(A la memoria de mi amiga
Roge Martín Muñoz. Mis letras también quedan huérfanas de su atención, de su agrado,
de su aliento… Gracias por todas las otras.)
La evidencia de los días,
de los años por los que transcurría la pareja en resignada rutina, aquella que
a medida que los acercaba, los alejaba más y más a uno del otro, como dos
islotes a la deriva en un océano calmo y oscuro, rodeados de peligros
acechantes a los que preferían ignorar, como líneas paralelas que se mantienen
equidistantes y nunca se encuentran, amenazaba al matrimonio con tener los días
contados. O no. La misma soledad que los reunía por el temor de estar solos,
los abocaba a páramos desiertos, a calados silenciosos, planos, uniformes en
las ideas como en las cosas, en los hábitos y en los plazos desesperados y ya
no tan desesperantes del reloj que acaudillaba su diario. El día era más liviano
puesto que no se veían, solo alguna llamada de compromiso al mediodía, siempre
él a ella: “Hola” “Hola” “¿Bien?” “Sí” “Luego nos vemos” “De acuerdo” “Hasta
luego” “…”; él llamaba desde el trabajo, y no importa en estos momentos el
lugar ni la ocupación, como si no trabajara, qué más daba, llamaba a la misma
hora a casa, a ella, devota en su clausura, dedicada en exclusiva a lo que
había corregido de unas labores sacrificadas en terapia doméstica; más en las
horas en la cocina donde su antigua creatividad, desperezada de indolencia,
tomaba arrojo y se abría hacia aventuras culinarias que la arrancaban del tedio
del presente y lo deshacía entre olores, fragores, dulzores y explosiones de
color y gustos, al ritmo de un rock nostálgico o de canciones que hacían de las
memorias escalofríos de emociones. No deseaba la compañía de las mascotas; una
vez tuvo un gato atigrado que murió y le dejó la secuela penetrante de
ahorrarse en el futuro cualquier otro sustituto y otros padecimientos por las
pérdidas. Solo ella, con ella; más en esa hora u hora y media de la tarde ante
un te exótico, un té negro de Navidad, junto a la ventana por la que veía el
correr del mundo tras levantar la mirada de un buen libro, y algunos hálitos de
esperanzas que se desvanecían como su vaho y otros sueños nebulosos en el
cristal donde apoyaba su frente cuando la carga del tiempo se le hacía
insoportable.
Las noches, con los dos
en casa, eran insufribles, eternas, insomnes, llenas de silencios, de suspiros
que habían perdido todos los alientos y de una pugna por evitar el roce bajo
las sábanas, antes o durante sus miradas de reojo, recelosas, cuando veían sin
ver la televisión o buscaban un fulgor de confianza que sabrían que jamás
llegaría en las cinco pulgadas iluminadas del móvil. El miedo a empezar de
nuevo el uno sin el otro los mantenía vinculados en la frágil seguridad de
tener a alguien al lado, no por una creyente y por ello ingenua sublimación del
"en la salud y en la enfermedad",
no, a esas alturas del
matrimonio, la fe u otra creencia perdieron su mitificación para transformarse
en espejos rotos de sus ilusiones, se hicieron evocaciones, lejanas y monocromáticas,
como la opacidad que enturbia las imágenes de la pasión del comienzo; no, sobrevivían
en una continua prorroga de concederse nuevas oportunidades por continuar
juntos, las que ya perdieron la promesa, el aguardo sincero, y tramaron su
existencia en común con la rendición en cada ocasión y tras cada fementida expectación.
La protección del engaño. La seguridad o el amparo por no tener con quien
compartir el peso de una soledad que comenzaba a ser desgarrada; de no tener a
nadie a quien confiar un secreto o el sueño tenue de los que te hacen levantar
por la mañana, y a ver que depararía el día cuando sabían que deparará lo mismo
que ayer y mañana.
