Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 11 de julio de 2016

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (VI): Sombras Alargadas


(A la memoria de mi amiga Roge Martín Muñoz. Mis letras también quedan huérfanas de su atención, de su agrado, de su aliento… Gracias por todas las otras.)



La evidencia de los días, de los años por los que transcurría la pareja en resignada rutina, aquella que a medida que los acercaba, los alejaba más y más a uno del otro, como dos islotes a la deriva en un océano calmo y oscuro, rodeados de peligros acechantes a los que preferían ignorar, como líneas paralelas que se mantienen equidistantes y nunca se encuentran, amenazaba al matrimonio con tener los días contados. O no. La misma soledad que los reunía por el temor de estar solos, los abocaba a páramos desiertos, a calados silenciosos, planos, uniformes en las ideas como en las cosas, en los hábitos y en los plazos desesperados y ya no tan desesperantes del reloj que acaudillaba su diario. El día era más liviano puesto que no se veían, solo alguna llamada de compromiso al mediodía, siempre él a ella: “Hola” “Hola” “¿Bien?” “Sí” “Luego nos vemos” “De acuerdo” “Hasta luego” “…”; él llamaba desde el trabajo, y no importa en estos momentos el lugar ni la ocupación, como si no trabajara, qué más daba, llamaba a la misma hora a casa, a ella, devota en su clausura, dedicada en exclusiva a lo que había corregido de unas labores sacrificadas en terapia doméstica; más en las horas en la cocina donde su antigua creatividad, desperezada de indolencia, tomaba arrojo y se abría hacia aventuras culinarias que la arrancaban del tedio del presente y lo deshacía entre olores, fragores, dulzores y explosiones de color y gustos, al ritmo de un rock nostálgico o de canciones que hacían de las memorias escalofríos de emociones. No deseaba la compañía de las mascotas; una vez tuvo un gato atigrado que murió y le dejó la secuela penetrante de ahorrarse en el futuro cualquier otro sustituto y otros padecimientos por las pérdidas. Solo ella, con ella; más en esa hora u hora y media de la tarde ante un te exótico, un té negro de Navidad, junto a la ventana por la que veía el correr del mundo tras levantar la mirada de un buen libro, y algunos hálitos de esperanzas que se desvanecían como su vaho y otros sueños nebulosos en el cristal donde apoyaba su frente cuando la carga del tiempo se le hacía insoportable.

Las noches, con los dos en casa, eran insufribles, eternas, insomnes, llenas de silencios, de suspiros que habían perdido todos los alientos y de una pugna por evitar el roce bajo las sábanas, antes o durante sus miradas de reojo, recelosas, cuando veían sin ver la televisión o buscaban un fulgor de confianza que sabrían que jamás llegaría en las cinco pulgadas iluminadas del móvil. El miedo a empezar de nuevo el uno sin el otro los mantenía vinculados en la frágil seguridad de tener a alguien al lado, no por una creyente y por ello ingenua sublimación del "en la salud y en la enfermedad",  no,  a esas alturas del matrimonio, la fe u otra creencia perdieron su mitificación para transformarse en espejos rotos de sus ilusiones, se hicieron evocaciones, lejanas y monocromáticas, como la opacidad que enturbia las imágenes de la pasión del comienzo; no, sobrevivían en una continua prorroga de concederse nuevas oportunidades por continuar juntos, las que ya perdieron la promesa, el aguardo sincero, y tramaron su existencia en común con la rendición en cada ocasión y tras cada fementida expectación. La protección del engaño. La seguridad o el amparo por no tener con quien compartir el peso de una soledad que comenzaba a ser desgarrada; de no tener a nadie a quien confiar un secreto o el sueño tenue de los que te hacen levantar por la mañana, y a ver que depararía el día cuando sabían que deparará lo mismo que ayer y mañana.

