“Porque solo el miedo, la
resistencia del fracaso, podía hacer imposible mi sueño de un amor blanco.”
Miedo. No iba a dejar que el miedo volviera a imponerse en la brega por la
consumación de mis ensueños, o de uno de éstos, o solo de aquel que buscaba a
través de las imágenes y de los relatos de mi leyenda personal, o de una parte
esencial con la que ahora tenía que retroceder para avanzar con garantías por
el futuro. La leyenda hilvanada en un deseo de reencuentro, de reencontrarme
con el espíritu libre, con el aliento puro que exhalaba la niñez en la que todo
era una revelación abrumadora. No iba a permitir que un temor negro, apabullante,
opresor, arrinconara y destruyera mi indagación en la asonancia de una música prístina
y amena. La melodía que abría la esperanza de un redescubrimiento para en
seguida revivirlo. Ser en la vida. Sobre-vivir. No iba a permitir, a permitirme
otro fracaso, otra flaqueza, otra duda cobarde a la hora de tomar el tren de
los sueños a su paso por esta estación trascendente, invierno, y de nieves. Más
por tener en cuenta, sobrepasada la mitad de mi existencia, (un decir
estadístico), que no era como para dejar pasar estas encrucijadas en la
confianza de las otras que llegarían, o no, y en número (siempre estadístico)
menor a las que quedaron detrás. El paso del tren con sus vagones o lapsos por trasnochados
andenes, abandonados, de techos caídos, de tejas destrozadas por el musgo del
suelo, de lienzos de pared descascarillados y recorridos por enredaderas
cubiertas de polvo, de cristales rotos, carcomidas maderas, de orfandades y
ruinas… Terminales en las que el tren de la vida pasaba sin detenerse, rápido en
su paso de olvidos, o simplemente dejaba el rastro de rostros imprecisos
pegados a las ventanas, fugaces en unas visiones apenadas por la eternidad trascurrida
desde que allí, en el apeadero, albergó y se esperó el último pasajero, alguien
quien subió con sus maletas o su peregrinación a cuestas, o se borró en un
arrepentimiento suplicante por la oportunidad perdida, de la que aún ni
conmemorándola obtenía su savia para tirar adelante.
Por eso yo tenía que mitigar el
pavor de esas piernas negras, las del malvado personaje parido de la
desconfianza contra estas letras y ópticas; él, alerta tras el ciprés, siempre
avizor de mi admiración, de mis solícitas sorpresas, arrojándome encima su velo
opaco, hediondo y raído que apagaba mi luz o mi ilusión por verla. Por eso yo tenía
que confrontar, conjurar el espanto de las piernas negras, separadas, una “V”
estilizada e invertida, visible a partir de las rodillas. Por eso cerré los
ojos, con fuerza, con tanta que me pareció sentir el dolor de las pestañas
clavadas como las púas de un peine en mi cara, en la negrura de una ceguera con
sus estallidos luminiscentes de amebas, intermitentes y movedizos, resonancias
o flashes del blanco visible de la nevada. Cerrar los ojos para recobrar la
atención en el contento del juego de las mujeres; el cual, curiosamente,
desdichadamente, cesó o la pantalla de lamento por la visión nefasta lo anuló
junto a los sentidos de lo cotidiano. Cerré los ojos, con empuje, con daño, y
al abrirlos, otra neblina legañosa con esa urgencia del momento en que termina todo,
registró la escalinata de los peldaños de cristal o solo cubiertos de nieve, y
comprobaba que el hombre hecho de noche tenebrosa ya no estaba, ya se había ido;
seguro que con la premura de sus piernas que no indicaban, en cambio, apresura
ni capacidad para desaparecer tan de súbito, de no ser que se esfumara con ese
apremio a como apareció y a como lo hacen las manifestaciones o entidades que pululan
en otro margen de la realidad, en otra dimensión alternativa o en aquel Más
Allá que contemplaba el enigma de su cercanía, de traerlo más acá por acción de
juicios incognoscibles. Y cerré los ojos una vez más, pero con una languidez,
con una caída blanda de los párpados que no indicaban, de momento, el alivio o
la satisfacción por la desaparición u ocultación del individuo, sino por la
reivindicación, por la solidaridad de asir unas notas musicales perdidas, o en
suspenso por un desgarro desfavorable, por él, de la algarabía, de la diversión
de las mujeres que al instante de mirar con conciencia, con fijeza, regresó a
mis oídos en ese fluir evanescente de las hojas que caen en otoño, de la gota
de agua, de lluvia o de corriente, o de las lágrimas por una alegría
ampliamente pretendida, o de la curva de una sonrisa dulce, deleitándose en su
emoción. La risa de la niña como un regalo divino, como una suerte de la
providencia, pero en especial por abrir la puerta onírica, por tañer de nuevo
la cuerda tensada con un amor cristalino y en un acorde que asimismo compartía
la composición de la cadencia feliz de mi infancia. Y con los ojos cerrados,
abiertos a la oscuridad parcheada y protozoica, como cuando con una llama se
prende un papel en su mitad y por debajo, o a una fotografía que tras una bizma
gris, luego negra, se acartona y abre en un agujero de contornos irregulares
entre iridiscencias de fuego, que se extiende con un crepitar al de los pasos
en la nieve y en una llamada hipnotizante y destructiva, fue apareciendo la
imagen del pasado, otro signo musical en el pentagrama de mi inocente ayer.
