“Esperadme niños, tengo que
despedirme. En este momento, no en otro. Imaginaba cruzar la alameda y paradme
en su ruedo, con los visos de la inspiración puestos en la calle, en el
espejismo blanco de mi calle, San Francisco de Asís. Sonreían los inquilinos de
una de sus esquinas. Niños, enseguida vuelvo.” Y aquí estoy, de nuevo, siempre,
en el mito de mi eterno retorno. Puedo alejarme las ocasiones que sean, las
veces, con las distancias que se me impongan o me imponga, ni abrumado por “inmortales
distancias”; más o menos con la intensidad sostenida, o insoportable, del
pellizco adentro por la melancolía, el hormigueo del vacío, por el silencio que
antes ocupaba una melodía infantil y venturosa, distanciarme más o menos con
ausencia, con distancia, con recuerdo… para más pronto que tarde regresar a mi
casa, a mi espacio, a mi calle, a mi Barrio.
La imaginación dentro de la
imaginación de una evocación: la promesa del solitario que en su periplo por
las calles del Barrio, a la búsqueda de esa música del ayer, la canción de tres
acordes, encontraba su culmen aquí, su principio y fin, a través de estos
menesterosos relatos, letras en el reverso de unas postales de invierno;
escritos con premura ya que temía el reanudar lento del tren de la existencia y,
distraído de su marcha, no cogerlo, dejarlo ir, quizás para siempre; detenido en
andenes desiertos, al atardecer de cielos desgarrados por el incendio de las
expectativas incumplidas del día, de las estaciones, a la tenue luz del otoño
de una farola con su medido runruneo eléctrico y abatido de revoloteos de los
insectos, con la espalda y una planta de mi pie apoyados en el frío hierro
fundido del espigado fanal, o si el cansancio apretaba, sentado en “el fácil
sosiego” de un destartalado banco, con un rabillo del ojo puesto en el tren, en
la fantasmagoría del vapor, como un vaporoso delantal de esperas que ocultaba
las roderas en la nieve, los raíles de escarcha, y el resto de la mirada en el
bolígrafo Bic negro garabateando en una pequeña agenda de tapas negras,
acuchillada por algún insufrible encono de desesperación, de lucha contra la
resignación, de hojas que amarilleaban al corresponder su calendario a un año
pasado y casi olvidado, por la intachable blancura de las páginas pertinentes a
las semanas, intactas, interesadas, despejadas, de los días en negrita, invariablemente
en las esquinas, la virginidad de un tiempo uniforme donde la literatura, o
algún apunte voluntarioso, quedó a beneficio de un inventario indolente y anodino.
Siquiera, en estos momentos, enfatizaría cierta improvisación de un poema de
Jaime Gil de Biedma, la insinuación que dice concernir este día de Enero a:
“…
esta imagen
de
la lluvia cayendo con rumor de tren,
con
olor difuso a carbonilla y campo.
…
es un jardín, es una plaza
hundida
en la ciudad,
al
final de una noche
y
la visión en fuga de unos soportales”
Relatos en los intermedios de unas
estaciones que solo existirían en los sueños, en los ensueños de este viajante
solitario, en los fugaces apeaderos de un tren que comenzó a recorrer con
espíritu borgiano unas calles que eran mi entraña, enternecidas de penumbra y
ocaso, en el trayecto hacia la última calle que fue la primera, esta, la que
contradiciendo al Maestro era entonces ávida, cómoda de turba y ajetreo por la caprichosa
nevada, la calle que dejó de ser desganada por la honda visión de su aventura
mágica.
