“… en lo que transcurrió entre la
imaginación y fantasía de un cuento pasado, con la firme voluntad por no
revelarlo, terminarlo, sino ser otra vez su protagonista, ser en él” El cuento
continuaba con mi vaga decisión de cruzar la calle, a la que no tenía más
remedio por la búsqueda de mi yo niño o de unas pasiones perdidas en las
rutinas de la existencia, atemorizado por el individuo de espaldas, vigilante
de la nevasca en la hoya del Tajo. Pasé. La acera de hielo azul por las lajas resbalaba
y espejeaba su travesura. La vista baja puesta en un paso, luego en otro, hasta
tantear el remate final del murete en un corte inclinado y nevado. Y tras este
el inicio de un primer escalón de los otros y ocultos por el estrato claro en
la escalinata de bajada a calle Prado. A la izquierda, rondados por los altos
chopos, los pinos recordaban diciembre y una navidad blanca. Yo no recuerdo
ninguna navidad blanca, solo apenada y desde que las ausencias pesaban más que
los ánimos. Me paré justo en la frontera del talud, y levanté mi mirada con esa
misma extenuación y quietud de un copo que caía sobre otro, y otro… sin
atreverme a ver al hombre a mi lado, a un metro si acaso, del que me llegó el
resuello propio de una respiración doliente por el frío y su espera. Y también me
llegó su amenaza.
En el hueco abierto de ese muro gélido,
una ráfaga violenta y cruda me dejó la garganta demudada, como si arrancara cualquier
elocuencia de cuajo, de lo dicho y lo que jamás ya será dicho, como el muñeco
de un ventrílocuo al que se le vacía de voz para entonar el canto de un
invierno que mueve sus hilos, o sus articulaciones. El sonido de la nieve o a
cuánto será solo silencio. Un silencio denso, albo, de carácter ensimismado. Antes
de la mudez, cierta cortesía me obligó a saludar con un “Hola” opaco a quien no
respondió, ni con algún acento en su resuello por contestación, con ninguno. Yo
seguía sin querer verlo, temía la expresión de su rechazo, o de esa maldición de
la muerte a la que siempre encarna el invierno. Aun así, por el rabillo del ojo
vi o casi inferí en el hombre que bajaba sus brazos, deshecha la visera de sus
manos en la frente o el sujetar de unos prismáticos que cayeron con ellos y sobre
el pecho.
Otro enmudecer, otro quedarme sin
palabras, me arrasó con el mismo ímpetu al del crudo golpe de viento que helaba
el corazón, con sus mismos carteles de expiración; esta vez de pasmo ante el
panorama que se abría frente a mí, en una de aquellas pasiones de calor y
quema, incomprensible de atender a la esencia invernal, y de las que Antonio
Porchia señalaba su aserto con ese “quien
va de fuego en fuego, muere de frío”. La calle Prado, abajo, de coquetas
casas de doble piso, enjalbegadas hasta el tejado y de vivos cromatismos en
puertas y ventanas, se deslizaba, a la par que la monotonía de las otras
viviendas de la Plaza Portugal, paralela adversaria, al fondo de la caldera, o
de las calderas, las del río Guadalevín, demarcadas por la alta cornisa de la
meseta en la que se asienta Ronda; penetrada por el barranco, por un Tajo
mítico, demiúrgico, opresivo y libertario. Cornisa que precisamente se inicia aquí,
en las misma falda o ladera como un tobogán de nieve del Castillo, de imponente
vestigio castaño al final y ya casi arañando el cielo de mármol con vetas de
grisuras de las borrascas, en vértigos y desmayos de los que solo se enjugaban
con postrar la vista hacia esos árboles de hojas perennes transformadas en algodones
escarchados, disimulando la celosía de una valla maltrecha y huraña, o huyendo hacia
el valle cubierto por una inusual nieve pasada por el tamiz azul de un cielo de
primavera trocado en montañas. Abrumado por la hermosura del paisaje, con la
admiración alegre propia de las tardes de verano y con la reflexión inspirada
por los tiempos detenidos de la última estación, en la complicidad de poner las
cartas boca arriba con mi amiga Mary Pepa Torrejón Badillo, con su visión hecha
palabra en “La Poesía es una música que se hace con silencio...”, recordé un
poema de Juan Ramón Jiménez, justo el de “Las
tardes de enero”:
“¡Qué
tristeza de vagos misterios
en
sus nieblas heladas esconden
esas
tardes sin sol ni luceros!
[...]
Cuando
el frío desciende a la tierra,
inundando
las frentes de invierno,
se
reflejan las almas marchitas
a
través de los pálidos cuerpos.
Y
hay un algo de pena insondable
en
los ojos sin lumbre del cielo,
y
las largas miradas se pierden
en
la nada sin fe de los sueños.”
Invierno. Música. Silencio. Y nieve.
La nieve que era música, o el pentagrama en blanco para componer una partitura
de invierno por lo imprevisto de su nevisca. Una de esas composiciones tan
difíciles de interpretar a violín, y porque tiene que ser el violín el
instrumento que simbolice el rigor de esta glacial parada, como ese “Mephisto
Valse” de Liszt/Milstein. Una música, en cambio, distorsionada por un velo
lechoso y deslizante, como esa “nevada” en un televisor luego a un corte
eléctrico o a lo que una vez fue la interrupción de la emisión televisiva. El
amor convertido en niebla que se quema, para Bukowski, con el primer sol de la
realidad.
No fue amor, sino temor,
cuando tras sentir el filo de una sonrisa helada e incisiva del hombre que
tenía al lado, no oía su silbo, tampoco el sol sino un amargor en esta realidad
de ensueño, volví mi mirada hacia él y comprobé, estupefacto, que no estaba, se
había ido. Imposible. No transcurrió el tiempo necesario para haberse marchado
y no ser visto. Miré un lado, a otro, nada. A lo mejor se lo llevó la niebla,
una de esas serpientes emplumadas, vaporosas, que caían del cielo de cenizas y
serpenteaban ingrávidas por el valle. O puede que se convirtiera en niebla. Un
fantasma de niebla. Una cárcel errante por su condena en vez de un espectro
libre, acechante, y maledicente. Y al que, como el cineasta Luis Buñuel, oteando
el panorama idealizado, la lámina atenuada de la nevada, sin pacificar mi recelo
por lo que tendría que desarrollarse en mi búsqueda de recuperar la ilusión del
niño que fui y ahora tener que entenderme, o evitar las reminiscencias negras
de un fantasma postrimero e insidioso, quise ir tras él y atraparlo y porque de
esta forma cambiaría el destino y desvanecería su castigo futuro. Pero sabía
que, al atraparlo, me quedaría solo un poco de niebla entre las manos. INVIERNO
16. Cuesta de Las Imágenes. Hoya del Tajo. Barrio San Francisco. Ronda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario