“Me marcho con los niños, pero
sabes, calle, que siempre vuelvo. No me importa reconocer mi ambición atrevida
y querida, acariciada en este último párrafo por una bella alusión borgiana.
¿Cuál?: “Yo soy el único espectador de
esta calle, si dejara de verla se moriría” … y yo con ella”.
Memento Mori.
Crucé la calle. Crucé Ruedo
Alameda. Crucé todos y cada uno de sus confortantes mensajes que como barcos de
papel se alejaban por aquel océano de nieve derretida. La Alameda me recibió y
me dejó marchar entre festivas algarabías de niños y mayores; también entre los
silencios de ese, este, o aquel otro, y otro, y otro… de los muñecos de nieve,
inhiestos, rechonchos, ufanos, y los que, con mayor o menor definición, y quietos,
asemejaban unas desordenadas balizas que no indicaban dirección ni norma ni ordenamiento
ni nada que no fuera su argumento de ídolos, iconos, únicos, espejos mágicos en
los que asomarnos y reírnos según el azogue de nuestras pintorescas imperfecciones.
Aquí y allá, tiernas escenas, por mano, o mejor con fuerte zapatazo de alguien,
con una dosis inagotable de travesura, en uno de los troncos menudos de los más
menudos árboles, lo cual provocaba la pequeña, fugaz, circunscrita a su
verticalidad y no por ello menos bella nevada, o nimio alud ingrávido, como una
precipitación de sutiles algodones, un velo tan liviano en el que la realidad
se desleía, o entreveía la admiración por cierta metafísica sorprendente y
descubierta, para caer encima de unos sorprendidos, o incluso de presentes fingidos
de sorpresa, que cerraban los ojos, encorvaban los hombros, y abrían el
espíritu ante la etérea y desprendida quimera de las ramas oscuras y
fantasmagóricas; las personas que recibían esta apostilla de la gran nevisca,
huían por el frío, solo, por ese granizo que se introducía adentro, muy
adentro, por los más impenetrables e impensables vericuetos, provocando
estremecimientos de una incomodidad amable. Seguí. Un obligado y escorado
saludo a San Francisco de Asís, con su sayo desteñido con el mismo verdín que nacía
en las hendeduras del enlosado de las calles por las que no llegaba el sol, ni
rastros de pasos o ruedas, vestido o desvestido por fragmentos de unas sábanas
como si de un senador romano se tratase. Crucé la Alameda. Ahí calle Imágenes,
y Armiñán. En el colofón, quién sabe, de estos relatos en los reversos de unas
postales de invierno, de los versos de una búsqueda en torno a unas niñas que divinas,
atemporales, jugaban en uno de los jardines de más arriba, uno de los espacios
que abrían su generosidad al sinuoso asfalto. Las Murallas. Veía el primer
jardín, abierto, de rampa descendente como una huida de la orilla derecha de la
calle hacia el césped helado, cerrado por el lienzo pétreo que administraba en
un eco casi metálico unas risas, unas exclamaciones y, para mí, un grave
presentimiento.
Justo en mi primer paso que
iniciaba la tortuosa cuesta de Las Imágenes, resbalaba en el hielo, un
estremecimiento que no era a causa del frío, de otro frío psíquico, me advertía
del acontecimiento sobrenatural; aquel que, aunque invisible a mis sentidos,
captó la cámara fotográfica y mi mirada alerta, emocional o espiritual, prodigio
alumbrado para certificar la metáfora de este invierno, de todos los inviernos.
El arquetipo. Carmen Naranjo, ¿quién?, literata costarricense, compareció para
susurrarme, entre el fluir del agua lustral del pilar anexionado a la muralla,
el testimonio que se apartaría de la normalidad y aun cuando hoy nada era
normal, sino extraordinario:
“Hay algo de mi sombra en tu sombra, hay algo de mi sueño en tu sueño,
hay algo de mi frío en tu invierno.”
De igual modo, por algún extraño
sortilegio que concertaba espíritu y razón, éste, mi intelecto, pareció
empeñado en perseguir los dictados de una voluntad ajena a mí y que se imponía
en la busca de las niñas, en insólitas diatribas en torno a la identificación
del invierno con la muerte. ¿Por qué ahora esta comparación? ¿La Muerte?
