Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 31 de enero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 12"

El tiempo que muere para vivir con su recuerdo. De ahí mi obsesión por dilatar los instantes para aprehender la mayor suma posible de escenas y conmociones, con las que forjar recuerdos, y rescatar después de estos la vida necesaria para deshacer las contrariedades normales en el hecho de existir. No fue una ráfaga blanca de invierno la que me hizo dar la espalda al arrabal bajo, el de San Francisco, identificándome con la extraña disposición de la obscura fachada de la Iglesia del Espíritu Santo que asemejaba hoy más que nunca su descuido a extramuros y su deferencia con la Ciudad. En este balcón en la antesala al Barrio, en Las Imágenes, en unos prolegómenos, arriba y abajo, que no serán frontera de nada y porque la belleza no puede cercenarse, detuve mi caminar asombrado, y abrumado de las máscaras marfileñas con las que fantaseaba la nevada para, tal vez, resguardar en su fría pausa el portento consumado entre los sigilos del día, sosiegos congelados por la excepcionalidad de la nieve en el ensayo prodigioso de una conmemoración que jamás será olvidada. En ese final del tramo escalonado de calle Espíritu Santo, antes de confluir en el lienzo de lanzas y fanales que delimita la subida de las Imágenes a Armiñán, al otro lado el paramento de piedras del Castillo con sus ramajes escarchados, paré, vi y me impresioné de la expresión absoluta de su apelativo, de su singular heroico. La imagen. Primero me sorprendió el hieratismo carmesí del baluarte de levante, de orgullos radiantes por contrariar la huella de la nevada. Murallas del Carmen y puerta de la Cijara, las que solo permitían el lustre húmedo en su mampostería de hiladas de piedras y con el que presumir de su poderoso bastión e historia. Luego, en la sensación de una fuga a la que no pudo someter esta última línea de la triple fortificación muslime, se apiñaba el conjunto urbano de casas siquiera más blancas y acogedoras, junto a alguna insigne edificación, como abajo los Baños Árabes, la iglesia de Padre Jesús más arriba, un poco a la izquierda el pespunte del mismo color de la ermita mozárabe de la Oscuridad, y arriba Los Descalzos arañando un cielo de cenizas. Casas y monumentos en la vanguardia de una huida arriba del averno, del lugar que alumbra el origen de la garganta del Tajo, el vacío oscuro, imponente e inextricable. La curiosa evasión de una arquitectura tradicional, popular, hacia el conglomerado inmobiliario contemporáneo. Lo demás, la blanca colada desplegada en la vaguada del arroyo de Las Culebras y en la redonda y suave elevación de la depresión para el otro afluente del Guadalevín en su demiúrgico esculpir bárbaro y seductor. Un estremecimiento destiló la pregunta o la exclamación inequívoca: ¿¡Cómo cambiaba la fisonomía de la ciudad tras una copiosa nevada!? Y no era por una especulación de sus apariencias, sino de cómo estas afectaban o tensaban las cuerdas armónicas de mis emociones, del resonar en mis adentros. Y ahí que llegó Mario Benedetti, y al que, tras solicitarle su indulgencia, me permitió, incluso me ayudó, en acomodar su poema, “Cada ciudad puede ser otra”, a la circunstancia y a este argento vivo de mi ciudad aún más soñada; intercalando o equiparando un término a otro, un sustantivo común por otro propio, y elocuentemente del amor a la nieve o, en definitiva, o en su conjunción, hacia un amor blanco. Respiré, esta vez sí, una ráfaga fría e hiriente de invierno, y entoné para mis adentros a cuanto en seguida el vaho se encargó de dispersar por el helado paisaje:

“Ronda puede ser otra
cuando la nieve la transfigura
Ronda puede ser tantas
como soñadores la recorren

el amor blanco pasa por los parques
casi sin verlos pero amándolos
entre la fiesta de los pájaros
y la homilía de los pinos

Ronda puede ser otra
cuando la nieve pinta los muros
y de los rostros que atardecen
uno es el rostro del amor blanco

y la nieve, el amor blanco, viene y va y regresa
y la ciudad es el testigo
de sus abrazos y crepúsculos
de sus bonanzas, ventiscas y aguaceros

y si la nieve se va y no vuelve
el amor blanco
Ronda carga con su invierno crudo
ya que le quedan sólo el duelo
y las estatuas de nieve, muñecos de amor blanco”


Volví a suspirar. A mirar el lechoso cuadro. A exhalar la cita que principia el poema, de Jaime Sabines por cierto. A impugnarla. No, yo no era, imposible serlo ante aquel esplendor, como los amorosos de la mención, “… son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan”. Yo quería ser una estatua de nieve, un muñeco de amor blanco. INVIERNO 12. Las Imágenes-Armiñán. Barrio San Francisco. Ronda.


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