No una, ni una docena, sino cientos
las veces, (las que del mismo modo, por el caso alusivo de estas letras,
ninguna lo fue) las que he estado junto al portal de la casa en ruinas, las que
he pasado y acaso haya detenido mi mirada en el dintel de piedra desbastada, en
las curvas ornamentales de sus líneas y en el anagrama mariano como un subrayado
protector y hagiográfico de determinado atributo de la madre del Cristo, de
Dios o del Nazareno; ¿lo ven?, ahí está, como si entonces yo trazara las letras
con un dedo imaginario, con la sinuosidad de su calco en esta mañana fría capaz
de escribir, incluso con el pensamiento, en lo vaporoso de la helada, la misma
sustancia tenue de los harapos de niebla tendidos o derramados en la Hoya del
Tajo, y a los que momentos antes percibí por un resquicio extraordinario en la
transversalidad de la calle Gallarda, en su último trecho y porque no puede ser
el primero, la bruma en el regazo del valle del Guadalevín, el río que por
estas circunstancias, sutiles y fantasiosas, por fin aspira al mar que nunca
fue o lo fue en los orígenes del tiempo, sublimada por unas horas en marea alta,
las horas del alba en las que el sol bosteza con mayor vehemencia a las de
cualquier otra estación del año, desperezándose por el este, levantándose
detrás de los icebergs pétreos de “Las Espeñas”, de las casas que cierran el
último tramo de esta calle Gallarda y que siempre será el primero o el inicio
de su trayecto empedrado, y absorbiendo el astro poco a poco los velos de la
noche o el vaho de la madrugada, aun confusos en el presente concreto tras un
pretérito que nunca fue y ni mucho menos en la aspiración de un futuro inconcreto.
¿Ven? Las letras M y A, las que significan Ave María, en un escudo nobiliario
de los cielos, un blasón seráfico que en estos momentos rotula en la casa la
deserción de la bendición divina y si alguna vez la tuvo y no una maldición despechada
por irreverencia o incidente jamás desvelados.
Allí, en la mediación de la calle
Torrejones del Barrio San Francisco de Ronda, en un tramo, o el mismo en ambas
orillas del asfalto, señalado por la calamidad y el abandono de las
edificaciones, vale que más o menos degradadas, más o menos vacías, con o sin
carteles inmobiliarios o sucintos y fríos "Se vende", con números de
teléfono pintados, serigrafiados, recalcados en las paredes encaladas, blanqueadas
recientemente para incrementar el atractivo de su escaparate de saldo o con chorreos
biliosos de la dejadez o de la liquidación, teléfonos a los que no llamaremos y
porque son pronósticos, como la enfermedad, de lo que o de quien en su agonía
espera algo o a alguien que los saque de su soledad, de una historia ya cansada
del trasiego de los tiempos, de las mezquindades o solo de las apatías y de los
destierros, voluntarios o exigidos, a los que lleva la vida o su término irremediable.
Allí, les digo, de tantas las ocasiones en que miré la fachada, en ninguna vi,
o en todas me pasó desapercibida esa absurda, pero eficiente, mixtura de su
puerta de entrada, la de fábrica y madera, de ladrillos y cuarterones, de un
surrealismo desquiciado de no ser por la voluntad garantizada de negar el paso
adentro y cuando dentro no queda nada; solo la desolación perpetrada por la
desidia, la soledad del desarraigo, instalada la muerte en absolutista
exclusividad; todas aún amarradas por una cadena enmohecida de desatenciones,
por un candado cuya llave se perdió en el mismo momento tras cerrar su trámite,
su complicidad con lo reservado, la negación por traspasar al interior del inmueble
y quizás para no encarar el fin o la fugacidad de las ambiciones.
En estos momentos mientras escribo,
reconocería o más bien entendería, aunque al caso se trataría de cierto
consuelo o una medida de protección, sin duda vana o ridícula, sin duda como
uno de esos exorcismos o sortilegios o manías o supersticiones o creencias
contra la adversidad, accidente o desventura o de la enfermedad a la que me
refería en el párrafo anterior, de uno de tantos fingirse sordos, mudos y
ciegos, o con la precisión de querer pasar de puntillas, sigilosos, ante la
desgracia ajena en la melindrosa confianza de que aquella pasará distante de
nuestro lado, indiferente de nosotros, dejándonos indemnes a su quebranto y
desgarro, el hecho de no haber sido consciente, en tantas las situaciones, las
vueltas ante este escenario de desamparo o frente a esta fachada en concreto y apercibida
la aberración que la tilda, o la remacha o la acentúa con descaro y descargo,
con su sarcasmo funcional, práctico. Ni mucho menos pretendo con esta
complicada literatura criticar o excusar a esta u otra de las perdiciones cebadas
en el inmueble y ni a quien o a quienes compete; tampoco pretendo de nadie y
menos de mí un reconocimiento de esta, de su objeto, de su simple servicio, ni
coartadas por la precariedad o virtud atenuante o exculpatoria del feo urbano, del
atentado a lo artesanal y pretérito, o de cierto uso disipado en una sociedad
acostumbrada a estos vicios o prácticas efectivas, efectistas, resolutivas, con
las que garantizar la propiedad privada, el anonimato, el coto cerrado y asegurado,
las apariencias, y aunque sea grotesco con lo pintoresco, ofensivo con lo
antiguo, con memorias ultrajadas o a reír con afrenta de la agonía de un ayer
pronto o ya desmoronado y muerto. La absurda seguridad de la nada, de los
vacíos en los lienzos de pared caídos, reventados, del tejado sucumbido a su
peso viejo, de techos de vigas carcomidas y tronchadas y abatidas, de cañizos y
sucias escayolas, de placas como el rímel que arrastran las lágrimas del
desamor, enormes conchas de innumerables pintados saltadas por la gravidez del
olvido de los tiempos y dejando al descubierto sus heridas, los trazos del
esqueleto de ladrillos y mortero, de los fierros oxidados en los vanos,
cristales rotos y nebulosos, enlosados sucios, picados, destrozados... O acaso
la horrible suerte de puerta protegía al exterior del interior consumido, defendía
al curso vivo y arreglado de la calle de la condenación de la entraña abierta en
la casa, o de la decadencia en su secreto desmorone.
