio. Lo cual, unido a la alegoría del luto de la viuda, madre
o hermana, la pérdida de un afecto, de un amor que entroncaría con el resultado
por esa vida dilapidada y en una condena de infelicidad para siempre. ¿Qué? ¿Dónde
antes? ¿Fausto…? ¿Dorian Gray…?
De negro, no creo también
viudo, un muchacho, con gorra de las de New York xerografiado, barba rala, de
cubista peinado con los laterales de la cabeza rasurados y un reguero profuso
de pelos elevados con gomina en un flequillo como una ola impetuosa, cazadora
de cuero negro, pantalones de pitillo negros, mocasines negros, mirada negra.
Se incorporó del asiento colectivo una mujer de silueta resonante, de campana,
falda oscura, blusa rosa, caderas rotundas, nerviosidad en los dedos, oculto el
rostro. Indecisiones desesperantes. Atisbos consensuados de los sedentes en un
punto indefinido del suelo de chapa, para luego, fugaz, dirigirlo en cualquier
movimiento, o sonido inesperado, con atención en el visor electrónico de la vez,
tal si les hurtaran un momento mítico. Yo estaba ya dentro, junto a la puerta,
al lado de otra cerrada y, según su rotulo arriba, conducente al aseo. Leía, o
lo intentaba. Y al momento sentí ser observado con fijeza, con juicio, por
alguien que acababa de entrever su apariencia y al que me volví con extrañez. Un
hombre de cuello hundido, con gafas, boca entreabierta por la que se abría paso
un resuello arrastrado, pantalones veis de pana, pliegues duros, quemados, en
la cara, fornido, un reloj aparatoso, antiguo, que sobresalía en su muñeca
peluda, simiesca, las mangas de una camisa de algodón, la pelliza de un color
azul, casi negro, ... Vi su perfil cuando asomó la cabeza dentro, mecían quebradizas
algunas canas en el flujo del aire acondicionado. Alguien muy familiar, o provocador
de una emoción intensa. Un escalofrío recorrió mi espalda. Miedo. Esa mirada
satisfecha con haber vaciado el cielo de sus adentros y reflejar las llamas de
su infierno absoluto. El retrato que se resquebrajaba porque era arrojado
contra algo, contra alguien. ¿Quién era él? ¿Porqué?
“Hay otros que están
peores”, “Eso no es nada”, “Mejor coincidir en calle la Bola”, “Ya me toca”, “Qué
lento”, “A ver si sale el sol, estoy helaita”, “¿Quién tiene el 15?”, “¿Y el 20?”,
“Pues yo oí en el Charry no sé qué de la contribución”, “Mañana es la misa del
mes”, “La pobre va a quedar para vestir santos”, “Yo voy detrás de aquella
mujer”, “Tiene que coger el número”, “¿Quién es el último?” “Usted que acaba de
llegar” … Diálogos de las esperas, para no sentirse desamparados, desconfiados
de las atenciones, recelosos del turno, espacios en los que la soledad era
contagiosa, e hiriente. Miré la ventana con barrotes de aluminio, de blanco
desteñido, sucias salpicaduras en el cristal, ¡tuum! del aparato de aire. Después
leí un cartel: “Aviso a los usuarios. Para garantizar la intimidad y la
comodidad de los pacientes, solo se permitirá la entrada del paciente…” Fuera
nos masificábamos, como ovejas en el matadero, como a las puertas de unas
rebajas; probablemente para que, en estas estrecheces, en ocasiones
asfixiantes, dejáramos atrás los nervios, la aprensión por las pruebas médicas,
viciarnos de cierto valor humano. No dejaba de ser una excusa, un consuelo.
Refugié mi percepción en Bradbury,
en una página del libro, y aun así me llegaron unas frases de Oscar Wilde que
comenzaban a preparar el terreno, a plegar un recuerdo de ayer en el momento
actual, el pasado presentado de improviso como un hijo pródigo que aparece a la
hora de la comida, o esa sensación de ser mirados y comprobar la certeza
directa entre un montón de posibilidades, a cruzar de una memoria a otra bajo
un criterio insondable, o quizás yo no me encontraba, suele ser la pauta
general, en la vibración necesaria para vislumbrar y entender su significado: “…
la gente tiene miedo de sí misma. Han olvidado … el deber que uno tiene consigo
mismo … privan de alimento a su propia alma y están desnudos”. La Plaza del
Socorro. Mi hija Inés… Levanté la mirada de la novela a la salida de la
enfermera tras una paciente que se sostenía un algodoncito donde la punción en
el antebrazo. Era mi turno, pero el marcador no pasó del -17 al -18. Y con todo
continuaba recordando: Dos euros que volaron de mi bolsillo. “El retrato de
Dorian Gray” … “Si no cierran la puerta, la habitación no se caldea”, amonestó
la enfermera de gesto avinagrado. “Podían darse un poco más de prisa…”, increpó
una señora de peluca más azul que gris, sin cejas, con la poca convicción de un
susurro que resultó inaudible para casi todos, en particular para la sanitaria
que no la oyó, y que guardaba el recelo de esa Juana de Arco de los impacientes
ante cualquier sibilina venganza o agravio como que la aguja de las
extracciones atravesara su vena o la desangrara complacidamente. La Feria del
Libro… ¡Como unas casetas de tiro! Y para cuando el recuerdo se materializó, o
presentó su completa fisonomía, en un “déjà vú” tan real, en una insistencia
del tiempo que se gustaba y a mí me esclavizaba, regresó el hombre con su
sensación familiar y temerosa, para, reiterando cuanto ya sucedió, coger un
ángulo de mi libro y decir aquellas palabras que terminaron por abrir el
recuerdo y mi pavor por lo que acaeciera:
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¡Con este mismo libro le pego desde aquí
en la frente y verá cómo se da más prisa! –exclamó el hombre ante la sorpresa
de todos, con mayor espanto por mi parte porque tras coger mi libro, sin
arrebatármelo, amenazó con este a la enfermera que cerró pronto la puerta.
Ni así viniese Fausto, ni
Dorian Gray, ni otro prototipo de la eterna juventud para imbricar, continuar
con el antecedente de este relato que para nada tiene de temática faustiana y
tal vez mucho de literaria, o de reivindicación de la lectura. No, y aun no
siendo una historia de terror gótica, o según y cómo se mire y por la tensión
que rezuma en determinados tiempos de este cuento real, hay un después
contextualmente deportivo para confluir, ahora sí, en un retrato romántico. Fausto
no, pero el demoníaco hombre de impulsos agresivos por cierto manejo demencial
de la literatura, de su concreción en los volúmenes de hojas escritas como
armas arrojadizas, de concretarlas, o al menos eso intuía, en “El retrato de
Dorian Gray”, en una singularidad inexplicable, ni mucho menos aleatoria, para
cambiar el rumbo de lo que en ningún caso tuvo invocación y vocación literaria
y bastante de ira personal; si bien en sus salidas ofensivas de hecho se
observara la corrupción de su alma como el personaje de Oscar Wilde. Y del
mismo modo eran factibles los paralelismos entre la decadencia de la sociedad inglesa
en la novela bajo el reinado de Victoria I con esta Ronda apática con nuevo
gobierno municipal de la socialista Teresa Valdenebro, tripartito de un PSOE del
trébol más que de la rosa y ex andalucistas o lo que ahora sean y comunistas de
la izquierda unida mojados por el atractivo “sorpasso” del otro Pablo Iglesias,
que desbancó del “Sunset Boulevard” de Plaza Duquesa Parcent a la Norman
Desmond (Gloria Swanson) del populismo tópico y afectado, la “PoPular” Maripaz
Fernández en el “crepúsculo” ya no de Wilder o tal vez de Bendodo; y, justamente,
con toda la carga adjetiva de vanidad, arrogancia, moral perversa y retorcida,
despechada y taimada, como uno o todos los vicios de los que se contagia y
contemporiza Dorian Gray. Y en este “quiero y no puedo”, o en este “Si no
quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no lo preocupes
mostrándole dos aspectos de una misma cuestión. Muéstrale uno.”, remataría
Bradbury, la decadencia de una sociedad donde la lectura, o su incentivo,
fenece junto con su aspiración. Un hombre, al caso, que se dejó ver no por un
pacto con el diablo para conseguir la eterna juventud, tampoco ante un espejo o
en el retrato que Basil Hallward pintó del joven y bello Dorian Gray,
convencido éste de querer la eterna juventud, y ya que la belleza era lo único
emérito del mundo, de ver cumplido su deseo de no él, sino el dibujo del lienzo
el que envejeciera, por sus excesos incontrolables, dañinos, y los que, en otro
orden de las cosas, o lo que nos tendría que importar acerca del malvado
personaje del casetón del hospital, hubiese sido hasta menesteroso, bienvenido,
para que en lo instintivo, en lo catártico de sus acciones, devolviera la
atención que merece, y exige, la literatura, el libro. Un libro, dicho sea de
paso, que aprovechara la exaltación de los sentidos, de la belleza reclamada
por Lord Henry, y escanciarla con dispendio en las historias de sus páginas,
ajenas, eso sí, al hedonismo del protagonista y del placer por el libertinaje y
perversión del otro, de Dorian.