Ruedo Alameda, y esta, la Alameda,
a mis espaldas. Allí me apeé, en la última parada. La cuadrícula de un universo
compendiado en cuatro calles, de esquinas y reencuentros, transversalidades de
Gallarda, Buen Jesús, Fuente la Arena, de acogedores zaguanes, yerros, albores
de atardeceres y de sombras: Torrejones y San Acacio en los extremos, sencilla
y desapercibida Benarrabá o “Uelilla, grandiosa San Francisco de Asís, en el
centro del centro del Barrio. Avanzo, sin equipaje, con el ánimo de los anhelos
realizados, o con una confianza sin olvidos, tal si anudara en mi dedo corazón
el hilo de una búsqueda ahora diáfana, no tan enredada, en el que tras cada tensar,
según diversas tildes, por los hechos, por los recuerdos, por el temple, tañía
este acorde de dolor, sí, o este otro de respeto, inclusive, o la última de las
tres notas en la que el amor se hacía de color blanco. Unos pasos, curiosos,
que se paraban y miraban, dichosos, a mi casa, al balcón en el que yo me
asomaba, y lo hago, para ver el universo: desde la imagen holística de un
agujero negro, a una luna azul sobre el alto tejado de “Las Lamas”, al conejo
presuroso o al sombrerero loco de una particular aventura subterránea de
Carroll, en todo caso a las baldosas amarillas con las que traspasar, solo me
hacía falta desear y asomarme a este, al balcón, el espejo, traer por unos
instantes, en unas letras, mucho o nada entendibles, no me importaba, y
bastante que lo siento, el mundo de Nunca Jamás, aquí, a este Barrio.
Y luego, de nuevo, me detengo, casi
llegando al primer corte colateral de Gallarda, por un gesto de atención, de
cortesía, con los inquilinos de la esquina, Alfonso y Miguel Ángel, sonrientes
como el gato Cheshire del cuento. La fotografía del recuerdo. Y más que por
ellos, admirado, alucinado, por el despliegue de la calle nevada. Esta es una
calle sorprendente, dicho sea de paso, que abre su fisonomía conforme a los
mismos derroteros de la existencia; es decir, a cómo deben tomarse las expectaciones,
las esperanzas, los accidentes o el arbitrio del destino, las posibilidades de ese
primer paso para un largo camino, o el trayecto corto de alguna contrariedad,
de alguna ilusión perdida o abandonada: Un primer tramo vial, plano, cómodo,
diáfano, en su alegoría de los planteamientos sinceros, moderados, concretos, de
la voluntad y energía puestos en el comienzo de los trayectos, daba igual si
arduos o sencillos, daba igual su dimensión, daba igual si materiales o
sutiles; para luego, en un segundo tramo, la suave inclinación, la subida
ligera y todavía accesible, la de los contextos abarcables, confiados, aunque
ya con los atisbos de la dificultades, en el impulso sinuoso que tiene que ser
continuado, alentado; y para terminar en la subida prodigiosa, dificultosa,
pesada, grávida, necesaria para ese dolor instructivo en el preámbulo de la
satisfacción por culminar la meta, allá, en el Convento San Francisco, la meta
de los sueños cumplidos, de las tareas solventadas, de las empresas que con
tesón, con ilusión, con pasión, deben terminar bien, con la complacencia del
esfuerzo merecido, del sacrificio y de la batalla por el objetivo o quimera. Un
icono de la misma existencia.
La meta de los sueños cumplidos, o
el último y elevado tramo, difuminado por un vaporoso tul de escarcha. Nevaba,
nevaba versos de Vicente Huidobro, de tal manera que gustaba, ¿Quién no lo
había hecho?, coger un copo de nieve y lamerlo, a la manera de sorprender un “Invierno
para beberlo”, en pequeños y saciados sorbos, como estos:
“El invierno ha llegado al llamado de alguien
Y
las miradas emigran hacia los calores conocidos
Esta
noche el viento arrastra sus chales de viento
Tejed
queridos pájaros míos un techo de cantos sobre
las
avenidas
Oíd
crepitar el arco iris mojado
Bajo
el peso de los pájaros se ha plegado
La
amargura teme a las intemperies
Pero
nos queda un poco de ceniza del ocaso
Golondrinas
de mi pecho qué mal hacéis
Sacudiendo
siempre ese abanico vegetal
Seducciones
de antesala en grado de aguardiente
Alejemos
en seguida el coche de las nieves
Bebo
lentamente tus miradas de justas calorías
El
salón se hincha con el vapor de las bocas
