Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 6 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 29"

“La inocencia que por la demora envejecía, se acartonaba entre los pliegues de las posibilidades imposibles y se agrietaba hasta convertirse en un polvo glacial, en nieve sucia acumulada en las esquinas colmadas de sombras. El amor blanco necesitaba del calor de la sonrisa para, paradójicamente, congelar su aliento optimista y espontáneo; si por contrario se dejaba hacer al mundo, a los otros, las incisivas rodadas de los trenes de la existencia que recorrían las calles, a las normas o el runruneo de las monotonías, entre todos vulnerarían el alma nevada, la derretirían, dejarían que muriera… Venga, ya era tarde, y alguien espera.” Alguien o algunos esperaban, esperaban quietos en la Alameda. Niños. Niños a la espera de mi decisión, de mi regreso, detenidos por el fárrago de mi vacilación, de cerrar mi viaje por las calles, de cortar este y aquel fleco, esas rebabas en los preliminares de mi música de ayer, curiosa literatura, de los borradores con tres acordes que había compuesto y destrozado, con afino y desafino, cantando o tarareando, su memoria, de salvaguardarme de la presencia ominosa, intrigante, de alejarla de la luz de mis ilusiones, insidiosa, de colorear su tiniebla con mis pasiones. Niños.

El niño sentado, llamativo, aburrido, mirando sin mirar su bolo de nieve, quedo en una pausa extraña, absorto en una bola de cristal en la que se veía de mayor y no le gustaba aquello en que la sociedad le había convertido; las niñas sentadas en el monumento al matador de toros Pedro Romero, toros de escarcha, bonita metáfora, diestro nacido unos metros allá, en la esquina de Mapfre, ellas encaradas, mirándose con estupor la una en la otra, incómodas e indecisas, tácitas en sus confidencias coartadas por el aguardo; y en especial las niñas, mayor y pequeña, las dos niñas que reían, corrían, tirábanse bolas y acusábanse con otras bolas de nieve, y reían, revolcábanse, perseguíanse entre ellas, dejábanse caer con ímpetu, con osadía y travesura en el colchón impoluto y helado, y reían, las caras ateridas por el frío del invierno y la calor de sus inventivas, las bocas de labios lívidos de sonrisa congelada, escondíanse tras los árboles, los arbustos colmados de algodones cuajados, esquivando y esquivándose de los hábitos y de las normas, y reían, descubríanse con entusiasmo, gritaban su júbilo, los pies hundidos, un palmo más arriba de los tobillos, hacían siluetas de ángel en el vergel helado, ángeles que eran ellas, y reían… en el jardín de la Calle Imágenes. Niños que daban tiempo al tiempo, aguardándome para reanudar sus juegos, sus recreos en la nieve; y con todos, mi cuota o mi ensueño, de fascinación y de liberación. Suspendidos no porque así lo quisieran, no porque no supieran qué hacer para entretenerse e imaginar en el universo blanco, sino por mi voluntad, o por la ventura de estas letras, puesto que eran mías, solo mías, y ellos, los niños, no tenían compromiso ni poder en las mismas; supeditados en la dimensión lúdica de mi deseo, de mi codicia infantil, introducidos en mi narración y al capricho del destino moroso de unas palabras que empezaron escuetas, generales, bellas; y luego, como la edad, extensas, complicadas, atiborradas de adjetivos con los que poner sensación, matiz a las emociones, y, sin filtros, profundamente intrínsecas.

Niños que esperaban, me alentaban, con las expectativas secas por el crudo relente en los escaparates cerrados de sus ojos, sólo un vaho de reproche advertía la vida latente, exhalada por las comisuras de sus bocas por un desborde del fuego de su volcán/corazón interior, sólo un gesto de decepción vislumbraba el desenlace próximo y que tan eterno y cansado se hacía y persistía. Esperaban los niños, y yo… con el pensamiento puesto en las calles, o en la última calle que definía mi ser, mi vida.