Los domingos eran dolorosos y entretenidos, se diría de una tristeza muy imaginativa, casi bordeando la ansiedad que disimulaban, no sin agotadores esfuerzos, bastante bien. Terminaban exhaustos en el día consagrado al descanso, cuando tenían todo el tiempo y el espacio de la realidad, de lo cercano, para desencontrarse y estirar un lugar que del mismo modo los alejaba para no buscarse. No es que ambicionaran evitarse en el reducido espacio del hogar y sin obligaciones u ocupaciones externas que permitieran la fuga: trabajo, amigos, ocios..., huían de su propio reflejo en el azogue nublado por las exhalaciones del otro. Asumían los convencionalismos ante la comida, frugales comentarios de la actualidad, de la familia, de algún soso cotilleo que pudiera afrontarlos, los mismos recelos ante el televisor y la misma angustia por el lento paso de los minutos, de la eternidad de las horas, de la insoportable parálisis del día que no tenía fin y cuando este llegaba temían el comienzo de un nuevo día. El desencuentro funcionaba invariablemente para evitar el dolor del deseo del encuentro y del rechazo asumido en un consenso igual de injusto como pavoroso.

El desencuentro en su mismo encuentro funcionaba desde… hasta que un domingo, este domingo también de escondites, de sagaces invisibilidades, algo vino a cambiar el impasible matiz de su consensuada monotonía. Algo que fracturaría la amnistía gris para la amnesia de los mejores tiempos. De alguna forma tuvo que ver la película que comenzaron a ver y no veían al comienzo, al igual que siempre, la noche de la víspera. Una escena que les arrancó de sus intrínsecas lejanías y abstracciones para concurrirlos en las imágenes proyectadas en la pantalla, acaparando su atención con esa inconsciencia con la que suelen manifestarse los ensueños del mundo…

 “Yo siento que nunca puedo olvidar a alguien con quien he estado porque cada persona tiene sus propias características. Uno no puede reemplazar a nadie. Lo que se perdió, se perdió. Cuando termino cada relación me lastima mucho. Nunca me recupero del todo. Por eso tengo mucho cuidado al involucrarme porque me duele mucho. Incluso cuando sólo me acuesto con alguien, en realidad no hago eso, porque extrañaré las cosas de esa persona. Me obsesionan las cosas pequeñas.

-Aquí ella levantó la cabeza y prestó atención al televisor-

Tal vez estoy loca.

Cuando era una niña, mi mamá me dijo que siempre llegaba tarde a la escuela. Un día ella me siguió para saber por qué. Yo me quedaba viendo las castañas caer de los árboles y rodar por la vereda, o a las hormigas cruzando el camino, la sombra de una hoja proyectarse en el tronco del árbol... cosas pequeñas. 

-Y justo aquí él sintió ese golpeo en el estómago por una nostalgia perdida en la memoria, esa luz dorada y cálida del atardecer de París que en ese instante bañaba sobre todo a Celine (Julie Delpy), sus cabellos, su cara, cuando salían de las sombras de los puentes del Sena que ella junto a Jesse (Ethan Hawke) atravesaban en barca-

Creo que lo mismo pasa con la gente. Veo en ellos pequeños detalles, muy propios de cada uno, que me conmueven y que extraño, y que siempre extrañaré.

Nadie se puede reemplazar porque todos están hechos de detalles hermosos y específicos

Luego ambos siguieron ensimismados la película "Antes del Atardecer" de Richard Linklater. Él intentando identificar el cómo, dónde y porqué de aquella melancolía moldeada de luz crepuscular; y ella tejiendo mudos suspiros con alguna de las palabras del diálogo cinematográfico que repetía una y otra vez, sintiendo recuperar los resuellos de color que llenaron de ansias su realidad: “Creo que lo mismo pasa con la gente. Veo en ellos pequeños detalles, muy propios de cada uno, que me conmueven y que extraño, y que siempre extrañaré” Bien cierto era que tanto uno como otro, en miradas ya no tan esquivas y menos suspicaces, el móvil sobre la mesa, apagado, sabían, sentían que aquella extraña y excepcional sensación, aún no era emoción, tenía que ver o tenía que advertir de su vida en común o de la causa, tan impasible, para su alejamiento enorme y lastimosamente cercano.