Instantes para la revelación. Entre tanto, prosigo con el tétrico pensamiento
en tan hermoso panorama blanco, agarré las últimas notas de aquella, y mía, “Partitura
para este final de Otoño”, (https://fjcalv.blogspot.com.es/2016/12/partitura-para-este-final-del-otono-x-y.html), para
identificar, o tal vez justificar esta saga de “Invierno”, con su propio
solsticio, (tanto que la última parte, “X”, acaparó la víspera del mismo, 21 de
diciembre); y en el intento, reitero, de significar la vida de estas postales
invernales, mi vida en definitiva, con los ciclos de la naturaleza y a los
cuales acomodarme para ser yo en armonía con el universo. O eso pretendía. Acaso
solsticios y equinoccios, o esas otras balizas fidedignas del año solar o hitos
de conmemoración del viaje del sol por el firmamento, por mi alma, por mis
demarcaciones estacionales, abarcaban la suprema expresión de la existencia en
sus ciclos de nacimiento, crecimiento, madurez y muerte. Otro escalofrío: ¿Por
qué, si no personificaba el fin, la nada, o una ingenua creencia? La muerte,
sí, en pauta de la regeneración del mundo.
La Muerte.
Recuerda que la palabra solsticio
deviene del latín “sol” y “sistere”, me decía con cierta tiesura para desdoblar
al miedo de su poder, “quedarse quieto”; según el instante mágico en el que el
Sol llega a su punto álgido en el cielo para detenerse, como si al llegar al
fin del camino para y muere, y luego resucitar desandando sus pasos. De ahí,
pues, el simbolismo de la muerte y renacimiento del solsticio de invierno. No
detuve mi caminar, mis tardos pasos, por una ingenua presunción de que si
paraba acontecería mi “memento mori”, (“recuerda que morirás”), y este que, por
otro lado, tenía que acontecer para, una vez conocida la música de mi niñez, el
afán de mi búsqueda fantástica, morir en mi ser adulto para renacer en el niño
curioso que una vez fui. No, no era este culminante momento la afirmación de un
oscuro y maledicente hombre contra mi voluntad de trascender los prejuicios y
entregarme sin frenos ni reparos al absoluto solaz de la nevada. No, en todo
caso, y separado de sus tinieblas, una conmemoración de la luz negra como
fundamento de la vida. La luz que germinaba la semilla del espíritu sepultada
entre hielos y temores, rutinas y escarchas, para florecer en una primavera que
ya ensayaba con firmeza y disposición su aparición, alcanzando su ostentación lumínica
en el otro solsticio, de verano. No, esa luz, ni la que no se veía en su
sombra, era la del hombre de negro, acechante y adverso, no, sino la de este
invierno en su sublimidad de nieves y recreos; la que, en un remedo de Albert
Camus, iluminaba, y recreaba, mi exploración retrospectiva de la infancia por
esta estación, dentro de mí, donde las risas de las niñas en el jardín
encarnaban al verano invencible y el fuego palpitante de mi corazón.
Por si acaso, insistía en no
pararme, y ya reparaba en unas mujeres jugando, henchidas de gorros y abrigos, tirándose
bolas de nieve en el jardín primero. Y yo, en mi demora trágica, todavía sin
interpretar mi exigencia de ser el héroe en esa desacostumbrada nevada cósmica;
aún me mantenía parapetado en los crepúsculos de las decepciones y no por
afrontar los albores de un sol, yo mismo, que tenía que atravesar, con decisión
y confianza, su ciclo solar, vital, por el universo. Pronto había olvidado los
mensajes de los niños durante la indagación de los tres acordes de la melodía
de mi niñez por las calles de mis entrañas, los barcos de papel de las promesas
náufragas, aquel quietismo de los niños en el horizonte nevado, los paradigmas
aflorados de mi necesidad, los mismos que los del invierno: recogimiento,
reflexión, esperas, ahorro de energías, de ilusiones, para el renacimiento,
pasiones. La imagen de los niños modelando con sus manos las bolas de nieve,
los muñecos más arquetípicos, esperando mi decisión; como alquimistas que
recogían la escarcha de invierno para ocultarlas entre sus manos, en las
moradas interiores, en una forma de maduración de la piedra filosofal en ese
primer estadio denominado “nigredo”, la añoranza de la tierra negra, parturienta,
fértil, creadora. No más tardanzas. Era el momento. El Momento para transformar
el plomo en oro. Y entonces vi a la Muerte, como si Ésta atravesara una puerta
invisible estrenada en el fondo de bloques de la muralla.
