Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 18 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 34"

“… “Vamos, niña” y agarré con mayor fuerza su mano. Un momento. La miré con expectación, necesitaba saber de un argumento forzoso, perentorio: “¿Dónde está tu hermana?” “Cierra los ojos”, me respondió.” Allí estaba ella, la otra niña, la joven más hermosa. En mi calle, a lo mejor también la suya, San Francisco de Asís, dónde si no, pero esto me lo planteé mucho después, su afinidad, la pertenencia. El perfecto colofón al invierno, el más sublime ensayo de la primavera. Trascendencia. Y en especial, consciencia. Corría un rumor por el ambiente, como si el deslizamiento de la nieve se hiciera con susurros, con esos secreteos que abren las sorpresas, la magia invisible que forjan los sueños, con escarcha y niebla; como un poema de José Emilio Pacheco:


Al lugar que fue nuestro llega el invierno
y cruzan por el aire las bandadas que emigran.
Después renacerá la primavera,
revivirán las flores que sembraste.
Pero en cambio nosotros
ya nunca más veremos
la casa entre la niebla.


Existía una mescolanza pura, armoniosa, en la imagen, en su agraciada presencia, el color de la noche derramada en sus cabellos, en sus pestañas, los abismos sugerentes de sus ojos en los que siempre se espera que comiencen a titilar de un momento a otro una miríada de estrellas, el calor, la emoción de las pasiones sinceras, en el gorro de lana, en sus labios perfectos, en la curvatura elástica de una sonrisa que siempre será el arcano de la búsqueda, propia, mía, el de su risa serena, generosa, encantadora, el principio y fin de la existencia. Y aquel blanco imperante, caprichoso, difuminado ante una alborada, la de su belleza, como los velos trasparentes que atenúan la inmensidad de la memoria, el dolor de la nostalgia, la dúctil esperanza por lo incierto, e improbable, de este “Paisaje de Invierno”: “Donde el agua se espesa, -Basilio Sánchez- una palabra que se queda en los labios es un hilo de nieve” Luz. Confianza. Y ella. Y con ella su mensaje.


Para ver el universo en una promesa, tan etérea como el temblar de alas de una mariposa, una hoja que cae en otoño, los copos discretos en la noche, y la ilusión de la fe por existir, la joven niña sostenía el mundo mágico de la nevada entre las palmas de sus manos, en una gran bola de nieve en la que había modelado, con amor blanco, la música de mi niñez, con los tres acordes, el último tañido allí mismo, en nuestra calle, cristalizado en el infinito de su sonrisa, la helada reminiscencia de una risa eterna que reunía la vida y su alegría. Vivir la vida en serio.


“Ahora vuelve con ella, –me dijo con grave picardía, juntas posible- regresa con mi hermana. Abre los ojos. ¡Ya! No tienes todo el tiempo. Aquí te espero, os espero. Prometo no fallar con esta bola de nieve en tu cabezota. (Risa). Entiende y regresa con ella. La nieve, la vida espera”


Abrí los ojos. Recordé el mensaje. Siempre. Solo me quedaba confiar, efectuarlo. “Siempre hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja entrar al futuro”. Incluso Graham Greene me daba ánimos. La mano de la niña pequeña, en el calor de la mía. “Vamos”.

INVIERNO 34. Calle San Francisco de Asís. Ella. Barrio San Francisco. Ronda.


© F.J. Calvente.


viernes, 17 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 33"

“La puerta. Y el fin de mi búsqueda. Mi infancia, acaso allí detrás, recuperada.” ¿Qué encontraría tras la puerta? ¿Otra puerta? La niña no responde, ni alude a mis preguntas con gesto elocuente ni indiferente, continúa modelando entre las manos su pequeño muñeco de nieve. Tengo que reconocer que no era una puerta de arco apuntado, ojival, no, si bien la ingeniara así, de medio punto, con dovelas desgastadas; tampoco importaba la diferencia entre una u otra, no entonces, sino la tiniebla gótica que aguardaba con un misterio de milenios, aunque en la espera de lo cotidiano, o de un toque de realismo mágico habitual y del mismo modo desamparado. Sabía lo que me decía. Y la niña callaba. La puerta estaba abierta como para aguardar la sorpresa, pues de hacerlo y al entrar me hallaría con las cien puertas cerradas de Antonio Porchia. Una posibilidad. Un quebranto. Un sigilo para mi voz, para sus “Voces”. Una demora, como las dudas intrínsecas y perdidas en las circunvoluciones del cerebro, oído a la metáfora de Mary Carmen Ben-Mizzián, amiga. La dilación alentada por el miedo de la decisión, de traspasar el vano y no en vano recuperar a mi yo niño. Tal vez. Algo pasaría, indudablemente, ya que la puerta permanecía abierta, caída la madera apolillada, indolente y ebria sobre el marco de piedra. Maeterlinck, puede. La obviedad disimulaba un trazo grosero, descuidado.