Los niños esperaban a que yo les dibujara, escribiera, esculpiera risas en sus semblantes expectantes, en ese grado fronterizo entre el hastío y el sufrimiento impaciente por la pasividad. Las risas que me liberaran, sí a mí, de la maldición de lo habitual, esa presencia real y oscura, siquiera ante un panorama inhabitual y por ello mágico. Las risas o el sol, dictara Victor Hugo, que ahuyentaba el invierno del rostro humano. No en vano, exactamente cuando escribo estas letras, me llega, uno más de los cien mil wasaps de imágenes (políticas, humoradas, cuando no las mismas, pornográficas, sugerentes…), una frase, esta: “Si tu vida no te permite cada día: jugar, bailar, vivir… Cambia de vida”. Y qué mejor, para mí entonces, y si bien no hacía falta adoptar situación u opción tan extrema, que verme en el espejo del tiempo en el niño que una vez fui, o arrastrarme del otro y hermoso azogue de los juegos, de la distracción de los niños y niñas en la nevada presente: para dejarme construir por ellos y como antes habían modelado, y continuarían haciéndolos con amor blanco, los muñecos de nieve; a que me iniciaran en la expansión de estos momentos, a ser consciente que para comprender la realidad, y asumirla, podía hacerse así, jugando; y que cualquier satisfacción, con nieve o no, en otoño o en este invierno, primavera o verano, día, noche, o en el intermedio de albas y crepúsculos, solo o con compañía cómplice, partía del conocimiento, de la inspiración de saber que cuanto descubría, imaginaba, realizaba en todo instante, tangible o abstracto, me gustaba hacerlo.

Unas vidas sin invierno, ¿Qué clase de vida serían? ¿Qué clase de vida son vuestras vidas de niños perennes y estivales? La permanencia de la semilla bajo la nieve: también esto nos es dado conocer. Y valorar.

Pues sí, Alessandro Baricco, esta vida de invierno, nevado y vigoroso, sublime, no tendría ningún sentido si no se disfrutara sin complejos, si no se recordara por la dimensión de su animación, del contento. Todo esto tendría su sentido de no ser porque necesitaba un cambio, bastante importante, de perspectiva, o en mi enfoque no solo de la nevada, de su fruición, sino del mundo o de mi realidad cercana, adentro y afuera. Hora de acallar, de decir ¡Basta!, a la costumbre, a la norma social, de dar el siguiente paso una vez cuestionado el problema y su necesidad, y no por lo que hacía, que también, sino fundamentalmente por lo que no hacía; deshacer, aunque fuese por unas cuantas horas, en un día de desenfreno, lo que debía y tenía que hacer, de sortear a cuanto me insistieran o me dejara convencer de las insípidas rutinas, las sombras negras y uniformes que insistían en que no tenía fuera de estas otras opciones. ¿Tenía que recordar a Gloria Fuertes?, la recordé, y a estos versos:

Con montones de nieve hice el contorno de tus letras,
edifiqué tu nombre en la altura;
luego salió el sol
y deshizo tu nombre convirtiéndolo en agua.
Acabo de beber tu nombre en el único charco.
Tu nombre me persigue
inquilino en mi sombra;
desapareceré, 
y él estará a mi lado

Y ahora los niños, en su espera que no era suya sino mía, me indicaban que era suficiente, a que tenía que despertar, decidir, emprender mi búsqueda, mi camino, ya, inexcusable para redescubrir y sentir cómo o cuál era la verdadera esencia de la felicidad o del hecho de ser feliz. Recuperar la espontaneidad de la infancia, la curiosidad de la adolescencia, el proceso normal de crecer, de madurar con conciencia, este vivir que no era sobrevivir; para en los sucesos o cuestiones puntuales del existir, cualquier acontecimiento y por frívolo que fuese, (jugar en el atrio del colegio, las luces en la feria, el vértigo, la lluvia tras la ventana que arañaba por primera vez con melancolía, las exploraciones de cuevas y oquedades en ruinas legendarias o en peñas naturales, el respeto enfático de los viernes santos, enmascarado de Dios, los zapatos nuevos que apretaban el domingo de resurrección, el olor del incienso, las campanadas de domingo, el sabor de las ropías, el primer libro, la primera melodía, el primer beso, el primer desengaño, los héroes de comic suplantados por todo el Barrio …) maravillarme, maravillarnos, y sentir que el mañana era otra oportunidad, otra opción de vivir.

Si hoy en día pudiera sentirme contento sin motivo, entonces volvería a ser niño.

Esperadme niños, tengo que despedirme. En este momento, no en otro. Imaginaba cruzar la alameda y paradme en su ruedo, con los visos de la inspiración puestos en la calle, en el espejismo blanco de mi calle, San Francisco de Asís. Sonreían los inquilinos de una de sus esquinas. Niños, enseguida vuelvo.
INVIERNO 29. Alameda de San Francisco. Barrio San Francisco. Ronda.


© F.J. Calvente.


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