Una imagen que encerraba la
aventura del momento y el misterio de lo que, aún inherente a su naturaleza,
acogía un símbolo y silencio inextricables. La imagen. Yo tenía diez u once
años. No recuerdo la estación. Quiero hoy a que entonces fuera también
invierno. La culpa, consecuentemente, de un escenario para la nostalgia y de
unos versos de “Oda al Invierno” de Jorge Eduardo Eielson:
“Al invierno, la antigüedad de sus plantas,
su
cetro de rocío en la espesura: respetad
los
rostros eternos de los árboles y el viento
en
su dominio, cuando cesa todo en torno
y
él se inclina.”
Un día con buen tiempo, o no llovía
y estaba el sol en la calle, tibio o caluroso no sabía, confortante por el
juego de los niños, de mis amigos, supongo que primaveral o de otoño. Una
memoria del colegio, el primero, “Mixto San Francisco”, en los aledaños de la
alameda, con su atrio de recreos cercado por una verja de hierro que en cierta
ocasión tuvo lanzas comprometidas hasta que el sentido común las eliminara,
sujeta por machones rematados en varios cuerpos, con la amplia verja de dos hojas
de acceso y de chirriantes bisagras… Atrio o patio exterior en parte
fotografiado abajo, singularizado no obstante por un manto de nieve que ya nos
hubiera gustado disfrutar a los que fuimos entonces niños, hace ya mucho
tiempo. La evocación tiene su reivindicación, más cuando tomas aire y,
implícitamente, con cuanto solo es ausencia, la nada, o aquello que jamás
existió. Este magnánimo atrio con cuatro espigados pinos en sus puntos
cardinales, en unos arriates circulares como los retornos, cómodos y estéticos;
árboles enormes que traspasaban en altura a la fachada de la ermita de Virgen
de Gracia e incluido el cuerpo de campanas que se derrumbaría al igual que la
techumbre un año o dos después, cursaba octavo de la EGB. La jornada escolar se
dividía en dos turnos: mañana, de diez a una o a una y media; y tarde, de tres
a cinco o a cinco y media. No vestía el uniforme o babi de desvaídas rayas
rojiblancas, por lo que cursaba el grado superior, sexto quizás. Retengo perfectamente
que había terminado el horario escolar de mañana y disfrutaba de un pequeño descanso
en el atrio del colegio antes del almuerzo, mi casa estaba cerca, a menos de
cien metros, y para a continuación retomar con fuerzas la tarde lectiva. Yo no
jugaba, pero veía divertirse a mis amigos, abstraído en el juego “Churretanga,
Mediamanga, Manguetón”, o el abreviado “Churro, Media, Entera”. Es decir, y si
la memoria no me falla: Dos equipos de tres jugadores, habitualmente, con uno más
que se sentaba en uno de los arriates de ladrillo, neutral, nombrado “madre” en
otros lados pero aquí “capitán”, o usual llamarlo por su nombre: Paquito, José
Mari, Sebastián… o más por el apodo (dejémoslo así). Los jugadores de uno de
los equipos se colocaban en fila, encorvados con la cabeza de uno entre las
piernas del siguiente, sujetándose por las corvas de las rodillas ligeramente
flexionadas, o manteniendo los propios brazos unidos por las manos o los
antebrazos, formando un potro humano o murete alargado y desigual, con el
primero inclinado en el regazo del “capitán” o “madre” o… ; éstos una vez
situados y afianzados, esperaban a que los otros jugadores saltaran uno por uno
por encima de ellos y procurando llegar lo más adelante posible al “capitán” o
“madre” o fulanito con o sin apodo, y para dejar sitio a los siguientes
saltadores. La intención era saltar y caer sentados, permaneciendo a horcajadas;
si alguno de los jugadores no conseguía situarse sobre las espaldas de los otros,
su equipo perdía turno y privilegio y pasaba al lugar del de los agachados. Una