“¿Llamar a la puerta serviría de algo? –siguió la niña o suplantó al lacayo del cuento de Carroll, sin escucharme o sin escucharla si yo fuera Alicia-, si tuviéramos la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tu estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes” Pero la niña no dijo nada, ni me miraba, un resoplido impaciente ponía constancia a la circunstancia, solo, un estertor de vaho prorrumpía por las comisuras de sus sonrosados labios, me pareció que el prototipo de muñeco de nieve se estremecía de pánico con aquellas ráfagas de calor inesperadas. Y yo no estaba dentro para tener que llamarla y así me abriera una puerta que no podía estar abierta y menos cerrada; saltados sus goznes, su seguridad, su función esperada, desportillada en la pared, vertical por un piadoso sortilegio de un pasado de esplendor o de una interesante leyenda. “A la muerte pelada no hay puerta cerrada”. Invierno. El sentido.

Pensaba, no acerca de qué iba a encontrarme al trasponer por la puerta, por el arco de la muralla, sino en estos momentos por armarme de valor, decidirme y penetrar aquella vagina telúrica, poner mi semilla madura para que germinara el sueño, mi deseo actual, el niño. Yo. No era esta cavilación ninguna impertinencia, ni mucho menos; pero sí lo eran las que acopiaban estos versos de Luis García Montero que no sé por qué recordé y aludí, a lo mejor como un amuleto contra la maldición de mi infierno:

Cierto tipo de gente
sufre de los inviernos en los ojos,
conoce las heladas
que pasan por debajo de una puerta,
una puerta de alcoba,
allí donde la noche siempre tiene
olor de espera inútil,
y después de la espera se aceptan las mentiras,
y después el silencio

Y pensaba, ahora de manera más sosegada, razonable, experimentada: El sentido de la vida, su dimensión práctica; la capacidad de vivirla, saborearla, curiosearla por todos sus lados, por sus sombras y claridades, de un confín a otro, de la mañana a la noche, de los albores a los crepúsculos, la noche, ilusionarse con ella, descubrirla, innovarla, … Todo lo que se lograba siendo niño, en la niñez, donde no existía, ni por asomo, conceptos, normas o argumentarios para entender el mundo, no, solo la vida se vivía, nada más. Suficiente. Y no era poco. Disfrutar del presente, no había pretérito ni un mañana preocupado. El momento. Nada más. El momento coloreado, apasionado, imaginado, vivificante. El momento o el universo de la infancia, de la primera adolescencia. Nadie nace con esto aprendido, ni nadie lo aprende, ni las muchas morriñas convalidan pedagogías de las que fuesen; sino que sale, o se deja salir de adentro, sin trabas, sin ofuscaciones, libre. A vivir que son dos días y luego que pase lo que tenga que pasar. Nada más.

En esto, la niña alzó la mirada del esbozo de muñeco de nieve a mi abstracción, insuflándome con su tierno retozo un ánimo lleno de confianza, como ese vientecillo que sacudía las ramas cuajadas de escarcha, como unas palabras de Stefan Zweig que se ajustaban a la sensibilidad del contexto: “En algunas ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento puede abrirla”. Entretanto, proseguí en entornar la puerta, para que me fuera más fácil, más amable franquearla.

Al crecer, imperceptiblemente, todo se fue desaprendiendo, desentendiendo de los impulsos reflejos, pasionales, que urdían la existencia; desembarazándose, poco a poco, en ocasiones de manera vertiginosa, de la antigua y sincera capacidad de vivir sin puntales, sin tramoyas ni hilos gobernantes, sustituyéndola por la falsa, y cómoda, creencia de que aquello y cuanto a los demás satisfacía, una entelequia eso de ser feliz, estaba bien para uno y para todos. Y ahí nos perdimos. Entramos, sin posibilidad de cambiar, de salir, en la realidad de lo previsible, de lo convenido y conveniente, en una adaptación sin pretensiones, sin exigirla, sin cuestionarla, con una creencia o ruego incuestionable, ecuménico, dogmático, religioso en suma, de comulgar a diario con el espíritu colectivo, el credo de las rutinas y de ciertas necesidades básicas e irrenunciables. Perdimos la esencia. La vida.