La noche avanzó como todas las noches, aunque en uno y otro, no importaba la intensidad, ni el pormenor, ni tampoco la trayectoria que les incitaba a seguir o a dejarse guiar, un insólito remusgo, que para nada era incómodo, les hizo acomodarse desnudos a sus sueños; de acuerdo de los que no se acordarían al levantarse, al caer las legañas de la magia y lo caprichoso, pero que ya les permitía vencer a las hordas implacables del insomnio y de la sinfonía de suspiros que anhelaban la antigua música perdida o suplantada por la salmodia diaria que hacían suya para no interpretar los retos de la propia. Todavía los pies se rechazaban en la calidez reconfortante del campo de batalla que desplegaba las sábanas. Con ello, pues, algo indefinible pero certero llegaba para poner, no imponer, a sugerir un cambio en la indiferencia abúlica de su existencia en común. De hecho, mientras ella se dejaba mecer por la musicalidad del diálogo de la película, en una tierna añoranza amorosa de los frenesís que una vez fueron y que volvían a ser memorables por un descubierto imprevisto del corazón; mientras ella conducía el quehacer doméstico por esta ensoñación inesperada en la mañana del domingo, él seguía pleiteando con la memoria acerca del antecedente real, acontecido y no idealizado, en su vida, el testimonio de aquella luz pajiza y radiante de un crepúsculo que una vez fue sentido y con su misma obsesión, olvidado. Y tuvo que ser él ya no solo el que recordara, sino el que puso en marcha, en evidencia, la realidad de los días, de los años acaso perdidos, y a través de la concreción de un recuerdo que fue bello y exigía volver a serlo. Y como si de un “déjà vú” se tratara, recordó el momento no de la sensación o experiencia bella, no, por el contrario llegó aquel en que lo olvidó por innecesario, cuando la seguridad de sus rutinas le hizo obviar el desafío o el escrutinio siempre exigente del amor. Y es que si no alimentas los sueños, con ilusión, ganas, fantasía y curiosidad, dejas paso a que las preocupaciones y los miedos ocupen o cierren los vericuetos sensibles, las rutas en las que el amor y la belleza ansían su comunión con el exterior.

Sin dejarse vencer por la apatía, luego de rumiar durante toda la mañana, él decidió que debía partir desde el mismo final, pero retrocediendo con honestidad y firmeza. A ver adonde le llevaría su voluntad, no era aún necesidad. Sin embargo, de ahí ese mascar también indeciso, incierto, que no pasó inadvertido a la mujer que ya supo o supuso que estaba preparándose algo, como esas ansiedades interiores que vaticinan un acontecimiento, generalmente un suceso malo, sintiendo curiosidad en ese cambio de humor en su marido, en sus miradas cada vez menos huidizas y en las de ellas buscando el encuentro. Algo pasará, y no necesariamente malo. Tanto así que ella lo certificó cuando él, sentado en el sillón y con esa mirada que no veía en el ondear de las cortinas del salón por la acción de una brisa rebelde que penetraba por la ventana, en una danza de movimientos ingrávidos y parsimoniosos como una sesión de taichí, suspiró con tal vehemencia que casi su sonrisa se hizo carcajada. No era más que la expresión de una voluntad acertada. Ella dejó hacer, a pesar del barrunto que hormigueaba en su pecho, a pesar de anhelar que sucediese algo para que nada cambiara. El mismo miedo que mudaba de aires, saltaba de un tejado a otro, o el temor a no estar a la altura de la circunstancia que fuera y si verdaderamente se anunciaba el cambio. Ese cambio o conmoción como esos espacios metafísicos, incómodos, de la sombra inadvertida que está detrás nuestra, del fondo de la despensa, la de ser mirados. La fractura inconsciente de la seguridad y aunque esta sea dolorosa, resignada.