El mismo hombre mayor al
que vi, libro en mano, al día siguiente, 14 de Mayo, al paso de una de las
pruebas deportivas más importantes de Andalucía. La competición organizada en
Ronda, la que para la televisión de los andaluces, Canal Sur, como si se
tratara de un apacible rebaño de cabras que cruzara indolente la autopista de
la Costa del Sol; es decir, indiferente para Juan y Medio y para el otro medio
de un folclorismo casposo y ridículo, sin importancia mediática o informativa o
meritoria de una copla ensalzada en sublimidad de su esencia comunicativa.
Ominoso el silencio a los 8.000 hombres y mujeres llegados a Ronda de todo el
mundo y a la búsqueda de sus encuentros consigo mismos, con su leyenda
personal, en el desafío deportivo.
Allí estaba él, en la
acera de enfrente a la mía. Presté atención al individuo, como lo hizo Oscar
Wilde en uno de sus personajes presentes, me estaba ya obsesionando
con estas alusiones; es decir, lo observé “con el extraño interés por lo
trivial que desarrollamos cuando lo verdaderamente importante nos atemoriza, o cuando
nos conmueve una emoción por primera vez y no logramos exteriorizarla, o cuando
un pensamiento que nos aterroriza pone cerco de súbito a nuestra mente y nos
apremia a ceder”. Sábado de una tarde azul, fogosa, luminosa, ahíta de energías
y asombros, de sacrificios y glorias; inhabitual a los últimos días. Calle
Imágenes, en el Barrio San Francisco, en esa intersección de espacios y tiempos
que aúnan lo mítico con lo cotidiano. Yo tenía la espalda apoyada en el muro de
mampostería que abre más que cierra la subida, o bajada en otra perspectiva muy
distinta, de calle Imágenes con Prado, la curva tímida, decidida, que si desde
allí parece vaciarse como un afluente en la alameda de San Francisco, esquiva
el solaz plano de árboles, piedras y mármol con el telón de la cal de las
casas, para aventurarse hacia la ciudad en la rigurosidad, y sinuosidad, de las
murallas, al socaire del baluarte del Castillo y en el respiro de una pantalla
de pinos y eucaliptos, de rincones ajardinados en los que se solazan la sobriedad
de la arquitectura antigua, iglesia del Espíritu Santo, murallón, y la luz, la
distintiva luz de esta ciudad soñada. Lugar idóneo para disfrutar, y animar a
los atletas, en aquella hora solo a ciclistas que culminaban el último
kilómetro de los “101 Km. en 24 horas” organizado por La Legión, en el postrimero
y titánico esfuerzo por la empinada subida de los Molinos. Músculos tensos,
salpicados de barro, de sudor, el dolor en sus facciones, el brillo de la
heroicidad en sus ojos, pedaladas, cambio de piñón, pedaladas, aplausos,
ánimos... El espectáculo era hermoso, siquiera más intenso al estar alentado
por el fervor de quienes, junto a mí al pie de asfalto, vitoreaban a los
deportistas. Una sonrisa de satisfacción, y admiración, al extenderla en la hilera
de los otros espectadores y animadores de la prueba, en la otra orilla de la
travesía; hasta que decayó mi mueca feliz cuando advertí en él, con un pie
apoyado en la torre semicircular de la muralla que refulgía en el dorado de la
vecindad del ocaso. El hombre de ayer que quiso arrojar mi libro contra la
parsimonia de una enfermera. Y en ese momento era él quien tenía un libro en la
mano. Un libro de color verde aceituna. Y una sonrisa artera en sus labios,
concentrada en el paso de los ciclistas, quizás esperando al que pudiera ser el
“blanco”, ¡No, por favor!, de su “arrojo” literario.
No hace falta recalcar en
que la exhibición deportiva dejó de tener mi atención y diversión por el miedo
a lo que aquel desequilibrado pudiera hacer empleando su libro como arma para
derribar a alguno de los ciclistas o lesionarlos o cuanto menos
desconcentrarlos. El mismo miedo que me impedía plantear la causa para su chifladura,
muy peligrosa por cierto. De ahí que, por esa cobardía pareja al temor, decidiera
poner espacio y olvido de por medio, al igual que hice o tal vez soñé o pensé
en un contexto similar y con su mismo factor exponencial y adverso. Subí por
Imágenes, alejándome del desasosiego provocado por ese inicuo hombre o a lo
mejor merecería serlo, deseoso de recuperar mi entusiasmo e interés por el
desarrollo de la competición. Me senté en el murito al pie de Imágenes que colinda
con la parte escalonada de Espíritu Santo, en el último requiebro acusado antes
de tomar la calle su subida algo más diagonal y encajonada entre la pared de El
Castillo asfixiada por un matorral infame, y el lienzo de lanzas de yerros y
enredos del talud hacia unas montañas redondeadas y de mieses de verdor claro, desvistiéndose
de primavera para enfundarse en el pajizo del estío, y en un extremo la
parábola armoniosa de las murallas del Carmen y el asentamiento urbano de la
ciudad. No sé si fueron horas las que permanecí en ese lugar observando y
animando a los ciclistas y a los primeros marchadores tras nueve horas de
batalla. Tampoco recuerdo el motivo para hacer una pausa en mi seguimiento de
los “101 km en 24 horas”, fútbol televisado o algún otro quehacer doméstico, y
desandar los metros que antes tomé provocado por el miedo concitado por un
hombre al que no vi, ya no estaba, junto a la torre de la muralla y entretanto
insistía, con sonrisa artera, en la presión del libro en su mano.
Él no estaba, pero sí un
libro, tal vez su libro, en la otra acera, enfrente donde el personaje ido
acechaba, acosaba y yo temía y rogaba con que no hubiese ejecutado nada. El
libro, no obstante, abierto en el suelo, con algunas de sus sepias hojas
arrugadas, pisoteadas, como el cadáver de una paloma con las alas abiertas,
mostraba la evidencia de haber sido arrojado con ruido, con furia, con rabia, y
siquiera más doloroso de no tener a nadie que mostrara y postrara su compasión,
su ayuda por cogerlo, quitarle el polvo, humedecer los desgarros del cartón por
su empellón contra la piedra y antes… rogaba porque así no fuera, antes contra nada.
Por eso quise acariciarlo para devolver el calor de su historia en unas letras
que parecían desleírse como el día en el crepúsculo, rescatarlo de su abandono
entre colillas de cigarrillos, cáscaras de pipas y gusanitos, envoltorios y
chicles; humillada la dedicación, esfuerzo y sueños depositados por un escritor
y por los lectores cuyo hálitos mantenía una ligera brisa que estremecía la
voluntad de sus páginas, para morir como se tiran los sueños por el sumidero de
la resignación, las ansías por la apatía, y el consuelo por el mismo
desconsuelo. Me agaché y cogí el libro, con mimo, con ternura, desprendiendo la
suciedad aferrada en sus tapas, las que dificultaban que lo consolara y lo
llamara por su nombre. Seguro que era el libro que llevaba el desalmado hombre,
el libro de color verde aceituna, y al que odié por arrojarlo, con ruido y
furia, y deseaba que sin daño alguno, salvo el ocasionado a aquel, a deportista
o espectador. Adopté al libro, ya mío, y me lo llevé para que compartiera
espacio y curiosidad junto a otros de los suyos, en las estanterías de mi casa,
en los vasares de mi intelecto y corazón. Antes pregunté, con el alma en vilo,
a un policía local primero y a un soldado legionario después, si se había
producido algún incidente o accidente justamente allí y en el que se hubiese
visto infligido algún deportista u observador. No les constaba. No fue
suficiente para calmar mi incertidumbre, mi desaliento. Busqué el desahogo, y
lo obtuve, en el tacto, en el olor, en el sentido de las letras del libro que
como un bálsamo me correspondió con generosidad, a manos llenas o con sentidos
plenos. Sentí “que el libro escondido latía como un corazón en mi pecho”, y al
que llamé por su nombre, “El ruido y la furia” de William Faulkner, de una
colección de Premios Nobel de la Editorial Planeta de 1973; y al que oí en
tanto atravesaba la alameda hacia mi casa: “Antes se reconocía a un caballero
por sus libros; ahora se le reconoce por los que no ha devuelto”. Nunca nos
separaríamos.