Heme aquí, frente a este vano de arco de medio punto que endemonia la muralla, cogido de la mano de una niña que afirmaba su poder, con su sonrisa, con su mirada bella y profunda, su madurez en la inocencia de las contingencias increíbles, de las posibilidades imposibles. “Sí, ya sé que el paso lo tengo que tomar yo… -me dije y le dije sin voz a ella- Solo yo puedo y debo traspasar la puerta” Sin embargo aquí estoy, ahí me encontraba, ¿indeciso?, no, ¿timorato?, sí. No era fácil, no era agradable, no era indoloro, estar cuestionándome a mí mismo, cuestionando mi vida. “¿Qué era necesario?”, acaso… No, todavía no había llegado el momento de replantear mi futuro inmediato, solo el motivo, determinado, de trasponer la puerta: si de verdad lo quería, no adonde debería ir o marchar o soñar o imaginar en definitiva. El aliento para emprender el trayecto, de inmiscuirme en sus sombras, avanzar, desentrañar, penetrar, adentrarme o verme en un espejo de azogue desvaído por el vaho opaco, sucio, del paso residual de los tiempos, impregnada su bruñida superficie por tantos alientos de voces ajenas a mí, o a mi querencia.

¿Soy feliz? ¿Fui feliz de niño? Por supuesto, era la respuesta inmediata a la segunda interrogación; infelizmente bien, a la primera, o… Sea como fuere, acababa de dar el primer paso para serlo, ser feliz en este universo blanco y extraordinario. Antes, ciertamente, tenía que traspasar la puerta, morir en el hueco, en la cavidad ancestral y materna, para renacer en el niño que disfrutaría de estos mágicos momentos. El símbolo de este excepcional invierno, su taumaturgia inapelable, los versos anteriores de José Hierro, en “Invierno 31”, o algunos de estos:

Sé que el invierno está aquí,
detrás de esa puerta. Sé
que si ahora saliese fuera
lo hallaría todo muerto,
luchando por renacer.
Sé que si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
Pero estoy aquí. Me muevo,
vivo.

“Vamos, niña” y agarré con mayor fuerza su mano. Un momento. La miré con expectación, necesitaba saber de un argumento forzoso, perentorio: “¿Dónde está tu hermana?” “Cierra los ojos”, me respondió.

INVIERNO 33. Tercera puerta de Las Murallas. Calle Polvero. Barrio San Francisco. Ronda.


© F.J. Calvente.



jueves, 16 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 32"

“Subí por la calle, con la esperanza puesta en encontrar a las niñas y, con sus sonrisas, sentirme vivo, aunque sea en esta excepcional nevada, me era suficiente, y sobre todo ser consciente de ello.” Desde la acera, resbaladiza, azulada, escudriñé el jardín segundo, asilado al socaire de un deslucido lienzo de El Castillo. El golpe de una ventana, arriba, por un viento huraño que recorría los desolados pasillos del colegio salesiano, o un fantasma prisionero, violento, desesperado por no participar, como la Muerte, de la extraordinaria nevada. Cristales rotos. Astillas de madera carcomida. No había nadie en el vergel. Decepcionado. El chirrido de las ruedas de un coche al tomar veloz, imprudente, la curva. Las roderas otra vez congeladas. El conductor llevaba un gorro rojo con unas orejas de reno, el susto pintado en su rostro. Al devolver mi atención a la umbría vi en el lecho de nieve la sucesión de unas pisadas, superficiales, menudas, que desaparecían tras un arbusto. Asombro. La iglesia del Espíritu Santo pareció guiñarme con su óculo, único, cíclope renacentista de una mitología obscura, en una complicidad alentadora con el instante, con el elemento intuido. Las niñas no estaban. Alguien se ocultaba tras las matas salpicadas de hilos escarchados. Recordé al hombre de negro, maledicente y avizor, allí y allí, en la escalinata de la Muralla, en la acera; pero no ahí. Acompasado el pálpito de mi corazón. Temple en mi interior. Él no estaba, seguro. La intuición me decía que una niña, quién si no, extraño porque las pisadas evidenciaban solo una, la más pequeña. Quizás la mayor era la que jugaba metros más abajo, junto a su madre, con la amiga, Luisa, en el otro jardín donde la Muerte olvidaba su escrutinio terminal para participar del recreo de nieves y curiosidades.