Y la decisión o voluntad de él se hizo manifiesta cuando le dijo a la mujer, en un momento de la tarde donde el silencio se hacía tan estruendoso que había que quebrarlo, llenarlo, a que lo acompañará. Y ella le siguió hasta que subieron en el coche. A mirar por la ventanilla durante el trayecto que sin prisas recorrían desde su casa en la Planilla al Barrio San Francisco. Al pasar por las murallas y Puerta de Almocábar él aminoró la marcha, como si se contagiase de la languidez de los árboles de la Alameda y del sosiego del entorno, a lo mejor por un inconsciente respeto místico o una reminiscencia legendaria que impregnaba el espacio y tañía alguna que otra cuerda impenetrable del alma, aquellas que resonaban ante las manifestaciones de la Belleza, en la literatura, pintura, música, las artes o las expresiones de la vida, incluso de la muerte si era aceptada y por tanto amable, y del mismo modo ante la sublimación de lo épico, una metafísica de la memoria y la gloria. A continuación, remontaron calle Las Imágenes con tantos incentivos para evadirse de no mediar las urgencias de lo cotidiano. Armiñan y en una suave caída con arcadas inquisitoriales para refugio de vértigos y confusiones, sobresaltos y ancestrales agobios, el Puente Nuevo que comunica y deshace las otras paralelas cismáticas del abismo, las del Tajo. En plaza de España ella se preguntó, con tan poca convicción como el reloj del Parador de Turismo parado a las 8:44 horas de la mañana o de la tarde, igual daba, por algún desgarro cósmico y a tenor de la cisura primordial de las rocas al lado, no por el destino hacia el que la llevaba su marido que sin abandonar una sonrisa dichosa, encerraba en un tic amargo de sus comisuras la incertidumbre por lo que, de una manera u otra, lo cambiaría todo y a lo que se dirigían sin garantías, en el suicidio de lo acostumbrado. Extrañamente las calles del centro de Ronda estaban vacías o no tan saturadas al diario; no tan extraño de atender a la desbandada autóctona buscando en el domingo la permanencia solidaria con la extranjera y en otras saturaciones sean entre arenas ardientes y agua salada. Calle Virgen de la Paz, Plaza de la Merced y a Carlos Cobo. Árboles silenciosos como la vida de los ancianos del asilo al que llegaron en la intersección viaria y una vez allí, inesperadamente para ella, se adentraron a la izquierda por los chalets de una calle enfática y sin solución de continuidad. Estacionaron en una zona reservada para agentes de medio ambiente. Era domingo. Persistía el cúmulo de extrañeza cuando él salió rápido del coche y le abrió, galante, la puerta a ella que al bajarse disimulo un inesperado rubor sacudiéndose los pantalones de algo que no había. Después tomaron un estrecho pasadizo envuelto en hiedras, el hombre delante y la mujer detrás, que les llevó hasta la Alameda del Tajo, en concreto a la zona de juegos infantiles y el estanque de los patos, en calma, ni los animales graznaban o se quejaban del clima, de la suciedad de las aguas o de su congénere más perspicaz que Donald, el pato Curro, que en la gloria de las palmípedas esté.

La temperatura, a pesar del rigor del estío, era agradable por la fresca sombra que vertían los árboles o gigantes forzados a reencarnarse en ejes del universo. Tomaron un callejoncillo detrás de los servicios públicos, cerrados sine die, y entraron en el Paseo de los Ingleses, o más bien hacía allí resuelto se dirigió él y ella, a lo convenido en una extraña tarde, se dejó conducir con curiosidad, asimismo temor, y más con aquella excepción que quebraba la latosa redundancia de sus días. La mujer permanecía sin ser consciente, ni intuía, ni al menos sintió un nimio cosquilleo de lo que en ese mismo lugar y hacía muchísimo tiempo, fue un vértigo de la pasión, una eternidad, ya que de reflexionar en ello sería incapaz de discernir si en verdad ocurrió o se trató de una ensoñación barrida con la turbiedad de años vehementes de costumbre.

Perpetuidad que él, no obstante, hacia concreta y muy presente, tanto como para inducirle a modificar con brusquedad la lasa uniformidad de su existencia y tener la voluntad de dejarse llevar por el embrujo de un recuerdo, por la magia de una necesidad que codiciaba ser una vez más un palpito vivo y lúcido. Del mismo modo no lograba obviar que cuanto sucediera, cuanto motivaba su reacción por hacer, a rescatar un pedazo de pasado feliz, y aquí estaba el pósito de su terrible preocupación, le obligaba a la complicidad, a compartir el redescubrimiento y ya que este, la experiencia que indudablemente una vez concurrió entre dos, ahora se ceñía a volver a serlo de esta manera y no de otra; es decir, no podía entenderse una reunión que prescindiera del concurso de dos, puesto que la desatención arrojaba a los eriales típicos de la soledad. De ahí las miradas interesadas a su esposa, de una ambigua confianza. Con todo era fuerte en él la voluntad de intentarlo: en primer lugar demostrar que la luz intensa del ocaso recordada por la película sucedió allí, incluso confiaba en encontrarla otra vez, en esos momentos, en el Paseo de los Ingleses, en la Alameda del Tajo; y puesto que solo en este simpar lugar, la magia y embrujo inherentes al mundo, a la Creación, se advertían con y más allá de los sentidos; invocar lo olvidado, procurarlo, resucitarlo. La lírica, en definitiva, de una metáfora en torno a una búsqueda que se resumía en el encuentro consigo mismo o con alguien a quien abandono y silenció sus llantos para que le hiciera un poco de caso. Aquel que fue él y su mujer, los dos uno.

