Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 15 de octubre de 2020

“PASOS SIN (ÚLTIMO) FIN”

 


Pasos que no dejan huella.

 

Acaso sin rastro porque ya se han dado todos. Todos los pasos. Y si no se dan, no pueden dejar huella. La detención es una manera de que no se efectúen pasos. La espera es una forma de impedir los pasos, de interrumpir cualquier e hipotético vestigio, finalidad o resultado. O se anda o se está parado. Imposible uno y otro al unísono. Entonces, puede que sea verdad que los pasos, todos los pasos, abarquen un indicio, mayor o menor, trascendente o frívolo, pero al que hay que encontrar no en este momento, en el pasado, en lo ya andado. ¿Solo la vejez tiene este privilegio, esta ventaja de bucear en el ayer, o solo es una condena, una frontera resignada? ¿Solo en la vejez terminan los pasos o los que se realizan son una reminiscencia recurrente de los que ya se dieron antes? ¿Son los pasos que se dan en la vejez los que no dejan huella? No sé. No sé si el hombre mayor, sentado al pie de la calle, cansado o aquejado, haya dado todos los pasos, y con estos su señal o pretexto depuestos en un tiempo lejano o ejecutados hace muy poco. Con seguridad, y confianza, el hombre anciano no los ha dado todos, todos los pasos; pero al estar parado, aquellos, los suyos, remotos o inmediatos, son solo memoria, o una esperanza venidera en los que más pronto que tarde reanudará o iniciara de acuerdo a su rumbo, a su inercia, o a su necesidad, intangibles en cualquier caso por su parada, en su espera, por remediar en la demora su cansancio o su malestar, su cansancio de años o un peso insoportable y urgente que le hace daño y le ha obligado, con auxilio de una mano próxima y benefactora, a sentarse en un taburete bajo, incómodo y extraño en el fárrago de la calle. Si bien, él no se va a enterar, no me ha visto, a mí inquieta su circunstancia, su imagen, al permitir que su detención influya en estas letras como para elevarlas en metáfora de la vida, de los pasos dados a lo largo de esta, de sus huellas y de tantos que no las tuvieron, suya o de cualesquiera que incrementen el espejo para esta reflexión o en cuento de una metafísica complicada. Probablemente merezca la pena contarlo, narrar esta inquietud y metáfora, y así lo estoy escribiendo, efectuándolo, o intentándolo. Tampoco me preocupa el merecimiento más allá de mi desahogo y de mi satisfacción, un ¡uuuuffff! aligerado, si con ello concluyo este complejo serial, el cual ya se ahonda en unos derroteros de los que sí dejan huella, marca abierta, allá en los adentros y por tanto más o menos mortificados.

 

Un insólito remusgo, un sobrenatural ¡Atención, repara!, igual de concerniente a este retrato inesperado y a su relato como a cualquier otro y extraordinario, me hizo pararme y con esto detener otros pasos que declinaran su huella en el laberinto desvelado del desocupado y ocupado en las tareas domésticas, o tal si como viene acaeciendo con esta saga chocante, y desesperadamente quebrada, tuviesen distinta impresión que no sea a la realidad atendida por estas difíciles letras; las palabras que, en verdad, a mí no me pertenecen pues son o lo serán de otro, de yo soy el otro, o del hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía, y las que, sin duda, intuyo su desarrollo en esa otra historia que supongo en breve escribirá y compartirá y leeremos con solicitud y amabilidad. Decía yo, o decía aquel en la súbita parada en sus labores del hogar, cómo sentí la necesidad, el impulso de abandonar los útiles de baldeo, de apartar las traslúcidas cortinas del balcón y asomarme al exterior, afuera. Allí estaba, tras los hierros del ventanal, en la acera de enfrente, el hombre mayor. Viejo, sentado, fornido, curtido, con los fuertes hombros aún remarcados en la camisa blanca con indecisos cuadros, robustas las piernas vestidas con un pantalón de tergal negro, zapatillas negras, informales por cómodas; el hombre asimismo sostenido en un bastón con ínfulas de mando y de pretéritos usos en el campo, la cal de la pared, de un bar cerrado, parecía infectar su abundante cabellera, blanca y tersa, la mascarilla obligada por una pandemia de la que no tenía memoria y la que a su generación condenaba a una muerte cierta, la mirada baja, ensimismada o preocupada en el pavimento de piedras unidas con argamasa, como un océano de sargazos azul, gris y una sugerencia cristalina de malva. La mirada disminuida y quizás evadida de este insólito presente que comenzaba a refrescar, a exhalar otoño, o en su mejoría al cansancio o malestar él se permitía el arresto de repasar las evocaciones de otros pasos transitados por esa calle San Francisco de Asís, por ese Barrio, por una vida que ya miraba, a la vuelta de esas esquinas que se abrían a la alameda, su término o el alivio definitivo para esa carga de un tiempo que le resultaba insoportable y del que por fin dominaba o más bien dejaba correr por su enorme experiencia acumulada y por supuesto pesada. Mi primera sensación fue de una ternura muy afín, conexa, de una vislumbre de identidad, de sujeción a las raíces de la tierra donde nos tocó existir; en seguida, su ancianidad me aportó, acomodó una visión, una esperanza, de recuperación de la originalidad, de la serenidad, trascendiendo y animando a despojarse de ese producto manufacturado y adulterado en el que, afortunadamente si es en determinada edad, transforma la sociedad a la persona.

