“… en su calor, como los
crepúsculos que incendiaban la imposibilidad de la nieve, encontraría el
perdido sentido en mi corazón para los jóvenes latidos de un amor blanco” No
perdía interés en los juegos de las mujeres, en las voces y risas de las niñas,
en las de la niña más pequeña. Hechicerías. En aquella disposición atenta que
de vez en cuando me hacía cerrar los ojos, como si con ello obstruyera los cinco
sentidos de la realidad, los del instante, y dejara expedito al sexto en su
lugar para la emoción, para la intuición del mensaje velado en las notas o
inflexiones de alegría femeninas, consustanciales a mi indagación, en el
eslabón de la cadena que salvaguardaba, predecía o suspiraba, la melodía de mi
niñez y a la que pretendía añadirle uno
y otro y otro aro o anilla hasta completar el vínculo; y luego tirar, tirar,
tirar, con esa paradoja de atraer a cuanto presumía de retroceso, traer ahora
aquel aliento vital o aquella necesidad desnuda de vivir. Sin obviar, pues, el
más nimio testimonio de los juegos, primordialmente los de la niña, retrocedí
unos pasos para inspeccionar el murete que demarcaba el jardín de la ladera del
Castillo, aquel que me recibió en mi receloso ingreso al terreno ajardinado,
por si el hombre investido de oscuridad hubiera regresado o en suerte siniestra
(curiosa gramática) permanecía emboscado tras un arbusto bajo e impenetrable
por la densa helada.
Nada.
Nada había que no fuera lo que nada
era, es decir, nada a la propia blancura de la negación que cubría y concedía
en su vacío a expresar todo, real o imaginario, como esos objetos valiosos que emergen
a la superficie tras despojarlos de las capas de desidia, de la arena, de una
pintura indecente, o de su encarnación inmediata: la nieve. Y como si de una
hoja inmaculada se tratase, la nevada me incitaba a escribir, y de hecho escribo
con la ardua tarea de cristalizar su sentido, como la luminosidad de ese albor escarchado.
No era fácil. Si de menester y sencillo atañera, o simple, o común, no me caben
dudas de que sabría sintetizarlo en un párrafo de no más de cinco líneas, de
menos admitiría el retorno a la imposibilidad; y es que, o si no fuera porque
describir las emociones, estas que por aquí bullen, o argumentarlas, resultaría
inverosímil en mi pretensión de formalizar el ensayo de una exigencia vital en
esta nevada por partes, o escenas, o postales más o menos impecables, efectistas
o tan solo correctas.
Risa.
Una risa, más premiosa, de la niña,
o una carcajada que también compendiaba un dolor, tal vez causado por el
impacto de un copo de nieve en su rostro pálido y de labios sonrosados, o por
una caída no tan mullida en el nevazo, en la convergencia asombrosa de lo
antagónico, la reunión de lo emocional y corporal, me trasladó hasta un
recuerdo ambivalente de mi infancia: El primer día en la playa, verano, las
urgencias por disfrutar que no atendían a las protecciones necesarias, huidas,
recreos, horas y horas, sol, sal, agua, jugar, inconsciencia, más sol y más
sal… y las secuelas de unas pompas en la espalda escaldada; ese dolor físico,
objetivo, que participaba de la dimensión circular de las conmociones, de la
cara y cruz del universo: de la calma tras la tormenta, o viceversa, de quien
bien te quiere te hará sufrir, o de cuantos preámbulos adversos preceden o
suceden a lo bienaventurado, lo bueno a lo menos malo, o de no hay mal que cien
años dure.
Imagen.
Una imagen. Una nota musical. El
primer eslabón de la cadena. Y aquella imagen, esa nota musical, el primer
eslabón de la cadena, los situé en la nueva imagen, esta, la curva quebrada, la
última en la salida de Ronda al Barrio San Francisco y primera en la salida del
Barrio hacia Ronda. Y vi la carretera con las rodadas de los coches más anchurosas
en la deshecha nevada, mugrienta, el asfalto de los momentos sucios de la
madrugada, entre la noche y el primer resol, el río de acero que desemboca en
la sima invisible de una munífica alameda. El curvo muro, mediano, de
refulgente piedra a pesar de la bruma que hacía visible el día y de la que
dolía su respirar, el que bajaba entre la nieve en la repetición abreviada de
la otra y más uniforme línea de la muralla, al otro margen de la cuesta, o el
parapeto que subía alentado por los pinos y sus serpentinas nevadas de un advenimiento
que llegaba muy tarde, de un diciembre que en absoluto cumplía las expectativas
puestas en su imaginería de saldo y festividad hipocondríaca. Y unos versos de Alberto
José Montoya:
“Este amor que ha llegado entre la niebla,
igual
que en otro invierno, sigiloso,
todo
un ayer con su presencia puebla.
