Pasos que no dejan
huella.
Acaso sin rastro
porque ya se han dado todos. Todos los pasos. Y si no se dan, no pueden dejar
huella. La detención es una manera de que no se efectúen pasos. La espera es
una forma de impedir los pasos, de interrumpir cualquier e hipotético vestigio,
finalidad o resultado. O se anda o se está parado. Imposible uno y otro al
unísono. Entonces, puede que sea verdad que los pasos, todos los pasos, abarquen
un indicio, mayor o menor, trascendente o frívolo, pero al que hay que encontrar
no en este momento, en el pasado, en lo ya andado. ¿Solo la vejez tiene este privilegio,
esta ventaja de bucear en el ayer, o solo es una condena, una frontera
resignada? ¿Solo en la vejez terminan los pasos o los que se realizan son una
reminiscencia recurrente de los que ya se dieron antes? ¿Son los pasos que se
dan en la vejez los que no dejan huella? No sé. No sé si el hombre mayor,
sentado al pie de la calle, cansado o aquejado, haya dado todos los pasos, y con
estos su señal o pretexto depuestos en un tiempo lejano o ejecutados hace muy
poco. Con seguridad, y confianza, el hombre anciano no los ha dado todos, todos
los pasos; pero al estar parado, aquellos, los suyos, remotos o inmediatos, son
solo memoria, o una esperanza venidera en los que más pronto que tarde
reanudará o iniciara de acuerdo a su rumbo, a su inercia, o a su necesidad, intangibles
en cualquier caso por su parada, en su espera, por remediar en la demora su
cansancio o su malestar, su cansancio de años o un peso insoportable y urgente
que le hace daño y le ha obligado, con auxilio de una mano próxima y
benefactora, a sentarse en un taburete bajo, incómodo y extraño en el fárrago
de la calle. Si bien, él no se va a enterar, no me ha visto, a mí inquieta su
circunstancia, su imagen, al permitir que su detención influya en estas letras como
para elevarlas en metáfora de la vida, de los pasos dados a lo largo de esta,
de sus huellas y de tantos que no las tuvieron, suya o de cualesquiera que
incrementen el espejo para esta reflexión o en cuento de una metafísica
complicada. Probablemente merezca la pena contarlo, narrar esta inquietud y
metáfora, y así lo estoy escribiendo, efectuándolo, o intentándolo. Tampoco me
preocupa el merecimiento más allá de mi desahogo y de mi satisfacción, un ¡uuuuffff!
aligerado, si con ello concluyo este complejo serial, el cual ya se ahonda en
unos derroteros de los que sí dejan huella, marca abierta, allá en los adentros
y por tanto más o menos mortificados.
Un insólito remusgo, un
sobrenatural ¡Atención, repara!, igual de concerniente a este retrato inesperado
y a su relato como a cualquier otro y extraordinario, me hizo pararme y con
esto detener otros pasos que declinaran su huella en el laberinto desvelado del
desocupado y ocupado en las tareas domésticas, o tal si como viene acaeciendo
con esta saga chocante, y desesperadamente quebrada, tuviesen distinta impresión
que no sea a la realidad atendida por estas difíciles letras; las palabras que,
en verdad, a mí no me pertenecen pues son o lo serán de otro, de yo soy el
otro, o del hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía,
y las que, sin duda, intuyo su desarrollo en esa otra historia que supongo en
breve escribirá y compartirá y leeremos con solicitud y amabilidad. Decía yo, o
decía aquel en la súbita parada en sus labores del hogar, cómo sentí la
necesidad, el impulso de abandonar los útiles de baldeo, de apartar las traslúcidas
cortinas del balcón y asomarme al exterior, afuera. Allí estaba, tras los
hierros del ventanal, en la acera de enfrente, el hombre mayor. Viejo, sentado,
fornido, curtido, con los fuertes hombros aún remarcados en la camisa blanca
con indecisos cuadros, robustas las piernas vestidas con un pantalón de tergal
negro, zapatillas negras, informales por cómodas; el hombre asimismo sostenido en
un bastón con ínfulas de mando y de pretéritos usos en el campo, la cal de la
pared, de un bar cerrado, parecía infectar su abundante cabellera, blanca y
tersa, la mascarilla obligada por una pandemia de la que no tenía memoria y la
que a su generación condenaba a una muerte cierta, la mirada baja, ensimismada
o preocupada en el pavimento de piedras unidas con argamasa, como un océano de
sargazos azul, gris y una sugerencia cristalina de malva. La mirada disminuida
y quizás evadida de este insólito presente que comenzaba a refrescar, a exhalar
otoño, o en su mejoría al cansancio o malestar él se permitía el arresto de
repasar las evocaciones de otros pasos transitados por esa calle San Francisco
de Asís, por ese Barrio, por una vida que ya miraba, a la vuelta de esas
esquinas que se abrían a la alameda, su término o el alivio definitivo para esa
carga de un tiempo que le resultaba insoportable y del que por fin dominaba o más
bien dejaba correr por su enorme experiencia acumulada y por supuesto pesada. Mi
primera sensación fue de una ternura muy afín, conexa, de una vislumbre de
identidad, de sujeción a las raíces de la tierra donde nos tocó existir; en
seguida, su ancianidad me aportó, acomodó una visión, una esperanza, de recuperación
de la originalidad, de la serenidad, trascendiendo y animando a despojarse de
ese producto manufacturado y adulterado en el que, afortunadamente si es en
determinada edad, transforma la sociedad a la persona.
