“… al atraparlo, me quedaría solo
un poco de niebla entre las manos” … Cerré los ojos, con olvido del momento,
con esa intensidad del consuelo, con ese fervor de la esperanza, como solo haría
quien desea atesorar un milagro para sí, con el egoísmo de contravenir la
fugacidad de las cosas y eternizar una de las más altas afirmaciones de la
belleza. Inés. Inés sentada en la nieve. En ella, la niebla no se deshilacharía
entre sus dedos, no se desleiría entre las manos. Y al igual que modelaba una
bola de nieve en un universo de curvas entusiastas, contentas efusiones según
el modelo esbozado en el refinado arqueo de sus labios pintados de pasión,
tenía la confianza para mí de poner en fuga a mis preocupaciones y desánimos.
La nieve en la que solo ella veía el secreto de los sueños imposibles, el
indecible nombre, el símbolo de las búsquedas circulares, todo lo que una vez
fue volvería de esta manera a serlo, sin derretirse en vacuidades y hábitos, el
silencio de la geometría de los cristales de la escarcha. Y un poema de José
Emilio Pacheco:
“La nieve hace tangible el silencio y es el desplome de la
luz
y se apaga
La
nieve no quiere decir nada: Es sólo una pregunta que
deja
caer millones de signos de interrogación sobre el
mundo”
Cerré los ojos, con fe,
para no abandonarme en el miedo de la búsqueda incierta del niño que fui o del
encuentro quizás con mi propio demonio, éste de espaldas y mirando el horizonte
helado. Cerré los ojos con esta escena de Inés, ya pasada, antes de darme valor
para continuar por las siguientes etapas de este relato de invierno. Abrí los
ojos al amor blanco. INVIERNO 17. Inés. Alameda del Barrio San Francisco. Ronda.
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