Ella, en contraste, atendía más a la lindeza del entorno que a las intrínsecas conmociones que allá pudo sentir y que de hecho sintió, y la emocionó; aunque sin necesidad de doblegar un embarazoso desasosiego que la avisaba, o a lo mejor prevenía, de la aparición de cualquier detalle, imagen o tenor que resucitara, despertara, de su magnitud o intensidad o de cómo lo hiciera no afectaba en nada, la reminiscencia de lo que una vez fue sentido, bello, y de las circunstancias que su existencia tomó por olvidarlo; y cerrar tras este con llave uno de los vasares del corazón para que la nostalgia, la pena, no destruyeran la realidad de un mundo que si ella no había decidido, jamás concibió que así fuese, con su conformismo permitió su dominio y luego la compasión.

El sol, en su postración tras las cárdenas montañas, proyectaba una lengua de luz densa, refulgente, lineal, rajaba el nimbo nebuloso que perduraba de la calina del día y todavía difuminaba, si bien concediendo un amable tono rosado al purpúreo dominante, en la sucesión de las montañas sobrepuestas en dimensiones vaporosas, en el verdor de las viñas que salpicaban el valle del Guadalevín y rebotando o trasmutando en oro ciertas mieses adelantadas. Una proyección geométrica, esquinada, cortada con la épica de un misticismo añil y desgarrador, como un resplandor de la hoguera del crepúsculo que avanzaba con ímpetu, calor y decisión, empapando con su fuego todo en su progresión extraordinaria. El vacío por cuyo borde andaba la pareja, se llenaba de un velo de tornasoles sólidos, caliginosos, como si las sombras abrieran sus brazos, acogieran o dejaran sitio al último esplendor de los rayos del sol o a uno de ellos que asumía la entereza y el vigor de todos. De manera particular, y por ello peculiar, bañaba con su quimera el microcosmos del matrimonio que por el momento lo recibía con los ojos un tanto achicados al caminar en dirección al ocaso, al deslumbro de los días y, por qué no, de una historia de decepciones que quizás encontraba su luz para revertir su albur o contentamiento en una sumisión desesperada.

El sorprendente camino terminó de igual manera sorprendente, e irritante, ante la obscena cancela metálica que la especulación y el beneplácito urbanístico, entre usureros y gobernantes, pillos, cerraron para disfrute privado y privativo de cierto interés contante y sonante. Empero la pareja no estaba para prestar atención a estas barbaridades de quienes pretenden hipotecar la existencia, todas las existencias. Aquella emoción, mítica o espiritual o tal vez solo agradable, comenzaba, como el atardecer, a cubrir sus cuerpos, su memoria, su corazón, con una melancolía ardorosa. Al principio, cuando se dieron la vuelta, a regresar por sus anteriores pasos, esta vez más lánguidos en el convencimiento de la alteración que el paisaje derramaba con derroche, cada uno experimentaba sus específicas sensaciones, seductoras, adecuadas, íntimas, no acompañadas, brindadas por el entorno, la puesta, la luz, el cielo, la piedra, y aunque con esto saltaran a lo habitual de su monotonía insolente. Pronto, paso tras paso, en miradas absorbidas por otra y ubicua mirada, la del panorama, el horizonte numinoso, aquella que buscaban retener en un comportamiento tímido, anhelante, interrogándose en los ojos del otro, como si en estos, en los de él, en los de ella, encontraran la fórmula, o al menos un significado para esa conmoción que en progresión creciente les asustaba y del mismo modo les complacía. Momento a momento, influidos por el sesgo impetuoso del último estertor de aquel sol munífico, se sintieron relajados, más entregados a la libre manifestación de sus impresiones, cada vez más compartidas o más necesitadas de ser compartidas entre ellos. Tanto que ella, entonces, al llegar a la altura de un ensanche en semicírculo del pasaje y precipitado al vacío de la cornisa del Tajo, con un escuálido árbol en anuncio o hito de uno de los confines del universo, al observar el banco de piedra, se vio a ella misma sentada de espaldas y entre las piernas de él, con su cabeza recostada en el pecho del que se convertiría en su marido, oyendo el pulso enérgico de su corazón al compás de sus promesas de futuro. Cierta convulsión en el estómago, crisol en el que se templan las emociones incendiadas por la pasión, hizo a la mujer sucumbir en la pugna por una imagen de la que no sabía si fue real o solo un deseo olvidado para adaptarse y sobrevivir en las circunstancias homogéneas que los días, los años, la sumergió en un matrimonio malogrado, en el que la apatía, el cobarde asentimiento, destrozaron todos los compromisos y promesas.