Ver al hombre mayor y
olvidarme de mis pasos que nunca dejarían huella en su bucle fastidioso por mi
casa, su indicio no por cuanto al rastro de polvo o de las migajas de las comidas
esparcidas en el suelo y en los sofás, en familia o en la soledad de la familia,
y al que me afanaba por limpiar, en una situación que, insisto, incumbiría solo
al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Ver al
anciano para que una señal luminosa encendiera y estremeciera mi interior, para,
desde allá, susurrarme otros pensamientos o sensaciones sobre una postrera
dimensión de los pasos que no dejan huella; la última, porque en la detención,
en la espera, estos no son, no existen, o son esas esperas que esperan, sin desesperación
y en conciencia. De ahí el fundamento de mi meditación o emoción, de este
resultado escrito que lo mismo no se logra aprehender en su argumento o sentido.
Sea como sea, la presencia del viejo, sentado en un ridículo taburete en un margen
de la travesía, me permitió en un primer instante intuir, como si se pretendiera
atrapar a un gato a la carrera por su cola, la síntesis para todo este tinglado
en torno a los pasos que no dejan huella, y, en su progreso, columbrar un
significado para estos, una lección de vida, o, por la alusión a esos barrotes de
la balaustrada, en primer término de la fotografía, en la frontera precisa
entre él y yo, abrir, despejar una de las habituales y cotidianas puertas de la
cárcel cotidiana en que nos confinamos, en lo que convertimos un único vivir la
vida en un sobrevivir en la de todos. Un concepto arduo de concebir a una edad
mediana y medianamente madura, pero que encontró ayuda en ese símbolo de la senectud
encarnado por el octogenario sentado, parado frente al vertiginoso discurrir de
los días.
El hombre mayor,
sentado a la espera de una espera de respiro, o de firmeza, de un alivio, o de
entereza, y a quien parecía no importarle que aquello que aguardaba nunca
llegaría, arrojaba a la atmósfera los efluvios de una valiente paciencia, ese portentoso
arte y artificio de la espera. Probablemente, yo pensaba en eso, él jamás leyó,
oyó, ni siquiera visto, la tragicomedia en dos actos de Samuel Beckett “Esperando
a Godot”, donde sus dos personajes aguardan a un Godot que jamás aparecerá en
escena, y es esa espera de ambos la que da contenido a la historia y
representación. Tal vez, si su ánimo fuese otro, por el cansancio o afección,
no le importaría distraer su espera, un dar tiempo al tiempo, con esta letrilla
popular: “Quien espera, desespera, pero más larga se hace la espera, cuando no
se sabe lo que se espera.” No obstante, en su apostura, en la caída de su
mirada que antojaba penetrarse en piélagos existenciales ásperos y penetrantes,
en su resistencia y voluntad, como si clavara con tesón y virtud el bastón en
la acera, en el terruño, en su paciencia irreductible en la forma en que, con
su mano derecha, se apuntalaba en el también añoso garrote, su mano izquierda
en la rodilla, un gesto equilibrado, donde el tiempo sellaba en su reloj cómo
era poseedor de todas las horas y a la espera de la hora última, aquella que
vendría tras una esquina, esas o cualesquiera, creía contestaba a mi pregunta,
trágica e inefable, “¿Espera usted a la muerte…?”, de esta manera, con un dejo recio
y sincero que traía los ecos de los golpes de la azada en el sembrado, en la
tierra, del aparejo de las bestias, de tijeretazos en las vides, amarres de
verduras, de vareos a los olivos y del agua corriendo por las acequias: “No le
temo a la muerte, tampoco la busco… Si espero a vivirla… No lo entiendes aún,
pero lo entenderás a su tiempo. Es posible vivir la muerte. Es posible sentir cómo
a mi edad, más próximo a la extinción que al descubrimiento, en tan hermosa
paradoja, encuentro el escenario idóneo para lograr vivir mucho tiempo...” No
lo comprendía, todavía no era el momento, me consolaba; pero si logré reconocer
cómo los pasos que no dejan huella, a algunos los acumulan las esperas, los aguardos
pacientes, manifiestan el existir, expresan una vida cuya nada también exigía
vivirla, no sobrevivirla.