Los domingos eran
dolorosos y entretenidos, se diría de una tristeza muy imaginativa, casi
bordeando la ansiedad que disimulaban, no sin agotadores esfuerzos, bastante
bien. Terminaban exhaustos en el día consagrado al descanso, cuando tenían todo
el tiempo y el espacio de la realidad, de lo cercano, para desencontrarse y
estirar un lugar que del mismo modo los alejaba para no buscarse. No es que ambicionaran
evitarse en el reducido espacio del hogar y sin obligaciones u ocupaciones
externas que permitieran la fuga: trabajo, amigos, ocios..., huían de su propio
reflejo en el azogue nublado por las exhalaciones del otro. Asumían los
convencionalismos ante la comida, frugales comentarios de la actualidad, de la
familia, de algún soso cotilleo que pudiera afrontarlos, los mismos recelos
ante el televisor y la misma angustia por el lento paso de los minutos, de la
eternidad de las horas, de la insoportable parálisis del día que no tenía fin y
cuando este llegaba temían el comienzo de un nuevo día. El desencuentro funcionaba
invariablemente para evitar el dolor del deseo del encuentro y del rechazo
asumido en un consenso igual de injusto como pavoroso.
El desencuentro en su mismo
encuentro funcionaba desde… hasta que un domingo, este domingo también de
escondites, de sagaces invisibilidades, algo vino a cambiar el impasible matiz
de su consensuada monotonía. Algo que fracturaría la amnistía gris para la
amnesia de los mejores tiempos. De alguna forma tuvo que ver la película que
comenzaron a ver y no veían al comienzo, al igual que siempre, la noche de la
víspera. Una escena que les arrancó de sus intrínsecas lejanías y abstracciones
para concurrirlos en las imágenes proyectadas en la pantalla, acaparando su
atención con esa inconsciencia con la que suelen manifestarse los ensueños del
mundo…
“Yo
siento que nunca puedo olvidar a alguien con quien he estado porque cada
persona tiene sus propias características. Uno no puede reemplazar a nadie. Lo
que se perdió, se perdió. Cuando termino cada relación me lastima mucho. Nunca
me recupero del todo. Por eso tengo mucho cuidado al involucrarme porque me
duele mucho. Incluso cuando sólo me acuesto con alguien, en realidad no hago
eso, porque extrañaré las cosas de esa persona. Me obsesionan las cosas pequeñas.
-Aquí ella levantó la
cabeza y prestó atención al televisor-
Tal
vez estoy loca.
Cuando
era una niña, mi mamá me dijo que siempre llegaba tarde a la escuela. Un día
ella me siguió para saber por qué. Yo me quedaba viendo las castañas caer de
los árboles y rodar por la vereda, o a las hormigas cruzando el camino, la
sombra de una hoja proyectarse en el tronco del árbol... cosas pequeñas.
-Y justo aquí él sintió ese golpeo en el estómago por una nostalgia perdida en
la memoria, esa luz dorada y cálida del atardecer de París que en ese instante bañaba
sobre todo a Celine (Julie Delpy), sus cabellos, su cara, cuando salían de las
sombras de los puentes del Sena que ella junto a Jesse (Ethan Hawke)
atravesaban en barca-
Creo
que lo mismo pasa con la gente. Veo en ellos pequeños detalles, muy propios de
cada uno, que me conmueven y que extraño, y que siempre extrañaré.
Nadie
se puede reemplazar porque todos están hechos de detalles hermosos y
específicos”
Luego ambos siguieron
ensimismados la película "Antes del Atardecer" de Richard Linklater.
Él intentando identificar el cómo, dónde y porqué de aquella melancolía
moldeada de luz crepuscular; y ella tejiendo mudos suspiros con alguna de las
palabras del diálogo cinematográfico que repetía una y otra vez, sintiendo
recuperar los resuellos de color que llenaron de ansias su realidad: “Creo que lo mismo pasa con la gente. Veo en
ellos pequeños detalles, muy propios de cada uno, que me conmueven y que
extraño, y que siempre extrañaré” Bien cierto era que tanto uno como otro,
en miradas ya no tan esquivas y menos suspicaces, el móvil sobre la mesa, apagado,
sabían, sentían que aquella extraña y excepcional sensación, aún no era
emoción, tenía que ver o tenía que advertir de su vida en común o de la causa,
tan impasible, para su alejamiento enorme y lastimosamente cercano.