Ahí estaba la puerta, o el remedo
de puerta, o el intento insólito, no me atrevería a calificarlo de original, de
puerta con una lámina, solo una y cuando tuvo dos el antiguo portalón que vivió
tiempos mejores, en la nostalgia de las pátinas de barnices que coincidían con
los encalados, uno seguro en Semana Santa, en la inminencia del Viernes Santo
con el Santo Entierro glorificado por su Barrio, y con pulidos de los decorativos
clavos de metal, quizás los últimos con ese algodoncito “mágico” Aladdin que
más que limpiar ensuciaba o con el remedio casero del vinagre e incluso con
bicarbonato, una lámina apolillada de madera junto a otra "plancha" muy
distinta, para la que irrita y chirria cualquier otro calificativo condescendiente
por mi parte y por la de cualquiera, y donde huelga, por decencia, adjetivo que
se precie y menesteroso sea, levantada con la rigidez sólida e imperativa de
unos bloques cerámicos de termoarcilla, del color del azafrán pasado, de unas
zanahorias podridas o el de Trump, o de ocasos sucios y atenuados; y ambas
partes o láminas o los que sean o dispongan y confronten más que converjan,
unidas o condenadas por una cadena de gruesos eslabones, perpetuos, y un
denostado pero cumplidor candado sordo a concesiones, ciego a permisos, mudo a
conmutaciones de pena. Pena. Era la primera vez que me fijaba en la puerta, con
pena, sobrecogido por lo abominable de su compostura, por lo absurdo de su
estampa, por la desfachatez de su agresión a la estética y a lo respetuoso del
entorno. Era la primera vez que veía la obscena puerta y ya no volvería a
olvidarme jamás de esta, o mientras mantuviese o se empeñase en su insolente
descaro de unir lo que nunca debió ser unido por mucha disposición y resultado
en su guardia o custodia, insisto, para nada de adentro de no ser por su solar
yermo, porque en esto su papel no era fallido, lamentablemente certero.
Era la primera vez que me fijaba en
la puerta, con pena. ¿O era miedo? No recuerdo dónde ni a quién oí o leí que la
pena era la sensación más semejante al miedo. ¿Tenía miedo por lo que pudiera
descubrir o cambiar en mí una vez descifrado su mensaje? ¿Tenía miedo de verme
viejo, descuidado y agonizante en el espejo de esa escombrera? ¿Tenía miedo de
estar allí? No importa mucho, ni poco, qué estaba haciendo yo en la calle, a
qué esperaba, y puesto que no era circunstancial mi presencia, quieto en la
acera, en la acera de lajas de piedra de matices grises y azulados. No estaba
de paso. No importa, solo que mi espera permitió que tomara atención en algo de
lo que hasta entonces me pasó desapercibido, o indiferente. Quizás porque mi
impaciencia buscaba, de suponer de modo inconsciente, algún incentivo con el
que calmar, colmar, el interés dormido por lo que tenía que llegar y aún no
había llegado. Cansado de apoyarme en un pie, en el otro, de mirar para calle
Empedrada, de mirar al otro lado, a Ruedo Alameda, de los que llegaban o
marchaban, de abrir y cerrarme, de desabotonarme y abotonarme la chaqueta
vaquera, de meter y sacar una y otra vez las manos en los bolsillos del
pantalón, ora en los delanteros ora en los traseros… cansado o cansado de
impaciencia, de nervioso aburrimiento. Y mi hija Ángela, quieta, absorta y callada
junto a mí, con la vista en el asfalto o en los estertores de su último sueño
de la noche, encorvada por el peso de la mochila que sostenía en sus pequeños
hombros, con su exigua fuerza de niña, la mochila de “Soy Luna”, y en la que
ella parecía querer recogerse, protegerse del frío crudo que había llegado tan
de improviso o de su aventura nocturna y subconsciente. Yo exigía, no obstante,
de otra persuasión para dar tiempo al tiempo. Luego hay esperas, esta mía a la
sazón no lo era, observadas, emocionantes, y como transcurrirían las expectaciones
sentimentales o amorosas si caben. Necesitaba de un estímulo para no torturarme.
No un plantón. Y qué mejor estímulo, dado el entorno más contiguo, que con
aquel portón de hoja de madera deslucida y otra de obra, con cadena y candado
en vez del cierre a través de una llave en su menoscabada cerradura.
La sorpresa por lo recientemente descubierto
a lo largo y a pesar de mis numerosos trayectos cercanos, rayanos, y aun cuando
la portada llevase allí una eternidad, fue efímera, porque después la
indignación y la tristeza se encargaron de no dejar hueco para otra impresión
que no fueran las propias. Indignación y tristeza. No era cuestión en el
momento, por culpa de una demora, por el raro descubrimiento de esa pasmosa
evidencia del absurdo, dejarme llevar por la pena y por muy solidaria con que
se presentase o incordiase o implorase, y la que no solo conseguería acentuar más
su fatalidad para deprimirme a mí más y por el resto del día o según mis cuitas,
acentuando éstas y otras íntimas miserias que yo mantenía, por ser mías y a
duras penas, a raya. Y como no logré dejar de lado esta u otra manera en aquel
cuadro desatinado y devastado, (prueben hacerlo en similar o en otra situación)
mi mente o la acción de las neuronas que protegían mi ánimo del quebranto, de
la pena y de su mano el miedo, inquirían retos, desafíos, atractivos,
pasatiempos que modificaran la adolorida fisonomía del esperpento, a
presentarlo si no sugerente al menos interesante por cierto canon filosófico o
intelectual o atractivo hacia un matiz notorio de su pasado presente, uno no
fue y el otro concreto. Un invento contra la desesperación.