En esta revelación,
más próxima a una epifanía filosófica que a un aforismo seco, no supe porqué continué
los puntos suspensivos de su argumento, el de un hombre mayor que nunca me lo dijo,
con palabras, pero con el que me inspiró estas letras, con un fragmento que evoqué
de la película de Julio Médem “Los amantes del círculo polar”: “Voy a quedarme
aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida,
la más grande, y eso que las he tenido de muchas clases. Sí, podría unir mi
vida uniendo casualidades. La primera y la más importante fue la peor…” Y en
ese instante, yo me emocionaba con una casualidad, mía, con una causalidad (más
apropiado) enriquecedora, la que, además de encontrar en el anciano un significado
para la nada de unos pasos que no dejan huella, aportaba un alcance impensado
en las esperas como garante de aquellos; incluso el alcance de una vejez que, musitaba
un proverbio hindú en la brisa fresca que barría la calle, solo comienza, solo
es real, cuando el recuerdo es más fuerte, es más intenso que la esperanza.
Entonces lo vi, al anciano, como un héroe del destino, como uno de esos héroes
anónimos y silenciosos, quienes jamás serán recordados en el acervo mítico,
proverbial o popular de la humanidad, ni de esta vecindad cercana, y con el que
me enorgullecí, me emocioné, me rendí ante él, al enseñarme que la elucidación
de ese y de cualquier otro y relativo secreto, quedaba, tan simple, en una
espera sin que en esta se esperara nada, en un aguardo sin esperanza.
Pasos que no dejan
huella, los que engañan el presente y esperan el mañana. Porque, en definitiva,
no tienen rastro porque todavía no aprendimos a andar de espaldas, a andar hacia
atrás, es decir, a desandar y, si se quiere, a reanudar lo andado. Detente,
cierra los ojos, siéntate si lo prefieres o mantente en pie, respira y, sobre
todo, espera, con paciencia, pero espera. Aguarda tú también, Fernando Travesí,
por favor, leí tu “La vida imperfecta” de una manera insólita, insospechada, accidental,
y todo para acaso quedarme con unas frases para este momento de ahora, para entregar
su testimonio, quizás compromiso, a un hombre mayor sentado en la calle y quien
me desveló con su presencia el secreto de la vida, el de la nada, sin ni
siquiera percatarse de mi presencia en las alturas de mi balcón, resguardado
tras unas traslúcidas cortinas: “Es posible que el secreto de la vida esté en
gestionar las esperas. Quizá, en realidad, no haya más que hacer. Vivimos
expectantes a las cosas nuevas, mirando hacia el futuro sin saber qué esperar
pero esperando algo… La vida es una maldita espera.” En la vejez, en verdad, no
se han dado todos los pasos, ni siquiera a que estos sean evocados en una triste
recurrencia, no; verosímilmente en esa madurez se fragüen, en su detención
consciente, los pasos que, quizás, ya no dejarán huella, pero con los que se
vivirá al fin o por mucho tiempo.
Pasos que no dejan huella, los que, por su espera, sean llamadas para
vivir con consciencia, ahora, no mañana.
“PASOS
SIN (ÚLTIMO) FIN”
F.J.
Calvente ©
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