Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 12 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 21"

“No iba a renunciar a mi destino sin haberlo moldeado, o al menos intentarlo: primero descubriendo el nombre, enunciándolo, del miedo, del espanto, y luego conjugarlo en el sentido de la vida, o de mi existencia en la facultad de vivirla y no seguir los pasos de otros por ella. Vivir viviendo.” Abrí los ojos. La imagen del atrio del antiguo colegio San Francisco se desvaneció como pavesas de papel en el aire, disimuladas en este cielo gris por la literatura de todos los sueños incendiados. “¡Inés!”, tintineó la voz de la niña en el jardín, redimiéndolo de su indecible eco, este que quedó petrificado o convertido en hielo por la maldición de un sombrío hombre. Detenido entonces hasta el acorde, la armonía de una canción de mi infancia, y la que del mismo modo escapó o regreso con la palabra de la niña quebrando la pena o la condena en blanco y negro que sobrecogía esta búsqueda por la excepcional nevada. Y no es que quisiera contradecir a Tom Stoppard, no, llevando mi infancia siempre conmigo para nunca envejecer, en absoluto; sino que necesitaba recuperar un viejo sentido de la vida, no un atavismo romántico o sentimental: la manera de vivir en libertad, o sin prejuicios, para disfrutar desnudo de la nieve, a pesar del frío de unos hábitos sólidos e inconmovibles, solazarme sin reglas ni miedos en un firmamento blanco que moteaba las épicas estampas de un entorno milenario. El Barrio. La expresión de la niña, el nombre propio contenido en el quiebro de una exclamación que establecía una pausa de contrariedad que no abandonaba, sin embargo, su alegría invariable, dinámica, apremiada en la persistencia de su autoridad. La locución inocente, idealista, imperativa, a la que dispensé en panacea de mis expectativas, esta que, en su efusión, malogrando mi anhelo, no reunía el nombre de un demonio fusco y con cuyo develamiento, con su entonación adecuada, arcana, llegaría a destruirlo o encerrarlo en su averno, tras el azogue nebuloso donde su abominación había retenido mi ilusión, mi busca, y a la reverberación en la noble piedra de la diversión de las mujeres. No era la solución, pero sí un remedio para alejar de mí, y de hecho así había sido eternamente, el aliento fuliginoso de las tinieblas, de la monocromía angustiosa de las rutinas. “¡Inés!¡Para!”, insistió la vocecilla con un dulce timbre de sencillez, de la inocencia cristalina que reconfortaba al alma más vulnerada, a la sazón la mía.

Tras el tronco húmedo y ennegrecido de un ciprés como un regaliz rechupeteado o un añorado paladú dulce y áspero, oculto por un ingenuo reparo de molestar, de no interrumpir con mi presencia llena de desazones al juego de las mujeres, vi aparecer a la carrera, en un trotecillo dificultado por la mullida profundidad de la nieve, a la niña más pequeña seguida de otra mayor en edad y adolescente. “¡Ángela!”, llamaba ésta última a la primera en la carrerilla y con la apremiante y pícara intención de que mirara siquiera un poco hacia atrás, blandía una gran bola de nieve en la mano por encima de su cabeza, calculando la distancia y las posibilidades de hacer diana, de seguro en la cara, la epidermis al descubierto, vulnerable, el desabrigo codiciado. Sonreí. Una sonrisa cálida que dejó escapar por las comisuras de mi boca un hilillo de vaho azul y frágil, como el garabato de unos versos de André Cruchaga, los frunces de una “nube de invierno”, como la pena anterior de mi alma desbandada por el exorcismo del regocijo de las niñas, precipitándola en la nube de su luto afín:

“En las nubes de invierno,
El cielo se oscurece,
Mi libertad se hunde:
La ilusión es velo.
Siempre estoy desnudo:
La lluvia dilata
Esperanza y fuego...
¡Ah, nube de invierno
que cubre la memoria
con gotas de imprenta!
¡Ah, valiente nube:
arcilla del poema:
y todos los pronombre!”

