El tiempo que muere para vivir con
su recuerdo. De ahí mi obsesión por dilatar los instantes para aprehender la
mayor suma posible de escenas y conmociones, con las que forjar recuerdos, y
rescatar después de estos la vida necesaria para deshacer las contrariedades normales
en el hecho de existir. No fue una ráfaga blanca de invierno la que me hizo dar
la espalda al arrabal bajo, el de San Francisco, identificándome con la extraña
disposición de la obscura fachada de la Iglesia del Espíritu Santo que asemejaba
hoy más que nunca su descuido a extramuros y su deferencia con la Ciudad. En este
balcón en la antesala al Barrio, en Las Imágenes, en unos prolegómenos, arriba
y abajo, que no serán frontera de nada y porque la belleza no puede cercenarse,
detuve mi caminar asombrado, y abrumado de las máscaras marfileñas con las que fantaseaba
la nevada para, tal vez, resguardar en su fría pausa el portento consumado entre
los sigilos del día, sosiegos congelados por la excepcionalidad de la nieve en el
ensayo prodigioso de una conmemoración que jamás será olvidada. En ese final
del tramo escalonado de calle Espíritu Santo, antes de confluir en el lienzo de
lanzas y fanales que delimita la subida de las Imágenes a Armiñán, al otro lado
el paramento de piedras del Castillo con sus ramajes escarchados, paré, vi y me
impresioné de la expresión absoluta de su apelativo, de su singular heroico. La
imagen. Primero me sorprendió el hieratismo carmesí del baluarte de levante, de
orgullos radiantes por contrariar la huella de la nevada. Murallas del Carmen y
puerta de la Cijara, las que solo permitían el lustre húmedo en su mampostería
de hiladas de piedras y con el que presumir de su poderoso bastión e historia.
Luego, en la sensación de una fuga a la que no pudo someter esta última línea
de la triple fortificación muslime, se apiñaba el conjunto urbano de casas
siquiera más blancas y acogedoras, junto a alguna insigne edificación, como abajo
los Baños Árabes, la iglesia de Padre Jesús más arriba, un poco a la izquierda el
pespunte del mismo color de la ermita mozárabe de la Oscuridad, y arriba Los
Descalzos arañando un cielo de cenizas. Casas y monumentos en la vanguardia de
una huida arriba del averno, del lugar que alumbra el origen de la garganta del
Tajo, el vacío oscuro, imponente e inextricable. La curiosa evasión de una
arquitectura tradicional, popular, hacia el conglomerado inmobiliario
contemporáneo. Lo demás, la blanca colada desplegada en la vaguada del arroyo
de Las Culebras y en la redonda y suave elevación de la depresión para el otro
afluente del Guadalevín en su demiúrgico esculpir bárbaro y seductor. Un estremecimiento
destiló la pregunta o la exclamación inequívoca: ¿¡Cómo cambiaba la fisonomía
de la ciudad tras una copiosa nevada!? Y no era por una especulación de sus apariencias,
sino de cómo estas afectaban o tensaban las cuerdas armónicas de mis emociones,
del resonar en mis adentros. Y ahí que llegó Mario Benedetti, y al que, tras
solicitarle su indulgencia, me permitió, incluso me ayudó, en acomodar su poema,
“Cada ciudad puede ser otra”, a la
circunstancia y a este argento vivo de mi ciudad aún más soñada; intercalando o
equiparando un término a otro, un sustantivo común por otro propio, y elocuentemente
del amor a la nieve o, en definitiva, o en su conjunción, hacia un amor blanco.
Respiré, esta vez sí, una ráfaga fría e hiriente de invierno, y entoné para mis
adentros a cuanto en seguida el vaho se encargó de dispersar por el helado paisaje:
“Ronda puede ser otra
cuando la nieve la transfigura
Ronda puede ser tantas
como soñadores la recorren
el amor blanco pasa por los parques
casi sin verlos pero amándolos
entre la fiesta de los pájaros
y la homilía de los pinos
Ronda puede ser otra
cuando la nieve pinta los muros
y de los rostros que atardecen
uno es el rostro del amor blanco
y la nieve, el amor blanco, viene y
va y regresa
y la ciudad es el testigo
de sus abrazos y crepúsculos
de sus bonanzas, ventiscas y
aguaceros
y si la nieve se va y no vuelve
el amor blanco
Ronda carga con su invierno crudo
ya que le quedan sólo el duelo
y las estatuas de nieve, muñecos de
amor blanco”
Volví a suspirar. A mirar el lechoso
cuadro. A exhalar la cita que principia el poema, de Jaime Sabines por cierto.
A impugnarla. No, yo no era, imposible serlo ante aquel esplendor, como los amorosos de la mención, “… son los que abandonan, son los que
cambian, los que olvidan”. Yo quería ser una estatua de nieve, un muñeco de
amor blanco. INVIERNO 12. Las Imágenes-Armiñán. Barrio San Francisco. Ronda.
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