“La inocencia que por la demora
envejecía, se acartonaba entre los pliegues de las posibilidades imposibles y
se agrietaba hasta convertirse en un polvo glacial, en nieve sucia acumulada en
las esquinas colmadas de sombras. El amor blanco necesitaba del calor de la
sonrisa para, paradójicamente, congelar su aliento optimista y espontáneo; si
por contrario se dejaba hacer al mundo, a los otros, las incisivas rodadas de
los trenes de la existencia que recorrían las calles, a las normas o el
runruneo de las monotonías, entre todos vulnerarían el alma nevada, la
derretirían, dejarían que muriera… Venga, ya era tarde, y alguien espera.” Alguien
o algunos esperaban, esperaban quietos en la Alameda. Niños. Niños a la espera
de mi decisión, de mi regreso, detenidos por el fárrago de mi vacilación, de
cerrar mi viaje por las calles, de cortar este y aquel fleco, esas rebabas en
los preliminares de mi música de ayer, curiosa literatura, de los borradores
con tres acordes que había compuesto y destrozado, con afino y desafino,
cantando o tarareando, su memoria, de salvaguardarme de la presencia ominosa, intrigante,
de alejarla de la luz de mis ilusiones, insidiosa, de colorear su tiniebla con mis
pasiones. Niños.
El niño sentado, llamativo,
aburrido, mirando sin mirar su bolo de nieve, quedo en una pausa extraña, absorto
en una bola de cristal en la que se veía de mayor y no le gustaba aquello en
que la sociedad le había convertido; las niñas sentadas en el monumento al
matador de toros Pedro Romero, toros de escarcha, bonita metáfora, diestro nacido
unos metros allá, en la esquina de Mapfre, ellas encaradas, mirándose con
estupor la una en la otra, incómodas e indecisas, tácitas en sus confidencias
coartadas por el aguardo; y en especial las niñas, mayor y pequeña, las dos niñas
que reían, corrían, tirábanse bolas y acusábanse con otras bolas de nieve, y
reían, revolcábanse, perseguíanse entre ellas, dejábanse caer con ímpetu, con osadía
y travesura en el colchón impoluto y helado, y reían, las caras ateridas por el
frío del invierno y la calor de sus inventivas, las bocas de labios lívidos de
sonrisa congelada, escondíanse tras los árboles, los arbustos colmados de
algodones cuajados, esquivando y esquivándose de los hábitos y de las normas, y
reían, descubríanse con entusiasmo, gritaban su júbilo, los pies hundidos, un
palmo más arriba de los tobillos, hacían siluetas de ángel en el vergel helado,
ángeles que eran ellas, y reían… en el jardín de la Calle Imágenes. Niños que
daban tiempo al tiempo, aguardándome para reanudar sus juegos, sus recreos en
la nieve; y con todos, mi cuota o mi ensueño, de fascinación y de liberación.
Suspendidos no porque así lo quisieran, no porque no supieran qué hacer para entretenerse
e imaginar en el universo blanco, sino por mi voluntad, o por la ventura de
estas letras, puesto que eran mías, solo mías, y ellos, los niños, no tenían
compromiso ni poder en las mismas; supeditados en la dimensión lúdica de mi
deseo, de mi codicia infantil, introducidos en mi narración y al capricho del
destino moroso de unas palabras que empezaron escuetas, generales, bellas; y
luego, como la edad, extensas, complicadas, atiborradas de adjetivos con los
que poner sensación, matiz a las emociones, y, sin filtros, profundamente
intrínsecas.
Niños que esperaban, me alentaban, con
las expectativas secas por el crudo relente en los escaparates cerrados de sus
ojos, sólo un vaho de reproche advertía la vida latente, exhalada por las
comisuras de sus bocas por un desborde del fuego de su volcán/corazón interior,
sólo un gesto de decepción vislumbraba el desenlace próximo y que tan eterno y
cansado se hacía y persistía. Esperaban los niños, y yo… con el pensamiento
puesto en las calles, o en la última calle que definía mi ser, mi vida.
Los niños esperaban a que yo les
dibujara, escribiera, esculpiera risas en sus semblantes expectantes, en ese
grado fronterizo entre el hastío y el sufrimiento impaciente por la pasividad.
Las risas que me liberaran, sí a mí, de la maldición de lo habitual, esa
presencia real y oscura, siquiera ante un panorama inhabitual y por ello
mágico. Las risas o el sol, dictara Victor Hugo, que ahuyentaba el invierno del
rostro humano. No en vano, exactamente cuando escribo estas letras, me llega,
uno más de los cien mil wasaps de imágenes (políticas, humoradas, cuando no las
mismas, pornográficas, sugerentes…), una frase, esta: “Si tu vida no te permite cada día: jugar, bailar, vivir… Cambia de vida”.