Antes de dejarme llevar por la
sugerencia planteada por el anagrama del Ave María, por su alambicada
configuración y por cierta metáfora trascendida de su mero significado, es
decir, antes de dejarme llevar por lo extravagante y puesto que me aflige o no
me satisface el aserto de irracional, indagué las mil posibilidades de la
lógica para desvestir la sorpresa de su miedo, de su penalidad o de su descuido,
y controlar la sensación para luego hacer lo que me viniera en gana u obrara
meridiano: olvidarme o profundizar en el mensaje o impresión favorecida por la
estupidez de la doble puerta o la puerta de antagónicas caras. Las mil
posibilidades para explicar el motivo de consentir una hoja de madera de las
dos que anteayer tuvo el portal y de la sustitución de la desaparecida por un
tabique de bloques unidos por una mezcla de agua y arena y cemento.
(Hagan ahora, si quieren, una
pequeña pausa…)
Un día, por la noche o la mañana o
a media tarde, la llave que no abría el portón, una llave recalcitrante o
cansada, o puede que se hubiera perdido y no apareciera y era raro pues dado el
tamaño del negro encaje de la cerradura, la visible voluptuosidad de su figura,
tendría un cuerpo considerable para que desapareciera así como así, sin rastro
o sin pista efectiva ni fortuita, al ser una de esas llaves grandes y oscuras, de
bronce o hierro forjado, de tubo cilíndrico, pesada y tintineante de caer al
suelo; o a lo mejor al caer al suelo, por el golpe o por lo vieja y por la casualidad
del revés de la colisión en la acera de lajas de piedra de matices grises y
azulados, una de las paletas con sus acanaladuras, una de las dos o tres
escalonadas en su extremidad de acople a la cerradura o al elemento hembra de
estos cierres, no la de la otra punta o extremo, la redonda u ovalada y ancha que
permitía aferrar la llave, manejarla, y dar las vueltas necesarias para abrir
la puerta, así que una o más paletas se rompieron o desprendieron dejando la
señal, otra muesca desgarrada, de un rastro de óxido como el de la sangre
coagulada o de la tierra de uno de los tiempos muertos, con lo cual la llave quedó
inutilizada, salvo para un futuro inconcreto por su antigüedad y estética
decorativa, disfuncional, incapacitada entonces en su servicio encomendado a
abrir esa y no otra puerta; rota, olvidada o perdida la llave, o de no
intervenir ésta acaso por algún inconveniente de la propia puerta, tal vez la
madera hinchada, dilatada por los primeros fríos o por una humedad copiosa o
por unas lluvias desacostumbradas y acumuladas o por todas, la vida de la
madera es impredecible, diría un carpintero, se expande y contrae como un
corazón palpitante y según los humores del clima y de sus contextos enmarcados;
de ahí a suceder esto de que el portal no abriera en un tiempo idéntico a este noviembre
confuso, en un otoño que dejó de ser verano prorrogado y renunciar a serlo tan
de sopetón, tan tarde, y asumir su parte reivindicativa de frío y de mudanzas en
su acercamiento al invierno, en lo habitual y esperado; a causa de la llave o
sin la llave, de los maderos del soportal, en esta u otra fría estación, ayer o
más lejana, más rigurosa o teñida de otra, alguien, con seguridad morador retrospectivo
de la casa, o propietario errante en este presente concreto, o un comprador
sobrevenido, ocasional, flemático, indagador, uno u otro o todos, ninguno vivía
ya allí, despreocupados de un inmueble en el que su portón ni era la excepción
ni menos reconcomio, sin pulidos de barniz, aceite, laca o pintura protectora
en años, con las circunstancias obvias y degradadas de lo que viene siendo
normal de negligente en el cuidado de la madera, y a cuento de cuanto veremos a
continuación y de lo que tuvo en última expresión o desbarro las referencias a su
siniestro en anteriores y restantes páginas; este alguien, señalaba, acaso
hombre y no mujer, por la sensibilidad o su falta, su compostura o su ausencia,
circunspección o ninguna, o también pudiera ser una mujer asistida por un
hombre, vasto y formal, carpintero o albañil o vecino o amigo o familiar o
esposo o amante o comprador o solo curioso, digamos y consensuemos en aquel, o
él, para concebir más particular y sencilla la escena de lo que en verdad
importa, y sea esta y no otra que la causa para la disposición de las disímiles
láminas en esa puerta de la fotografía y de esta historia; él, pues, ante la
necesidad o deseo o influjo de entrar en la casa, en la suya, no era muy idónea
la nostalgia en este empeño, ni de aprehender el residuo de pretéritas agudezas
domésticas, íntimas, las añejas tibiezas de los tratos, de convivencias pasadas
y tan frívolas como para no merecer siquiera ser evocadas, o sí codició
penetrar en su vivienda por alguna remembranza, una que era única y la que
permanecía en el interior como impregnación de un eco tal vez persistente, más por
este ceñido propósito, tal vez recurrente, olvidadizo o solo entremetido, o de
lo que suponía al fin y al cabo, ni más ni menos, o lo que venía a ser más
lógico, el hecho de enseñar la casa a un comprador potencial, o por mero
fisgoneo propio o ajeno, o por afectación del propietario engreído, presumido, aquel
que nos miraría con desdén, con altivez, a mí que ideo y escribo estas letras y
a ti que las lees con mayor o menor sorpresa, con mayor o menor entendimiento,
o con asfixia por su construcción intricada y espaciosa; él, decía, al no
abrirse la puerta, con llave o sin ella, por la madera tumescente, tras unos
cuantos intentos baldíos, harto y sobre todo enfadado, abochornado incluso, adoptó
franquearla por las bravas, en la contundencia de una patada, de un fuerte
golpe con un hombro o con los dos, echando todo el cuerpo hacia delante contra
el portón, o en una de sus hojas, con fuerza y a cuanto su complexión física le
permitiera, proporcionando la intensidad y atemperando la posible molestia o
daño en los empellones contra la madera, en su paso despejado a la
circunstancia que fuese y la que no tiene mayor trascendencia para este ensayo,
o sí la tiene y preferimos obviarla para no incrementar la saña de los
veteranos fantasmas, en la vicaría de su maldición o la risión ante las
preocupaciones de los que todavía no estaban muertos ni con cuentas pendientes
ni rotos sus anhelos; tras un golpe, o dos, o tres, con una pierna, con la
