“¿Cuál era la música de esta nevada
de invierno? ¿De dónde vendría?” ... “Yo...diría
más bien que la poesía es una música que se hace con ideas y por eso con
palabras”, apuntaba Pessoa en el ademán de echar mi cuerpo hacia delante
para atravesar la calle, Las Imágenes, en una etapa de la investigación que ya
ni sabía cuándo la había iniciado: si en un instante de este errar por la
nevada o la eternidad trascurrida desde que supe que tarde o temprano buscaría
a aquel niño que atesoraba el aliento virgen de un mundo por descubrir y
vivirlo de frente, sin cálculos ni conformismos. En este día, en este invierno elegante
por su sorprendente toga blanca, en esta estación señalada por una fresca
intuición, por supuesto que mía, de codiciar la música de un ayer, de un sentido
para el reencuentro necesario con mis circunstancias, las de mi ser, las de mi
yo íntimo y el social, por estas suertes no debí detenerme en el centro de la
calzada, osado ante el tránsito rodado, poco, y por los peligros del hielo y de
los hallazgos.
Un hombre tuvo la culpa, parado en
la acera, enfrente, de espaldas a mí y volcado en el abierto panorama de una
acuarela sorprendente e imaginaria, quien captó mi atención y espera. Un hombre
fornido, quizás más por el volumen del abrigo que por propia constitución
física; mediana altura, gorro negro de lana, chaquetón prieto y hermético,
pantalones impermeabilizados y de bajos embutidos en unas botas verdes de agua.
El hombre que alzaba los brazos a la altura de su cabeza, flexionados hacia
dentro, como si con las manos en la frente a modo de visera aminorara el
resplandor incómodo de la nieve y al que, asimismo, su fascinación le impidiera
dejar la aplicación en un abrir y cerrar de ojos; o a través de unos
prismáticos que yo no veía y le ayudaban a precisar un detalle en el paisaje
nevado o a reunir un innúmero de pormenores posibles, acercarlos como si con
ello consiguiera explicarlos, desentrañarlos, desvestirlos para solventar el
vértigo de lo inexplicable: de un prodigio, de un resplandor en la escarcha, en
los lamidos brotes de vid o en la capacidad resignada de los olivos de soportar
la carga de los copos o de frías cuentas de nácar, de unas pisadas en la nieve,
de las sombras recortadas de unos caballos en la blancura de lo que fue campo
de fútbol de los Salesianos, de advertir en los grandes ojos líquidos de las
bestias un reflejo de tristeza, de desánimo por las brazadas de las mieses
congeladas o la añoranza de libertad en un escenario que emplazaba a ella, de
algún “pájaro abatido” que “hiere la tarde y se desploma” en letra
de José Luis Hidalgo, de la creativa sinuosidad de un retal de niebla, del
rigor en el pronóstico de unas nubes en lontananza, de la materialización de un
espectro desperezándose tras un vano oscuro y abierto en la ermita rupestre de
la Virgen de la Cabeza, zurcida de misterios en el horizonte medio y desvaído;
o… buscaba a alguien o a algo, corpóreo o espiritual, humano o presencia, en su
aventurada incursión por la nevisca, camino de la hondura de Los Molinos y el sobrecogedor
abismo del Tajo, por las otras barbacanas y el parapeto formidable del Puente
Nuevo despuntando en el albo cortinón del día; o… escrutaba los vestigios del
niño que una vez abandonó y que aspiraba reencontrar en este caprichoso entorno
de un nevar extraordinario, y al que nunca vio y con seguridad jamás volvería a
ver, en la metáfora de ese niño al que desesperadamente buscaba porque a lo
mejor, contagiándome de su desesperanza, nunca existiría más allá de una
inocente evocación. No, no podía creerlo. No podía entender que no hubiera
lugar para la confianza.
Y sin embargo, tampoco explicaba la
sensación de desasosiego que me infundía aquel hombre y que nada tenía que ver
con su simple instancia o interés del que fuese. Un augurio tenebroso.
“Van
por el cielo nubes grandes
celestes
rocas misteriosas…”
Además del mencionado Hidalgo, y
del propósito de mi requerimiento, de cruces con la niñez y por ende con la
belleza, era muy difícil obviar lo que mis ojos contemplaban entre rápidos
parpadeos por el frío que resecaban mis pupilas dilatadas de admiraciones, y lo
primero compareció de la mano de Marcel Proust al considerar el espacio
triangular abierto en el muro mediano de piedras y argamasa, ajustado al serpenteo
de la calle, en la vertiente izquierda según se sube del Barrio, en otro ícono
de cuanto “allí donde la vida levanta
muros, la inteligencia abre una salida”, y porque el coto cerrado a una hilera
de pinos abría un espacio hasta ahora solo reservado a los sueños. Al mismo
tiempo, otra sensación u otra equivalencia, siquiera más definida, más
tangible, expresada por el alto y viejo chopo que callaba sus ramas, el temblor
de sus trozos de corteza, germinado como un curtido centinela, con más
experiencia que profesión, del murete o el eco exiguo de la venerable muralla
en la otra orilla de la travesía, y de la que hoy mismo, casi a la par de mi confección
de estas líneas apresuradas, mi amiga Francisca Ben-mizzián Palma poetizaba en
un “Dije Adiós” a medio día, con la soltura, plasticidad y beldad que distinguen
la desnudez de sus versos:
“Aprendí que a veces el silencio
es
muralla, cobijo, salvaguarda,
lugar
donde enigmas y misterios
se
quedan sin sus trucos y añagazas”
Silencio. Muralla. Cobijo.
Misterios. No había truco, tal vez magia, en el derroche franco desde el hueco
que trasladaba no solo a calle Prado, Camino de Los Molinos, sino a un valle
del Guadalevín que, como la ciudad en esta insólita circunstancia, era otro o
relucía con distinta y sugerente fisonomía. La nieve seguía siendo blanca,
conforme, pero por la voluntad de un aliento prodigioso, evanescente, rociaba
de azul celestial su mundo níveo y romántico. No existía añagaza en este simpar
cromatismo en un lugar tan especial y donde las montañas, en la lejanía,
adoptaban frecuentemente el color del cielo, abundando en los cárdenos, en los
añiles, e incluso, en su ambición acaso de ser firmamento, trascendían los
abrumadores resoles de los crepúsculos más fantásticos. La azulenca nevada
tendida en la hoya, pulsada por los trazos grises, descubiertos en su inmaculado
lecho, de las vides, los olivos, las inequívocas rocas, cristalizados en apariciones
de una irrealidad abrupta, de pliegues serranos como las sábanas revueltas en
un amanecer de primavera.
Y en este empeño de reuniones
en cualesquiera de sus sentidos, íntimas y extrínsecas, de la búsqueda que
dirimiera su elevada expresión, yo, el niño que quiso ser hombre atento o el
hombre que ahora aguarda al niño curioso para aprehender y saciarse en el solaz
y en la naturaleza profunda de esta portentosa nevisca, reanudé mis pasos para,
a pesar del extraño escalofrío que aquel avizor individuo me provocaba,
asomarme al primero de los vacíos blancos y al que, paradójicamente, perseguía colmar
de recuerdos o de regresos vírgenes al ayer, sin duda en lo que fue un presente
invariable antes de que la necesidad y el reloj vinieran a fastidiarlo todo, o en
lo que transcurrió entre la imaginación y fantasía de un cuento pasado, con la firme
voluntad por no revelarlo, terminarlo, sino ser otra vez su protagonista, ser
en él. INVIERNO 15. Cuesta de Las Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.
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