Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 5 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 16"

“… en lo que transcurrió entre la imaginación y fantasía de un cuento pasado, con la firme voluntad por no revelarlo, terminarlo, sino ser otra vez su protagonista, ser en él” El cuento continuaba con mi vaga decisión de cruzar la calle, a la que no tenía más remedio por la búsqueda de mi yo niño o de unas pasiones perdidas en las rutinas de la existencia, atemorizado por el individuo de espaldas, vigilante de la nevasca en la hoya del Tajo. Pasé. La acera de hielo azul por las lajas resbalaba y espejeaba su travesura. La vista baja puesta en un paso, luego en otro, hasta tantear el remate final del murete en un corte inclinado y nevado. Y tras este el inicio de un primer escalón de los otros y ocultos por el estrato claro en la escalinata de bajada a calle Prado. A la izquierda, rondados por los altos chopos, los pinos recordaban diciembre y una navidad blanca. Yo no recuerdo ninguna navidad blanca, solo apenada y desde que las ausencias pesaban más que los ánimos. Me paré justo en la frontera del talud, y levanté mi mirada con esa misma extenuación y quietud de un copo que caía sobre otro, y otro… sin atreverme a ver al hombre a mi lado, a un metro si acaso, del que me llegó el resuello propio de una respiración doliente por el frío y su espera. Y también me llegó su amenaza.

En el hueco abierto de ese muro gélido, una ráfaga violenta y cruda me dejó la garganta demudada, como si arrancara cualquier elocuencia de cuajo, de lo dicho y lo que jamás ya será dicho, como el muñeco de un ventrílocuo al que se le vacía de voz para entonar el canto de un invierno que mueve sus hilos, o sus articulaciones. El sonido de la nieve o a cuánto será solo silencio. Un silencio denso, albo, de carácter ensimismado. Antes de la mudez, cierta cortesía me obligó a saludar con un “Hola” opaco a quien no respondió, ni con algún acento en su resuello por contestación, con ninguno. Yo seguía sin querer verlo, temía la expresión de su rechazo, o de esa maldición de la muerte a la que siempre encarna el invierno. Aun así, por el rabillo del ojo vi o casi inferí en el hombre que bajaba sus brazos, deshecha la visera de sus manos en la frente o el sujetar de unos prismáticos que cayeron con ellos y sobre el pecho.

Otro enmudecer, otro quedarme sin palabras, me arrasó con el mismo ímpetu al del crudo golpe de viento que helaba el corazón, con sus mismos carteles de expiración; esta vez de pasmo ante el panorama que se abría frente a mí, en una de aquellas pasiones de calor y quema, incomprensible de atender a la esencia invernal, y de las que Antonio Porchia señalaba su aserto con ese “quien va de fuego en fuego, muere de frío”. La calle Prado, abajo, de coquetas casas de doble piso, enjalbegadas hasta el tejado y de vivos cromatismos en puertas y ventanas, se deslizaba, a la par que la monotonía de las otras viviendas de la Plaza Portugal, paralela adversaria, al fondo de la caldera, o de las calderas, las del río Guadalevín, demarcadas por la alta cornisa de la meseta en la que se asienta Ronda; penetrada por el barranco, por un Tajo mítico, demiúrgico, opresivo y libertario. Cornisa que precisamente se inicia aquí, en las misma falda o ladera como un tobogán de nieve del Castillo, de imponente vestigio castaño al final y ya casi arañando el cielo de mármol con vetas de grisuras de las borrascas, en vértigos y desmayos de los que solo se enjugaban con postrar la vista hacia esos árboles de hojas perennes transformadas en algodones escarchados, disimulando la celosía de una valla maltrecha y huraña, o huyendo hacia el valle cubierto por una inusual nieve pasada por el tamiz azul de un cielo de primavera trocado en montañas. Abrumado por la hermosura del paisaje, con la admiración alegre propia de las tardes de verano y con la reflexión inspirada por los tiempos detenidos de la última estación, en la complicidad de poner las cartas boca arriba con mi amiga Mary Pepa Torrejón Badillo, con su visión hecha palabra en “La Poesía es una música que se hace con silencio...”, recordé un poema de Juan Ramón Jiménez, justo el de “Las tardes de enero”:

“¡Qué tristeza de vagos misterios
en sus nieblas heladas esconden
esas tardes sin sol ni luceros!

[...]

Cuando el frío desciende a la tierra,
inundando las frentes de invierno,
se reflejan las almas marchitas
a través de los pálidos cuerpos.
Y hay un algo de pena insondable
en los ojos sin lumbre del cielo,
y las largas miradas se pierden
en la nada sin fe de los sueños.”

Invierno. Música. Silencio. Y nieve. La nieve que era música, o el pentagrama en blanco para componer una partitura de invierno por lo imprevisto de su nevisca. Una de esas composiciones tan difíciles de interpretar a violín, y porque tiene que ser el violín el instrumento que simbolice el rigor de esta glacial parada, como ese “Mephisto Valse” de Liszt/Milstein. Una música, en cambio, distorsionada por un velo lechoso y deslizante, como esa “nevada” en un televisor luego a un corte eléctrico o a lo que una vez fue la interrupción de la emisión televisiva. El amor convertido en niebla que se quema, para Bukowski, con el primer sol de la realidad.

No fue amor, sino temor, cuando tras sentir el filo de una sonrisa helada e incisiva del hombre que tenía al lado, no oía su silbo, tampoco el sol sino un amargor en esta realidad de ensueño, volví mi mirada hacia él y comprobé, estupefacto, que no estaba, se había ido. Imposible. No transcurrió el tiempo necesario para haberse marchado y no ser visto. Miré un lado, a otro, nada. A lo mejor se lo llevó la niebla, una de esas serpientes emplumadas, vaporosas, que caían del cielo de cenizas y serpenteaban ingrávidas por el valle. O puede que se convirtiera en niebla. Un fantasma de niebla. Una cárcel errante por su condena en vez de un espectro libre, acechante, y maledicente. Y al que, como el cineasta Luis Buñuel, oteando el panorama idealizado, la lámina atenuada de la nevada, sin pacificar mi recelo por lo que tendría que desarrollarse en mi búsqueda de recuperar la ilusión del niño que fui y ahora tener que entenderme, o evitar las reminiscencias negras de un fantasma postrimero e insidioso, quise ir tras él y atraparlo y porque de esta forma cambiaría el destino y desvanecería su castigo futuro. Pero sabía que, al atraparlo, me quedaría solo un poco de niebla entre las manos. INVIERNO 16. Cuesta de Las Imágenes. Hoya del Tajo. Barrio San Francisco. Ronda.


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