otra, con ambas, con los hombros, uno y luego otro, con ritmo y secos, un
crujido adolorido de la madera abriría una brecha más o menos considerable, un
agujero irreparable por la que entrara la rara claridad del otro lado, y no en
el sentido a como entra la luz, según Leonard Cohen tristemente fallecido hoy,
de una grieta en todo; la lámina entera cayó con estrépito al suelo, de seguro por
su fragilidad soterrada, disimulada bajo las múltiples perforaciones de las
polillas o de las termitas o de las carcomas u otros insectos xilófagos, muchas
más en esta plancha del portón (o aquella) que en la otra (esta actual y de
madero), quizás porque en ella daba más el sol de la mañana, o el del mediodía de
tórridos veranos largos y prorrogados en otoños como los de ahora, la
decoloración más acusada en la albura y no en el duramen o coto exclusivo de la
carcoma, en las grietas colonizadas por hongos ominosos, o por estar, según la
inclinación de la calle, más elevada o más perjudicada por la desidia y la retórica
de los elementos, el énfasis de la calor o el frío o la humedad copiosa; o por una
osada filtración de lluvia procedente del desdentado alero, y a la que los
viejos y desmembrados canalones dejaba escapar, hastiados de la imposibilidad
de su cometido, inservibles de contener las aguas y conducirlas hasta la calle,
a los sumideros, conductos mohosos y atorados de hierbajos y pájaros muertos; recorría
la gota de lluvia o las gotas o la riada de rocíos la fachada entonces
enjalbegada y hoy en día sucia, terrosa, con los cien mil estigmas de regueros
resecos y pintados de herrumbre, gotas o llantos escrupulosos a la
permisibilidad de los desconchones, vadeando los grumos de cal del lienzo, las
arrugas del presente concreto y del futuro inconcreto, rodando en lo largo de la
geografía lastimosa del frente de la casa, hasta llegar a una o a dos de las
bisagras de esa hoja borrada del portal, las superiores, para paulatinamente
corroerlas y dejarlas sin impulsos ni doblamientos, de movimientos a su
interior y porque un bajo escalón de hormigón impreso dificultaba en su ejecución
de apertura y hospitalidad, en su abierta franqueza; el portón cimbrearía en la
violación de su traspaso, por la patada o el empujón, muchos, resintiéndose, gimiendo,
y ya lo he dicho hasta que una de las hojas, la más afectada, la más estropeada,
la más frágil por la agonía y el socavo de los insectos, cayó, o cayó una parte
o entera se hizo añicos en un polvo de muerte, el serrín de la desolación, con algunos
clavos ornamentales que saltaron y ni siquiera repicaron al rodar por el suelo,
en el de las imperceptibles losas de dentro o las lajas de matices grises y azulados
de afuera, de la calle y acera; y en esto el dueño o un morador probablemente remoto
o próximo u otro propietario negligente, por tacaño o por nefando o afrentoso,
o por pobre y que por no tener dinero o el suficiente dinero decidió abandonar
allí la plancha del portal, caída y reventada junto a otros desmorones de cal,
de polvo o de una viga del techo, o bien la tiraría o quemaría en otra chimenea
que no era la de ese inmueble y con esta acción, sin pretenderlo, procedió a las
exequias o duelo en memoria o por el término del servicio de la puerta o la de esta
de sus partes gemelas; luego este propietario o interesado o quien fuera
observó la otra tabla ilesa, hoja también marchita, o menos estropeada, y
decidió mantenerla por un prurito nostálgico de la antigua identidad de la casa,
o seguramente por un escrúpulo ahorrador y trastornado, y reconocida su decisión cabal de tener clausurada la
entrada a la vivienda o al potencial solar deshecho; puede que él o un albañil
por horas ejecutara su insólita disposición de sustituir la desplomada lámina
del portalón por un sólido murete de bloques cerámicos de termoarcilla, del
color del azafrán pasado, de unas zanahorias podridas o el de Trump, o de
ocasos sucios y atenuados; y puede que este mismo, o el otro conforme a aquel,
abriera primero un agujero en el ladrillo, con un agudo cincel y un romo
martillo, y después otro boquete en la madera con un taladro o incluso con el
mismo y agudo cincel y el romo martillo, xilófagos al igual que los insectos
colonizadores, huecos por los que pasaría una cadena de gruesos eslabones que
unió con un candado lo que jamás debió ser unido por mucha disposición y
resultado en su guardia o custodia y por lo ineficaz de su cometido; aunque en
verdad su cometido tuvo un antes y un después que, en cierta manera, condicionó
una decisión y no otra en la de sustituir la hoja caída y destruida por las
patadas o los empujones o por entrambas y categóricas pautas y no las dos con un
único tabique de obra; de segura la intención de quien fuera, suya la vivienda,
de abrir la puerta como fuera o sea y aún extraviada o rota la enorme llave de
arcaico bronce o hierro forjado, mohosa y pesada, o por los tablones dilatados
o contraídos por el tiempo, abrir la puerta por quién y por curiosidad llevaba
mucho tiempo sin hacerlo, por quien en ese momento se sintió acuciado por algo de
dentro, por quien ambicionaba cerciorarse de que ese algo seguía o no ahí y
dispuesto, protegido del exterior, o de asegurarse acaso de lo que ya solo era
un valioso recuerdo, más o menos aceptable, más o menos sentido, más o menos palmario,
y del que todo se ignoraba, naturaleza o sentimiento, y aunque no conviniera de
imprescindible para el argumento o mensaje de este relato, dejemos en cualquier
caso en que, si no por algo corpóreo o sutil, abrir el portal por quien tenía
el propósito de enseñar el edificio a alguien, vendedor o solo curioso o
melancólico de una experiencia allí vivida y en numerosas ocasiones evocada y
exigida en ese momento con ver, con suspirar, con sonreír o con llorar, a lo
mejor en el anhelo de la última vez, junto a su soporte material y todavía
entero, o por aquella afectación de quien, aún por lo escarnecido o de lo que
ya iniciaba la cuenta atrás y vertiginosa hacia su destrucción, presumía de tener
en el mundo un valor, casa o propiedad, y con la cual, ante mí y ante usted,
lector, pavonearse; con esto, tras el empujón o los empujones con su hombro o
con ambos hombros, o tras el patadón, uno, dos o tres o las veces que fueron