“Salí hacia la luz del
sol, reencontrándome con mi sombra”. Pasaron los días y con estos el olvido de
los sucesos acuñados por una persona inestable que todavía, en mis
estremecimientos, la ansiedad por una intuición escurridiza y notable de lo que
ya ocurrió y de lo que, en su circunstancia, sucedería las veces que fuesen
necesarias en la enferma e inmoral voluntad de quien fue la sombra faulkneriana
en el pasado y en el futuro de unos extraordinarios contextos que eclipsaron la
luz del sol de mi existencia, y que se mantenía presente y acechante. Seis las
jornadas transcurridas hasta llegar a un viernes 20 mayo con toda Ronda, y en
especial el Barrio San Francisco, arropada en color, tradición y romanticismo. Prolegómenos
del pasacalle que daba pistoletazo durante el fin de semana a la recreación de
ese costumbrismo en Ronda idealizado por los viajeros del XIX, europeos y
norteamericanos, de la “Ciudad soñada”. Ronda Romántica. Tradición, historia
viva.
No me disfracé de majo o
bandolero, de soldado francés o arriero, de “época” y como lo habían hecho mis
hijas, mi mujer, familiares y amigos, agrupados en torno a la pancarta del
“Arrabal bajo”. El día se mostraba resuelto con facilitar el solaz festivo,
soleado, diáfano, corría incluso una brisa fresca, agradable, que suavizaba el
rigor voluntarioso del sol y las posibilidades puestas en la diversión. Me sumergí
en la algarabía de gentes, animales, colores, estruendos, exotismos y reclamos
dispersos en la rebujina que secuestró el sosiego de la alameda del Barrio San
Francisco. En mente, en el espejo de sus palabras, a William Jacob en su
descripción de estas parafernalias de hoy que ayer, por 1810, fueron locales,
corrientes: “Las mujeres suelen llevar vestidos amplios, de tal manera que es difícil
precisar sus figuras. No usan sombreros, sino velos confeccionados con una
franela azul pálido o rosa. Todos sus movimientos desprenden una gracia
especial. Característico de los varones es el gorro de montera, de terciopelo
negro o seda y adornado con borlas y flecos. La chaqueta es corta con botones
de oro y plata y otras veces con bordados. Están muy bien proporcionados. Son
robustos y activos, con una flexibilidad admirable en sus miembros, lo que sin
duda contribuye a dotarlos de una agilidad sorprendente para saltar y escalar,
por lo que son famosos. De alabar es la amabilidad con que tratan a los
forasteros y sus modales, en general, son muy distintos de los palurdos
campesinos alemanes e ingleses”. Me sentía uno de aquellos escritores románticos
fascinados por un mundo distinto y lleno de atractivos, inquiriendo aquí y allá
la musa de la inspiración, la sorpresa, para hacer de notario de una esencia
imposible de inventariar: “…he contemplado el carácter de las personas que he
conocido y, más que nada, las deslumbrantes peculiaridades de la región más
pintoresca de Europa, que me han proporcionado miles de agradables sensaciones
y de recuerdos en los que, con inusitado placer, me sumergiré el resto de mis
días”.
Disponían, no sin
esfuerzos, los de la organización municipal el orden de salida en el pasacalles
o desfile insistiré en llamarlo romántico (y como es preceptivo en la
conformidad de su nomenclatura, consensuada, y démosle su idea o factor
embrionario a “maese” Peralta en detrimento de los que fueron andalucistas y
ahora no sabemos, beneméritos por entregar la propiedad y protagonismo del
evento al rondeño, al serrano, y no a tanta presunción de un intelectualismo
mercantil y no por ello miserable, al contrario, ensalzable) primero los cuerpos
de seguridad con el uniforme de gala del momento histórico, y la sucesión de
los distintos pueblos de la serranía con sus peculiares representaciones, las
bandas de música, diversos cuadros… el pueblo deseoso de ser otros o los mismos
en un viaje en el tiempo. No quise perderme el orden normal de la cabalgata,
así que abandoné la plaza de San Francisco y el barullo protocolario, para
sentarme en el mismo murito bajo entre calle Imágenes y Espíritu Santo; donde
no pude obviar cierto escalofrío, el cual me hizo registrar los espacios
visibles e invisibles, con la memoria emplazada en la prueba deportiva de los
“101 km” y en un malévolo personaje que, aun sin autenticar, usó a Faulkner,
precisamente con “Ruido y furia”, ¿Antes a Wilde?, como ingenio agresor contra
algún presumible ciclista. Me sacudí de pretéritos ingratos, en especial uno
que significó mi temor por ese autor de literatura arrojadiza y que todavía,
foto alusiva y arriba, no clarifican las otras historias de este relato el
origen de su mal o acción consumada y punible. Al tiempo.
Me senté en el poyete que
retenía el calor húmedo del día, entre conocidos y una pareja rubia, agraciada,
masculina, de ingleses o norteamericanos al borde del síncope fascinador por el
espectáculo que se desplegaba destrozando su amaneramiento abúlico. Y me
entregué ocioso a todos los pormenores del desfile, sublimándolos, recreando en
mi imaginación el siglo XIX; sintiéndome, como hizo el actor Marcos Marcell en
el magnífico pregón de esta edición de Ronda Romántica, un viajante, un
escritor romántico como Washington Irving, Anatole Demidoff, Boissier…; sabedor
que, al igual que Antoine de Latour, “Ronda posee todo cuanto puede atraer la
curiosidad del temerario viajero.” ; y puesto que al ir de la mano de Benjamin Disraeli,
“El aire de la montaña, el creciente sol, el apetito, la variedad de cosas y
personas pintorescas que encontrábamos y el inminente peligro, trocaban mi vida
en una delicia”. Saludé a Belén, antigua presidenta de las Damas Goyescas de
Ronda, acicalada como no podía ser de otra manera con esos trajes de cuando el
torero Pedro Romero templaba la leyenda y Goya la inmortalizaba en sus lienzos,
acompañando a la delegación de un pueblo vecino, cortesía o reivindicación,
igual daba.
No hacía falta cerrar los
ojos para sentirme dentro de un sueño. El paso de una reata de mulos y asnos,
bestias por lo autóctono, con los serones de esparto repletos de vino y viandas
para los partícipes, alusivas de las mercancías en su mayoría de estraperlo y
con la que recorrían caminos polvorientos, intricados, por pueblos y lugares, cañadas
y desfiladeros, me hizo recordar la importancia de los arrieros en la Real
Feria de Mayo de Ronda y de la buena idea tomada este año de hacer coincidir este
tradicional y devaluado evento, Feria, con los fastos generosos y solícitos de
Ronda Romántica. Una coplilla entonada por lozanas mujeres con un optimismo
desenfadado en sus rostros, de Benaoján creo, trajo el recuerdo de esas
cuadrillas de recorridos extenuantes y arriesgados a lo largo y ancho de la
geografía andaluza, y en particular por lo agreste y sugestivo de la serranía
de Ronda, cuando la ocupación del francés, en la Guerra de la Independencia; y
para ello me servían las imágenes rescatadas de la escenificación del pregonero
de estas fiestas con esas canciones, chascarrillos, glosas, en la posada que
era el escenario de todas las posadas, de los ventorrillos, de grutas o al
socaire de sombríos peñascos a la lumbre de un fuego. Compartiendo historias
reales e imaginadas, talabarteros, herradores, seroneros, corcheros de Cortes
de la Frontera, carboneros de Parauta, aguadores del Genal, caleros del
Oreganal y hasta neveros de la Sierra de las Nieves, acechando los ruidos de la
noche, los aullidos de los lobos, el ulular de las lechuzas, crujidos de los
insectos, el sonido seco de los cascos de caballos de una patrulla francesa, el
mullido de unos ladrones, o el mítico de los bandoleros… Dichoso, seducido por
la magia intemporal que desprendía este pasacalles suspendido en el ayer, de
una trascendencia con la que jamás, la organización, podía mostrarse
satisfecha, redoblar los denuedos por hacerla mejor, por aprender de los
errores, a solucionarlos, y enalteciendo una fiesta que tiene que ser un hito
fundamental del atractivo de esta ciudad, de nuestra identidad, y allende
nuestras fronteras. Días de mayo asomados al balcón de la historia, de la
leyenda, asomados a las calles convertidas en arterias por las que fluye la
sangre de un recuerdo vivo. La nostalgia, ahora, no sustituirá a lo hecho,
siempre poco, no tiene porqué cerrar los postigos hasta el año que viene…
imaginar y crear un escenario aún más épico, palpitante y atractivo. Algo así
escribí en mi perfil de Facebook, en una reivindicación de que la distorsión
fuera por la propia recreación de un tiempo antaño, no por el perjuicio de la
negligencia corporativa de hogaño.