Quizás podía llamarla. No. Quizás podía lanzar al matojo, una, o dos bolas de nieve, y esperar a que la niña saliera, u otra respuesta en forma de proyectil de sino inverso. No. Quizás podía deshacer la distancia que me separaba de ella, tras el arbolillo, y descubrirla; quizás arremeciendo sus frágiles ramas, con las manos, no con una patada, para que la nieve cayera sobre la niña y saltara de su escondrijo con esa incomodidad amable de la nieve acariciando, quemando, su piel interior. No. Tenía la música. Tararearía la melodía de mi infancia, con la seguridad de que la pequeña la reconocería y me acompañaría con un entono mejor que el mío y puesto que a ella pertenecía hoy.

Canturreaba. Tenía la música, sin letras que pongo ahora, armonía tejida con tres acordes, tres, que iría incrementando en intensidad, en cadencia, a medida que la chiquilla se demorara en su escondite desde el que me miraba e incluso se sonreía. Tres armónicos que irían creciendo, y extendiéndose, formando parte o sustanciándose con la densidad gélida del ambiente, del aire que olía a agua clorada; dispersándose con criterio y con esa sutilidad de los copos de nieve que sigilosos cayeron del cielo. Una llamada a la niña, ciertamente. No obstante, pensaba, que no porque en su compás yaciera la capacidad, la voluntad de apaciguar, de dirimir en su medida, de poner en fuga a los espectros de la monotonía, iba a renunciar a su importancia, a su necesidad, de trenzar, de tupir mis vacíos, con confidencia, con secreto, y con ese colorido compuesto por un arco iris de amor blanco, sin dejar un nimio resquicio a la duda, o al temor. Notas que no eran evocaciones fugaces para circunstancias concretas o codiciadas, las que no tenían otra funcionalidad que aportar una entereza permanente, dispuesta, vital por sus mimbres alegres o tiernos, sensible por lo intrincado de su textura, para recordar sin que todo fuera un recuerdo, de superficies que ocultan abismales lagunas de lágrimas por ojos ciegos, arquetipos, de percepciones ocultas en las palabras, torcidas y en las más diáfanas, incluso en estas, de la suerte de la meditación en las encrucijadas, cara o cruz, a cuanto hace de la simplicidad la más compleja cuestión, de las preguntas serenas que socavan las certezas y muestran la fragilidad, la fugacidad, lo provisional o un margen de espontaneidad… de lo que subyace bajo la nieve, el verde de una esperanza de primavera… Todo, en definitiva, que guardaría secreta relación, conexión, oídos, con el ser que encerramos en nuestro interior, callado por la sociedad, ciego por vendas cada vez más tupidas, silente por mordazas hirientes, y quien, en todo momento, por estos acordes, declamaba cuánto nos echaba de menos.

Es increíble: pero todo esto
que hoy es tierra dormida bajo el frío,
será mañana, bajo el viento,
trigo.

Tarareaba la canción de mi niñez, y en el pensamiento, o en su cola, este "En el invierno" de Ángel González, como un hilo argumental a mi propio y anterior pensamiento. Entonces, muy despacio, asomó un rulo blanco de lana con una franja rosa y luego todo el gorro de detrás de las ramas escarchadas. El nacimiento de una cascada de pelos negros tajada en la frente. La carita redonda, sonriente, confiada, esperaba que curiosa, pero no, de labios sonrosados, definidos, entreabiertos a la misma melodía que ahora nos hacía encubridores de un misterio, nariz pizpireta, y unos ojos, grandes y hermosos, que traveseaban con luz clara todos los abismos y las alturas inaccesibles. Un chaquetón rosa, o de un rojo atenuado, será la confusión por la blancura imperante. Una pierna, vestida con un legin negro. Zapatos de deporte. Guantes. Una palabra a la que vi llegar, serpentina, hasta mí y decirme: “¡Ven!”

Y fui. Cogí su mano. “¿Dónde vamos?”, dije a la pequeña que sonrió y, con mohín misterioso, pícaro, respondió con la musicalidad de uno de los tres acordes: “Dónde tenemos que ir”, para añadir: “Al principio”. Bajamos de nuevo por calle Imágenes, o Armiñán, o por la curva rebanada por las dos paralelas de las rodadas de la marcha de los coches. Ecos festivos en la Alameda. Continuaban. Armonizaban la nevisca, su manto recreativo, y admirativo. Niños y mayores. Susurro transitando los árboles. Bisbiseos de los traviesos jóvenes rondando el murallón y arrojando bolas de nieve a cualquier cosa moviente. Continuación del susurro en el permanente discurrir del agua del pilar. Ondas suaves bogaban en su superficie. Vibraciones o señales de aleteos invisibles. Niña y yo.

Donde el agua se espesa, una palabra
que se queda en los labios es un hilo de nieve.

Donde la voz se pierde está el secreto
de las manos del frío,
de todas las pequeñas hojas cristalizadas.