La noche avanzó como
todas las noches, aunque en uno y otro, no importaba la intensidad, ni el
pormenor, ni tampoco la trayectoria que les incitaba a seguir o a dejarse
guiar, un insólito remusgo, que para nada era incómodo, les hizo acomodarse
desnudos a sus sueños; de acuerdo de los que no se acordarían al levantarse, al
caer las legañas de la magia y lo caprichoso, pero que ya les permitía vencer a
las hordas implacables del insomnio y de la sinfonía de suspiros que anhelaban
la antigua música perdida o suplantada por la salmodia diaria que hacían suya
para no interpretar los retos de la propia. Todavía los pies se rechazaban en
la calidez reconfortante del campo de batalla que desplegaba las sábanas. Con
ello, pues, algo indefinible pero certero llegaba para poner, no imponer, a
sugerir un cambio en la indiferencia abúlica de su existencia en común. De
hecho, mientras ella se dejaba mecer por la musicalidad del diálogo de la
película, en una tierna añoranza amorosa de los frenesís que una vez fueron y
que volvían a ser memorables por un descubierto imprevisto del corazón;
mientras ella conducía el quehacer doméstico por esta ensoñación inesperada en
la mañana del domingo, él seguía pleiteando con la memoria acerca del
antecedente real, acontecido y no idealizado, en su vida, el testimonio de
aquella luz pajiza y radiante de un crepúsculo que una vez fue sentido y con su
misma obsesión, olvidado. Y tuvo que ser él ya no solo el que recordara, sino
el que puso en marcha, en evidencia, la realidad de los días, de los años acaso
perdidos, y a través de la concreción de un recuerdo que fue bello y exigía
volver a serlo. Y como si de un “déjà vú” se tratara, recordó el momento no de
la sensación o experiencia bella, no, por el contrario llegó aquel en que lo
olvidó por innecesario, cuando la seguridad de sus rutinas le hizo obviar el
desafío o el escrutinio siempre exigente del amor. Y es que si no alimentas los
sueños, con ilusión, ganas, fantasía y curiosidad, dejas paso a que las
preocupaciones y los miedos ocupen o cierren los vericuetos sensibles, las
rutas en las que el amor y la belleza ansían su comunión con el exterior.
Sin dejarse vencer por la
apatía, luego de rumiar durante toda la mañana, él decidió que debía partir
desde el mismo final, pero retrocediendo con honestidad y firmeza. A ver adonde
le llevaría su voluntad, no era aún necesidad. Sin embargo, de ahí ese mascar
también indeciso, incierto, que no pasó inadvertido a la mujer que ya supo o
supuso que estaba preparándose algo, como esas ansiedades interiores que
vaticinan un acontecimiento, generalmente un suceso malo, sintiendo curiosidad
en ese cambio de humor en su marido, en sus miradas cada vez menos huidizas y
en las de ellas buscando el encuentro. Algo pasará, y no necesariamente malo.
Tanto así que ella lo certificó cuando él, sentado en el sillón y con esa
mirada que no veía en el ondear de las cortinas del salón por la acción de una
brisa rebelde que penetraba por la ventana, en una danza de movimientos ingrávidos
y parsimoniosos como una sesión de taichí, suspiró con tal vehemencia que casi
su sonrisa se hizo carcajada. No era más que la expresión de una voluntad
acertada. Ella dejó hacer, a pesar del barrunto que hormigueaba en su pecho, a
pesar de anhelar que sucediese algo para que nada cambiara. El mismo miedo que mudaba
de aires, saltaba de un tejado a otro, o el temor a no estar a la altura de la
circunstancia que fuera y si verdaderamente se anunciaba el cambio. Ese cambio
o conmoción como esos espacios metafísicos, incómodos, de la sombra inadvertida
que está detrás nuestra, del fondo de la despensa, la de ser mirados. La
fractura inconsciente de la seguridad y aunque esta sea dolorosa, resignada.
