Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 6 de octubre de 2016

UN GATO NEGRO EN LA VENTANA



No sé dónde oí o leí que una vez comprendidas las cosas que a uno le rodean, las expresiones de lo cotidiano, luego puede entenderse a cuanto está más allá… más allá de las rutinas o de lo socialmente correcto y esperado. De acuerdo. Aunque yo no he podido comprender a lance tan simple, o siquiera admitir la extrañeza de lo habitual, de ver a un gato negro en el alféizar de una ventana, y ni mucho menos entender su mensaje y si verdaderamente poseería alguno y por de contado, supongo, hacerme a mí su destinatario. O acaso con estas letras responda a la vacilación anterior. Sea como fuere, aquí estoy para intentarlo. “No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño… -escribió Poe en un terrorífico cuento, para de la misma manera que en este momento hago mía, continuar con el protagonista de este relato o tal vez soy yo por aquel, el gato-: Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa.”

Bajaba por San Francisco de Asís, calle señera de mi Barrio, hoy al medio día, con mi hija Ángela a la que acababa de recoger, terminada la jornada escolar, del colegio Fernando de los Ríos, el Convento, centro ubicado tras la cuesta portentosa, en el lugar donde, en 1485, el rey Fernando el Católico estableció su “Real” en la conquista cristiana de Ronda. No tendría problema por acordarme de lo que departíamos mi hija y yo durante el trayecto, creo de la escuela o de los estudios o de los compañeros, de no ser por unas palabras de Julio Verne evocadas justo llegados a la mediación de la calle, al ver un gato negro encaramado en el rebajo de la ventana, esquinado, y tras maravillarme de un cielo azul, tupido y uniforme. Palabras que armaron mi abstracción por enlazar el éter con el animal; en un planteamiento que arrojaría la confusión, bastante original, al tratar de esclarecer que ese gato, como espíritu no tan volátil, era imposible que hubiese bajado de allá arriba a la tierra, al saliente de la ventana, pues de hecho no había nubes por las que caminar sin traspasarlas. Entonces, fue pensar aquello y el gato mirarme en lo alto con una atención que me puso los vellos como escarpias, dándome la impresión de sentirme; es decir, desde un enfoque íntimo, saber quién era yo en mis más recónditos vasares interiores, y si bien a mí me resultaría inadmisible sentir o conocer a ese ni a otro minino. En seguida llegó a mi mente la inesperada reflexión del animal, sí, como la mascota de Unamuno que nunca reía o se lamentaba y por el contrario razonaba, para esbozar sin pestañeo alguno un proverbio de agudeza pasmosa que machacó mis locas conjeturas: “Es difícil encontrar un gato negro en una habitación oscura, sobre todo cuando no está, ¿Verdad?”. No dije nada.

A lo mejor debí responder, o hubiera dejado a Den Xiao Pin responder por mí, con el tópico, con una larga indiferencia para, en cuyo intervalo, amarrar los manojos de mis estremecimientos de terror, de pánico, o de lo rayado de mis entendederas ante lo que no tenía más trascendencia que la llana presencia de un animal doméstico, solo, exhibido al paso, al impávido discurrir urbano; pero no lo hice, responder con: “¿Qué importa si el gato es blanco o negro, con tal que cace ratones?”..., dada la inédita naturaleza de esa cacería y de cómo existía la posibilidad de convertirme, no era la primera vez por una doblez fantástica de la realidad, en un roedor atemorizado, trémulo ante aquella oscura bestia con los ojos e intención fijos en mí. No me importaba, precisamente, ajustarme a la expresión de “dar gato por liebre”, pues después de esta imagen idéntica a un recorte de Batman realzado en la blancura fulgente de la cal, recapacité que no existía ningún más allá, o un más allá que no fuera esa anécdota curiosa, nada maliciosa, y en todo caso divertida. Por otro lado, impuse mi criterio o fe, la confianza, en el inusual calor de estas fechas que hacía bullir las neuronas obligadas a exigir la sensatez de un suceso normal, corriente, y en absoluto delirante.