La niña pequeña, ella, quien atesoraba tal vez sin saberlo, sin entenderlo, la llave de la gracia de un universo en equilibrio, la clave de la melodía de estos inviernos que, por un día, se desperezaban de su quietud y desafecto, miró hacia atrás, un ligero movimiento de su cabeza cubierta con un gorro de lana con franja malva, y cerró los ojos, frunció la boca un momento para luego abrirla en una mueca de daño y desconcierto, cuando recibió el impacto del cúmulo de nieve en una de sus mejillas arreboladas por el frío, por el juego, por el entusiasmo, seguro que por primera vez, de una nevada cuantitativa y consolidada. Y aquel universo en equilibrio, ante la colisión de un planeta, de una supernova, de… un asteroide de nieve, perdió la estabilidad, su pesó la ladeó, grávido, confundido, con una de las piernas en el aire que no llegó a hundirse en la nieve en otro paso, en la confianza de una huida agredida, la otra pierna flexionada se postergó a la inercia del empuje del resto del cuerpo, en la solidaridad de las causas perdidas, y cayó con dulzura, sin estrépito, sin ruido, salvo el gemido que compuso su garganta y el propio crepitar de la helada como un murmullo delicuescente, y que no era de desilusión sino curiosamente de agrado. La niña se desplomó de lado en el lecho nevado, como una salpicadura chispeante marcada en el gélido albor: por sus mallas negras festoneadas de escarcha, sus botas rosas, su chaquetón rojo y rojos los guantes, su pelo negro como una cascada en noche sin luna, el ribete lila del gorro, un pierna ligeramente doblada como si le quedara el viejo instinto de aquel paso que no llegó a dar y que ahora, inconscientemente, efectuaba en la horizontalidad de lo concluido, de lo abatido, con los brazos sorprendidos por el revolcón, uno apostado en la solidez de la blancura y el otro, en ángulo recto, levantado en un gesto de cubrirse de otra bola de nieve o en rendición hilarante que su carita solapada no traducía en una respuesta radiante, ingenua. Y su risa, su quebrada risa que restallaba e incluso derretiría el entorno de no ser porque se nutría de su magia, de su fantasía, y que a mí contagiaba y me estimulaba por continuar descubriendo cuanto fui y cuanto me hubiera gustado ser.

La otra niña, la adolescente de chaquetón de tela con ese identificativo color de los sillares de las murallas en las tardes de otoño, o de la arcilla del poema, con bufanda beige como una serpiente o el relente de la nevisca, tocada con un gorro de lana de fuerte cromatismo rojo como una sensualidad de esperanza y fuego, de un carmín ostentoso en los labios, pronto se situó junto a la cría tumbada, las piernas semiabiertas, con gruesas mallas negras, de seguro llevaba más de una, enérgicamente asentadas en la nieve, dando compás al giro de su brazo derecho, a la fuerza de su mano cubierta por un guante negro de lana, en su vehemente arrojo de otra bola de nieve que impactó en la cadera de la tendida y cada vez más arrebujada en una protección risueña, traviesa, el rostro de la joven igual de oculto tras otra cascada nocturna de su cabello y como si el hermetismo blanco del día no concediese plenitud  en el develamiento de sus milagros, reservándose los más bellos. Y su risa, su risa más madura, más acuchillada por los primeros sinsabores de la existencia, traducía ese acorde que desapareció por otra de aquellas contrariedades mías, por la omisión de un demonio negro, en una música de la vida que, ya lo dijo Goethe muchísimo antes, era la infancia de la inmortalidad. La inmortalidad de este recuerdo de la nevada.


Un acorde, la guía inscrita en una melodía, los que al igual que la fotografía aglutinaban y realzaban el contraste de unas líneas, de unos colores acentuados, de unas formas ilustradas, de una blancura abrumadora. Cerré los ojos, porque inferí una armonía anterior a esta y a la que soslayé yo no sé ya por qué e indolente disposición, de algún menosprecio que vendría a confirmar la monotonía convincente del diario. Y aspiré recordarla, traerla y unirla a esta otra, eslabones de la cadena de la subsistencia, para continuar con mi búsqueda de una niñez desatendida. El encuentro con aquel otro muñeco de nieve que llenó de ficciones mi pasado. INVIERNO 21. Jardines de Las Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.


No hay comentarios:

Publicar un comentario