Iban mulos, asnos y otras
bestias de arrieros, viajantes o soldados, goyescas o majas, nobles y plebeyos,
entre cánticos, ovaciones y expresiones de júbilo, entre fragosos truenos de
trabucos bandoleros y mosquetones y cañones del francés. Una diversidad de
colores y tejidos, de hábitos y usos. Hombres que iban con calzón hasta la
rodilla, chalecos de cuello de tirilla marsellés, chaquetón de coderas
heredados de aquellos soldados franceses, de ahí el nombre, de paño marrón o
negro, de mangas abiertas, con costuras o sin costuras en la espalda y a los
costados, medias claras, zapatos con refulgentes hebillas. Polainas en algunos
caballistas. Pañuelos al cuello. Majos rondeños que exhibían fajas de color en
la cintura, luciendo grandes patillas que habían cuidado con escrupulosidad
durante meses, al igual que las barbas y otros decoros al caso. No eran muchos
los que llevaban recogidos sus cabellos con una redecilla, con montera o
sombrero de tres picos, más profusos los de catite calañés dejando ver un
pañuelo a la izquierda. Por el tiempo, y la temperatura, salvo algunos
clérigos, no observé capas. Muy logrado ese distinguido notario. Jubones de
terciopelo negro, de “pastira” jienense, escotados y con haldetas, cierres con
presillas y corchetes, encajes de bolillos… Difícil sustraerse a la beldad de
las majas, cortesanas y populares; atraían más las de cuerpos inflados, resaltados
por el negro, por los abalorios, los encajes, pasamanería, rosetones de
mostacillas. Mangas largas o cortas, con bocamangas de bordados o no, con
volantes de encaje o con el mismo adorno de rosetones. El negro como la hondura
de las noches de Ronda, de sus misterios. Majas y goyescas, bellas y
encantadoras. Medias lisas o con dibujos, con zapatos cerrados con hebilla o
abiertos. Escotes infinitos de voluptuosidad abrumadora. El pelo recogido con
cofia, catite en un sinfín de modelos, sencillos o profusos. Delantales
domésticos y más sofisticados en las linajudas que lo llevaban exclusivamente de
adorno, también más largos y estrechos, con basquiña y mantilla o sin estos.
Geometrías imposibles y preciosas en madroñeras y flecos. Refulgían terciopelos
y sedas, incluso el raso y la sarga, ondeaban las cintas blondas, los flecos,
como una explosión de sinuosidad, de belleza femenina. La actitud desenfadada, de
un cinismo provocador, libidinoso, de las majas y que ahora como entonces
rompían con su seducción a tapujos y requiebros.
Sin duda alguna, para mí
lo más atractivo del pasacalles, por su épica y precisamente romanticismo, eran
los bandoleros, esos centauros decimonónicos a los que la propia mitificación
de los viajeros románticos les despojó de cualquier matiz sucio, de iniquidad y
ordinariez, y los ensalzó en héroes legendarios. Aparecían con ímpetu, con arrestos,
de los que se contagiaban sus cabalgaduras, entre pólvora, fulgores en el acero
y contraluces afilados que cortaban sus semblantes rudos, enfáticos. Con
sombrero calañés, de fieltro sin forma rígida, o con catite rondeño, todos con
un pañuelo anudado en la cabeza, cerca de la oreja izquierda, y pendiendo el
sobrante en la otra. Raídas camisas de algodón basto, holgadas, en lazadas o
agujetas, abiertas en el cuello. Algunos con chaleco de paño y una chaquetilla
simple de solapa cerrada a la cintura con lazada; los botones eran un signo de
distinción de sus dueños, pocos al caso. Fajas negras, oscuras, enrolladas
sobre un pantalón de paño que calzaban muy arriba, unos cerrados por debajo a
la altura de las rodillas con un cordón que fijaba las medias blancas, u otros
de mil rayas hasta abajo. Polainas en los primeros y zapatos de botín con
espuela en los segundos. Caballos sin excesivos adornos, sillas estilo vaqueras
o galápagos, cubriéndolas con zaleas o cualquier manta de visto colorido.
Estribos de hierro sin cromar. Con ataharres o conocido por retrancas
y petrales adornados, alforjas o bolsillos de paño que se colocaban al hombro del
caballista al apearse, y manta estribera. Faca o navaja en la faja, o
blandiéndolas abiertas en una mano, recogiendo los últimos estertores del
atardecer en su hoja. Trabucos estruendosos que dañaban el tímpano y embotaban
de humor acre las pituitarias. Extraordinario.
Y desperté del sueño tras
el paso de un batallón de soldados imperiales franceses, compañía de un
Regimiento de Voltigeurs napoleónico, creo que de Montejaque, de Algodonales no
era, en formación de línea, rígidos, de chaco o morrión cilíndrico con visera y
placa delantera en forma de rombo, no sé si con un águila estampada y el número
del regimiento; casaca azul con cuello y vueltas rojas, solapas abiertas y
forros blancos con vivos rojos y botones dorados, calzón blanco y polainas
negras; números de metal en el centro y tampoco recuerdo si en los botones. El
sargento a voz en mando del capitán los hizo parar, disponerse en posición de
disparo, cargar los fusiles Charleville y disparar, decibelios que eran más o
menos soportados por los oídos de todos. Otra cosa era cuando los artilleros
que cerraban la brigada, curiosa mezcla de fusileros y armeros, acomodaban el
cañón de 6 libras, se colocaba una nueva carga con el atacador, se introducía
el saquete de pólvora, se cebaba, se verificaba la puntería, se acercaba el
botafuego al oído del cañón y se disparaba, descerrajando un trueno tan atronador
que apenas apagaba las manos taponando los oídos. De esta guisa también estaba,
en mitigar el fragor del disparo, en la acera de enfrente, a ese hombre recortado
por el gris pardo de las piedras pespunteadas de hierba de un lienzo del
Castillo, el pérfido personaje incitador de un uso belicoso de la literatura o con
hacer de los volúmenes cargas, balas, armas.
El malicioso individuo no
vestía de “época”, ni igual o similar a las veces que con anterioridad habíamos
coincidido o yo solo lo había visto, y temiéndolo; llevaba una camiseta
deportiva de un ignominioso verde fluorescente, el pelo blanco más corto, más
despejada la rotunda frente, las gafas, pantalones de chándal negro de algodón
fino y con los cordones blancos pendiendo de la cintura, zapatillas de nylon
grises. Advertí la tensión concentrada en el mentón, la crispación en sus
mejillas, la mirada de odio hacia el batallón francés, el dolor en sus oídos
por la detonación de la artillería. Al bajar las manos que tupían sus oídos,
las entrelazó con violencia, como si estrujara el cuello uno por uno de los
ataviados artilleros napoleónicos en venganza y respuesta a su acción bélica.
Entonces temí a lo que pudiera volver a suceder. Aunque no tuviera libro en las
manos, “El retrato de Dorian Gray” o algún Faulkner o Bradbury, y nadie de los espectadores
tampoco, ni guía turística usaba la pareja de turistas a mi lado, solo las
hojas entregadas por participantes de determinados pueblos y en las que
publicitaban sus recreaciones históricas, papeles inofensivos, luego
enrollados, inservibles en el alcance de la perversidad del tipo.
El destino, sin embargo,
con una disposición insólita, socarrona, se suponía que arbitraria, dispuso un
elemento en escena que vino a socorrer la exigencia maliciosa del hombre y a mi
arrojaba a los yermos de una desesperación acuciante. A continuación de una
fila de bulliciosas lavanderas con pañuelos blancos anudados a la cabeza, exactamente
junto a la acera donde aquel demonio destacaba con su impúdico fosforito, observó
la casualidad del prodigio con una sonrisa artera y grata, ya que desfilaba un
arriero de extraño catite color crema con flor en alto, barba descuidada de
semanas, bigote negro, esmerado, y mirada interesada, pantalones de tergal
negros y alpargatas de esparto y algodón negras sobre medias claras; quien con
unas riendas de soga de cáñamo engrasado de color verde guiaba a un mulo romo, chato
y dormido, de barriga blanquecina, de tiesas y victoriosas orejas, limpio, de postizas
crines castañas adornadas con flecos, la cola suelta y peinada. No es que los
arreos de la bestia, habida cuenta de lo ya visto en la cabalgata y a la que
insistiré en llamarla romántica, nos sorprendiera, y en mi caso además temiera:
su jáquima de talabartería unida a anillas con soga, con anteojeras, de vistoso
colorido en rojos, verdes y amarillos, albarda, sin estribos, de esparto
forrada con una rozada tela de algodón, zufra y retranca de cuero, con unas
alforjas vacías de paño y una manta estribera también de paño con cien mil usos
o desgastada por los cien mil años sin uso, de olvido. No, la originalidad que
a ambos, a mí y al malévolo personaje de enfrente, nos fascinaba, aunque en mi
caso la satisfacción adolecía de la agresividad de la suya, la mía intelectual
y en la de él suponía destructiva, rudimentaria, estaba en que el mulo no
llevaba serones ni silla, sustituidos por dos estanterías marrones, pulidas,
que caían a ambos lados del lomo del animal, con sus baldas repletas de libros.
Una biblioteca llamémosle de “época”, decimonónica y ambulante, la que me
recordó, no sé por qué, a aquel viejo y entrañable bibliobús de la Diputación
Provincial que llegaba los miércoles por la tarde a la alameda del Barrio San
Francisco para dispensarme de muchos ratos de aventuras y lecturas; y aquella
probablemente en servicio de posadas, de cortijos, de ventas y municipios
aislados e ínfimos, y cuando el analfabetismo era mayor que una plaga bíblica.