Luisa arrojaba, en brazadas, nieve
a las dos Inés, madre e hija, de espaldas, en esa actitud de fingida sorpresa,
de incomodidad amable. De improviso, las bolas o mazacotes de nieve que lanzaba
Luisa se deshacían a medio camino en la distancia que la separaba de las otras
dos mujeres, como si chocaran y explosionaran contra un muro invisible, contra
otro jugador intangible, pero cierto, dejando una cortina delicada y nimbada de
una miríada de cristales de hielo. Extraño. Otro escalofrío. Y otro. Reconocí
el retorno del ramalazo de un miedo existencial que pareció, como uno de esos
copos desprendidos de los menudos árboles por un patadón en sus troncos,
entraba dentro de mí por la nuca, con frío y resquemor, dejando su impronta indeleble
en mi piel, espelucada, en mi sentido, pávido. Estremecimientos. Las jóvenes se
mostraban intrusas al fenómeno, no reparaban, no atendían, como si no fueran
conscientes de aquella desenvoltura curiosa, fantasmal, paranormal. Entonces
hice la foto. Entonces cerré los ojos y miré de aquella manera sin ver. Entonces
vi a la Muerte. El esqueleto como un ave zancuda y siniestra, con una de sus
endebles piernas de piel momificada recta y la otra flexionada por su corva, de
pequeña cabeza de luna y de rasgos inciertos, marfileña, en un movimiento articulado
y escorado de destrucción y renovación, con encaro, sin malevolencia, hacia
Luisa y tras su tenue alud suspendido de nieve, tal si se hubiese desprendido
de su nimbada aura de frágil escarcha que quedó ingrávida; había un matiz
alegre, festivo, en la planta de la Parca, como si se gustara en esa dimensión
solaz, de jugar con la nieve, abandonando cualquier lúgubre composición, o
humor, o característica, o prototipo, por el divertimento, sincero, por ser más
regeneración que su propio término a todo; incluso su blanca mortaja, la que
supongo caía en ejemplo de holgura y flaccidez por sus huesos, sospecho que por
los movimientos propios del juego, ondulaba en inercias imposibles, fluctuante en
el aire frío y denso, creando formas atenuantes, y encantadoras, como la de
unas alas de libertad, de esperanza, como una falda liviana estremecida por el
viento, sin pudor al miedo, a la oscuridad, al freno.
La Muerte que vivía, la Muerte que enunciaba
la Vida.
Aún con los ojos cerrados, para ver
el espectáculo sobrenatural, recitaba con voz queda, como uno de esos susurros
que tañían las ramas de los pinos en el otro margen de la calle, un poema de
José Hierro, “Fe de vida”, quizás para abarcar un sueño de alegría por la
muerte de mi destino:
“Sé que
el invierno está aquí,
detrás de esa puerta. Sé
que si ahora saliese fuera
lo hallaría todo muerto,
luchando por renacer.
Sé que si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
Pero estoy aquí. Me muevo,
vivo. Me llamo José
Hierro. Alegría. (Alegría
que está caída a mis pies.)
Nada en orden. Todo roto,
a punto de ya no ser.
Pero toco la alegría,
porque aunque todo esté muerto
yo aún estoy vivo y lo sé.”
Abrí los ojos, pero no quise
concentrar mi mirada en la escena que se desarrollaba en el jardín primero,
sino en el otro de más arriba, donde estarían las niñas y un encuentro con sus
risas. Sin embargo, esta indiferencia no significaba que, a través del poema
anterior, redundara en este otro mensaje que había quedado prendido en mi
interior, a fuego y a través de un portento sobrehumano, como uno de esos
barcos de papel atracados en una dársena nívea y segura. Un mensaje de dolor,
de miedo, también de alegría, de afirmación de vida. De hecho, ambos estaban
estrechamente unidos, ensamblados, la conciencia de que la plenitud de la
existencia se adquiere con sufrimiento. Y para que algo renazca tiene que morir
primero; dejar libre nuestro corazón a lo nuevo significa despejarlo de lo de
atrás, de lo antiguo, de lo innecesario, de esos prejuicios y limitaciones que
impiden la espontaneidad del espíritu, de la conciencia, la singularidad del
deseo, la individualidad, o de ir tras la consecución de un sueño. Entendí que
esta visión espectral, o mejor sobrenatural, imprimía ahora, en esta postal, en
estas letras de su reverso, la certeza de la muerte en el destino de
cualesquiera existencia o creencia, hasta la de mi búsqueda por este invierno.
No era solo, o tal vez infundía algo más allá de la conciencia efímera, de la
inevitable fugacidad del hombre, de la mujer, del ser humano, en sus
expectativas y funcionalidades, por la muerte personificada en el invierno,
nuestro invierno ineludible, la última estación, el fin del viaje,… sino la
posibilidad del renacimiento, de renovarse a voluntad, del poder de hacer de
cada instante, de cada momento, una oportunidad, una alegría de vivir, de
disfrutar la vida, de sentirla y entenderla; y de luchar por ello, del triunfo tras
un recorrido singular una vez llegados al apeadero, el decisivo, al final de este
estar aquí y, posiblemente, en la inminencia de la disolución definitiva en el
Universo.
Subí por la calle, con la esperanza
puesta en encontrar a las niñas y, con sus sonrisas, sentirme vivo, aunque sea en
esta excepcional nevada, me era suficiente, y sobre todo ser consciente de
ello.
INVIERNO 31. Jardines de Las
Murallas. Armiñán-Imágenes. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.