Y es que hacía calor, hace mucho calor. De un tiempo a esta parte, incomprensible excusar en un infrecuente “veranillo del membrillo o de San Miguel” el sofoco de unas temperaturas que valían no ya al dicho tradicional, sino a una prórroga del verano o un exterminio del otoño por un cambio climático empeñado en dejar en tres las estaciones, o en dos, de la frialdad y de la canícula. Todavía el cielo mantenía ese azul liso y vibrante de los medios días del estío, hoy sin ninguna errabunda nube. Tanto era su vigor, su influjo, que las sombras de las blanqueadas paredes aparentaban arroparse con unas livianas gasas que ofrecían sus grisuras al índigo despótico del firmamento. En el intento quizás de obviar una gratuita emboscada del gato en la ventana, su amenaza con la que solo yo me atormentaba, me dejé llevar por el bello juego geométrico del contexto, arrastré de la geometría captada en la foto, de la casa, por la definición matemática, lúcida, de sus formas, de unas líneas en las que la matería creaba el milagro del movimiento y esta, en reciprocidad, dotaba a aquel, comenzando en el vuelo de tejas árabes, la capacidad de modelarse, de curvarse. Y sea por este consuelo de una geometría abarcable, mensurable, a la que ni el propio físico Charles W. Misner, ni menos un maestrillo de ciencias del cercano Fernando de los Ríos, ni ninguna teoría de gravedad cuántica, relatividad numérica… o teoremas de las esquinas de las penumbras, de las esquirlas de luz, de los ángulos de las orejas del felino, o de la fórmula de Juan Cana para unos tomates grandes y jugosos, lograban escabullir mi asombro por el escenario, huelga el animal y si bien lo evidencie, ni refutaban que en esto “había gato encerrado”. Es decir, cuando en la necesidad de admirar una geometría estética, visual, atractiva, para convencerme y asumir a esta en ciencia del conocimiento del ser, de mí mismo para desquitarme de unos nervios amilanados por la asechanza del gato, aquella disentía de mi pretensión y atendía a cuanto se aferraba con determinación a la generación y a la muerte.

Que “tenía gatos en la barriga” lo entendería cualquiera a los que, en mis mismas circunstancias, con aquel vulgar gato negro asomado al vano, dilucidaría la situación o barrunto trastornado de manera fácil y expedita: con no importarles nada, como hacían las personas que me rebasaban en la acera; con un contundente ¡Zape!, como Miguel Ángel Domínguez Vera zanjara, en un comentario a mi relato en Facebook, con otro felino si no de la misma camada, vecino de este; y no quería pensar en la solución terminal de Juan Manuel Ayala Vallejo, llamémosle de “los 13” lapidados, la que proponía con nostalgia también en Facebook y en alusión a mi misma narración gatuna y otoñal, la de cacerías en alternativa a estas otras actuales, y obsesivas, de Pokémons virtuales. ¡Terrible!… ¡Un momento!... Pensé, me pregunté: ¿No tendrá relación este gato negro con este otro que días atrás, posado en un poyete de la Alameda San Francisco, esperaba la llegada del otoño?

El gato dejó de mirarme y luego hizo lo que tenía que hacer, ignorarme. Mi hija Ángela apremiaba a que reanudáramos nuestro camino: el calor, la presión de los deberes, el Disney Chanel, el tobogán y las barras del parque infantil, el almuerzo…  Yo intentaba, sin embargo, responder con garantías a la anterior pregunta, o probablemente disculparme o excusarla con argumentos tan frágiles como traslucidas eran las cartilaginosas y puntiagudas orejas del animal; confesar por ventura en los miedos reprimidos, o de cierta fobia a los gatos, la sombra instalada en mis días, el duelo o el luto por unas esperanzas sucumbidas en la resignación, o con todo lo que refrendaba, ignoraba de la misma manera dónde lo leí u oí, mi desarreglada comunicación o relación con mi propio inconsciente. ¡Ah! Esta elucubración, claro está, no tenía mayor alcance, ni menor, que de presentar al taimado gato en un icono, en una metáfora muy real y amenazadora, la de mis miedos ancestrales por no reconocer, por sortear mi parte mágica, e intrínseca. Esta que, en momentos como el presente, se servía de la fantasía para injerir en lo rutinario, para hacer entender, o avisar, de la luz de nuestros misterios más sinceros. De lo que no tenía dudas, sea cual sea la credibilidad de la anterior explicación, apariencias aparte, era que el gato, los gatos, veían mucho más a cuanto nos estaba concedido percibir a nosotros o a mí en ese y en cualquier otro momento; percibían no solo el interior de las cosas, de mí, de él, de cualesquiera, sino también el revés de todo lo que existía.