Una maravilla.
La sonrisa perversa que
atirantó las cuencas duras de sus mejillas, se hizo más espantosa en el hombre
cuando, unos metros más arriba, la compañía de soldados, al unísono y a las
órdenes en francés, hacían una parada y disponían de nuevo el cañón para otra
carga con seguridad atronadora. Supe, con alarma, que aquel no iba a permitir
otro sobresalto a la integridad de sus pabellones auditivos; y la visión de los
libros, oscilando a lomos del animal, provocó la electrocución sináptica en las
neuronas de su cerebro. Miré a un lado y a otro, nadie advertía o al menos
presagiaba lo terrible que estaba a punto de suceder, todos pendientes de la jerga
salerosa, con gestos de no importarles nada y en los que estaba escrito aquello
de “En los días que corren la gente sabe el precio de todo y el valor de nada.”
Y es que, así de taimado era el destino, en el gesto amenazante de la mano
simiesca del individuo extendida hacia el mulo y arriero-bibliotecario, detenidos
a su lado, radicaba el firme deseo de coger uno o varios de esos libros entre
los que podría estar “El retrato de Dorian Gray”…
Al final me dije, o asentí
a la aserción de Oscar Wilde de que “Las cosas de las que uno está
completamente seguro nunca son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe y la
lección del romanticismo.” Y ahí lo dejé, lo olvido; porque no era este su
antecedente, ni romántico, tal vez solo uno de tantos corolarios para la
manifestación de cierta locura que tenía en el libro, paradójicamente, a uno de
los muchos usos destructivos que en la actualidad convierten la lectura, la
literatura, en opción minoritaria y devaluada. ¡Qué importa el morbo de lo
sucedido o lo que pudo suceder! ¡Qué importa esa fijación obsesiva por esa obra
maestra de Oscar Wilde! ¡Qué importa ese protervo hombre o contumaz Fausto
afrontando al propio universo de la literatura con la ofensa de la propia letra
de “El retrato de Dorian Gray”! ¡Qué importa el efecto cuando no entendemos la
causa! ¡Qué importa lo que a él importaba y enervaba! A la gente que
participaba y observaba el desfile de Ronda Romántica, a espectadores y
deportistas de los “101 kms”, a los usuarios del calamitoso casetón de
extracciones de sangre, o a los otros de la siguiente, y en orden primera, y
por tanto definitiva historia, o a los que en estos momentos mientras escribo
lo que no he querido escribir antes, les digo, me digo, con palabras que no son
mías y que de algún modo siempre lo serán, tan presentes en esta parrafada de Ray
Bradbury: “-Nadie escucha ya. No puedo hablar a las paredes, porque éstas están
chillándome a mí. No puedo hablar con mi esposa, porque ella escucha a las
paredes. Sólo quiero alguien que oiga lo que tengo que decir. Y quizá, si hablo
lo suficiente diga algo con sentido. Y quiero que me enseñe usted a comprender
lo que leo” Será este relato una dramatización, una denuncia, de acuerdo, una
crítica de acontecimientos reales con lo absurdo de la propia realidad hecha
literatura o al menos como yo la entiendo o la siento y así la escribo o me
expreso. Una historia cotidiana, o la reunión de algunas historias, normales y
quizás ensalzadas por acontecimientos excepcionales, Ronda Romantica, “101 km.
en 24 horas”, que guardan o exteriorizan la crítica hacia la indiferencia por el
demérito de la literatura, de la lectura, los libros; y reivindican la lucha,
el esfuerzo, para revertir estas tendencias colectivas y personales, públicas y
privadas. A ver, decidme, si el efecto hace a la causa, no es necesario
justificar o emplear un uso de los libros para el que no está concebido,
llámese respuesta agresiva con estos y ante lo que a ese malicioso hombre
indigna o desprecia, o comúnmente el descrédito de la indiferencia; “No hace
falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no
aprende, que no sabe”. Y aun estando al tanto, y a regañadientes aceptando lo
conveniente del suceso o accidente, de este empleo fraudulento y trágico de
arrojo y furor de los libros que están para leer, imaginar y soñar, a manera,
exclusivamente, de catarsis, de convulsivo o bronco incentivo para recuperar la
dignidad y rutina de la lectura. Bienvenido si así fuera y laudatorios los
libros mártires sacrificados en manejos primarios o instintivos para los que no
fueron concebidos. Al fin y al cabo, del mismo modo me resulta igual de
siniestro e imposible despojarme de esta realidad, que no es una moda pasajera,
donde el poder de trasmisión y ensoñación de los libros, de la lectura de sus contenidos,
se está sustituyendo por la comodidad estimulante de los artificios
electrónicos en su mayoría juegos, y de una chabacana comunicación a través de
las redes sociales que ilustra la frivolidad del momento y en las que cualquier
hondura se obvia con repulsa inmediata; uno de los tentáculos poderosos de los
poderes fácticos convencidos de que destruyendo la cultura se hace más fácil la
dominación del pueblo, fundamentalmente a través de la estupidez arrojada por
la televisión y otros medios de control y manipulación.
Entretanto, aquí estoy
yo, aquí está mi contribución, mi pobre exclamación, “perdido en medio del
páramo, en una gran ciénaga de sustantivos, verbos y adjetivos”, para intentar
que vean y en requerir la importancia de recuperar el hábito de la lectura. De
esto, y tal vez de algunos otros matices poco claros o irresueltos de los
anteriores episodios, morbo inclusive, puedo responder en este último o parte,
que fue la primera donde hizo su aparición el pérfido personaje y su obsesión
de lanzar los libros contra aquello que lo irritaba. Un mes antes a este miércoles
29 de Junio en el que acabo de recoger, con excelentes resultados, las
calificaciones escolares de mis hijas, tras la eliminación de España por Italia
de la Eurocopa de fútbol, un ciclo acabado, tras la decepción de las últimas, y
esperemos que definitivas, Elecciones Generales con los mismos despropósitos y
absurdidad, sentado junto a la ventana, recordando a mi banco de la Alameda de
San Francisco, al pie del parque infantil donde juega mi hija Ángela,
exigiéndome y cumpliendo con el saludo a mi prima Nony, el sonido del violín en
la terraza de “Casa María”, repaso la galería de imágenes en mi móvil en un
momento de espera del almuerzo y para descubrir la foto que ilustra este relato;
dejándome llevar por una resuelta e inexplicable disposición de escribir lo que
quizás debí de hacer antes y que ahora, nunca es tarde, les entrego.
30 de Abril
“La gente ordinaria
esperaba a que la vida les desvelase sus secretos, pero para unos pocos, para
los elegidos, la vida revelaba sus misterios antes de apartar el velo. Esto era
a veces consecuencia del arte, y sobre todo del arte de la literatura, que se
ocupa de manera inmediata de las pasiones y de la inteligencia.”
Y fueron esas las
palabras que recordé cuando mi hija Inés descubría a Oscar Wilde. Y entonces
sucedió, inesperadamente, que amainaba mi indignación ante el simulacro de
Feria del Libro que recorría una y otra vez, una y otra vez por las páginas
amarillas de un tiempo cíclico y resignado; y que parecían un facsímil de
historias detenidas, de narraciones que quedaban sin final porque jamás veían
el principio por dónde el lector, o el curioso, o el buscador, o yo contigo, o
tú con todos, adentrándose por aquel mundo detenido, sin color, exiguo, de
mercadería sin alma, como patitos movientes o estáticos palillos en las casetas
de tiro, de un retórico “tiro pichón”. Irritado por la desgana y la ineptitud
de los que tienen la responsabilidad de hacer algo por las letras y se dicen al
ombligo y a los otros ombligos que para qué estimular la lectura si a la
mayoría les trae sin cuidado el leer salvo que no fueran whasapps y en ningún
caso extensos, de no comprometerse con los que leen y de abandonarse en el
solaz y la soledad, irreconocibles, admitidos, irreconciliables con los que no
lo hacen, o de culturizar cierta cultura más allá de una nomenclatura oficial y
oficiosa, o de un requisito estético, inaudito, en los organigramas de los gobiernos
que desgobiernan, según ellos, lo superfluo.
