“… solo anhelaba encontrar el niño
que una vez fui y disfrutar de mis sueños por las aventuras en una geografía
blanca. Y qué mejor comenzar mi búsqueda, la búsqueda de mí mismo o de aquel
niño cuyas ficciones, sus frenesíes, llegaban inesperadamente como las rachas
de viento del invierno, bogando en oleadas de melancolía; encontrar al párvulo
o a la bisoñez de un pasado que ya casi se diluía en las fantasías de otro verano;
a emprender su busca en la entrada al Barrio o en la salida de Ronda, igual
daba. De acuerdo que metros más abajo, o más arriba, salvando la primera, o
última, gran parábola de Las Imágenes, las dos vigiladas por la Iglesia del
Espíritu Santo, y ya dentro de los linderos del arrabal bajo, el de San
Francisco, una vez cumplido el paso por calle Armiñán y escoltado en estos
preámbulos por el paño de lanzas y faroles que descargaban escrúpulos y
ensueños, ambos, a la considerada y ordenada distracción de la vaguada entre
barbacanas y parvas corrientes de agua. Ahí inicié la indagación, en unos
vergeles orillados a los lados del asfalto, al socaire de las hilas de piedra, retazos
del Castillo y semicilíndricos torreones que parecían soportar el cercano cielo
de pavesas apagadas, o de ese mármol de los cementerios o de los silencios
resentidos o de la gris claridad que antecede al alba. Allí, en uno de los
jardines espolvoreados de una harina fría, en el más inmediato a la plaza, o en
el “Jardín de Invierno” del maestro Neruda:
“Llega el invierno. Espléndido
dictado
me dan las lentas hojas
vestidas de silencio y amarillo.
Soy un libro de nieve,
una espaciosa mano, una pradera,
un círculo que espera,
pertenezco a la tierra y a su
invierno.
(…)
Yo esperé en el balcón tan
enlutado,
como ayer con las yedras de mi
infancia,
que la tierra extendiera
sus alas en mi amor deshabitado.
Yo supe que la rosa caería
y el hueso del durazno transitorio
volvería a dormir y a germinar:
y me embriagué con la copa del aire
hasta que todo el mar se hizo
nocturno
y el arrebol se convirtió en
ceniza.
La tierra vive ahora
tranquilizando su interrogatorio,
extendida la piel de su silencio.
Yo vuelvo a ser ahora
el taciturno que llegó de lejos
envuelto en lluvia fría y en
campanas:
debo a la muerte pura de la tierra
la voluntad de mis germinaciones”
Miré y remiré, respiré y aguanté la
respiración, oí el silencio, toqué la verdad de aquella nieve, glacial y
dolorosa, dejé de pensar, o lo intenté, y abrí mi corazón a cuánto el deseo
podía desarrollarse o ya lo hizo en un tiempo al que solo accedía la nostalgia.
Nada. Nada salvo la admiración por los abundantes veneros de sosiego y entusiasmo,
tan factible su reunión, que la nevada desplegaba donde alcanzaba mi ávida
mirada y los espejismos que la imaginación emplazaba sin esfuerzos. La imaginación
que siempre iba por delante de los hechos. Nada sucedía de aquel niño al que
buscaba o de unas sensaciones pasadas que, aunque no las veía, estaban allí,
disimuladas aún por el aturdimiento de una nieve inesperada y de algunas
reticencias para entregarme sin frenos, sin miedos a ella. La seguridad aportada
por la muralla, oscura, terrosa, de soltura muy “vintage”, con esa gravidez
como el peso de los copos de nieve que hacían caer las ramas de los arbustos,
de los pinos al otro lado de la travesía con sus empaques navideños, de la
altivez de la torre esférica, la más alta de todas, como uno de los pilares del
universo o de este mundo blanco y onírico y con sutilezas de un azur relajado
en su cielo, todo me indicaba la coherencia de la exploración de mí mismo o del
niño que una vez fui. Más cuando la Alameda reunía a los tiempos, y el mío, en
un crisol donde había hervido, madurado, mi esencia, quien soy; si bien por el
camino tuve que dejar atrás, o los condicionamientos sociales lo impusieron, ese
niño intrépido, ese adolescente tímido, o la fuerza, el aire de inocencia y curiosidad
por beber un mundo de infinitas posibilidades y en los que cristalizar mis ensueños,
“la voluntad de mis germinaciones”.
La búsqueda tenía que continuar,
era muy necesario. Atravesé la calle, quebrado el lecho de nieve por las paralelas
de las rodadas de los coches que permitían reaparecer al asfalto vernáculo,
pero con ese rutilar húmedo y limpio de los discos de vinilo.
Un momento… Tal vez de
esto se trataba, de oír, de oír la música, la antigua música interpretada con
notas de querer, de poder, de contentos, de no haber un mañana para un continuo
presente que giraba y giraba sin pausas, con prisas, por los surcos de un vinilo
de canciones optimistas, soñadoras, vivificantes. Por esto no acaecía nada, o
no concurría ni una nimia pista para el reencuentro con el niño de un ayer
heroico; porque restallaba en mis oídos un silencio plano, blanco, como el de
la aguja al terminar el disco, incoloro y redundante. ¿Cuál era la música de
esta nevada de invierno? ¿De dónde vendría? INVIERNO 14. Una de las parábolas
de calle Las Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario