Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 11 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 20"

“Porque solo el miedo, la resistencia del fracaso, podía hacer imposible mi sueño de un amor blanco.” Miedo. No iba a dejar que el miedo volviera a imponerse en la brega por la consumación de mis ensueños, o de uno de éstos, o solo de aquel que buscaba a través de las imágenes y de los relatos de mi leyenda personal, o de una parte esencial con la que ahora tenía que retroceder para avanzar con garantías por el futuro. La leyenda hilvanada en un deseo de reencuentro, de reencontrarme con el espíritu libre, con el aliento puro que exhalaba la niñez en la que todo era una revelación abrumadora. No iba a permitir que un temor negro, apabullante, opresor, arrinconara y destruyera mi indagación en la asonancia de una música prístina y amena. La melodía que abría la esperanza de un redescubrimiento para en seguida revivirlo. Ser en la vida. Sobre-vivir. No iba a permitir, a permitirme otro fracaso, otra flaqueza, otra duda cobarde a la hora de tomar el tren de los sueños a su paso por esta estación trascendente, invierno, y de nieves. Más por tener en cuenta, sobrepasada la mitad de mi existencia, (un decir estadístico), que no era como para dejar pasar estas encrucijadas en la confianza de las otras que llegarían, o no, y en número (siempre estadístico) menor a las que quedaron detrás. El paso del tren con sus vagones o lapsos por trasnochados andenes, abandonados, de techos caídos, de tejas destrozadas por el musgo del suelo, de lienzos de pared descascarillados y recorridos por enredaderas cubiertas de polvo, de cristales rotos, carcomidas maderas, de orfandades y ruinas… Terminales en las que el tren de la vida pasaba sin detenerse, rápido en su paso de olvidos, o simplemente dejaba el rastro de rostros imprecisos pegados a las ventanas, fugaces en unas visiones apenadas por la eternidad trascurrida desde que allí, en el apeadero, albergó y se esperó el último pasajero, alguien quien subió con sus maletas o su peregrinación a cuestas, o se borró en un arrepentimiento suplicante por la oportunidad perdida, de la que aún ni conmemorándola obtenía su savia para tirar adelante.

Por eso yo tenía que mitigar el pavor de esas piernas negras, las del malvado personaje parido de la desconfianza contra estas letras y ópticas; él, alerta tras el ciprés, siempre avizor de mi admiración, de mis solícitas sorpresas, arrojándome encima su velo opaco, hediondo y raído que apagaba mi luz o mi ilusión por verla. Por eso yo tenía que confrontar, conjurar el espanto de las piernas negras, separadas, una “V” estilizada e invertida, visible a partir de las rodillas. Por eso cerré los ojos, con fuerza, con tanta que me pareció sentir el dolor de las pestañas clavadas como las púas de un peine en mi cara, en la negrura de una ceguera con sus estallidos luminiscentes de amebas, intermitentes y movedizos, resonancias o flashes del blanco visible de la nevada. Cerrar los ojos para recobrar la atención en el contento del juego de las mujeres; el cual, curiosamente, desdichadamente, cesó o la pantalla de lamento por la visión nefasta lo anuló junto a los sentidos de lo cotidiano. Cerré los ojos, con empuje, con daño, y al abrirlos, otra neblina legañosa con esa urgencia del momento en que termina todo, registró la escalinata de los peldaños de cristal o solo cubiertos de nieve, y comprobaba que el hombre hecho de noche tenebrosa ya no estaba, ya se había ido; seguro que con la premura de sus piernas que no indicaban, en cambio, apresura ni capacidad para desaparecer tan de súbito, de no ser que se esfumara con ese apremio a como apareció y a como lo hacen las manifestaciones o entidades que pululan en otro margen de la realidad, en otra dimensión alternativa o en aquel Más Allá que contemplaba el enigma de su cercanía, de traerlo más acá por acción de juicios incognoscibles. Y cerré los ojos una vez más, pero con una languidez, con una caída blanda de los párpados que no indicaban, de momento, el alivio o la satisfacción por la desaparición u ocultación del individuo, sino por la reivindicación, por la solidaridad de asir unas notas musicales perdidas, o en suspenso por un desgarro desfavorable, por él, de la algarabía, de la diversión de las mujeres que al instante de mirar con conciencia, con fijeza, regresó a mis oídos en ese fluir evanescente de las hojas que caen en otoño, de la gota de agua, de lluvia o de corriente, o de las lágrimas por una alegría ampliamente pretendida, o de la curva de una sonrisa dulce, deleitándose en su emoción. La risa de la niña como un regalo divino, como una suerte de la providencia, pero en especial por abrir la puerta onírica, por tañer de nuevo la cuerda tensada con un amor cristalino y en un acorde que asimismo compartía la composición de la cadencia feliz de mi infancia. Y con los ojos cerrados, abiertos a la oscuridad parcheada y protozoica, como cuando con una llama se prende un papel en su mitad y por debajo, o a una fotografía que tras una bizma gris, luego negra, se acartona y abre en un agujero de contornos irregulares entre iridiscencias de fuego, que se extiende con un crepitar al de los pasos en la nieve y en una llamada hipnotizante y destructiva, fue apareciendo la imagen del pasado, otro signo musical en el pentagrama de mi inocente ayer.

Una imagen que encerraba la aventura del momento y el misterio de lo que, aún inherente a su naturaleza, acogía un símbolo y silencio inextricables. La imagen. Yo tenía diez u once años. No recuerdo la estación. Quiero hoy a que entonces fuera también invierno. La culpa, consecuentemente, de un escenario para la nostalgia y de unos versos de “Oda al Invierno” de Jorge Eduardo Eielson:


Al invierno, la antigüedad de sus plantas,
su cetro de rocío en la espesura: respetad
los rostros eternos de los árboles y el viento
en su dominio, cuando cesa todo en torno
y él se inclina.


Un día con buen tiempo, o no llovía y estaba el sol en la calle, tibio o caluroso no sabía, confortante por el juego de los niños, de mis amigos, supongo que primaveral o de otoño. Una memoria del colegio, el primero, “Mixto San Francisco”, en los aledaños de la alameda, con su atrio de recreos cercado por una verja de hierro que en cierta ocasión tuvo lanzas comprometidas hasta que el sentido común las eliminara, sujeta por machones rematados en varios cuerpos, con la amplia verja de dos hojas de acceso y de chirriantes bisagras… Atrio o patio exterior en parte fotografiado abajo, singularizado no obstante por un manto de nieve que ya nos hubiera gustado disfrutar a los que fuimos entonces niños, hace ya mucho tiempo. La evocación tiene su reivindicación, más cuando tomas aire y, implícitamente, con cuanto solo es ausencia, la nada, o aquello que jamás existió. Este magnánimo atrio con cuatro espigados pinos en sus puntos cardinales, en unos arriates circulares como los retornos, cómodos y estéticos; árboles enormes que traspasaban en altura a la fachada de la ermita de Virgen de Gracia e incluido el cuerpo de campanas que se derrumbaría al igual que la techumbre un año o dos después, cursaba octavo de la EGB. La jornada escolar se dividía en dos turnos: mañana, de diez a una o a una y media; y tarde, de tres a cinco o a cinco y media. No vestía el uniforme o babi de desvaídas rayas rojiblancas, por lo que cursaba el grado superior, sexto quizás. Retengo perfectamente que había terminado el horario escolar de mañana y disfrutaba de un pequeño descanso en el atrio del colegio antes del almuerzo, mi casa estaba cerca, a menos de cien metros, y para a continuación retomar con fuerzas la tarde lectiva. Yo no jugaba, pero veía divertirse a mis amigos, abstraído en el juego “Churretanga, Mediamanga, Manguetón”, o el abreviado “Churro, Media, Entera”. Es decir, y si la memoria no me falla: Dos equipos de tres jugadores, habitualmente, con uno más que se sentaba en uno de los arriates de ladrillo, neutral, nombrado “madre” en otros lados pero aquí “capitán”, o usual llamarlo por su nombre: Paquito, José Mari, Sebastián… o más por el apodo (dejémoslo así). Los jugadores de uno de los equipos se colocaban en fila, encorvados con la cabeza de uno entre las piernas del siguiente, sujetándose por las corvas de las rodillas ligeramente flexionadas, o manteniendo los propios brazos unidos por las manos o los antebrazos, formando un potro humano o murete alargado y desigual, con el primero inclinado en el regazo del “capitán” o “madre” o… ; éstos una vez situados y afianzados, esperaban a que los otros jugadores saltaran uno por uno por encima de ellos y procurando llegar lo más adelante posible al “capitán” o “madre” o fulanito con o sin apodo, y para dejar sitio a los siguientes saltadores. La intención era saltar y caer sentados, permaneciendo a horcajadas; si alguno de los jugadores no conseguía situarse sobre las espaldas de los otros, su equipo perdía turno y privilegio y pasaba al lugar del de los agachados. Una vez que todos saltaban y permanecían sentados sobre los lomos de los otros, el primero de arriba decía: “¡Churro, Media, entera!”, (o a mi gusto con la versión extendida del “¡Churretanga, Mediamanga, Manguetón!”), situando su mano en la muñeca (Churro), codo (Media) o su hombro (Entera); si los encorvados adivinaban dónde tenía la mano, ganaban y se invertían los papeles, en caso contrario volvían de nuevo a saltar. El papel de “madre” o “capitán” o… era de juez o evitar el engaño de los de arriba a los de abajo. Este era el juego, vehemente, rudo, puesto que los saltos y cargas solían ser muy brutas, muy bestias, con la intención de deshacer la barrera o potro humano; ni decir tiene el hecho de mimar, de contar en tu equipo a quienes destacaban por su obesidad o corpulencia o agresividad y falta de escrúpulos de ocasionar una lesión o intimidar, dispensándoles por estos menesteres y afiliaciones con otros créditos en forma de golosinas o adoración o deberes escolares. Yo no jugaba aquel día, dije, pero asistía, a esa hora final de la mañana, las una del mediodía, y antes de marcharme a casa al almuerzo, al juego de mis compañeros. Miraba y miraba y miraba… sin notar que entraba en una abstracción cada vez más progresiva y cada vez más cerrada, más ensimismada, concentrada en los saltos, en los aciertos, en el cambio de posiciones, en las interjecciones de dolor,… pero hubo un momento en el que ya no recordaba nada, y cuando regresé a la normalidad, a la atención de otros amigos que jugaban, despertado por el timbre que avisaba de la entrada al colegio para reanudar las clases; alarmado, estupefacto, las tres de la tarde y no había almorzado, tampoco tenía hambre, mis padres seguro que preocupados, y yo… yo solo tenía miedo.

