Solo nos basta con ver e invocar el paisaje nevado, las ansias, como las
páginas en blanco de nuestra existencia en las que poder escribir la aventura
de vivir… y también la de morir, desleírse en la nada del todo, como la nieve
se derrite tras asombrar con su primor; en la fuga de una gélida agua que
recorre los pliegues de la tierra, sus accidentes, sus tiempos. Agua que en efímera
entelequia adoptó antes la corporeidad frágil de una precipitación de álgida
persistencia, aunque sea por un día de enero en su reino de esperas de cristal;
hielos que llevaban en sus irisadas geometrías el sino de unas lágrimas que no
lloró el cielo y ya que su sentimiento no era triste, ni insensible, ni sutil, sino
lo contrario o por su reverso en la confesión sincera de las emociones que aquietan
con su palpitar la existencia. Vivir y morir. Muerte y resurrección. Términos
consustanciales a la esencia de este Barrio. Aquí, en la contradictoria
manifestación de vida en torno a la alegoría más imponente sobre la muerte. Nada
es casual, por supuesto. Y como tampoco fue fortuito hacer esta instantánea
desde la Torre del Condestable o Predicatorio. Un lugar que no me interesaba
por su historia, curiosamente un elemento de la tecnología romana de
abastecimiento de agua de la Fuente de la Arena a la Arunda de los césares, o de creer en hagiografías o mitologías cristianas
que versificaban si allá “predicó” (de ahí el nombre de la torre-sifón o
columnaria romana) el santo varón fray Diego José de Cádiz con sus pullas
inquisitoriales o doctrinales o catequísticas y acentuadas con aspavientos de
su cruz enarbolada y en alegoría del dicho aquel que incorporaba al rogando y
al mazo. No, sino que interesaba el mito, tal vez porque este fabuloso panorama
níveo convocaba los genios de la leyenda, por su fantasía, magia o simbolismo.
Y de hecho, metros más abajo, justo casi frente al solar donde el destino o un
disfraz de ese Dios al que en su pasión escenifican en cuaresma por las calles,
quiso asentar su sede la Hermandad del Santo Entierro y Cristo Resucitado,
en el lateral ocupado por un muro de cantos de la calle Empedrada, decía, hace
tiempo se observaba, hasta que probablemente hoy pueble las sombras del museo
municipal, un pesebre tallado en piedra y del que indicaba la tradición pació
el caballo de la reina Isabel la Católica cuando la conquista (premeditada la
ausencia del “re”) de la Izna Rand Onda musulmana. Una fábula de milagros, de arcanas
huellas de herradura en los suelos sagrados de la Iglesia del Espíritu Santo,
allá, altiva, ponderada, arcillosa, alzada del ramaje quebradizo de la alameda,
sosteniendo un fluir de sencillez por las arterias de calles de casas blancas y
generosas. Más con este océano de nieve que cubría con dulzura el espacio mortuorio
donde luego se asentó la vida y el Barrio. Pastos de la muerte. El cementerio
musulmán, al que se accedía desde la Puerta de Almocábar, exactamente la Puerta
hacia el Cementerio, “al-maqabir”. Y la misma leyenda continuaba en susurros,
como esa salmodia respetuosa del viento que estremecía los abandonos, que la
reina católica, Isabel I de Castilla, tras la muerte de su bufón favorito,
Velazquillo, enterrado en Santa María la Mayor, cambió el color blanco del luto
por el negro (La historia oficial atribuye el cambio de color del duelo a la
muerte del príncipe Juan en 1497, lo cual llevó a la aprobación por parte de
los Reyes Católicos de la “Pragmática de Luto y Cera”). Un retorno a los
orígenes. Entonces. Muerte y Resurrección. La nevisca vino a imponer el luto
antiguo en un cementerio de sagas y olvidos. Y con esto acabo de revelar
algunos mimbres con los que entrelacé el argumento de mi novela “A la Sombra de
la Aurora”. Quizás por esto, de vueltas a esta ventana de invierno, mi memoria arregló
unas letras de William Heinesen que quedaron así: “Desde aquí, en el
Predicatorio, reconozco la ciudad soñada en este día invernal, el mar de nieve
como un crepúsculo entre viejas tumbas”. Luego, en este silencio blanco, o en
una sintonía funeraria, la muerte daba paso a un nuevo paradigma existencial. El
tiempo que muere para vivir con su recuerdo. INVIERNO 11. Calle Empedrada, Alameda,
Iglesia del Espíritu Santo. Barrio San Francisco. Ronda.
Aquí estoy...
Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.
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