vez que todos saltaban y permanecían sentados sobre los lomos de los otros, el
primero de arriba decía: “¡Churro, Media, entera!”, (o a mi gusto con la
versión extendida del “¡Churretanga, Mediamanga, Manguetón!”), situando su mano
en la muñeca (Churro), codo (Media) o su hombro (Entera); si los encorvados
adivinaban dónde tenía la mano, ganaban y se invertían los papeles, en caso
contrario volvían de nuevo a saltar. El papel de “madre” o “capitán” o… era de
juez o evitar el engaño de los de arriba a los de abajo. Este era el juego, vehemente,
rudo, puesto que los saltos y cargas solían ser muy brutas, muy bestias, con la
intención de deshacer la barrera o potro humano; ni decir tiene el hecho de
mimar, de contar en tu equipo a quienes destacaban por su obesidad o
corpulencia o agresividad y falta de escrúpulos de ocasionar una lesión o
intimidar, dispensándoles por estos menesteres y afiliaciones con otros
créditos en forma de golosinas o adoración o deberes escolares. Yo no jugaba
aquel día, dije, pero asistía, a esa hora final de la mañana, las una del
mediodía, y antes de marcharme a casa al almuerzo, al juego de mis compañeros. Miraba
y miraba y miraba… sin notar que entraba en una abstracción cada vez más
progresiva y cada vez más cerrada, más ensimismada, concentrada en los saltos,
en los aciertos, en el cambio de posiciones, en las interjecciones de dolor,…
pero hubo un momento en el que ya no recordaba nada, y cuando regresé a la
normalidad, a la atención de otros amigos que jugaban, despertado por el timbre
que avisaba de la entrada al colegio para reanudar las clases; alarmado,
estupefacto, las tres de la tarde y no había almorzado, tampoco tenía hambre,
mis padres seguro que preocupados, y yo… yo solo tenía miedo.
Esta es la imagen que despertó, la
segunda durante la nevada y para desterrar a las que protagonizaba un hombre
oscuro, más porque mi inconsciente estableció una conexión entre las piernas
negras del individuo en el corredor de la muralla con las piernas
del último compañero agachado durante el juego. La sensación similar en ambos
casos: un hormigueo en el pecho, incómodo y desafiante, como los presagios
nefandos, la ansiedad del augurio, la inquietud por lo malo cercano, igual el vacío
por las casi dos horas de las que nada supe en el atrio del colegio, en uno de
los recreos de mi niñez, con la aparición y desaparición, por ensalmo, del
misterioso hombre y su aura de impostura en mi búsqueda de la Belleza por las
fantasías de un légamo blanco que las mujeres, la niña, elevaban en la
sublimidad de una creación de vida, con fe y hechos. La misma sensación,
temblor interior y conmoción. Las dos caras acaso del mismo miedo. Miedo.
También conocía, en su idéntico cromatismo
en blanco y negro, ayer y hoy, cómo en ese vacío, en esa falta blanca y plana,
en ese fondo donde nada cabe pues de nada está colmado, en esa fisonomía
indefinida de un cruel espanto, o la introversión desangelada del invierno,
podía oír el acorde de su melodía explicado en este instante por Pere Gimferrer:
“Precisa cual la escarcha, noche
estricta,
Árboles: alegorías del camino.
La luz, cuajada, este silencio
dicta.
Mi ser todo renuncia a su destino.”
No iba a permitirme un nuevo
fracaso, ni más huidas por el miedo. No iba a renunciar a mi destino sin
haberlo moldeado, o al menos intentarlo: primero descubriendo el nombre,
enunciándolo, del miedo, del espanto, y luego conjugarlo en el sentido de la
vida, o de mi existencia en la facultad de vivirla y no seguir los pasos de
otros por ella. Vivir viviendo. INVIERNO 20. Atrio ermita Virgen de Gracia,
antiguo Colegio San Francisco. Barrio San Francisco. Ronda.
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