Esta es la imagen que despertó, la segunda durante la nevada y para desterrar a las que protagonizaba un hombre oscuro, más porque mi inconsciente estableció una conexión entre las piernas negras del individuo en el corredor de la muralla con las piernas del último compañero agachado durante el juego. La sensación similar en ambos casos: un hormigueo en el pecho, incómodo y desafiante, como los presagios nefandos, la ansiedad del augurio, la inquietud por lo malo cercano, igual el vacío por las casi dos horas de las que nada supe en el atrio del colegio, en uno de los recreos de mi niñez, con la aparición y desaparición, por ensalmo, del misterioso hombre y su aura de impostura en mi búsqueda de la Belleza por las fantasías de un légamo blanco que las mujeres, la niña, elevaban en la sublimidad de una creación de vida, con fe y hechos. La misma sensación, temblor interior y conmoción. Las dos caras acaso del mismo miedo. Miedo.

También conocía, en su idéntico cromatismo en blanco y negro, ayer y hoy, cómo en ese vacío, en esa falta blanca y plana, en ese fondo donde nada cabe pues de nada está colmado, en esa fisonomía indefinida de un cruel espanto, o la introversión desangelada del invierno, podía oír el acorde de su melodía explicado en este instante por  Pere Gimferrer:


“Precisa cual la escarcha, noche estricta,
Árboles: alegorías del camino.
La luz, cuajada, este silencio dicta.
Mi ser todo renuncia a su destino.”



No iba a permitirme un nuevo fracaso, ni más huidas por el miedo. No iba a renunciar a mi destino sin haberlo moldeado, o al menos intentarlo: primero descubriendo el nombre, enunciándolo, del miedo, del espanto, y luego conjugarlo en el sentido de la vida, o de mi existencia en la facultad de vivirla y no seguir los pasos de otros por ella. Vivir viviendo. INVIERNO 20. Atrio ermita Virgen de Gracia, antiguo Colegio San Francisco. Barrio San Francisco. Ronda.


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