Una y otra vez recorría
las dos y únicas y solitarias barracas de feria, insolente el apellido de
Libro, donde se exponían las pocas esperanzas de devolver la magia y el ensueño
a quienes solo con coger un libro, este, u este otro, ese o aquel, cuento,
novela, ensayo o teatro, infantil, juvenil, o para todos los públicos, y al acariciar
su lomo, auscultara si la textura dejaba entrever las palpitaciones, exánimes
por la ausencia de roces, de adentro; y al azar lo abriera por una de sus
páginas, y de terciar su lectura, con o sin ilustraciones, en ocasiones solo es
necesaria una frase, como aquella de Ray Bradbury en su futura pesadilla pirómana,
“El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer”, para sentir a nuestro
yo emboscado, oculto, de hecho el aventurero, romántico, fantástico y siempre
consciente, reflejarse, y gustarse, y necesitarse más y más, en ese espejo de
azogue lucido. Cuántas cosas podían hacerse y no se hacen y porque hacerlas
exigiría imaginar y luego esbozar y trabajar y desplegar el objetivo de hacer
de este escaparate de cristales opacos de desidia que es la Feria del Libro, de
la literatura en definitiva, un lugar donde buscar y encontrar la pasión por la
lectura. Pasión. Incentivar es imaginar. La imaginación que cae como las “h”, y
las “q”, las normas básicas de la ortografía en los whasapps, messengers,
facebooks (hoy he visto escrito “boi a kojer la bez”) y cuando, por las prisas,
por la novedad de la comunicación escrita, la del “sostenella y no enmendalla”,
arman de la relajación, de la ignorancia, de la vaguedad, una excusa que a la
vez para justificar, convierten en un arma de doble filo para el ataque y el
menosprecio contra los que corrigen o insinúan lo correcto, dentro de la
honestidad de la atención y la intención. Certámenes de cuentos por ejemplo, convenientes,
a ser posibles con premios, siempre con premios, con importantes premios, de
poesía, de relatos cortos, de micro relatos, … o de hacer la “O” con un canuto;
innovando maridajes de las palabras con la fotografía, con la pintura, con los grafitis,
con la música, con el vino o las chuches, la repostería, las redes sociales… en
colegios, en la calle, llenar de letras las plazas, las paredes abandonadas, o
paneles que no sean con las inservibles jetas de los candidatos electorales y
de las que he pegado muchas, muchas…; ilustrar lo cotidiano, con talleres,
lecturas grupales o públicas, programas en radio y televisión local… Imaginar.
Y luego hacer. Y no cejar en el empeño.
Y aconteció que mi hija
Inés descubrió a Oscar Wilde. Y mi indignación por lo fraudulento del espacio,
se desvaneció ante la pasión, personal, por la Belleza. “La búsqueda de la
belleza es el auténtico secreto de la vida”, sentí en aquellos momentos que el
propio Wilde escribió esta frase para mí y para aquel instante. Mi hija Inés no
esperó a que la vida le desvelase su secreto, sino que ella misma ya tenía
decidido, con aquellos tristes bártulos, iniciar su aventura, la búsqueda de
otra manera de encontrar la belleza y cuando ella misma lo era; más en aquella
hora del medio día, sentada en uno de los escalones del estrado tantas veces
destruido, remodelado, destruido, remodelado… y todo porque no tienen claro,
aquellos de escucharse el ombligo, para qué se quiere, con qué llenarlo de
contenido. La funcionalidad que antes tenía que ser imaginada, a espaldas de
los bares que tenían más usuarios en verbosidad y embriaguez, hincando los
olvidos, que los de las librerías o de aquel infame embrión de la Feria del
Libro y a la que Inés daba la cara; aunque en la imagen, en ese intervalo, hojeaba
la edición bilingüe de “El retrato de Dorian Gray”, recién comprado, a un
módico precio. Una ventaja y ojalá extensible a todos los libros, novedades
primero, que siguen siendo carísimos por tantos usureros del arte y la creación,
vampiros aferrados a la yugular creativa de los escritores, de los artistas; éstos
que, al fin y a la postre, no deberían ser los últimos en el reparto de beneficios
o reconocimientos si los hubieran.
Allí estaba sentada mi
hija, mientras la arrebujaba un sol vertical con ansías de desquitarse poco a
poco de una luz fría, blanca, de los últimos coletazos de invierno, y sentirse
presente, incandescente, a pesar de las vagabundas nubes como algodones en la
feria del cielo inmediato de mayo; con una mano firme en la que apoyaba su
mejilla, o tal vez unas letras a las que pretendía retener, las mismas que se
reflejaban en sus gafas entre curvadas apariciones que erraban por la plaza del
Socorro; con la otra mano pasaba las páginas como un pintor que con una
espátula en extensión de sus dedos dispone los colores en la paleta para crear
o perpetuar un trozo del mundo. La pasión de la lectura parecía encarnarse en
sus labios pintados con el color que le era propio. O del mismo modo desplegaba
y estiraba las grafías, los sinuosos trazos de las letras, para conformar una
sucesión de sujetas líneas paralelas, como puntos de sutura con los que coser los
terribles rotos de su alma; un desarreglo peligroso entre el cerebro y el
corazón que terminó con la imposición del primero en un criterio confundido,
ilógico y dañino. Trágica alegoría que parecía apuntarse en los otros rotos de
una moda extraña en los pantalones vaqueros. Y sea cómo las metáforas destilan
la esencia de las cosas, sangre, savia o lágrimas, alguna mitificación por “¡Curar
el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma!”, que no
quise entregarme a esta y porque ya tenía mis heridas cauterizadas con tantas
lecturas y algunas escrituras que a lo mejor solo yo las entendía y demasiado
necesitaba para subsistir. De ahí a materializar las corvas presencias móviles
reflejadas en los cristales de sus gafas en su verdadera dimensión, en sus
pasos contados por la plaza. “Degeneramos en horribles títeres perseguidos por
el recuerdo de las pasiones que nos dieron demasiado miedo, de las exquisitas
tentaciones ante las que nos faltó valor para ceder” De nuevo Wilde para
echarme en cara que seguía teniendo miedo, un miedo pavoroso con lo que más
quiero.
Y aquel miedo que tuviera
que ser físico, o directo, con la excepción que acababa de manifestarse en las
mudanzas de la plaza, acogió la curiosidad por algo que pasaría y de
consecuencias inciertas con alguien o con todos. No me preocupó, en serio, ver
a un hombre levantarse con brío de uno de los veladores del Bar “La Taberna”,
la silla amenazó con caerse, dirimir en su vaivén un equilibrio inexplicable,
no cayó; entretanto el individuo apuraba de un trago una cerveza que hasta mí
llegó el dolor refrescante de su esencia y por la ausencia. Resignado palpé el
bolsillo de mi pantalón, donde hacía pocos minutos guardaba un par de euros
para unas cervecitas que me tomaría por la tarde viendo el partido de fútbol
Betis-BarÇa (0-2), y que volaron porque Inés, que tenía tres euros para el
libro, se encaprichó de la edición bilingüe que constaba 2 euros más y que
contribuí, con sacrificio, pero satisfecho, a sufragarlo. El hombre,
complacidamente hidratado, dejó el vaso tubo de cristal con un sonoro golpe
sobre la mesa, y al que de no ser por el campaneo de la iglesia del Socorro,
uno solo, ¡Tolón!, hubiese responsabilizado a esto del vuelo anárquico,
confuso, de las palomas, como si se lanzaran al aire algunos de esos malos
libros que se exponían en los casetones. El personaje, entonces, se ajustó con
autoridad el cinturón con ambas manos, zamarreando los pantalones veis de pana,
como si pretendiera amarrárselos a los sobacos y a base de tirones hacia arriba,
ocultando en su totalidad la camisa marrón, holgada como la americana de un
azul casi negro como esas noches del final del invierno. Luego avanzó unos
pasos para detenerse justo a la salida de la pérgola del bar, junto a uno de
los bancos de hierro negro que acogía el descanso, o la instantánea, de una
pareja de japoneses, o de chinos, por supuesto orientales y que rondaría la
cincuentena una y otro o eso creía, indeterminable, ambos registrando todos los
rincones habidos y por haber con su poderosa máquina fotográfica o acaso sus
semblantes habían evolucionado, definitivamente, en unas Nikon automáticas, el
primer eslabón de los ciborgs, mitad humanos mitad tecnología. El hombre miró
distraído a la pareja turista, con socarrona altivez, para pasar a restregarse
con energía las perneras del pantalón, como si unas irreverentes y arbitrarias
migajas de no sé qué estuviesen prendidas tales garrapatas a su cuidado
presumido.
Ignoraba a cuento de qué
mi atención encontraba en aquel hombre una latosa curiosidad por lo asombroso que
auguraba ocurriría de inmediato; no sabía a ciencia cierta qué, pero era tan
inconsciente como irrefrenable. Y éste, tras sacudirse lo que creyera que
pendía entre las gruesas rayas de pana del pantalón, se llevó las dos manos
para entrelazarlas a la espalda y fijar su mirada, extrañamente calmada en ese
momento, en las dos casetas donde se exponían los libros con un criterio, o con
una intención, y tampoco puedo responder a aquel pensamiento que a mi vez pendí
de una reflexión que porfié en adjudicar al individuo, ni de adjetivar la de destructora,
en un juego de abatirlos como, reiteré la fragosa comparación, disparos a las
dispares dianas en las puestos de tiro de ferias y verbenas. Sacudí la cabeza.
Miré a mi hija, continuaba enfrascada en las páginas de “El retrato de Dorian
Gray”. Rehusé detenerme en los barracones con libros. Confié en distraerme, aislarme
del interés en aquellos y de la persona que había hechizado mi sugestión, con
los protagonistas del fluir por aquel mediodía en la Plaza del Socorro. En
vano.