Y la decisión o voluntad
de él se hizo manifiesta cuando le dijo a la mujer, en un momento de la tarde
donde el silencio se hacía tan estruendoso que había que quebrarlo, llenarlo, a
que lo acompañará. Y ella le siguió hasta que subieron en el coche. A mirar por
la ventanilla durante el trayecto que sin prisas recorrían desde su casa en la
Planilla al Barrio San Francisco. Al pasar por las murallas y Puerta de
Almocábar él aminoró la marcha, como si se contagiase de la languidez de los
árboles de la Alameda y del sosiego del entorno, a lo mejor por un inconsciente
respeto místico o una reminiscencia legendaria que impregnaba el espacio y tañía
alguna que otra cuerda impenetrable del alma, aquellas que resonaban ante las
manifestaciones de la Belleza, en la literatura, pintura, música, las artes o
las expresiones de la vida, incluso de la muerte si era aceptada y por tanto
amable, y del mismo modo ante la sublimación de lo épico, una metafísica de la
memoria y la gloria. A continuación, remontaron calle Las Imágenes con tantos
incentivos para evadirse de no mediar las urgencias de lo cotidiano. Armiñan y
en una suave caída con arcadas inquisitoriales para refugio de vértigos y
confusiones, sobresaltos y ancestrales agobios, el Puente Nuevo que comunica y
deshace las otras paralelas cismáticas del abismo, las del Tajo. En plaza de
España ella se preguntó, con tan poca convicción como el reloj del Parador de
Turismo parado a las 8:44 horas de la mañana o de la tarde, igual daba, por
algún desgarro cósmico y a tenor de la cisura primordial de las rocas al lado,
no por el destino hacia el que la llevaba su marido que sin abandonar una
sonrisa dichosa, encerraba en un tic amargo de sus comisuras la incertidumbre
por lo que, de una manera u otra, lo cambiaría todo y a lo que se dirigían sin
garantías, en el suicidio de lo acostumbrado. Extrañamente las calles del
centro de Ronda estaban vacías o no tan saturadas al diario; no tan extraño de
atender a la desbandada autóctona buscando en el domingo la permanencia solidaria
con la extranjera y en otras saturaciones sean entre arenas ardientes y agua
salada. Calle Virgen de la Paz, Plaza de la Merced y a Carlos Cobo. Árboles
silenciosos como la vida de los ancianos del asilo al que llegaron en la
intersección viaria y una vez allí, inesperadamente para ella, se adentraron a
la izquierda por los chalets de una calle enfática y sin solución de
continuidad. Estacionaron en una zona reservada para agentes de medio ambiente.
Era domingo. Persistía el cúmulo de extrañeza cuando él salió rápido del coche
y le abrió, galante, la puerta a ella que al bajarse disimulo un inesperado
rubor sacudiéndose los pantalones de algo que no había. Después tomaron un
estrecho pasadizo envuelto en hiedras, el hombre delante y la mujer detrás, que
les llevó hasta la Alameda del Tajo, en concreto a la zona de juegos infantiles
y el estanque de los patos, en calma, ni los animales graznaban o se quejaban
del clima, de la suciedad de las aguas o de su congénere más perspicaz que
Donald, el pato Curro, que en la gloria de las palmípedas esté.
La temperatura, a pesar
del rigor del estío, era agradable por la fresca sombra que vertían los árboles
o gigantes forzados a reencarnarse en ejes del universo. Tomaron un callejoncillo
detrás de los servicios públicos, cerrados sine die, y entraron en el Paseo de
los Ingleses, o más bien hacía allí resuelto se dirigió él y ella, a lo
convenido en una extraña tarde, se dejó conducir con curiosidad, asimismo
temor, y más con aquella excepción que quebraba la latosa redundancia de sus
días. La mujer permanecía sin ser consciente, ni intuía, ni al menos sintió un
nimio cosquilleo de lo que en ese mismo lugar y hacía muchísimo tiempo, fue un
vértigo de la pasión, una eternidad, ya que de reflexionar en ello sería
incapaz de discernir si en verdad ocurrió o se trató de una ensoñación barrida
con la turbiedad de años vehementes de costumbre.
Perpetuidad que él, no
obstante, hacia concreta y muy presente, tanto como para inducirle a modificar
con brusquedad la lasa uniformidad de su existencia y tener la voluntad de
dejarse llevar por el embrujo de un recuerdo, por la magia de una necesidad que
codiciaba ser una vez más un palpito vivo y lúcido. Del mismo modo no lograba
obviar que cuanto sucediera, cuanto motivaba su reacción por hacer, a rescatar
un pedazo de pasado feliz, y aquí estaba el pósito de su terrible preocupación,
le obligaba a la complicidad, a compartir el redescubrimiento y ya que este, la
experiencia que indudablemente una vez concurrió entre dos, ahora se ceñía a volver
a serlo de esta manera y no de otra; es decir, no podía entenderse una reunión
que prescindiera del concurso de dos, puesto que la desatención arrojaba a los eriales
típicos de la soledad. De ahí las miradas interesadas a su esposa, de una
ambigua confianza. Con todo era fuerte en él la voluntad de intentarlo: en
primer lugar demostrar que la luz intensa del ocaso recordada por la película sucedió
allí, incluso confiaba en encontrarla otra vez, en esos momentos, en el Paseo
de los Ingleses, en la Alameda del Tajo; y puesto que solo en este simpar
lugar, la magia y embrujo inherentes al mundo, a la Creación, se advertían con
y más allá de los sentidos; invocar lo olvidado, procurarlo, resucitarlo. La
lírica, en definitiva, de una metáfora en torno a una búsqueda que se resumía
en el encuentro consigo mismo o con alguien a quien abandono y silenció sus
llantos para que le hiciera un poco de caso. Aquel que fue él y su mujer, los
dos uno.
