Al salir de una de las
curvas del camino, a la izquierda, se abría un claro en la arrugada y entonces
umbría cueva de castaños y entre luces, en el paraje de Bentomiz, por donde apenas
se sugería el pueblo de Pujerra, al que acabábamos de dejar entre silencios pesados
y genios otoñales, y a través de una hilada de sus farolas que comenzaban a
encenderse y ascendían discretas la ladera de uno de los infinitos cerros del
alto Valle del Genal. El contraste por el ardor del cielo hizo que la fotografía
eclipsara su breve e intricada sombra urbana, morisca y devastada; o hacía bien
para que en esa oscuridad originaria despertara, estimulada por el luminoso
ocaso, un sentimiento de nostálgica identidad que nos hizo parar en nuestro
tránsito hacia Ronda, para admirar, capturar y sentir su profundo e interno
desgarro. El fragoso contorno del firmamento ardía de dolor y asombro por el cromatismo
de su herida cósmica y redentora. La refulgente sangría que, con fiereza, trazaba
su inmensa belleza en la quema y en memoria efímera del día, para así entregar
a la noche los sueños para un mañana de una nueva aventura. En seguida, como un
precipitar desde aquel mareante ambiente de alturas hacia sus también
vertiginosos declives, la confesión: cómo nos reducimos, nos dejamos, desaparecemos,
dormimos sin fantasías en una vigilia permanente, indiferentes en rutinas
insignificantes, en un mundo uniforme y prefijado; aun cuando el universo disponga,
vez tras vez, siempre, un escenario conmovedor, de un alarde de perfección y liberación
lleno de matices e ilusiones como este, en el que vivir con sentido y entusiasmo.
En ese momento, en la caverna oscura y abierta de castaños y anochecer, en
Pujerra, en el entorno prodigioso, bajo un teñido firmamento, entre el sereno
de unos ojos que al fin veían, encajaron en nosotros, aunque fuese en un soplo,
todas las piezas.
© F.J.
Calvente
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