Las
miradas congeladas cuelgan de la lámpara
Y
hay moscas
Sobre
los suspiros petrificados
Los
ojos están llenos de un líquido viajero
Y
cada ojo tiene un perfume especial
El
silencio es una planta que brota al interior
Si
el corazón conserva su calefacción igual
Afuera
se acerca el coche de las nieves
Trayendo
su termómetro de ultratumba
Y
me adormezco con el ruido del piano lunar
Cuando
se estrujan las nubes y cae la lluvia
Cae
Nieve
con gusto a universo
Cae
Nieve
que huele a mar
Cae
Nieve
perfecta de los violines
Cae
La
nieve sobre las mariposas
Cae
Nieve
en copos de olores
La
nieve en tubo inconsistente
Cae
Nieve
a paso de flor
Nieva
nieve sobre todos los rincones del tiempo
Simiente
de sonido de campanas
Sobre
los naufragios más lejanos
Calentad
vuestros suspiros en los bolsillos
Que
el cielo peina sus nubes antiguas
Siguiendo
los gestos de nuestras manos
Lágrimas
astrológicas sobre nuestras miserias
Y
sobre la cabeza del patriarca guardián del frío
El
cielo emblanquece nuestra atmósfera
Entre
las palabras heladas a medio camino
Ahora
que el patriarca se ha dormido
La
nieve se desliza se desliza
se
desliza
Desde
su barba pulida”
La calle, con sus tramos, pasado,
presente y futuro, también: el pasado, o cuanto ya fue, cuanto no hay manera de
retomar, de ahí porqué las memorias son planas, resignadas, esclavas de sus
condenas; el presente, contextualizado, con un ojo atrás, en lo pretérito, y el
otro, entornado, en lo venidero, de ahí que, pensando en uno y en otro, escape,
vuele, en fuga permanente; y el futuro, de incertidumbre, de confusión, el
sufrimiento por cuál la suerte de la ilusión, la tortura del desconocimiento,
de no controlar qué o a cómo seremos. Y mi mirada que sin ver miraba el
presente, ajena a las hechizadas sonrisas de los inquilinos de la esquina, más
arriba, un poco, junto a unos jóvenes que jugaban, no tan arriba donde una
pareja, por el centro de la carrera, osados afrontaban el futuro, el sortilegio
de la pronunciada curva de subida entre una bruma de fantasía, el telón de las
montañas blancas y los árboles del Convento San Francisco en una celebración,
en una bienvenida de una pascua insólita y por ello extraordinaria, allí, en la
acera izquierda, inadvertido, el hombre negro y maledicente me daba la espalda.
Este no me daba miedo, ninguno, muy seguro estaba de mí, de mi reminiscencia, y
confiado en que él también sabía de mi fortaleza, de mi dicha en mi despedida
de la calle y en mi continuo tarareo de la canción de mi infancia; por esto me
daba la espalda, por esto deseaba pasar inadvertido, esta vez incluso temeroso de
que mi efusión lograra desvanecerlo como la nieve lo haría con los primeros
rayos del sol. Y aun así podía equivocarme, o a poco que la realidad volviera a
hostigarme con su rígido sino.
Adiós mi calle, adiós San Francisco
de Asís, tenía que regresar con los niños, pero ahora con una melodía reconocida
y sentida, gracias a ti, la del otro niño que una vez fui en este maravilloso
escenario. La calle de sus farolas de sublimados hierros, de su luminiscencia
ocre, de las ventanas enrejadas, de los portalones de madera, de afables
zaguanes que, desgraciadamente, cada vez son más los cerrados, anulados, de sus
amables vecinos, de tiendas desaparecidas, de las actuales, bares como propias
salas de espera, de mi quiosco con sus lances memorables, juveniles, íntegros,
de los juegos (escondite, botella…), de las casas siempre abiertas, de las
sillas y las conversaciones al frescor de los crepúsculos de verano, de las
noches eternas sin tiempo, la algarabía de la Feria, la solemnidad de Semana
Santa, los “encalíos” de Abril, de la soledad cómplice de la noche de Otoño,
del paseo con las promesas de este solitario… Gracias.
Me marcho con los niños, pero
sabes, calle, que siempre vuelvo. No me importa reconocer mi ambición atrevida
y querida, acariciada en este último párrafo por una bella alusión borgiana.
¿Cuál?: “Yo soy el único espectador de
esta calle, si dejara de verla se moriría” … y yo con ella.
INVIERNO 30. Calle San Francisco de
Asís. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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