“No iba a renunciar a mi destino
sin haberlo moldeado, o al menos intentarlo: primero descubriendo el nombre,
enunciándolo, del miedo, del espanto, y luego conjugarlo en el sentido de la
vida, o de mi existencia en la facultad de vivirla y no seguir los pasos de
otros por ella. Vivir viviendo.” Abrí los ojos. La imagen del atrio del antiguo
colegio San Francisco se desvaneció como pavesas de papel en el aire,
disimuladas en este cielo gris por la literatura de todos los sueños
incendiados. “¡Inés!”, tintineó la voz de la niña en el jardín, redimiéndolo de
su indecible eco, este que quedó petrificado o convertido en hielo por la
maldición de un sombrío hombre. Detenido entonces hasta el acorde, la armonía
de una canción de mi infancia, y la que del mismo modo escapó o regreso con la
palabra de la niña quebrando la pena o la condena en blanco y negro que sobrecogía
esta búsqueda por la excepcional nevada. Y no es que quisiera contradecir a Tom
Stoppard, no, llevando mi infancia siempre conmigo para nunca envejecer, en
absoluto; sino que necesitaba recuperar un viejo sentido de la vida, no un
atavismo romántico o sentimental: la manera de vivir en libertad, o sin
prejuicios, para disfrutar desnudo de la nieve, a pesar del frío de unos
hábitos sólidos e inconmovibles, solazarme sin reglas ni miedos en un firmamento
blanco que moteaba las épicas estampas de un entorno milenario. El Barrio. La
expresión de la niña, el nombre propio contenido en el quiebro de una
exclamación que establecía una pausa de contrariedad que no abandonaba, sin
embargo, su alegría invariable, dinámica, apremiada en la persistencia de su
autoridad. La locución inocente, idealista, imperativa, a la que dispensé en
panacea de mis expectativas, esta que, en su efusión, malogrando mi anhelo, no
reunía el nombre de un demonio fusco y con cuyo develamiento, con su entonación
adecuada, arcana, llegaría a destruirlo o encerrarlo en su averno, tras el
azogue nebuloso donde su abominación había retenido mi ilusión, mi busca, y a la
reverberación en la noble piedra de la diversión de las mujeres. No era la
solución, pero sí un remedio para alejar de mí, y de hecho así había sido
eternamente, el aliento fuliginoso de las tinieblas, de la monocromía
angustiosa de las rutinas. “¡Inés!¡Para!”, insistió la vocecilla con un dulce
timbre de sencillez, de la inocencia cristalina que reconfortaba al alma más
vulnerada, a la sazón la mía.
Tras el tronco húmedo y ennegrecido
de un ciprés como un regaliz rechupeteado o un añorado paladú dulce y áspero,
oculto por un ingenuo reparo de molestar, de no interrumpir con mi presencia
llena de desazones al juego de las mujeres, vi aparecer a la carrera, en un
trotecillo dificultado por la mullida profundidad de la nieve, a la niña más
pequeña seguida de otra mayor en edad y adolescente. “¡Ángela!”, llamaba ésta última
a la primera en la carrerilla y con la apremiante y pícara intención de que
mirara siquiera un poco hacia atrás, blandía una gran bola de nieve en la mano
por encima de su cabeza, calculando la distancia y las posibilidades de hacer
diana, de seguro en la cara, la epidermis al descubierto, vulnerable, el
desabrigo codiciado. Sonreí. Una sonrisa cálida que dejó escapar por las
comisuras de mi boca un hilillo de vaho azul y frágil, como el garabato de unos
versos de André Cruchaga, los frunces de una “nube de invierno”, como la pena
anterior de mi alma desbandada por el exorcismo del regocijo de las niñas, precipitándola
en la nube de su luto afín:
“En las nubes de invierno,
El cielo se oscurece,
Mi libertad se hunde:
La ilusión es velo.
Siempre estoy desnudo:
La lluvia dilata
Esperanza y fuego...
¡Ah, nube de invierno
que cubre la memoria
con gotas de imprenta!
¡Ah, valiente nube:
arcilla del poema:
y todos los pronombre!”
