Cuando en un diario digital,
rondeño o extraño, no encuentras la media verdad acostumbrada, o la más entera
de las mentiras, y miras el calendario para sopesar esta perplejidad en día señalado
de los Santos Inocentes. En la grey de los ingenuos, o de los confiados, incluyámonos
todos, vale que unos más que otros. Tal vez porque el hábito no hace al
periodista y menos al “infor-mal”, al ímprobo. Y de lectores, de una manera u
otra, valgamos todos de nuevo; o acaso aquellos que con la fe, o solo de oídas,
creen a pie juntillas en lo que leen u oyen. Lectores y murmuradores, numerosos,
los que, por no contrastar la información, la otra opinión, se dejan llevar por
el eco de los intestinos, grueso, los ojos de despecho y las voces prestadas, por
encontrar excusas a la propia excusa, en un miénteme puesto que me gusta.
Será por el día, aprieto, de un
sereno frío que languidece como la luz de estos atardeceres de plomo, o el
bronco levante que arroja palabras que se las lleva el viento, o cierta y porfiada
incomunicación post y en pos de una morriña esquinada a la derecha o en el
reverso de la página no escrita. Pero no esta luz, y decencia, la del
compromiso y responsabilidad, la del sincero oficio, con la que nos ilustra Kapuscinski
y que debería ser cabecera editorial de cualquier ejercicio periodístico o
pseudo periodístico, gacetillero o de crónica paranormal:
“Para ejercer el periodismo, ante
todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos
periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los
demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias”.
Hay inocentadas, no obstante, que
perviven indefinidamente.
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