Y una cosa llevó a la otra, un pensamiento a otro, la impresión mudó en dolor. ¿Merecía la pena seguir así, vivir sin vivir? La incertidumbre, el desasosiego, se apoderó de todas las fibras sensibles de su cuerpo, de una razón que elucubraba en la posibilidad de continuar su vida con él, en común, continuar su tragicomedia en un mismo acto que se repetía vez tras vez, y, sobre todo, si, aunque sea en un vericueto inextricable, por pequeño que la rutina lo hiciera o condenara, existía el amor entre ellos, sea en su efusión menos comprometida, más bondadosa, la del aprecio, el afecto. Y como si se tratara de las explosiones de una bomba de racimo, de los eslabones o graduación de los sentimientos, aquel recuerdo sentido, entrañable, dio paso, también en derramamiento incontrolable, a otros momentos felices o dichosos de su relación. No era nada fácil tomar una decisión. Nada fácil.

Él, entretanto, o en otra perspectiva del milagro que decidió envolverlos y, como todos los prodigios, cambiar el sentido o esencia de una particularidad del mundo, de lo incognoscible más que de lo evidente, lo vibrante que lo sordo, cuando ella se detuvo junto al ensanche semicircular del recorrido y movió su cabeza hacia el árbol en el que una vez compartieron esperanzas sentados en su arriate, o acoplados entre caricias y besos, alcanzó la expresión del misterio por el que vino hasta allí, a buscarlo allí, al Paseo de los Ingleses. Al mover la mujer con languidez su gesto, la lengua impetuosa del sol en su postración, la luz sesgada que bruñía todo con cierta sublimidad aurea, bañó con delectación sus rasgos, difuminando los efectos más de las contrariedades de la vida que por el paso del tiempo, como un borrador mágico que diluyera entre sus suaves cerdas las arrugas y la sequedad de la frustración, dotándolo de una refulgencia sublime, fresca, joven. Era la misma luz dorada y cálida del atardecer de París que bañaba a Celine (Julie Delpy), en la película de la madrugada del sábado. O, con seguridad, aquella luz era esta misma que rendía pleitesía a su mujer y que de manera incomprensible una vez olvidó por el pragmatismo y la asepsia de no sé qué cómodo e insensible criterio. De ahí a cuestionarse, con sufrimiento, si era ya tanto el tiempo perdido de matrimonio como para intentar recuperarlo, o si existía un mínimo de amor entre ellos y no, precisamente, la abnegación del afecto para un hábito inmune que no la dañaba, que no la erosionaba ni los cambios o los desafíos de la realidad para tener un sentido por el que vivir, para vivir en compañía, con ella y que una vez fue junto a ella.