Una estrella oscilante se detiene
para la intimidad de la vigilia.
La calle está mojada, el paseante
va pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,
bajo la indiferencia de una noche
que ahora mismo se ordena
sobre las previsiones de sus lámparas.

Como un faro en lo alto,
la luz en la ventana de una mujer que duerme
ilumina los ojos
de otra mujer que, al borde de la cama,
permanece despierta mientras crece
la sombra de sus manos,
su invisible soledad de otro mundo.

La herida del invierno te ha llevado a creer.

Para entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.”

Seguíamos las roderas en el asfalto, como marionetas que tiraban de sus hilos para desentrañar a dios o a quién o qué las gobernaba. Puerta de Carlos V. Puerta de Almocábar. Puertas, augurio de la que vendría con su recóndito marchamo. Una cruz luminosa verde con orlas de rojo jadeante, en la esquina filosa, puntera, enfática, como un mecanismo de defensa de la orografía urbana y con la que evitar su ambición solapada. La farmacia, abierta. Al otro lado, cobijos ajardinados en el murallón, esponjoso y grueso su colchón níveo. Calle Polvero. Dejé a Basilio Sánchez, a sus reconfortantes versos.

“¿Aquí otra vez?”, pregunté con mueca de hastío, de decepción, también. “No terminaste antes”, la respuesta de la cría, enigmática, que logró esfumar sin huella las anteriores sensaciones. Proseguí con mi andar cansino, receloso, tal vez de pasos más raudos, como si de modo inconsciente dirimiera una situación para la que no tenía ninguna explicación. El pub, cerrado, a la derecha. Imposibilitado mi avance por el incisivo cierre del panel de lanzas de hierro que a lo mejor en ese instante hendían con mayor saña un cielo cano, con esos elementos indulgentes o en un descargo de rutilante colorido de los frutos milagrosos, incandescentes, en el árbol de la otra terraza de otro pub saldado. Un poco antes de llegar me detuve, porque, en la sordina ambiental, no percibía el crepitar de la nieve por los menudos pasos de la pequeña. Miré atrás. Sobrecogedores los árboles de negra madera, fantasmagóricos y amenazadores, como ramificados puntales, quebradizos, de la nevada y de un firmamento pesado, cercano. La majestuosa línea del lienzo de la muralla, matizada de un fresco ocre luminoso, abrupta en las circunvalaciones de sus torreones.

La niña me miraba, quieta, con una bola de nieve en la mano, o el embrión de un nuevo y simpático muñeco de nieve, como ese otro, enorme, de sonrisa adoptada en su boca por la curva de un churro, apoyado en la pared, y tal vez, o además, en su papel de afectado centinela de la puerta de arco apuntado, accesible con esotérica imaginería, o al menos esto apuntaba la chiquilla en un alarde inextricable de conocimiento oculto. Esta me tendió la bola de nieve, generosa, o el homúnculo de hielo, y estalló en una espontánea carcajada que atravesó mi interior con una querencia, afinidad y belleza insuperables. La risa. Una de las premisas fundamentales de mi búsqueda del niño que una vez fui. Y aún no había finalizado de armar esta reflexión cuando la cría sacudió con señal afirmativa su cabeza, arriba y abajo, corroborando el aserto.

“¿Sabes dónde está mi niñez?”, y recibí otro nuevo gesto de asentimiento, otro cabeceo del gorro de lana, extendiendo su bracito, su dedo anular recto y señalando la puerta franca en el murallón. “Allí”, confirmó. Me extrañé, por supuesto. “¿Dónde si no?”, reconoció con el deje anterior y disimulado. “Tengo miedo”, puse voz a un estremecimiento. “Tienes que morir ahora, hombre, para volver a nacer niño”, dirimió mi escalofrío con una seguridad sin paliativos. Miré el arco, la desvencijada puerta apoyada en el batiente pétreo, el camino que conducía a esta, el muñeco de nieve, su extravagante sonrisa, la niña que daba forma al coágulo de nieve, incluso este se me parecía.

La puerta. Y el fin de mi búsqueda. Mi infancia, acaso allí detrás, recuperada.

INVIERNO 32. Las Murallas. Calle Polvero. Barrio San Francisco. Ronda.



© F.J. Calvente.


miércoles, 15 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 31"

“Me marcho con los niños, pero sabes, calle, que siempre vuelvo. No me importa reconocer mi ambición atrevida y querida, acariciada en este último párrafo por una bella alusión borgiana. ¿Cuál?: “Yo soy el único espectador de esta calle, si dejara de verla se moriría” … y yo con ella”.

Memento Mori.