necesarias para franquear la puerta sin llave o hinchada, el interior de la
casa tenía que descubrirse visible, visiblemente apta, de acuerdo que con la
suciedad y los humores de lo inhabitado, es decir, todavía no estaba instalada
la absurda seguridad de la nada, de los vacíos en los lienzos de pared caídos,
reventados, del tejado sucumbido a su peso viejo, de techos de vigas carcomidas
y tronchadas y abatidas, de cañizos y sucias escayolas, de placas como el rímel
que arrastran las lágrimas del desamor, enormes conchas de innumerables
pintados saltadas por la gravidez del olvido de los tiempos y dejando al
descubierto sus heridas, los trazos del esqueleto de ladrillos y mortero, de
los fierros oxidados en los vanos, cristales rotos y nebulosos, enlosados
sucios, picados, destrozados..., el grado de ruina no era aún manifiesto, ni irreversible,
irremediable o perdido; del mismo modo, o por contrario, de haber estado el
inmueble, como en este momento actual de un 11 de noviembre, emplazado en la catástrofe,
en el escombro, no hubiera sido necesario forzar la puerta de entrada para ingresar
donde no iba a encontrarse nada y porque todo estaba desmoronado, roto, inclusive
lo buscado y ya recordado con pena y miedo o resignación y miedo o solo con despreocupación,
y más por el consecuente riesgo, en peligro la integridad de quien, suya la casa
y desgracia, quisiera aventurarse en el interior vencido y de existir, entre
los despojos, algún espacio por el que introducirse y para buscar lo que
supondría una aguja en un pajar; además, de caerse la lámina del portón por la
acción de los factores ya vistos y que estropearon lo que antes fue nuevo y
estético, visitable o habitable, figuradamente cierto, de desplomarse o
romperse la plancha y de perseguir el propietario o quien fuese y relacionado
con la casa preservar su interior, o el solar yermo, del merodeo o injerencia
del exterior, siquiera sin poder entrar y porque adentro no había nada o lo
había todo cuanto figuraba a la nada, la negación, la ruina, el fin, el
término, hubiera sido lógico, lo normal, encomendarse a sí mismo o al albañil
por horas a tupir el vano del portón de entrada en su totalidad, en la
sustitución no de una sino de sus dos hojas con un único y extendido lienzo de
bloques de termoarcilla unidos por una mezcla de agua, arena y cemento; con
todo, era plausible que el desmorone más importante, el más fragoso, se produjese
tras la obra de albañilería que reemplazara a uno de los tableros de madera
después del accidente o decisión, o quizás una fuese sustituible y sustituida y
no la otra por encontrarse atrancada, apuntalada desde el interior por un
volumen importante de escombros, corriéndose el riesgo, de quitarla, con
venirse abajo o arrastrar con ella a lo desmoronado y a lo que todavía quedaba
íntegro o alzado en el edificio, con lo que la muerte, por este ejemplo de una
épica desventurada o contrariada, contenía en sus negros vacíos todo lo que una
vez fue creado y ya solo recordado. Suficiente.
(No es necesario, ahora, que les
aconseje se tomen otra pequeña pausa… ¿verdad?)
Cabeceé con vehemencia. No quise
continuar con divagaciones acerca de lo que pudo acontecer en sus mil maneras
posibles en ese portal de inverosímil puerta. No, no me satisfacía aquel
ejercicio reflexivo de lo que puedo suceder y de hecho, de una manera u otra, sucedió
o sucedería con sus consecuencias o efectos más que probables. Y no me
satisfacía en su intención de distraer mi espera, de la llegada de aquello que
no había venido, de apaciguar mi nerviosismo, y puesto que este aludía a un
mensaje todavía indescifrable, a un barrunto perspicaz, y a los cuales tenía
que asumir primero para a continuación desentrañar o dilucidar y si menester
fuera o solución hubiera en tal caso.
Observé el anagrama con su
disposición mítica y al fallar o no convencerme cuanto se vio más arriba de
acostumbrado o a cuanto pudo haber acontecido y para mí ignorado en un pasado
que nunca fue y para disuadirme de mi presente concreto: La A asimilada a un
ángulo ascendente, este o tilde ^, que a su vez representaba a uno de los cuatro
elementos, Fuego, y al caso el Cielo; la M o el otro ángulo contrapuesto,
descendente, equiparada a la V, la vulva, matriz, el elemento Tierra, presentando
a la propia María y a todas las madres sean o no de Dios, en el receptáculo de
la Gracia Divina. No era baladí que el Santo Grial, por antonomasia el más alto
objeto de poder o sustento para aventuras fabulosas o románticas o solo por su
uso inaprensible de dar salida a los sueños, a esbozar las quimeras y emprender
el camino por encontrarlas, se representase con un vaso, la V reducida, el
Santo Cáliz tallado de una esmeralda caída de la frente o corona de Lucifer, vasija
usada por Cristo en la Última Cena y en la que después se recogió su sangre y
agua cuando fue crucificado. Decidí ampliar mi pasatiempo esotérico, no llegaba
aun lo que esperaba y tenía que empeñarme en entretener la demora. Y recordé a
Guénon, o a su esoterismo, ya que esto implicaba, casi obligado, traerle a
colación, más cuando éste y en relación con aquel, el Grial, lo definía en metáfora
del hombre desalojado de su centro original por su propia culpa, la pérdida del
"sentido de la eternidad", con lo que se veía encerrado en la esfera
temporal y a ciencia cierta aquella en la que estaba contenido ese anagrama
cristiano en el dintel de piedra desbastada. Vi, precisamente, en que no eran
solo dos las letras representadas en el anagrama, puesto que estas, al estar
superpuestas, daban como resultado a otra, o a la sílaba, sagrada o no lo dejo
para los iniciados, AVM, más conocida por Ohm; y la que tampoco se referirá
aquí en unidad de resistencia eléctrica cuyo símbolo es Ω, sino al símbolo absoluto
del universo entero, Om, (ॐ), y con cuya enunciación, señalan los
que creen estar versados en estos recónditos conocimientos y de lo que al igual
que su afirmación yo ni aseguraba ni me importaba su credibilidad o falacia o
romanticismo, con cuya adecuada entonación podía trasformase la creación. Un
sentido de la unidad con lo supremo, la combinación de lo físico con lo
espiritual. Dícese, pues, la sílaba sagrada, el primer sonido del Todopoderoso,
el sonido del que emergen todos los demás sonidos, ya sean de la música o del
lenguaje divino.