Y eso que la animación
era mareante, vertiginosa. Al propio nudo de comunicación de la plaza del
Socorro con Espinel y aledaños, zona de señera concurrencia en esta Ronda de
expectativas detenidas, añadíase, o incrementábase, con la tibieza azul del
día, veneros de turistas que como las setas proliferaban tras la tormenta, el
derroche generoso del sábado, las compras desenvueltas con ese ímpetu de los
deseos aparcados por la rutina del diario, el gusto del tapeo, de la cervecita
antes del almuerzo, las primeras comuniones que exhibían su fausto, doblez y
postín en la iglesia del Socorro. Ojalá que del aliciente por el fin de semana,
por el buen tiempo, por los ánimos, se contagiara la clientela a la Feria del
Libro (sic) que más parecía, por el destierro, un funeral antes de la
incineración del libro, a esa temperatura en la que ardían, 451 en la escala de
Fahrenheit (ºF), equivalente a esos 232.8 ºC en los que el papel se inflama y arde. A nadie
importaba la desaparición del libro, solo de tratarse de la Play Station o Wii,
la tablet o el Iphone, Canal + o hasta la deposición mañanera ilustrada y
reseñada en el Facebook (200 “me gusta”, 52 comentarios y 12 veces compartido),
whasapps o snapchats o periscopes. También el mismo Wilde, quizás en las líneas
que leía mi hija, imponía la reflexión, el reproche, en este panorama
desolador: “Hoy en día, la gente tiene miedo de sí misma. Han olvidado su
principal deber, el deber que uno tiene consigo mismo. Naturalmente, son
caritativos. Dan de comer al hambriento y de vestir al mendigo. Pero privan de
alimento a su propia alma y están desnudos”
Aunque decidí, para no ampliar
mi disgusto, sortear la atención en las casetas-escaparates de libros, unas
voces altisonantes dirimieron mi empeño. Una señora reprochaba a la tendera, a
voz en cuello, metálica y chirriante, de haberla engañado. Y ésta, de la
librería Herfer, que magnificaba su natural despiste, bastante temeroso en el
baile de las gafas sobre el puente de la nariz, los nervios, los ojos más
agudos, profundos como el culo de una botella de cristal verde, de turbio fondo
marino, respondía con una calma que exasperaba más a la otra y de armas tomar
con que había sido ella la que eligió, tras rechazar la novela “El crucigrama
de Jacob”, no recuerdo su autor, el libro de William Gaddis, “Su pasatiempo
favorito”. Contra replicaba la mujer o cliente frustrada, hinchadas las venas
en su cuello corto y enquistado en apenas metro y cincuenta centímetros de un
genio que en un momento determinado la naturaleza decidió expandirlo en anchura
exigente y en menoscabo de una altura flexible; y para lo que disimulaba con un
entallado vestido negro, zancos altos y arriesgada permanente que incrementaba
su cabeza redonda, de gruesos labios y ojillos reventones, dos palmos más y sin
exageraciones por mi parte. Replicaba ésta, en lo que podía haber sido un
alegato educado, de la confusión con el
título “pasatiempo” del volumen, con su deseo, y afición, el asesinato de los
minutos de una soledad ociosa, por una sopa de letras en otro de los
pasatiempos inventados por Pedro Ocón de Oro, no una historia novelada, sino de
esas páginas con cuadrículas u otras formas geométricas colmadas de letras para
formar palabras y enmarcarlas, una vez dilucidadas, con el boli que sustrajo
por la mañana en Unicaja, tras la firma de un reintegro para el niño que lo
estaba pasando mal, en paro y con dos hijos; pero que verdaderamente, todavía
lo recuerdo, respondió de la siguiente y taxativa manera: “Mira guapa, que de
guapa tienes poco, un timo… Has intentado aprovecharte de una mujer, con muchas
reglas derramadas por su chumino, ya no, para endiñarle un libraco lleno de
letras, encima sin ningún dibujo, cuando yo lo que quiero son unas sopas de
letras para hacerlas por la tarde sentadita en mi sofá, viendo Sálvame o Juan y
Medio, con un carajillo si apetece, que apetecerá, y por el precio que me has
cobrado, cinco euros, me compro doscientas en los chinos… Así que, guapa… un
decir… afloja la guita si no quieres que te monte el mingo”. La escena
acontecía, con toda su vehemencia ilustrada, en la caseta más próxima a la
iglesia, al establecimiento de “Las Campanas” donde hervían sus veladores de
parroquianos echando el tiempo y las preocupaciones atrás. No atrajo el suceso
a curiosos ni morbosos atentos a la dilucidación de la batalla entre novela y
crucigrama, quizás solo yo y a quien me costaba esbozar una ligera sonrisa por
lo frívolo, y penoso, de la situación. El billete morado volvió de las trémulas
manos de la tendera a las firmes de la señora que lo guardó con vigor en un
bolsito coqueto de Gussi en bordado dorado, ¿Guzzi?. El libro ocupó su lugar y
virginidad.
Continué con contravenir
mi empeño al observar a otro señor mayor en el segundo casetón, alto, fibroso,
de piel aceitunada y de fisonomía angular, como esculpido con ferocidad, que
cogía un libro, lo dejaba, miraba en derredor, en los otros libros más
próximos, y volvía a coger el primero, y lo dejaba, y miraba alrededor, en los
demás volúmenes… Hasta que la vendedora, una de las simpáticas y amables
hermanas de la librería Dumas, morena, con gafas, mohín atento, como uno de
esos secretos que se exhiben a la vista de todos, solícita le preguntó al “Príncipe
Encantador” en qué podía ayudarle. Y en un murmullo gutural aquel respondió en
portugués, o entendí que era portugués, ayudándose para ser comprendido con el
libro que sostenía en alto, “El laberinto azul” de Preston & Child, y
preguntaba por el anterior libro de la serie del inspector Pendergast. No lo
tenían, ni allí ni en la librería en calle Jerez. Yo me apunté el título, no
había leído nada de la saga, ni de los autores, y sentí curiosidad. Un mohín
contrariado sustituyó al atento del señor que me recordó, por su manera de
comportarse y la tranquilidad de su voz, a Lord Henry de Wilde, lejano del
narcisismo de Dorian Gray y ni siquiera cercano a un prototipo de dandismo
ocurrente que pintó de color las facciones de la afable tendera. No, no veía en
el extranjero, o quizás me equivocase, la búsqueda o la concreción de la
satisfacción de los deseos, mientras más inmediatos mejor, en el sentido
absoluto de la existencia de Lord Henry. Por lo demás, e infelizmente, porque
la lectura no formaba parte ya de esos deseos inmediatos, ni de cierta
reivindicación literaria, idéntica a un sibaritismo cirenaico por el que suspiran
y concitan el sentido de estas letras.
Una nube huraña desplazó
su sombra por la plaza. No me valía con atender la excusa de que bastaba leer,
leer lo que fuera, por malo que fuese, con tal de mitigar mi indignación y
levantar esperanzas del interés de la humanidad por la literatura. Una veda en
la extinción. “Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que
somos” ¿Bradbury otra vez? Supongo que sí. Y es que, sentía morirme, cuando los
pocos que curioseaban y preguntaban en aquella caseta de donde marchó el luso,
lo hacían por el libro de la pachanguera Belén Esteban que no había escrito
ella, sino por cierto quehacer mercenario de Boris Izaguirre, las recetas de
Arguiñano o los mismos pastiches reiterados, flatulentos y ardorosos, o los
infumables del engreído Jorge Javier Vázquez, mediocre onanista, o por si había
alguna edición ilustrada de las Sombras de Grey o si estaba “buena” la Megan
Maxwell. Miré a mi hija Inés que seguía absorbida con lo que una vez escribió
Oscar Wilde. Respiré más calmado, más esperanzado. Si bien el suspiro de
alivio, o de confianza, quedó inacabado, ahogado, cuando tras ella, tras mi
hija, observé al hombre que había desenlazado sus manos de la espalda, brillaba
un aparatoso reloj dorado, antiguo, en la muñeca derecha, ancha y peluda,
simiesca. Un hombre fornido. Espejeaba el sol, asimismo, en alguna de sus canas
nacaradas. ¿Por qué aquellos nervios? ¿Por qué sentía la inminencia del
accidente, del desastre? Los niños de comunión, sus familias, los guiris y los
paseantes, compradores o no…
El hombre reinició sus
pasos, lucían los pliegues duros, curtidos, de su rostro en la pesada luz del
medio día, el after shave o una crema hidratante que facilitaba el tallado
brutal con la gubia diamantina de un tiempo riguroso, largas orejas de lóbulos
enormes y colgantes, como si en ellos hubiese llevado los aros o ruedas del
carro de la locura. Locura era la que arrojaba sin medida su mirada, aunque no
veía sus ojos por los cristales de las gafas que reflejaban el fulgor de la
mañana, detenida en las dos casetas donde se exponían un ramillete de libros en
horizontal y otros, más incitantes, en un orden vertical. Intuí, en ese
instante, el pensamiento que cruzaba feroz la mente del personaje, en un
cortocircuito sináptico descomunal, alarmante y neurálgico. La dura sonrisa
colgada en su boca lineal, fría, reseca, ratificaba el propósito, el
prolegómeno para un desafortunado lance. Porque en esta infeliz conexión
telepática, o en aquella certidumbre inequívoca, advertí que el hombre veía las
casetas, la disposición de los libros, más provocadores los que estaban de pie,
como una rara caseta de tiro de sus tiempos mozos y no tan mozos por el
calendario solaz de fiestas y verbenas. Bajó la cabeza nívea y se observó las
ásperas manos, limpias, vacías, que había extendido hacia delante con un mohín
de cínica decepción. Aumentó mi ritmo cardíaco. La presunción, como una solitaria
que devoraba mis entrañas, explotó cuando apercibí el sentido de la ojeada que
el individuo enfocaba en mi hija, en el libro que ella leía. Advertí cuál iba a
ser su arma arrojadiza, la escopeta de aire comprimido, las bolas, para tirar o
derribar los palillos, los patitos, las latas… los libros de la caseta,
tentadores lo que estaban erguidos, abatirlos con el libro que leía mi hija.