Crucé la calle. Crucé Ruedo Alameda. Crucé todos y cada uno de sus confortantes mensajes que como barcos de papel se alejaban por aquel océano de nieve derretida. La Alameda me recibió y me dejó marchar entre festivas algarabías de niños y mayores; también entre los silencios de ese, este, o aquel otro, y otro, y otro… de los muñecos de nieve, inhiestos, rechonchos, ufanos, y los que, con mayor o menor definición, y quietos, asemejaban unas desordenadas balizas que no indicaban dirección ni norma ni ordenamiento ni nada que no fuera su argumento de ídolos, iconos, únicos, espejos mágicos en los que asomarnos y reírnos según el azogue de nuestras pintorescas imperfecciones. Aquí y allá, tiernas escenas, por mano, o mejor con fuerte zapatazo de alguien, con una dosis inagotable de travesura, en uno de los troncos menudos de los más menudos árboles, lo cual provocaba la pequeña, fugaz, circunscrita a su verticalidad y no por ello menos bella nevada, o nimio alud ingrávido, como una precipitación de sutiles algodones, un velo tan liviano en el que la realidad se desleía, o entreveía la admiración por cierta metafísica sorprendente y descubierta, para caer encima de unos sorprendidos, o incluso de presentes fingidos de sorpresa, que cerraban los ojos, encorvaban los hombros, y abrían el espíritu ante la etérea y desprendida quimera de las ramas oscuras y fantasmagóricas; las personas que recibían esta apostilla de la gran nevisca, huían por el frío, solo, por ese granizo que se introducía adentro, muy adentro, por los más impenetrables e impensables vericuetos, provocando estremecimientos de una incomodidad amable. Seguí. Un obligado y escorado saludo a San Francisco de Asís, con su sayo desteñido con el mismo verdín que nacía en las hendeduras del enlosado de las calles por las que no llegaba el sol, ni rastros de pasos o ruedas, vestido o desvestido por fragmentos de unas sábanas como si de un senador romano se tratase. Crucé la Alameda. Ahí calle Imágenes, y Armiñán. En el colofón, quién sabe, de estos relatos en los reversos de unas postales de invierno, de los versos de una búsqueda en torno a unas niñas que divinas, atemporales, jugaban en uno de los jardines de más arriba, uno de los espacios que abrían su generosidad al sinuoso asfalto. Las Murallas. Veía el primer jardín, abierto, de rampa descendente como una huida de la orilla derecha de la calle hacia el césped helado, cerrado por el lienzo pétreo que administraba en un eco casi metálico unas risas, unas exclamaciones y, para mí, un grave presentimiento.

Justo en mi primer paso que iniciaba la tortuosa cuesta de Las Imágenes, resbalaba en el hielo, un estremecimiento que no era a causa del frío, de otro frío psíquico, me advertía del acontecimiento sobrenatural; aquel que, aunque invisible a mis sentidos, captó la cámara fotográfica y mi mirada alerta, emocional o espiritual, prodigio alumbrado para certificar la metáfora de este invierno, de todos los inviernos. El arquetipo. Carmen Naranjo, ¿quién?, literata costarricense, compareció para susurrarme, entre el fluir del agua lustral del pilar anexionado a la muralla, el testimonio que se apartaría de la normalidad y aun cuando hoy nada era normal, sino extraordinario:

Hay algo de mi sombra en tu sombra, hay algo de mi sueño en tu sueño, hay algo de mi frío en tu invierno.

De igual modo, por algún extraño sortilegio que concertaba espíritu y razón, éste, mi intelecto, pareció empeñado en perseguir los dictados de una voluntad ajena a mí y que se imponía en la busca de las niñas, en insólitas diatribas en torno a la identificación del invierno con la muerte. ¿Por qué ahora esta comparación? ¿La Muerte? Instantes para la revelación. Entre tanto, prosigo con el tétrico pensamiento en tan hermoso panorama blanco, agarré las últimas notas de aquella, y mía, “Partitura para este final de Otoño”, (https://fjcalv.blogspot.com.es/2016/12/partitura-para-este-final-del-otono-x-y.html), para identificar, o tal vez justificar esta saga de “Invierno”, con su propio solsticio, (tanto que la última parte, “X”, acaparó la víspera del mismo, 21 de diciembre); y en el intento, reitero, de significar la vida de estas postales invernales, mi vida en definitiva, con los ciclos de la naturaleza y a los cuales acomodarme para ser yo en armonía con el universo. O eso pretendía. Acaso solsticios y equinoccios, o esas otras balizas fidedignas del año solar o hitos de conmemoración del viaje del sol por el firmamento, por mi alma, por mis demarcaciones estacionales, abarcaban la suprema expresión de la existencia en sus ciclos de nacimiento, crecimiento, madurez y muerte. Otro escalofrío: ¿Por qué, si no personificaba el fin, la nada, o una ingenua creencia? La muerte, sí, en pauta de la regeneración del mundo.