Y qué mejor, para mí entonces, y si bien no hacía falta adoptar situación u
opción tan extrema, que verme en el espejo del tiempo en el niño que una vez
fui, o arrastrarme del otro y hermoso azogue de los juegos, de la distracción
de los niños y niñas en la nevada presente: para dejarme construir por ellos y
como antes habían modelado, y continuarían haciéndolos con amor blanco, los
muñecos de nieve; a que me iniciaran en la expansión de estos momentos, a ser
consciente que para comprender la realidad, y asumirla, podía hacerse así, jugando;
y que cualquier satisfacción, con nieve o no, en otoño o en este invierno,
primavera o verano, día, noche, o en el intermedio de albas y crepúsculos, solo
o con compañía cómplice, partía del conocimiento, de la inspiración de saber que
cuanto descubría, imaginaba, realizaba en todo instante, tangible o abstracto, me
gustaba hacerlo.
“Unas vidas sin invierno, ¿Qué clase de vida serían? ¿Qué clase de vida
son vuestras vidas de niños perennes y estivales? La permanencia de la semilla
bajo la nieve: también esto nos es dado conocer. Y valorar.”
Pues sí, Alessandro Baricco, esta
vida de invierno, nevado y vigoroso, sublime, no tendría ningún sentido si no
se disfrutara sin complejos, si no se recordara por la dimensión de su
animación, del contento. Todo esto tendría su sentido de no ser porque
necesitaba un cambio, bastante importante, de perspectiva, o en mi enfoque no
solo de la nevada, de su fruición, sino del mundo o de mi realidad cercana, adentro
y afuera. Hora de acallar, de decir ¡Basta!, a la costumbre, a la norma social,
de dar el siguiente paso una vez cuestionado el problema y su necesidad, y no
por lo que hacía, que también, sino fundamentalmente por lo que no hacía;
deshacer, aunque fuese por unas cuantas horas, en un día de desenfreno, lo que
debía y tenía que hacer, de sortear a cuanto me insistieran o me dejara
convencer de las insípidas rutinas, las sombras negras y uniformes que
insistían en que no tenía fuera de estas otras opciones. ¿Tenía que recordar a
Gloria Fuertes?, la recordé, y a estos versos:
“Con montones de nieve hice el contorno de tus letras,
edifiqué
tu nombre en la altura;
luego
salió el sol
y
deshizo tu nombre convirtiéndolo en agua.
Acabo
de beber tu nombre en el único charco.
Tu
nombre me persigue
inquilino
en mi sombra;
desapareceré,
y
él estará a mi lado”
Y ahora los niños, en su espera que
no era suya sino mía, me indicaban que era suficiente, a que tenía que despertar,
decidir, emprender mi búsqueda, mi camino, ya, inexcusable para redescubrir y
sentir cómo o cuál era la verdadera esencia de la felicidad o del hecho de ser
feliz. Recuperar la espontaneidad de la infancia, la curiosidad de la
adolescencia, el proceso normal de crecer, de madurar con conciencia, este vivir
que no era sobrevivir; para en los sucesos o cuestiones puntuales del existir,
cualquier acontecimiento y por frívolo que fuese, (jugar en el atrio del
colegio, las luces en la feria, el vértigo, la lluvia tras la ventana que
arañaba por primera vez con melancolía, las exploraciones de cuevas y oquedades
en ruinas legendarias o en peñas naturales, el respeto enfático de los viernes
santos, enmascarado de Dios, los zapatos nuevos que apretaban el domingo de
resurrección, el olor del incienso, las campanadas de domingo, el sabor de las
ropías, el primer libro, la primera melodía, el primer beso, el primer
desengaño, los héroes de comic suplantados por todo el Barrio …) maravillarme,
maravillarnos, y sentir que el mañana era otra oportunidad, otra opción de
vivir.
Si hoy en día pudiera sentirme
contento sin motivo, entonces volvería a ser niño.
Esperadme niños, tengo que
despedirme. En este momento, no en otro. Imaginaba cruzar la alameda y paradme
en su ruedo, con los visos de la inspiración puestos en la calle, en el
espejismo blanco de mi calle, San Francisco de Asís. Sonreían los inquilinos de
una de sus esquinas. Niños, enseguida vuelvo.
INVIERNO 29. Alameda de San
Francisco. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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