La niña pequeña, ella, quien
atesoraba tal vez sin saberlo, sin entenderlo, la llave de la gracia de un
universo en equilibrio, la clave de la melodía de estos inviernos que, por un
día, se desperezaban de su quietud y desafecto, miró hacia atrás, un ligero
movimiento de su cabeza cubierta con un gorro de lana con franja malva, y cerró
los ojos, frunció la boca un momento para luego abrirla en una mueca de daño y desconcierto,
cuando recibió el impacto del cúmulo de nieve en una de sus mejillas
arreboladas por el frío, por el juego, por el entusiasmo, seguro que por
primera vez, de una nevada cuantitativa y consolidada. Y aquel universo en
equilibrio, ante la colisión de un planeta, de una supernova, de… un asteroide
de nieve, perdió la estabilidad, su pesó la ladeó, grávido, confundido, con una
de las piernas en el aire que no llegó a hundirse en la nieve en otro paso, en
la confianza de una huida agredida, la otra pierna flexionada se postergó a la
inercia del empuje del resto del cuerpo, en la solidaridad de las causas
perdidas, y cayó con dulzura, sin estrépito, sin ruido, salvo el gemido que
compuso su garganta y el propio crepitar de la helada como un murmullo
delicuescente, y que no era de desilusión sino curiosamente de agrado. La niña
se desplomó de lado en el lecho nevado, como una salpicadura chispeante marcada
en el gélido albor: por sus mallas negras festoneadas de escarcha, sus botas
rosas, su chaquetón rojo y rojos los guantes, su pelo negro como una cascada en
noche sin luna, el ribete lila del gorro, un pierna ligeramente doblada como si
le quedara el viejo instinto de aquel paso que no llegó a dar y que ahora,
inconscientemente, efectuaba en la horizontalidad de lo concluido, de lo abatido,
con los brazos sorprendidos por el revolcón, uno apostado en la solidez de la
blancura y el otro, en ángulo recto, levantado en un gesto de cubrirse de otra
bola de nieve o en rendición hilarante que su carita solapada no traducía en
una respuesta radiante, ingenua. Y su risa, su quebrada risa que restallaba e
incluso derretiría el entorno de no ser porque se nutría de su magia, de su
fantasía, y que a mí contagiaba y me estimulaba por continuar descubriendo
cuanto fui y cuanto me hubiera gustado ser.
La otra niña, la adolescente de
chaquetón de tela con ese identificativo color de los sillares de las murallas
en las tardes de otoño, o de la arcilla del poema, con bufanda beige como una
serpiente o el relente de la nevisca, tocada con un gorro de lana de fuerte
cromatismo rojo como una sensualidad de esperanza y fuego, de un carmín
ostentoso en los labios, pronto se situó junto a la cría tumbada, las piernas
semiabiertas, con gruesas mallas negras, de seguro llevaba más de una, enérgicamente
asentadas en la nieve, dando compás al giro de su brazo derecho, a la fuerza de
su mano cubierta por un guante negro de lana, en su vehemente arrojo de otra
bola de nieve que impactó en la cadera de la tendida y cada vez más arrebujada
en una protección risueña, traviesa, el rostro de la joven igual de oculto tras
otra cascada nocturna de su cabello y como si el hermetismo blanco del día no concediese
plenitud en el develamiento de sus
milagros, reservándose los más bellos. Y su risa, su risa más madura, más
acuchillada por los primeros sinsabores de la existencia, traducía ese acorde
que desapareció por otra de aquellas contrariedades mías, por la omisión de un
demonio negro, en una música de la vida que, ya lo dijo Goethe muchísimo antes,
era la infancia de la inmortalidad. La inmortalidad de este recuerdo de la
nevada.
Un acorde, la guía inscrita en una
melodía, los que al igual que la fotografía aglutinaban y realzaban el
contraste de unas líneas, de unos colores acentuados, de unas formas
ilustradas, de una blancura abrumadora. Cerré los ojos, porque inferí una
armonía anterior a esta y a la que soslayé yo no sé ya por qué e indolente
disposición, de algún menosprecio que vendría a confirmar la monotonía
convincente del diario. Y aspiré recordarla, traerla y unirla a esta otra,
eslabones de la cadena de la subsistencia, para continuar con mi búsqueda de una
niñez desatendida. El encuentro con aquel otro muñeco de nieve que llenó de
ficciones mi pasado. INVIERNO 21. Jardines de Las Imágenes. Barrio San
Francisco. Ronda.
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