“El retrato de Dorian Gray”
de Oscar Wilde con el cual el extraño y sombrío hombre se incitaba con demoler,
derribar, a otros textos hermanos y en un contexto absurdo. “Puedo creer cualquier
cosa siempre que resulte absolutamente increíble”, declamaba el libro entre las
manos de Inés, totalmente ajena a lo que un caprichoso destino, o una paranoia
del mismo, escenificaba a unos metros a su espalda. Y yo creía en lo increíble
cuando, en el impulso de la sonrisa del hombre que revalidaba su pretensión en
una cetrería literaria, como el bombero Montag que en vez de lanzallamas
futurista cogiese, estimaba aun con pavor, el libro de mi hija en un arma de
destrucción retórica. “Un libro, en manos de un vecino, es un arma cargada.
Quémalo. Saca la bala del arma”. ¿Por qué? No deseaba saberlo, ahora no. Solo poner
tierra de por medio y frustrar la demente intención de aquel individuo ya
mayor, pero de un aire y unas hechuras si no intimidantes ciertamente
recelosas. Inició unos rotundos pasos que confundí con el zureo de algunas
palomas, el rastreo de unos pies como costaleros de rigurosa pasión silenciosa,
sobre imponiéndose, y resultaba raro, a la intensa y frenética cantinela del
medio día en la plaza, de los traslados la mayoría por el convencimiento de no
ir a ninguna parte. De improviso paró. Por el rabillo del ojo atendí a qué captó
su atención como para postergar su intención de disparar libro contra libros.
No, no deseaba saber por qué, ahora no.
Un matrimonio joven con
dos hijos, niño y niña, que pasaban junto a la primera caseta, procedentes de
la iglesia, de una comunión, tan limpios y maqueados como reestrenos en un
domingo de Pascua o con la afectación de recorrer por un día una pasarela donde
creían que todos estaban mirándolos, admirándolos, envidiándolos; y con todo
vaciaban la miseria, parafraseando a Wilde en el libro susodicho, de que el único
atractivo que se les podía achacar, o absolver, era el de convertir una vida de
engaños en algo indispensable para ambas partes. Delante iba el niño, nueve
años, embutido en unos pantalones azul marino por encima de las rodillas,
zapatos marrones de ante, camisa que mezclaba el azul del pantalón con el
marrón de los zapatos, confusión de líneas y cuadros, una rebeca añil, del cielo
antes del alba, al igual que los calcetines; ojos de acero, con un brillo
húmedo si no travieso sentidamente malicioso; la mano derecha extendida sobre
la plataforma de los libros, alterando a su paso el orden y lisura de unas
revistas de historia, sonriendo a la estatua de Blas Infante o de un Harry
Potter licenciado en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. La madre, que
iba detrás, no decía nada, ni regañaba al niño, ni dedicó un mínimo gesto de
indulgencia a la tendera que fruncía el mentón y sin alterar la impasibilidad
de sus ojos de turbios fondos marinos, suplicantes a la mamá que solo atendía
el vaticinio del móvil, del wasap o de lo que fuese, algo de connotaciones
universales y con cuya dedicación salvaba el mundo y se hacía inmune a la
frivolidad del resto de los mortales. Caía muy bien a la mujer un vestido beige
de exquisito corte, de “Ene de Nati”, tenía unas piernas muy bonitas que
flexionaba un poco por las rodillas, creando un movimiento forzado, casi
ridículo, como si caminase entre altos terrones de un terreno arado, por el
vértigo de unos zapatos de tacón de aguja, de aguja de las del punto. Detrás
una niña que rondaría los tres o cuatro años, pequeña, salerosa, rubia, pizpireta,
con diadema de flores entre los blondos cabellos de bucles forzados, con un
vestido blanco ostentoso, recargado, barroco, con lazos, encajes, vuelos, si no
fuera por su rostro simpático y tierno, parecería una de esas muñecas de
porcelana capaces de acojonar al legionario más ejercitado y fiel novio de la
muerte; mantenía una acelerada retahíla con un envoltorio colorido entre las
manos que, en un santiamén, en un movimiento brusco por abrirlo, esparció por
el suelo una legión de pequeños fragmentos de un juguete de los montables. La
niña quedó hipnotizada, paralizada, intentando reunir con la vista todas las
piezas esparcidas por el enlosado. El padre, presumible, que venía a la zaga,
bajo, fuerte, de rostro de duras aristas y cabellos castaños rapados, incrementó
la parábola de fastidio de su expresión, estallando en un “me cago en tu puta
madre”, aludida que se mostró impasible, a lo mejor era sorda o su salvación
del universo no estaba para hueras distracciones. Papá supuesto tuvo una ligera
convulsión, una mueca rota, una tensión en el brazo, una contracción más
intensa en las mejillas, un conato de agresión a la niña que, aunque contenido
en un instante, nos sacudió a todos y alarmó con gravedad el humor del
contexto, de la Plaza del Socorro, del tiempo. Se subió las perneras del
pantalón crema, como la chaqueta, la camisa era de un color blanco roto, sin
corbata, y se acuclilló para recoger, con dificultad por las estrechuras del
terno, las partes del juguete desperdigadas junto a la caseta, en el pavimento.
Ojalá, deseé, que la presión en el pantalón rompiera en una sutura
irrefrenable, y ruidosa, un descosido colosal en el trasero. Desafortunadamente
el tejido era de buena calidad. Aquel exabrupto resonante, no obstante, aquel
amago reprimido de abofetear a su pequeña hija, observé alteraba al hombre que evadió
su intención de derribar el orden de los libros en la caseta para centrarse en
ese padre irascible; pero que, desgraciadamente, no varió el arma de ataque, fiel
al libro de mi hija que tendría que concretar su instinto. Fue solo un momento.
Momento transcurrido
entre el alejamiento de la desestructurada familia hacia el Casino, con la
llantina de la niña, la abstraída madre en cualquier drama cósmico, el ladino niño
y el padre, conjetural, perdonando la vida a todos y hasta a sí mismo, pavor, la
atención del hombre réprobo que dejó a éste último para enfocar, en una
atracción hipnótica, a la librera siquiera más compungida ordenando las
revistas alteradas por el travieso chiquillo y algún que otro volumen vertical
que había caído, regresó con mayor fuerza la obsesión de su primera intención, Inés
leyendo, la cogí del brazo, ella me miró, extrañada, el individuo que subía los
tres escalones al otro lado del escenario, la mirada ida concentrada en el 20x12x5
del ejemplar “El retrato de Dorian Gray”, así como un ladrillo en una
comparación más bizarra, en nosotros, en la caseta de la Feria del Libro o en
la caseta de tiro a los libros, refulgía su enorme reloj en el brazo, otro
campaneo de cuartos en la iglesia del Socorro, un vuelo alterado de palomas o
el presagio de cómo sonarían los libros derribados, risas, tintineos de
cristal, pasos, conversaciones atrapadas en la atmósfera, parecían huir junto a
la estatua de Blas Infante o Harry Potter de mayor, libro en mano, de conjuros
o política y si en ocasiones no son lo mismo, veía en las curvas de las gafas
de mi hija mi misma expresión terrorífica que ella veía con una mueca irritante
y a su vez curiosa, “He aprendido a amar los secretos. Parecen ser lo único
capaz de prestarle cierto misterio o fantasía a la vida moderna. Lo más banal
resulta delicioso con sólo esconderlo” ¿Qué ocurría?, el perturbado ya estaba
en el centro del escenario, con su propósito confirmado en su brazo desplegado como
si quisiera coger un hilo del destino, el próximo libro, el que sostenía mi
hija Inés en su regazo…
© F.J. CALVENTE
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