Remiré la calle Torrejones, abajo,
sin señal de lo que esperaba. No quise comprobar la hora en el móvil. No iba a
nutrir más a mi nerviosismo. El asfalto todavía húmedo de una sorprendente
escarcha cuando todos asimilábamos con tristeza el asesinato acompasado del
otoño. Era temprano. Somnolientos coches de somnolientos conductores,
apresurados, contrariamente, en las exigencias del día: colegio, trabajo… rutinas.
El cielo dejaba de ser un argumento grisáceo para desperezarse en visos de unos
crudos celestes ya sin prórrogas del intolerable fin del verano. Frío.
Gratificante frío. Una luz amarilla recortaba las formas de la penumbra. Mi
impaciencia, un grado más elevada, poco de no ser por la curiosidad en aquella distracción
concerniente a un conocimiento hermético o resbaladizo. Y este ya bajaba ese
grado para, en contraposición, elevar al del juego no en uno, sino en unos
cuantos más de su medida o escala, y al atender cómo aquel “Ave María”
cristiano contenía la expresión sagrada Om, AVM, el sonido primordial del
Universo, y ya que María es la Madre de lo creado y de lo increado. Amén, por
otro lado, o en lo que sería una curiosidad oportuna, será otro sinónimo de ese
Om o sucedáneo. No sé. O así dejé que los ocultistas o herméticos me
convencieran de ello, de la similitud de ambos conceptos o concepciones. Raros cantos
de sirenas para apaciguar, u olvidar, a la reflexión y sensación puestas en el
siniestro portal o a cuanto Freud sicoanalizaría de una irrupción del horror en
lo cotidiano.
Entonces no remiré, sino oí, o
quise oír la afirmación de mi pensamiento o conjetura o quizás esperanza. Nada.
O tal vez sí, sí que oí algo, pero distinto a mi pretensión. Om u Ohm ya no
como ese mantra hindú o sanscrito o como fuera, no en cuanto a los sonidos
(sílabas, palabras, fonemas o grupos de palabras) que, según explícitas creencias,
tienen algún poder psicológico o espiritual, de transformación y siquiera de
regeneración y aun cuando ésta casi es en un privilegio exclusivo de la muerte.
Los mantras tienen o no un significado literal o sintáctico, trasmutado o
asimilado o sincretizado en otro credo, llamémosle o ajustémoslo en este caso al
cristiano, en otra invocación a la Virgen, en el “Ave María” o de lo que a
resultas sería un mantra mariano. La recitación a ese poderoso Grial, y Arca, a
lo que viene siendo María en portadora de un Jesús en su papel místico e
intermediario entre los cielos y la tierra. Y así, sin quererlo, ni a voz en
grito como era mi intención y porque hubiera sido vergonzoso, me vi entonando,
susurrando, un trémulo “Ave María”, con la fe que brillaba tras los resquicios
que cedían al hecho bochornoso, extravagante, de estar enunciando un sortilegio
mágico, un encantamiento, o un mantra capaz de trasmutar la realidad;
verbalizando el deseo, o la fantasía, en torno a la forma sagrada del anagrama,
aquel en el dintel del inmueble en ruina, una y otra vez, como ese círculo que
lo contiene y que en este sentido no aludía a la repetición neurótica de la
persona y a fin de afianzar un pensamiento circular y como así entiende la
psicología, ciertamente, a la figura retórica del mantra; aguardaba por otro
lado en que no fuera necesario declamarlo hasta el infinito y como ese otro
símbolo que el anagrama también contiene, en el centro debidamente, creando,
quizás de aquella manera en la que Bach esbozaba geometrías mediante su música,
hasta cruces lograba, una casa cuidada y habitada. Rezaba para arreglar la
casa, rezaba para dirimir el sinsentido de su portal peregrino.
Nada. O tan solo la declaración de
otro mantra reiterado, esta vez sí, hasta el infinito, con una única palabra:
Muerte.
Este juego, porque se trataba de un
ingenuo solaz para distraer mi espera, consiguió en cambio que sucumbiese a
otros pensamientos más intrínsecos, subterráneos, en esas universales
interrogaciones del tenor ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? o ¿A dónde vamos?,
en esas contradicciones que están porque tienen que estar y las que tenemos que
asumir sin más y ya que complementan el lado racional de nuestra identidad. Y
en lo primero que pensé, o apercibí, o me cuestioné, fue en cómo el alma,
entelequia inmaterial, etérea, podía estar albergada en otra y vasta esencia,
material, el cuerpo. Luego continúe con las dimensiones del amor y los vacíos
del dolor ligados a aquel. El disimulo de la inferioridad con agresividad y
prepotencia. La promiscuidad con la que encubrir la inseguridad. La dulzura que
esconde la furia. La droga versus la salud. El ruido de los más callados.
