“Cerré los ojos, porque inferí una
armonía anterior a esta y a la que soslayé yo no sé ya por qué e indolente
disposición, de algún menosprecio que vendría a confirmar la monotonía
convincente del diario. Y aspiré recordarla, traerla y unirla a esta otra,
eslabones de la cadena de la subsistencia, para continuar con mi búsqueda de
una niñez desatendida. El encuentro con aquel otro muñeco de nieve que llenó de
ficciones mi pasado” Muy cierto. Buscaba un acorde… no el sonido idéntico al
que mi ambición sorprendió, adscrito a una música de mi infancia, en la risa de
la niña que jugaba en el jardín de la Cuesta de Las Imágenes. No, otro acorde,
que no era el segundo porque fue el primero, al que oí y no retuve y puesto que
mi ánimo, aunque declarativa la nerviosidad por llenar cuanto antes el enorme
vacío interior con las impresiones que allí concebiría, las que vería con los
ojos del niño de ayer, con la imaginación de tantas fábulas en las que existí y
que ahora, por esta nevada inesperada, por los fantásticos escenarios que me
brindaba para recrear una vez más en ellos sus épicas aventuras, (de acuerdo que
la ilusión o sus castillos en el aire no durarían mucho, tal vez hasta el día
siguiente y cuando un curioso sol no fuera consciente de su poder de derretir
las ficciones, la nieve de los espejismos hechos realidad), mi ánimo, escribía,
rehuía de las improvisaciones y no se dejó sorprender por la aparición de la
primera armonía y a la que luego, en este momento, buscaba desesperadamente. El
arpegio de origen, éste, en la Alameda de San Francisco, al que le seguiría ese
otro y siempre segundo y al que consideré único y socorrido en la escena
anterior de Las Imágenes, y ambos con los mismos protagonistas: la niña pequeña
y la adolescente.
…Recuerda, recuerda, recuerda… Mira
la imagen. Interpreta…
La composición musical, advertido su
umbral, exhibió la pauta incuestionable de tres acordes; y no sé por qué, pero estaba
convencido que en la línea de unas canciones de rock y en las que incluso se mecía
el compás de estas letras: “No fun” de The Stooges, o una recientemente escuchada
de The National “Bloodbuzz Ohio”, y con todo requería a Bob Dylan y su “Mr.
Tambourine Man”.
Los tres acordes que, en esta
fotografía de mi recuerdo, reciente, minutos antes, en la Alameda, encarnaban las
postreras lumbres de un tímido y joven otoño, en la metáfora de las hojas marchitas
de ocasos sobre el albo piso; a lo mejor en la disposición de aquella conjetura
que significó “una partitura para este final del otoño”, el blues de doce
compases que resumiría más tarde, hoy, las tres medidas armónicas de este níveo
día de invierno. La misma proporción en la que se mirarían, como un azogue de
lo que jamás existió y en cambio devolvía su caprichosa naturaleza, estos
versos de Federico García Lorca:
“También sobre el alma nieva.
La
nieve del alma tiene
copos
de besos y escenas
que
se hundieron en la sombra
o
en la luz del que las piensa.
La
nieve cae de las rosas,
pero
la del alma queda,
y
la garra de los años
hace
un sudario con ellas.
¿Se
deshelará la nieve
cuando
la muerte nos lleva?
¿O
después habrá otra nieve
y
otras rosas más perfectas?
¿Será
la paz con nosotros
como
Cristo nos enseña?
¿O
nunca será posible
la
solución del problema?”
Rosas en la nieve. Las dos niñas,
que entonces invertían sus papeles a lo dispuesto por un futuro inmediato, a lo
ya acontecido en el edén de Las Imágenes, correteaban por la Alameda, con ese aire
grácil y despreocupado de los tiernos compromisos. La niña pequeña aparecía de
espaldas, armada con un astro blanco en plena pérdida gravitacional y de inminente
colisión con el universo adolescente sentado en la nieve. Ella. Sonriente, publicando
su rostro o la solución de todos los problemas; o de mi problema y al que no
quise ver, o entender, o detenerme en este, o acaso en ella. La joven, mártir
de otro de esos húmedos y rígidos y gélidos encontronazos de escarcha, por su postura
sedente y ajena a la niña, no advertía o disimulaba con agrado el divertido
recrudecimiento de la amenaza blanca; tan seguro que ella misma se arrojó al crudo
y dulce colchón inmaculado, a un firmamento nublado de cumulonimbus y en el paradigma
de las mudanzas de los elementos de esta circunstancia fotográfica y
letra-herida, lo cual resaltaba su quimera, sin esperar a un desequilibrio o
titubeo incorregible en su ligero cuerpo y en un momento del juego, en un
momento de la persecución de la niña pequeña y su hostigamiento y acierto con metrallas
blancas de invierno. Ella. Su sonrisa franca, abierta, sin veladuras, enmarcada
en un semblante esclarecido como una luna llena en las noches de verano, sin el
derrame de la cascada de sueños de su cabellera que lo reservaría para los
momentos de una armonía posterior y ya descrita con esa emoción de los hondos desgarros
del alma con sus “copos de besos” en la
“garra de los años”.
¿Por qué rememoro ahora, recuerdo
con el recuerdo? ¿Por qué la desgana entonces de no detenerme e indagar en el fulgurante
símbolo de la sonrisa de la adolescente, de las risas compartidas con la niña
pequeña? ¿Por qué no parar, no exigirme revisar a las primeras punzadas de
desasosiego, en esos momentos incómodas, de vacíos latosos, y no dolorosas como
terminarían siendo y quizás por haber perdido el camino que conducía a un
encuentro anhelado con la Belleza? ¿Por qué me dejé llevar por mi seguridad de
adulto conformista y conformado de hábitos, cuando este mundo blanco e imprevisto,
con sus asombrosos prodigios desplegados por doquier, solo podía admirarse y
absorberse desde una reunión de realidad e ilusión, y de la que exclusivamente
los niños, o el niño que una vez fui, consiguen y hoy yo persigo para obrar el
milagro de su nostalgia? ¿Por qué no asumí el primero de los tres acordes de la
melodía de mi niñez, esa luz presente y variada en los reflejos y en las
promesas, obviada en ese instante pretérito, la que tendría que iluminar el
futuro inmediato; sobre todo por su poder de deshacer la intriga de una sombra
negra, de un individuo condenado en los claroscuros de este y de todos los
inviernos, de la sombra negra modelada por las rutinas que no admitían la
diferencia ni la expectativa de regocijarse de una duda, de la metáfora de
vencer la muerte a través de su duda más blanca y fría? ¿Por qué…?
Un golpe de viento
invernal, como “una ráfaga de invierno
sin color para mostrar sin hojas para rasgar” de Kawai Chigetsu, llevó las
rosas, las risas de las niñas por los callejones; en señales, como unas etéreas
llamadas que no permitían contrarrestarse, ni excusarse, ni mucho menos
contraponerse con algo que no fuera la indicación de la búsqueda del último
acorde, el tercero. Las calles del Barrio, como otras líneas del pentagrama por
su inspiración profética y cadencia melancólica. INVIERNO 22. Alameda San
Francisco. Barrio San Francisco. Ronda.
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