Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 1 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 13"

Yo quería ser una estatua de nieve, un muñeco de amor blanco. La nívea y achaparrada figura como las que vi con ternura a lo largo de mi asombrado deambular por la nevada; con mayor o menor definición, según la habilidad aplicada en moldear y resistir la frialdad de la nieve, la consistencia y acuerdo de sus cristales de hielo, con mayor o menor dispendio de los elementos al caso por concretarlas, de singularizarlas con una estética inventada o sugerente de tópicos: zanahorias bermejas por narices, botones negros por ojos, bufandas y gorros y calcetines aunque sean desparejados en los “ochos rechonchos” de una aristocracia imaginera desapercibida, o hasta un trozo de masa frita por boca amplia y de curva sonriente, un churro congelado, en el espantajo de anónimos escultores de la nevada que inventaron y apoyaron en un paño de la muralla de calle Polvero, o espantadas ramas por brazos, incluso sosteniendo una lata de cerveza Cruzcampo, la que obviaba su punto glacial por cuestión obvia, en el muñecote de la Alameda, exactamente emplazado a la derecha de la imagen de San Francisco de Asís, patrón del Barrio. De regreso a la plaza, éste, el santo, ya me había tomado la vez en el afán transformador o cuanto menos de disfraz en estatua de nieve o muñeco de amor blanco. Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible” –me dijo a través del susurro de los chorros de agua de la fuente, curvados como la alegría de los juegos en la nieve- No quise responderle, tampoco tenía palabras con las que hacerlo, solo espetarle, no sé las causas, por ciertas decepciones irresueltas, o sin responder, de su rampante hechura en lo alto del pedestal de piedra: ¿Por qué su marcha del Barrio, esa voluntad de caminar para salir cauteloso de aquí? ¿Por qué sostiene en el hueco de su brazo izquierdo una plancha con la imagen en relieve de la fachada de la colegiata de Santa María la Mayor? ¿Por qué no una reproducción de la iglesia del Espíritu Santo, o la de sus Hermanas Franciscanas, o de la derruida Virgen de Gracia, estas más cercanas, o de la historiada puerta del Convento San Francisco? ¿Por qué su fuga, que no amparo, a cuanto lleva y reconoce su nombre? Esmeraldas las aguas quietas de la fuente, abigarrado telón de los árboles, de los álamos que en vez de copos de nieve parecían inflados algodones enganchados a sus oscuras y retorcidas ramas, con algunos rescoldos de otoño, todo pasado por un tamiz sonrosado que olía a cloro y al polen de las madrugadas de primavera. Tampoco el de Asís en un bronce de viejos verdines respondió a mis pensamientos, a mis dudas “ceporreras” o a un contrariado espíritu franciscano, sino, en su mohín de la cabeza inclinada con suavidad a un lado, con la mirada abstraída en un suelo blanco de excepción y no el gris habitual de los cantos sumergidos en la escarcha, arqueó con delicadeza sus labios en una ligera y cordial sonrisa: “Yo necesito pocas cosas y las pocas que necesito, las necesito poco”, y añadió con regodeo disimulado: “mas ahora, necesito ser o sentirme un muñeco de nieve”. Yo lo observé siquiera con sumo detenimiento, como si no me creyera su última frase o porque aquel aserto no cuadraba con su aura seráfica, escudriñando las señales que atestiguaban su pretensión: sus pies calzados con raídas sandalias ocultos bajo un lecho esponjoso de nieve que reptaba por el frontal de su túnica, más por la trasera, por los pliegues formados en su extraño andar o evasión; parte del  alzado de Santa María de la Encarnación, sujeta en el arco de su brazo zurdo, parcheada de otros casposos copos; una abundante cola de armiño blanco cubría su hombro más caído, el izquierdo, continuaba más profusa sobre la cabeza ocultando tonsura y un flequillo cortado; y en una sucesión de continuidad proseguía por la doblez de su otra extremidad en alto que sostenía el báculo en cruz, y donde el Cristo, como un rentado ensayo, era ya un pequeño muñeco de nieve con el trágico gusto de estar crucificado. Sus palabras llegaron con mi certidumbre completa ante su proceso de transformación en estatua de nieve o de vestirse con el uniforme de gala del invierno: “La verdadera enseñanza que trasmitimos es lo que vivimos; y somos buenos predicadores cuando ponemos en práctica lo que decimos”. Y entonces concebí el espíritu de su retórica, de su humilde voz nutrida de la esencia de esta nevisca caprichosa de enero, del invierno: La inocencia. La pureza. La impoluta fisonomía de un nevar que, a pesar de su frío físico, incitaba a desnudarse, a despojarse de prejuicios, de bloqueos, de vergüenzas y miedos; para renacer en el niño que una vez fuimos y al que, tras el inconsciente descorrer de los velos de nuestras nostalgias, reclamaba con tenerlo en cuenta, ser en él y separado de los convencionalismos de la edad y de la sociedad. Ya no me urgía ser una estatua de nieve, un muñeco de amor blanco, solo anhelaba encontrar el niño que una vez fui y disfrutar de mis sueños por las aventuras en una geografía blanca. Estatua de San Francisco de Asís. INVIERNO 13. Alameda del Barrio San Francisco. Ronda.


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