Ella, en contraste,
atendía más a la lindeza del entorno que a las intrínsecas conmociones que allá
pudo sentir y que de hecho sintió, y la emocionó; aunque sin necesidad de
doblegar un embarazoso desasosiego que la avisaba, o a lo mejor prevenía, de la
aparición de cualquier detalle, imagen o tenor que resucitara, despertara, de
su magnitud o intensidad o de cómo lo hiciera no afectaba en nada, la reminiscencia
de lo que una vez fue sentido, bello, y de las circunstancias que su existencia
tomó por olvidarlo; y cerrar tras este con llave uno de los vasares del corazón
para que la nostalgia, la pena, no destruyeran la realidad de un mundo que si
ella no había decidido, jamás concibió que así fuese, con su conformismo
permitió su dominio y luego la compasión.
El sol, en su postración
tras las cárdenas montañas, proyectaba una lengua de luz densa, refulgente,
lineal, rajaba el nimbo nebuloso que perduraba de la calina del día y todavía difuminaba,
si bien concediendo un amable tono rosado al purpúreo dominante, en la sucesión
de las montañas sobrepuestas en dimensiones vaporosas, en el verdor de las
viñas que salpicaban el valle del Guadalevín y rebotando o trasmutando en oro
ciertas mieses adelantadas. Una proyección geométrica, esquinada, cortada con
la épica de un misticismo añil y desgarrador, como un resplandor de la hoguera
del crepúsculo que avanzaba con ímpetu, calor y decisión, empapando con su fuego
todo en su progresión extraordinaria. El vacío por cuyo borde andaba la pareja,
se llenaba de un velo de tornasoles sólidos, caliginosos, como si las sombras
abrieran sus brazos, acogieran o dejaran sitio al último esplendor de los rayos
del sol o a uno de ellos que asumía la entereza y el vigor de todos. De manera
particular, y por ello peculiar, bañaba con su quimera el microcosmos del
matrimonio que por el momento lo recibía con los ojos un tanto achicados al
caminar en dirección al ocaso, al deslumbro de los días y, por qué no, de una
historia de decepciones que quizás encontraba su luz para revertir su albur o
contentamiento en una sumisión desesperada.
El sorprendente camino
terminó de igual manera sorprendente, e irritante, ante la obscena cancela
metálica que la especulación y el beneplácito urbanístico, entre usureros y
gobernantes, pillos, cerraron para disfrute privado y privativo de cierto
interés contante y sonante. Empero la pareja no estaba para prestar atención a
estas barbaridades de quienes pretenden hipotecar la existencia, todas las
existencias. Aquella emoción, mítica o espiritual o tal vez solo agradable,
comenzaba, como el atardecer, a cubrir sus cuerpos, su memoria, su corazón, con
una melancolía ardorosa. Al principio, cuando se dieron la vuelta, a regresar
por sus anteriores pasos, esta vez más lánguidos en el convencimiento de la alteración
que el paisaje derramaba con derroche, cada uno experimentaba sus específicas sensaciones,
seductoras, adecuadas, íntimas, no acompañadas, brindadas por el entorno, la
puesta, la luz, el cielo, la piedra, y aunque con esto saltaran a lo habitual de
su monotonía insolente. Pronto, paso tras paso, en miradas absorbidas por otra
y ubicua mirada, la del panorama, el horizonte numinoso, aquella que buscaban
retener en un comportamiento tímido, anhelante, interrogándose en los ojos del
otro, como si en estos, en los de él, en los de ella, encontraran la fórmula, o
al menos un significado para esa conmoción que en progresión creciente les
asustaba y del mismo modo les complacía. Momento a momento, influidos por el sesgo
impetuoso del último estertor de aquel sol munífico, se sintieron relajados,
más entregados a la libre manifestación de sus impresiones, cada vez más
compartidas o más necesitadas de ser compartidas entre ellos. Tanto que ella,
entonces, al llegar a la altura de un ensanche en semicírculo del pasaje y precipitado
al vacío de la cornisa del Tajo, con un escuálido árbol en anuncio o hito de
uno de los confines del universo, al observar el banco de piedra, se vio a ella
misma sentada de espaldas y entre las piernas de él, con su cabeza recostada en
el pecho del que se convertiría en su marido, oyendo el pulso enérgico de su
corazón al compás de sus promesas de futuro. Cierta convulsión en el estómago, crisol
en el que se templan las emociones incendiadas por la pasión, hizo a la mujer sucumbir
en la pugna por una imagen de la que no sabía si fue real o solo un deseo
olvidado para adaptarse y sobrevivir en las circunstancias homogéneas que los
días, los años, la sumergió en un matrimonio malogrado, en el que la apatía, el
cobarde asentimiento, destrozaron todos los compromisos y promesas.