La Muerte.

Recuerda que la palabra solsticio deviene del latín “sol” y “sistere”, me decía con cierta tiesura para desdoblar al miedo de su poder, “quedarse quieto”; según el instante mágico en el que el Sol llega a su punto álgido en el cielo para detenerse, como si al llegar al fin del camino para y muere, y luego resucitar desandando sus pasos. De ahí, pues, el simbolismo de la muerte y renacimiento del solsticio de invierno. No detuve mi caminar, mis tardos pasos, por una ingenua presunción de que si paraba acontecería mi “memento mori”, (“recuerda que morirás”), y este que, por otro lado, tenía que acontecer para, una vez conocida la música de mi niñez, el afán de mi búsqueda fantástica, morir en mi ser adulto para renacer en el niño curioso que una vez fui. No, no era este culminante momento la afirmación de un oscuro y maledicente hombre contra mi voluntad de trascender los prejuicios y entregarme sin frenos ni reparos al absoluto solaz de la nevada. No, en todo caso, y separado de sus tinieblas, una conmemoración de la luz negra como fundamento de la vida. La luz que germinaba la semilla del espíritu sepultada entre hielos y temores, rutinas y escarchas, para florecer en una primavera que ya ensayaba con firmeza y disposición su aparición, alcanzando su ostentación lumínica en el otro solsticio, de verano. No, esa luz, ni la que no se veía en su sombra, era la del hombre de negro, acechante y adverso, no, sino la de este invierno en su sublimidad de nieves y recreos; la que, en un remedo de Albert Camus, iluminaba, y recreaba, mi exploración retrospectiva de la infancia por esta estación, dentro de mí, donde las risas de las niñas en el jardín encarnaban al verano invencible y el fuego palpitante de mi corazón.

Por si acaso, insistía en no pararme, y ya reparaba en unas mujeres jugando, henchidas de gorros y abrigos, tirándose bolas de nieve en el jardín primero. Y yo, en mi demora trágica, todavía sin interpretar mi exigencia de ser el héroe en esa desacostumbrada nevada cósmica; aún me mantenía parapetado en los crepúsculos de las decepciones y no por afrontar los albores de un sol, yo mismo, que tenía que atravesar, con decisión y confianza, su ciclo solar, vital, por el universo. Pronto había olvidado los mensajes de los niños durante la indagación de los tres acordes de la melodía de mi niñez por las calles de mis entrañas, los barcos de papel de las promesas náufragas, aquel quietismo de los niños en el horizonte nevado, los paradigmas aflorados de mi necesidad, los mismos que los del invierno: recogimiento, reflexión, esperas, ahorro de energías, de ilusiones, para el renacimiento, pasiones. La imagen de los niños modelando con sus manos las bolas de nieve, los muñecos más arquetípicos, esperando mi decisión; como alquimistas que recogían la escarcha de invierno para ocultarlas entre sus manos, en las moradas interiores, en una forma de maduración de la piedra filosofal en ese primer estadio denominado “nigredo”, la añoranza de la tierra negra, parturienta, fértil, creadora. No más tardanzas. Era el momento. El Momento para transformar el plomo en oro. Y entonces vi a la Muerte, como si Ésta atravesara una puerta invisible estrenada en el fondo de bloques de la muralla.