No
turbarán el don de su reposo
crueles
palabras ni celosos daños.
Sólo
la facha en la oquedad del foso.
Así
vuelve el amor con sus engaños
a
ser fiel esta tarde en que el invierno
le
augura nieve a los perdidos años.
Vuelve
otra vez amor con ese tierno
acento
de ilusión en que creímos
hallar
la clave de un amor eterno.
Y
otra vez a la carne le pedimos,
por
hallar otra vez lo que encontramos,
rosas
negras y cándidos racimos.
Pero
el amor de ayer no lo olvidamos.”
Veía el ejército de los espigados
árboles en el espacio de inarmónicos límites de la Alameda, en una tonalidad
más afable, más de cuento de Dickens, de tejados grises que ahora son blancos, con
la fragilidad de las cosas delicadas, como los escalones de ingreso al corredor
elevado de la muralla, vigilante un pequeño torreón, cúbico, enigmático, peldaños
que me hubiera gustado fuesen, por la nieve que los cubría, de cristal, de
hielos incrustados en la metafísica de su piedra. Y el sosiego más azul en el cielo,
alto, en una sutileza marina con evanescencias de plata, de las olas, de las
nubes, de la niebla, y de la que se contagiaba o rociaba las montañas, la Cancha
de Almola o su mesa planetaria de nácar, Jarastepar, Libar, hacia el macizo de
Grazalema, Montejaque, sierras de Cádiz, Olvera y Setenil, Hidalga, Sierra de
las Nieves, Quejigales, Torrecilla, Cascajales… Reales, Bermeja, Jardón… y de
vuelta a Almola o a estos arrecifes que sobresalían del océano blanco de las
fantasías.
Belleza.
La belleza de esta primera imagen nacida
de la risa de la niña, como esas lágrimas de contento, como esa sonrisa que
surge con fuerza aunque se tenga el corazón destrozado, era idéntica a un faro
en la oscuridad y cuya metáfora emergía con personalidad y alusión en un
elemento del mismo cuadro: La farola de fundido acero negro, ahí, y no era frívolo
que estuviera emplazada en la médula de la escena, como esa luz de la fe, de
las confianzas hasta en lo imposible, en el centro, en el punto de mira de las
esperanzas. Pero el fanal no tenía luz, estaba apagado…
Sentimiento.
Otro sentimiento contrariado… no,
otro sentimiento en volandas de una decepción trágica, la que traducía lo bueno
que acarreaba su adverso, el lado oculto, el lodo de las miserias, el miedo… o
al hombre avizor, quizás de mi pavor, aunque fuese de espaldas a mi mirada,
embutido en la negrura de esas noches prietas y embaldosadas de oscuros augurios.
El hombre… o el miedo. Sucedió en el placentero recorrido por los bellos pormenores
de mi ojeada, cuando, por esta imagen que acaparaba la ilusión de que la
búsqueda del niño que fui iba por buena lid, la curva de la travesía, el muro
de piedras, el cielo, las montañas enharinadas, los tejados, los árboles
vestidos o desvestidos de jirones de un alba litúrgico… que al regresar a la
escalinata de la muralla, con sus sueños de peldaños de cristal o hielo,
arriba, junto a la torrecita o al cubo o monolito como el de la película de
Kubrick “2001: Una Odisea del espacio”, advertí la presencia de unas piernas
negras. Unas piernas negras que solo incumbirían al individuo de sobresaltos fuliginosos,
inicuo, oculto, oscuro y alerta tras la espesura del ciprés.
Las piernas negras del hombre… o
del miedo.
Porque solo el miedo, la
resistencia del fracaso, podía hacer imposible mi sueño de un amor blanco.
INVIERNO 19. Las Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.
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