La luz dorada y cálida que, al retomar el paseo, tenían a sus espaldas, repartía lucimientos en todo lo que veían frente a ellos y sin tener que achicar los ojos por su resplandor o su desnuda naturaleza. El cambio que les hacía temblar, a zozobrar en escalofríos, en los dos, era tan manifiesto que hasta lo imposible accedía a refutar su sino y con la intención de refrendar que los cambios nunca vienen solos, pues algo que modifique la esencia del microcosmos tiene su incidencia o correspondencia universal; y al estar ellos modificando la fluctuación de su sentimiento, más inconsciente que conscientemente, indiferente la razón, ajena la apatía, en fuga por unos instantes la bicromía triste de su monotonía, el mundo secundaba y se plegaba al resultado o a la concreción del anhelo. De hecho, tanto ella como él, observaban asombrados sus sombras oscuras desplegadas frente a ellos en el suelo.

Asombros. La sombras como ese yo junto al otro que conforman el ser, la parte oscura, desconocida, fiel, compleja y a la que solo vemos cuando la luz, en una paradoja que atiranta la flexibilidad de las cuerdas en las que se sostiene el universo, ilumina o incide en la parte definida, también forja la silueta negra, para advertir de algo o acerca de nosotros mismos; y entonces hace del disimulo, de su naturaleza recóndita su fortaleza, su poder; y por ello se mantiene invariable, mas ensamblada, por detrás de nosotros, acechante, o si es al lado de una manera tan arrastrada que pasa inadvertida, plana, acaso porque está hecha del color de las mismas miserias de la cotidianidad, de las rutinas inexpresivas, de la oscuridad o de la luz que nos negamos a atrapar o quizá a entender. Y la pareja, en su camino pleno de revelaciones, de incitación por recuperar antiguos incendios de la pasión, en el Paseo de los Ingleses, veían, atónitos, cómo sus sombras, por primera vez y seguramente última, estaban delante de ellos. Más allá de la refracción impetuosa del crepúsculo a sus espaldas, las sombras afirmaban el momento, la singularidad de aquel encuentro que a lo mejor debería poner fin a tantos desencuentros o cerrarlos definitivamente para revocar el matrimonio, o para alentarlo, quién sabía… Solo que, en uno como en el otro extremo de la contingencia, surgía la coyuntura, de acuerdo que inesperada o inadvertida en un orden lógico y normal de la percepción humana, de encontrarse individualmente, uno y otro, por separado, y concederse después la oportunidad de compartir su mundo junto a otro o a otra, o solos, o inclusive a revalidar sus esponsales. Sus sombras que se dejaban ver para atestiguar que el cambio que se estaba produciendo en sus almas era un peligro, una catástrofe en su vida que, aunque insulsa, le ahorraba la vacilación, las dudas, la confusión, la ingravidez dolorosa del sentimiento, del amor.

Y sin embargo, en esta manifestación de su condición, de los hechos o situaciones que velaban, las sombras seguían haciendo de la cobardía, del miedo, la propia expresión de su naturaleza obscura. Dos sombras que a la vez que desnudaban la realidad de la conjunción de unas vidas tristes, huían, intentaban correr y ponerse a seguro de que el cambio, cualquier cambio, con toda su luz, las hiciera desaparecer cuando jamás existiría nada que las suprimiera; en todo caso aquella luz moldearía, modificaría su expresión e incluso gesticulación, pero en absoluto destruiría su presencia tenebrosa donde esta rebotaba y no llegaba. De ahí que a pesar de una huida tan incuestionable, de una fuga tan manifiesta, que las hacía alargarlas hacia la eternidad o infinitud del escondite hacia donde quisieran llegar, dos líneas paralelas en cuya esencia geométrica excluían la reunión, sin el cuerpo no eran nada, dependían inexorablemente de la textura, de la materia de donde surgían, imposible desensamblarse, desligarse de esta; porque asimismo, aun presentando la otra dimensión de un único ser, hasta aquellas siluetas, por muy estiradas que fuesen las paralelas, tanta su equidistancia, absolvían su inadmisible encuentro; por muy tendida la huida representada en el contorno de sus piernas, las sombras terminaban definiendo, moldeando, el perfil del propio cuerpo de donde procedían y en el que concluía la dilucidación a su propio axioma geométrico y emocional.

Sombras alargadas en disposición de hacer posible el encuentro tras mucho tiempo de un desencuentro desgarradoramente cercano. Todavía él no había extendido su brazo por los hombros de su mujer, cuando ella cerró los ojos, estremecida con el abrazo.


F.J. CALVENTE

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