Y una cosa llevó a la
otra, un pensamiento a otro, la impresión mudó en dolor. ¿Merecía la pena
seguir así, vivir sin vivir? La incertidumbre, el desasosiego, se apoderó de
todas las fibras sensibles de su cuerpo, de una razón que elucubraba en la
posibilidad de continuar su vida con él, en común, continuar su tragicomedia en
un mismo acto que se repetía vez tras vez, y, sobre todo, si, aunque sea en un
vericueto inextricable, por pequeño que la rutina lo hiciera o condenara, existía
el amor entre ellos, sea en su efusión menos comprometida, más bondadosa, la
del aprecio, el afecto. Y como si se tratara de las explosiones de una bomba de
racimo, de los eslabones o graduación de los sentimientos, aquel recuerdo
sentido, entrañable, dio paso, también en derramamiento incontrolable, a otros
momentos felices o dichosos de su relación. No era nada fácil tomar una
decisión. Nada fácil.
Él, entretanto, o en otra
perspectiva del milagro que decidió envolverlos y, como todos los prodigios,
cambiar el sentido o esencia de una particularidad del mundo, de lo
incognoscible más que de lo evidente, lo vibrante que lo sordo, cuando ella se
detuvo junto al ensanche semicircular del recorrido y movió su cabeza hacia el
árbol en el que una vez compartieron esperanzas sentados en su arriate, o
acoplados entre caricias y besos, alcanzó la expresión del misterio por el que
vino hasta allí, a buscarlo allí, al Paseo de los Ingleses. Al mover la mujer
con languidez su gesto, la lengua impetuosa del sol en su postración, la luz
sesgada que bruñía todo con cierta sublimidad aurea, bañó con delectación sus
rasgos, difuminando los efectos más de las contrariedades de la vida que por el
paso del tiempo, como un borrador mágico que diluyera entre sus suaves cerdas
las arrugas y la sequedad de la frustración, dotándolo de una refulgencia
sublime, fresca, joven. Era la misma luz dorada y cálida del atardecer de París
que bañaba a Celine (Julie Delpy), en la película de la madrugada del sábado.
O, con seguridad, aquella luz era esta misma que rendía pleitesía a su mujer y
que de manera incomprensible una vez olvidó por el pragmatismo y la asepsia de
no sé qué cómodo e insensible criterio. De ahí a cuestionarse, con sufrimiento,
si era ya tanto el tiempo perdido de matrimonio como para intentar recuperarlo,
o si existía un mínimo de amor entre ellos y no, precisamente, la abnegación
del afecto para un hábito inmune que no la dañaba, que no la erosionaba ni los
cambios o los desafíos de la realidad para tener un sentido por el que vivir,
para vivir en compañía, con ella y que una vez fue junto a ella.
La luz dorada y cálida
que, al retomar el paseo, tenían a sus espaldas, repartía lucimientos en todo
lo que veían frente a ellos y sin tener que achicar los ojos por su resplandor
o su desnuda naturaleza. El cambio que les hacía temblar, a zozobrar en
escalofríos, en los dos, era tan manifiesto que hasta lo imposible accedía a
refutar su sino y con la intención de refrendar que los cambios nunca vienen
solos, pues algo que modifique la esencia del microcosmos tiene su incidencia o
correspondencia universal; y al estar ellos modificando la fluctuación de su
sentimiento, más inconsciente que conscientemente, indiferente la razón, ajena
la apatía, en fuga por unos instantes la bicromía triste de su monotonía, el
mundo secundaba y se plegaba al resultado o a la concreción del anhelo. De
hecho, tanto ella como él, observaban asombrados sus sombras oscuras
desplegadas frente a ellos en el suelo.