Sonrisas tristes. Lágrimas felices. La lógica de los sueños. La locura de la
rutina… y la inercia por todo cuanto deseamos y, al no poder obtenerse,
criticamos e infravaloramos.
Indudablemente, el elemento, forma o idea para solucionar o dilucidar o
terminar con estas grandes dicotomías, estos grandes desarreglos que tomamos por
normales, no estaba en la razón, de ahí la indiferencia hacia sus causas, sino
en lo antagónico, en los desbarajustes del absurdo.
No es que estuviera preguntándome
por los grandes mares de la mediocridad, o los efectos secundarios de la
herencia y la educación, de la imitación o la invención, de la identidad de los
contrarios, de las disonancias cognitivas, de cuanto más hartos estamos de una
cosa, me vino a la mente las recientes elecciones en Estados Unidos, la
investidura de Rajoy en España, apostamos inconscientemente por los extremos y
sin importarnos que con estos podemos estar aún peor, o con el grito silencioso
de los resignados que tocan fondo y creen que a más malo ya no se puede llegar
o acontecer, de lo imbéciles que nos convertimos en las esperas, por la
impaciencia, o…. qué más da; no, buscaba trascender a ese degradado símbolo de
un portal de obra y madera en una casa destrozada, justificar una funcionalidad
o una práctica “racionalizando” su absurdo para, al menos con el olvido o
despojándolo de su poder de laceración en mi alma, a que no continuara
traumatizándome entonces y cuantas veces, frente a este, pensara en el
discurrir de estas líneas, en lo sucesivo o en el futuro inconcreto. Un
milagro. Sí, buscaba un milagro, no para convertir el agua en vino o
multiplicar los peces o amarrar un “sueldazo” de la Once, tampoco para
restaurar esa maldita casa de dintel tan sugerente e ileso a la corrupción. Un
milagro para acomodar su absurdo.
Y ese milagro, o su interpretación,
también me lo estaba brindando el anagrama del “Ave María”, para alejar de mí o
espantar el pavor de la conmoción por aquella insoportable puerta de terrible
pragmatismo.
Revolví mi mirada de la fachada al
entorno, arriba y abajo, al cielo, a las casas, al fárrago del tráfico rodado, minutos
para las 9 de la mañana, con la misma tensión, la misma nerviosidad que sentía
y ya superaba a la propia impaciencia por cuanto todavía se demoraba, o en el
pretexto para lo que tenía que resolver de aquel insólito portón y aún no lo
había resuelto; buscaba en los rastros fugaces de las personas que iban en los
coches, la mayoría de caras desvaídas tras los cristales brumosos por la primicia
de las chorreaduras de la helada, buscaba en los que andaban por la calle, pero
a los que observaba de espaldas, la mayoría con mochilas escolares, algunas
como la de mi hija, las de las niñas, de “Soy Luna”, de “Spiderman” en un niño,
llevadas a hombros por los mayores o tirando de esas en pequeñas plataformas de
pequeñas ruedas, en un sordo rumor arrastrado como el bramido de una tormenta
lejana, y aún cogían las tibias manos de sus hijos, con protección y cariño;
gentes que pasaban con una prescripción alarmante y ajena a mi ruego de querer
recuperar el equilibrio, aunque sea un equilibrio condicionado, exactamente,
por el acontecer de la calle, resolver mi desconformidad y sentirme por fin sosegado.
Buscaba un milagro. Un milagro por no tener una decisión firme o adecuada, con
todo su peso onírico dadas las circunstancias, el sinsentido de la puerta, su
condición asimétrica, la devastación de la casa, lo único que ya me motivaba,
el solo deseo para que la coherencia, tangible o abstracta, se impusiera a la
frustración racional o del sentido común ante aquella espantosa evidencia
práctica mas controvertida. Un milagro para comprender su absurdo.
El milagro de la fe. Solo la fe,
entendí, resolvía con su condescendencia aquella afirmación de lo absurdo, para
abrir la nostalgia a un tiempo pretérito, hogareño, cálido de temples y
vibraciones, humano, despreciando lo más estúpido del quebrado funcionalismo de
la puerta, de su niego a la nada, o del cierre a la nada que inviste a la
muerte para contenerlo todo. La fe encarnada en ese anagrama del “Ave María”,
incólume al dislate de la puerta y al desastre del inmueble.
En la distancia, por Ruedo Alameda,
observé entre el celaje consistente de la escarcha la disculpa que declamaba el
coche al que esperaba, desde mi antojo de eternidad y cuando transcurrieron no
más de diez minutos de aguardo. Paró el vehículo. Abrí la puerta. Ayudé a subir
a mi hija. Saludé. Me senté. Y al coger el cinturón para ajustármelo, mi mirada
se fue, hipnótica, hacia el disparate de la doble puerta de fábrica y
apolillada madera. No sé decir, o explicar, o escribir, cómo al estar en el
interior del coche, con las lunas cerradas, chorreaduras de la helada, la
seguridad del cinturón precisamente de seguridad, las palabras amistosas del
conductor, las risas de las niñas en los asientos traseros, la salmodia
tranquilizadora de la radio o la ausencia o amortiguación del fragor de la
calle, desapareció casi por ensalmo la cercana aprensión existencial con la que
tanto me infundía, o ya solo quedaban sus palpitantes rescoldos, la puerta, o de
su mensaje encriptado que tenía que resolver o ya no me merecía la pena (por su
miedo) despejarlo; de acuerdo que el escrúpulo, he dicho existencial, no cesó
de modo tajante, acaso idéntico a un suspiro de alivio o una expiración para
dejar a las dudas sin sus recelos. El coche marchó por Torrejones, arriba, como
ayer, como tiempo antes y por el tiempo que descontara hasta el final del curso
escolar, y así yo quisiera continuar con esta usanza que me hacía sentirme vivo
o en connivencia del sentir colectivo, cómodo, a salvo, en la misma secuencia
de un trayecto que no modificaba ni su dimensión objetiva ni la que una
imaginación despreocupada surtiera para, en este caso, colorear el tedio y
porque este siempre será en blanco y negro. Tedio… Acompañé o intenté
entretejer esta bicromía de la realidad, no sé si vital será un término
adecuado, y puesto que asimismo la intuición que arañaba con insistencia dentro
o adentro de mí, o desde que apareciera el barrunto con su disquisición
emocional, o espiritual, en torno a la fe o de las creencias para, necesariamente,
alejar o amenorar la tensión, el menoscabo o sorpresa instigada por aquella
absurda puerta con una hoja de ladrillo y de madero la otra y primigenia.
