Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



viernes, 3 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 14"

“… solo anhelaba encontrar el niño que una vez fui y disfrutar de mis sueños por las aventuras en una geografía blanca. Y qué mejor comenzar mi búsqueda, la búsqueda de mí mismo o de aquel niño cuyas ficciones, sus frenesíes, llegaban inesperadamente como las rachas de viento del invierno, bogando en oleadas de melancolía; encontrar al párvulo o a la bisoñez de un pasado que ya casi se diluía en las fantasías de otro verano; a emprender su busca en la entrada al Barrio o en la salida de Ronda, igual daba. De acuerdo que metros más abajo, o más arriba, salvando la primera, o última, gran parábola de Las Imágenes, las dos vigiladas por la Iglesia del Espíritu Santo, y ya dentro de los linderos del arrabal bajo, el de San Francisco, una vez cumplido el paso por calle Armiñán y escoltado en estos preámbulos por el paño de lanzas y faroles que descargaban escrúpulos y ensueños, ambos, a la considerada y ordenada distracción de la vaguada entre barbacanas y parvas corrientes de agua. Ahí inicié la indagación, en unos vergeles orillados a los lados del asfalto, al socaire de las hilas de piedra, retazos del Castillo y semicilíndricos torreones que parecían soportar el cercano cielo de pavesas apagadas, o de ese mármol de los cementerios o de los silencios resentidos o de la gris claridad que antecede al alba. Allí, en uno de los jardines espolvoreados de una harina fría, en el más inmediato a la plaza, o en el “Jardín de Invierno” del maestro Neruda:


“Llega el invierno. Espléndido dictado
me dan las lentas hojas
vestidas de silencio y amarillo.
Soy un libro de nieve,
una espaciosa mano, una pradera,
un círculo que espera,
pertenezco a la tierra y a su invierno.

(…)

Yo esperé en el balcón tan enlutado,
como ayer con las yedras de mi infancia,
que la tierra extendiera
sus alas en mi amor deshabitado.

Yo supe que la rosa caería
y el hueso del durazno transitorio
volvería a dormir y a germinar:
y me embriagué con la copa del aire
hasta que todo el mar se hizo nocturno
y el arrebol se convirtió en ceniza.

La tierra vive ahora
tranquilizando su interrogatorio,
extendida la piel de su silencio.
Yo vuelvo a ser ahora
el taciturno que llegó de lejos
envuelto en lluvia fría y en campanas:
debo a la muerte pura de la tierra
la voluntad de mis germinaciones”


Miré y remiré, respiré y aguanté la respiración, oí el silencio, toqué la verdad de aquella nieve, glacial y dolorosa, dejé de pensar, o lo intenté, y abrí mi corazón a cuánto el deseo podía desarrollarse o ya lo hizo en un tiempo al que solo accedía la nostalgia. Nada. Nada salvo la admiración por los abundantes veneros de sosiego y entusiasmo, tan factible su reunión, que la nevada desplegaba donde alcanzaba mi ávida mirada y los espejismos que la imaginación emplazaba sin esfuerzos. La imaginación que siempre iba por delante de los hechos. Nada sucedía de aquel niño al que buscaba o de unas sensaciones pasadas que, aunque no las veía, estaban allí, disimuladas aún por el aturdimiento de una nieve inesperada y de algunas reticencias para entregarme sin frenos, sin miedos a ella. La seguridad aportada por la muralla, oscura, terrosa, de soltura muy “vintage”, con esa gravidez como el peso de los copos de nieve que hacían caer las ramas de los arbustos, de los pinos al otro lado de la travesía con sus empaques navideños, de la altivez de la torre esférica, la más alta de todas, como uno de los pilares del universo o de este mundo blanco y onírico y con sutilezas de un azur relajado en su cielo, todo me indicaba la coherencia de la exploración de mí mismo o del niño que una vez fui. Más cuando la Alameda reunía a los tiempos, y el mío, en un crisol donde había hervido, madurado, mi esencia, quien soy; si bien por el camino tuve que dejar atrás, o los condicionamientos sociales lo impusieron, ese niño intrépido, ese adolescente tímido, o la fuerza, el aire de inocencia y curiosidad por beber un mundo de infinitas posibilidades y en los que cristalizar mis ensueños, “la voluntad de mis germinaciones”.  

La búsqueda tenía que continuar, era muy necesario. Atravesé la calle, quebrado el lecho de nieve por las paralelas de las rodadas de los coches que permitían reaparecer al asfalto vernáculo, pero con ese rutilar húmedo y limpio de los discos de vinilo.

Un momento… Tal vez de esto se trataba, de oír, de oír la música, la antigua música interpretada con notas de querer, de poder, de contentos, de no haber un mañana para un continuo presente que giraba y giraba sin pausas, con prisas, por los surcos de un vinilo de canciones optimistas, soñadoras, vivificantes. Por esto no acaecía nada, o no concurría ni una nimia pista para el reencuentro con el niño de un ayer heroico; porque restallaba en mis oídos un silencio plano, blanco, como el de la aguja al terminar el disco, incoloro y redundante. ¿Cuál era la música de esta nevada de invierno? ¿De dónde vendría? INVIERNO 14. Una de las parábolas de calle Las Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.


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