Asombros. La sombras como
ese yo junto al otro que conforman el ser, la parte oscura, desconocida, fiel, compleja
y a la que solo vemos cuando la luz, en una paradoja que atiranta la
flexibilidad de las cuerdas en las que se sostiene el universo, ilumina o
incide en la parte definida, también forja la silueta negra, para advertir de
algo o acerca de nosotros mismos; y entonces hace del disimulo, de su
naturaleza recóndita su fortaleza, su poder; y por ello se mantiene invariable,
mas ensamblada, por detrás de nosotros, acechante, o si es al lado de una
manera tan arrastrada que pasa inadvertida, plana, acaso porque está hecha del
color de las mismas miserias de la cotidianidad, de las rutinas inexpresivas,
de la oscuridad o de la luz que nos negamos a atrapar o quizá a entender. Y la
pareja, en su camino pleno de revelaciones, de incitación por recuperar
antiguos incendios de la pasión, en el Paseo de los Ingleses, veían, atónitos,
cómo sus sombras, por primera vez y seguramente última, estaban delante de
ellos. Más allá de la refracción impetuosa del crepúsculo a sus espaldas, las
sombras afirmaban el momento, la singularidad de aquel encuentro que a lo mejor
debería poner fin a tantos desencuentros o cerrarlos definitivamente para revocar
el matrimonio, o para alentarlo, quién sabía… Solo que, en uno como en el otro
extremo de la contingencia, surgía la coyuntura, de acuerdo que inesperada o
inadvertida en un orden lógico y normal de la percepción humana, de encontrarse
individualmente, uno y otro, por separado, y concederse después la oportunidad
de compartir su mundo junto a otro o a otra, o solos, o inclusive a revalidar
sus esponsales. Sus sombras que se dejaban ver para atestiguar que el cambio
que se estaba produciendo en sus almas era un peligro, una catástrofe en su
vida que, aunque insulsa, le ahorraba la vacilación, las dudas, la confusión,
la ingravidez dolorosa del sentimiento, del amor.
Y sin embargo, en esta
manifestación de su condición, de los hechos o situaciones que velaban, las
sombras seguían haciendo de la cobardía, del miedo, la propia expresión de su
naturaleza obscura. Dos sombras que a la vez que desnudaban la realidad de la
conjunción de unas vidas tristes, huían, intentaban correr y ponerse a seguro
de que el cambio, cualquier cambio, con toda su luz, las hiciera desaparecer
cuando jamás existiría nada que las suprimiera; en todo caso aquella luz
moldearía, modificaría su expresión e incluso gesticulación, pero en absoluto destruiría
su presencia tenebrosa donde esta rebotaba y no llegaba. De ahí que a pesar de
una huida tan incuestionable, de una fuga tan manifiesta, que las hacía
alargarlas hacia la eternidad o infinitud del escondite hacia donde quisieran
llegar, dos líneas paralelas en cuya esencia geométrica excluían la reunión, sin
el cuerpo no eran nada, dependían inexorablemente de la textura, de la materia
de donde surgían, imposible desensamblarse, desligarse de esta; porque asimismo,
aun presentando la otra dimensión de un único ser, hasta aquellas siluetas, por
muy estiradas que fuesen las paralelas, tanta su equidistancia, absolvían su inadmisible
encuentro; por muy tendida la huida representada en el contorno de sus piernas,
las sombras terminaban definiendo, moldeando, el perfil del propio cuerpo de
donde procedían y en el que concluía la dilucidación a su propio axioma
geométrico y emocional.
Sombras alargadas en
disposición de hacer posible el encuentro tras mucho tiempo de un desencuentro desgarradoramente
cercano. Todavía él no había extendido su brazo por los hombros de su mujer,
cuando ella cerró los ojos, estremecida con el abrazo.
F.J.
CALVENTE
No sé como escribir un aplauso...pero eso es lo que he tenido ganas de hacer al acabar, aplaudir.
ResponderEliminarUn beso.
Gracias, Fifi. Besos.
EliminarGracias, Fifi. Besos.
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