El gato tenía, tiene, la capacidad asombrosa, tanto si estaba presente como ausente, de transmitir algo. Siempre. Atisbé con solicitud adónde o sobre qué concentraba la bestia su vigilancia o escucha; en un punto, cerca o lejos era inescrutable, por encima del tejado de la casa enfrente a la suya, a su ventana semi abierta en la que había establecido la voluntad de comunicar, seguía suponiendo que para mí o a mí era un suponer demasiado, o muy posible que fingiera hacerlo, uno de los códigos insondables del universo, o quién sabe si no atañía a una llamada de socorro de un otoño agonizante y ni siquiera iniciado. Un gato del color de la noche. Pronto quise convencerme de que si este gato, negro, no era el otro, el del color de las mieses, tampoco su mensaje, o su realidad, concurrían en lo mismo o en lo indistinto de los dos. ¿Era el mismo gato que, cansado de esperar el otoño, quemó sus ilusiones como la noche encubre los colores o en cómo la decepción da paso a la rendición por lo que no llegará, como carbones que lloran la llama? No. Reparaba en otras diferencias: Pasadas las esperas, y la Feria, por fin conocidas, tratadas, lamentando no disponer de más tiempo para compartir con ellas, a las hermanas Ben-Mizzián Palma, Francisca y Mary Carmen, poeta una y soñadora otra, cumplidas las expectativas festivas, el sentido homenaje a Salvador “el Narajero” y su esencia por hacer Barrio, el trabajo recompensado… con todo, seguían sin caer las hojas de los árboles de la Alameda.

No. Más diferencias: Este gato de ahora, aparte de su color o de la ausencia de este, no manifestaba tensión ni urgencia, acción o elasticidad, sino una relajación, o una apreciación relajada, de estar divulgando una sombra afuera, de transmitirme en exclusiva a mí continuaba siendo una conjetura presuntuosa y descomedida, la oportunidad, a todos, de… del otoño. A falta de las hojas que caían de los árboles, de los matices ocres, de las lumbres del ocaso, bronces y cobres, apagados o esplendentes, templados por gélidos airecillos, de la morrilla instalada en las entrañas…; a falta del otoño por un colonialista verano, el gato cedía no ya con una esperanza, sino a la oportunidad, la necesidad vital de interiorizarse, de interiorizarnos, discernir de cuanto viejo teníamos que desnudarnos, con sabiduría, para marcar la continuidad de la existencia, la de cada cual, incluida la mía y porque así lo pensaba o sentía. Ser o estar en otoño, hoy, en estos lapsos impacientes que lo siguen esperando con su inherente melancolía. Esto aportaba el gato: La oportunidad de poner a nuestra disposición el misterio de nuestros sueños.

Mi hija, quejándose de la parada que eternizaba nuestra tortura a pleno sol, tórrido y picante, lamentándose de los gruñidos del estómago por el anuncio postergado del almuerzo, de la dramática noción de un tiempo que se esfumaba en desagravio de sus espejismos y recreos, no entendiendo mi fijación por ese gato feo y soso, tiró de mí; y tanto me arrastró que estiró mis pensamientos para terminar rompiéndolos, permitiendo que saliera del extraño y pavoroso magnetismo con el que el animal me subyugaba, me condenaba en la cerrazón de la noche a la que recurría en su pelaje y con las zozobras de mi ánimo. Al devolver la mirada a la ventana, el gato no estaba, ya se había ido. Quedó, como la reminiscencia de unos fuegos fatuos, un ronroneo que no entendí y porque no dijo nada…


… o tal vez lo dije todo. 

F.J. CALVENTE

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