No me fue difícil desarrollar la
idea y como fácil era mutar o mudar las creencias. La fe en algo que era corpóreo
y a la vez subjetivo, en este caso concreto la metáfora de la puerta, o el
símbolo, o el gesto, o el mantra, o el icono, o lo que fuera y sin importar a qué
perteneciera o aludiera; por su connotación universal y puesta al alcance de
quien quiera ahondar o escarbar más allá de su superficie o hasta el límite de
lo aceptable, de lo idóneo, en la frágil frontera de lo correcto o incorrecto,
de lo sensato o insensato, de la vigilia o el sueño. He aquí, concebí entonces,
este antagonismo de conceptos siendo uno, o esta suma de despropósitos, de los
opuestos o de su encuentro, la lógica de lo desordenado o lo ilógico de lo
razonable, y con los que se disfraza, no consuetudinariamente, el
comportamiento humano (un reír por no llorar, un quien bien te quiere te hará
sufrir, un no te hago caso para que me hagas más caso, un me lo trago para no
estallar, pasar a mejor vida, el que calla otorga, no ver un alma, malsano, un piensa
mal y acertarás, exigir hacer algo para hacerlo seguidamente nosotros, asegurar
que se está bien aun cuando el mundo pesa sobre los hombros, un “sí” que es
“no”, un “haz lo que quieras” cuando es un “ni se te ocurra hacerlo”…) Raras conductas,
resbaladizas en el filo de la navaja, en la precisión de un espacio intermedio,
limítrofe reitero, o el que define en definitiva (me encantan estos juegos de
palabras), allí o allá, la proporción, adónde se asienta el equilibrio, el fiel
de la balanza de la realidad o de la percepción del ser, de vivir viviendo; y
aceptando conformes a su sino o asistencia, la conveniencia, y cuando la
contradicción del hecho, o del sentimiento, exige comprenderlo o evitarlo o
dejarlo en sus suertes o en la propia para esto mismo: enjugar lo absurdo,
diluirlo en el hábito, para vivir viviendo. La puerta era eso: un ejemplo de la
doblez, del sinsentido de manifiestos hechos humanos. Y más: de su congruencia
en una lámina de madera vencida y de su incoherencia en la otra de obra, y
ambas instrumentales o legítimas en su menester de cerrar el paso, de
diferenciar lo de adentro con lo de afuera, como esos procederes de las
personas, los de todos, y ante los cuales solo cabe profundizarlos, raros los
casos, u olvidarlos.
De hecho, echando la mirada atrás,
afianzado en esta rutina diaria camino del colegio para acompañar a mi hija
pequeña, confirmé que resultaba muchísimo más fácil modificar una creencia, cualesquiera,
o la fe puesta en el icono de esa malograda puerta, que alterar, trastornar los
andamios de la monotonía, de los hábitos o de esta acción repetida de acompañar
a mi hija a la escuela. El suceso extraño de que me afectara hoy y no antes y
no sé si mañana la estampa de ese portal, ahora sí que lo entendía, pues era como
uno de esos arquetipos que emergen de manera arbitraria de una falla de las costumbres
o de lo cotidiano, y en este vi representado un modo de hipocresía o de cierta
incongruencia del comportamiento humano, mío y de todos. Arquetipo o paradigma aún
con toda su lógica o mejor con toda su corriente conformidad, y del que dije indicaba
una raja, un quebranto de la cotidianidad, penetrando con fuerza en un concepto
o en una conmoción y estos a los que, normalmente, ocultamos o disfrazamos o
encubrimos con otros pensamientos o situaciones o engaños y para garantizarnos
la bondad, el auxilio de cierta congruencia de incisivas aristas; es decir, nos
resulta más sencillo mentirnos a nosotros mismos, casi de manera inconsciente,
que complicarnos con otros derroteros de los que ignoramos dónde nos llevarían,
si a la luz o a la oscuridad de nuestros propios y velados abismos o ruinas.
Instalados en la pereza, cómodos ante la realidad de esperar de otros, o de lo
abstracto, a que estos resuelvan nuestros problemas y cuando, en verdad, la
mayoría se resuelven por sí solos; o quizás no se resuelvan, sino que los
ignoramos, no los vemos, y así nos parecen que se han resuelto o en un estado
de absoluto optimismo, o de indolencia, jamás llegaron a ser eso, problemas.
Llegados al colegio, sonreí aprovechando
la tirantez de una tristeza (otro desatino), mas con el alivio de aplacar lo entonces
agitado, de lo al menos enmendado, o solo postergado y a lo similar de arrancar
el tallo de la hierba mala dejando la raíz en la tierra. Y decía o me decía (en
el colofón con otra incongruencia) que lo más perturbador del absurdo, o del
absurdo en la funcionalidad y alegoría de la sorprendente puerta de una casa en
ruinas en la calle Torrejones del Barrio San Francisco de Ronda, y en su
defecto de estas palabras mías o este engendro mío de absurdismo, a fin de
cuentas era que tenían y tienen su propia lógica. El absurdo razonable, de la
puerta y de ciertos actos.
Y ahora olviden cuanto han leído, estas
doce páginas que curiosamente comparten el mismo número de la casa con su
original portada, o son trece con la fotografía y a la que solo tienen que ver,
con atención y sin reparos.
© F.J. CALVENTE
(También en PDF: https://drive.google.com/file/d/0B7Wg5z7kVgC4cXExTHBzSFhKZXM/view?usp=sharing)
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