Luisa arrojaba, en brazadas, nieve a las dos Inés, madre e hija, de espaldas, en esa actitud de fingida sorpresa, de incomodidad amable. De improviso, las bolas o mazacotes de nieve que lanzaba Luisa se deshacían a medio camino en la distancia que la separaba de las otras dos mujeres, como si chocaran y explosionaran contra un muro invisible, contra otro jugador intangible, pero cierto, dejando una cortina delicada y nimbada de una miríada de cristales de hielo. Extraño. Otro escalofrío. Y otro. Reconocí el retorno del ramalazo de un miedo existencial que pareció, como uno de esos copos desprendidos de los menudos árboles por un patadón en sus troncos, entraba dentro de mí por la nuca, con frío y resquemor, dejando su impronta indeleble en mi piel, espelucada, en mi sentido, pávido. Estremecimientos. Las jóvenes se mostraban intrusas al fenómeno, no reparaban, no atendían, como si no fueran conscientes de aquella desenvoltura curiosa, fantasmal, paranormal. Entonces hice la foto. Entonces cerré los ojos y miré de aquella manera sin ver. Entonces vi a la Muerte. El esqueleto como un ave zancuda y siniestra, con una de sus endebles piernas de piel momificada recta y la otra flexionada por su corva, de pequeña cabeza de luna y de rasgos inciertos, marfileña, en un movimiento articulado y escorado de destrucción y renovación, con encaro, sin malevolencia, hacia Luisa y tras su tenue alud suspendido de nieve, tal si se hubiese desprendido de su nimbada aura de frágil escarcha que quedó ingrávida; había un matiz alegre, festivo, en la planta de la Parca, como si se gustara en esa dimensión solaz, de jugar con la nieve, abandonando cualquier lúgubre composición, o humor, o característica, o prototipo, por el divertimento, sincero, por ser más regeneración que su propio término a todo; incluso su blanca mortaja, la que supongo caía en ejemplo de holgura y flaccidez por sus huesos, sospecho que por los movimientos propios del juego, ondulaba en inercias imposibles, fluctuante en el aire frío y denso, creando formas atenuantes, y encantadoras, como la de unas alas de libertad, de esperanza, como una falda liviana estremecida por el viento, sin pudor al miedo, a la oscuridad, al freno.

La Muerte que vivía, la Muerte que enunciaba la Vida.

Aún con los ojos cerrados, para ver el espectáculo sobrenatural, recitaba con voz queda, como uno de esos susurros que tañían las ramas de los pinos en el otro margen de la calle, un poema de José Hierro, “Fe de vida”, quizás para abarcar un sueño de alegría por la muerte de mi destino:

 “Sé que el invierno está aquí,
 detrás de esa puerta. Sé
 que si ahora saliese fuera
 lo hallaría todo muerto,
 luchando por renacer.
 Sé que si busco una rama
 no la encontraré.
 Sé que si busco una mano
 que me salve del olvido
 no la encontraré.
 Sé que si busco al que fui
 no lo encontraré.

 Pero estoy aquí. Me muevo,
 vivo. Me llamo José
 Hierro. Alegría. (Alegría
 que está caída a mis pies.)
 Nada en orden. Todo roto,
 a punto de ya no ser.

 Pero toco la alegría,
 porque aunque todo esté muerto
 yo aún estoy vivo y lo sé.

Abrí los ojos, pero no quise concentrar mi mirada en la escena que se desarrollaba en el jardín primero, sino en el otro de más arriba, donde estarían las niñas y un encuentro con sus risas. Sin embargo, esta indiferencia no significaba que, a través del poema anterior, redundara en este otro mensaje que había quedado prendido en mi interior, a fuego y a través de un portento sobrehumano, como uno de esos barcos de papel atracados en una dársena nívea y segura. Un mensaje de dolor, de miedo, también de alegría, de afirmación de vida. De hecho, ambos estaban estrechamente unidos, ensamblados, la conciencia de que la plenitud de la existencia se adquiere con sufrimiento. Y para que algo renazca tiene que morir primero; dejar libre nuestro corazón a lo nuevo significa despejarlo de lo de atrás, de lo antiguo, de lo innecesario, de esos prejuicios y limitaciones que impiden la espontaneidad del espíritu, de la conciencia, la singularidad del deseo, la individualidad, o de ir tras la consecución de un sueño. Entendí que esta visión espectral, o mejor sobrenatural, imprimía ahora, en esta postal, en estas letras de su reverso, la certeza de la muerte en el destino de cualesquiera existencia o creencia, hasta la de mi búsqueda por este invierno. No era solo, o tal vez infundía algo más allá de la conciencia efímera, de la inevitable fugacidad del hombre, de la mujer, del ser humano, en sus expectativas y funcionalidades, por la muerte personificada en el invierno, nuestro invierno ineludible, la última estación, el fin del viaje,… sino la posibilidad del renacimiento, de renovarse a voluntad, del poder de hacer de cada instante, de cada momento, una oportunidad, una alegría de vivir, de disfrutar la vida, de sentirla y entenderla; y de luchar por ello, del triunfo tras un recorrido singular una vez llegados al apeadero, el decisivo, al final de este estar aquí y, posiblemente, en la inminencia de la disolución definitiva en el Universo.

Subí por la calle, con la esperanza puesta en encontrar a las niñas y, con sus sonrisas, sentirme vivo, aunque sea en esta excepcional nevada, me era suficiente, y sobre todo ser consciente de ello.
INVIERNO 31. Jardines de Las Murallas. Armiñán-Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.

© F.J. Calvente.