 

Ver al hombre mayor y olvidarme de mis pasos que nunca dejarían huella en su bucle fastidioso por mi casa, su indicio no por cuanto al rastro de polvo o de las migajas de las comidas esparcidas en el suelo y en los sofás, en familia o en la soledad de la familia, y al que me afanaba por limpiar, en una situación que, insisto, incumbiría solo al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Ver al anciano para que una señal luminosa encendiera y estremeciera mi interior, para, desde allá, susurrarme otros pensamientos o sensaciones sobre una postrera dimensión de los pasos que no dejan huella; la última, porque en la detención, en la espera, estos no son, no existen, o son esas esperas que esperan, sin desesperación y en conciencia. De ahí el fundamento de mi meditación o emoción, de este resultado escrito que lo mismo no se logra aprehender en su argumento o sentido. Sea como sea, la presencia del viejo, sentado en un ridículo taburete en un margen de la travesía, me permitió en un primer instante intuir, como si se pretendiera atrapar a un gato a la carrera por su cola, la síntesis para todo este tinglado en torno a los pasos que no dejan huella, y, en su progreso, columbrar un significado para estos, una lección de vida, o, por la alusión a esos barrotes de la balaustrada, en primer término de la fotografía, en la frontera precisa entre él y yo, abrir, despejar una de las habituales y cotidianas puertas de la cárcel cotidiana en que nos confinamos, en lo que convertimos un único vivir la vida en un sobrevivir en la de todos. Un concepto arduo de concebir a una edad mediana y medianamente madura, pero que encontró ayuda en ese símbolo de la senectud encarnado por el octogenario sentado, parado frente al vertiginoso discurrir de los días.

 

El hombre mayor, sentado a la espera de una espera de respiro, o de firmeza, de un alivio, o de entereza, y a quien parecía no importarle que aquello que aguardaba nunca llegaría, arrojaba a la atmósfera los efluvios de una valiente paciencia, ese portentoso arte y artificio de la espera. Probablemente, yo pensaba en eso, él jamás leyó, oyó, ni siquiera visto, la tragicomedia en dos actos de Samuel Beckett “Esperando a Godot”, donde sus dos personajes aguardan a un Godot que jamás aparecerá en escena, y es esa espera de ambos la que da contenido a la historia y representación. Tal vez, si su ánimo fuese otro, por el cansancio o afección, no le importaría distraer su espera, un dar tiempo al tiempo, con esta letrilla popular: “Quien espera, desespera, pero más larga se hace la espera, cuando no se sabe lo que se espera.” No obstante, en su apostura, en la caída de su mirada que antojaba penetrarse en piélagos existenciales ásperos y penetrantes, en su resistencia y voluntad, como si clavara con tesón y virtud el bastón en la acera, en el terruño, en su paciencia irreductible en la forma en que, con su mano derecha, se apuntalaba en el también añoso garrote, su mano izquierda en la rodilla, un gesto equilibrado, donde el tiempo sellaba en su reloj cómo era poseedor de todas las horas y a la espera de la hora última, aquella que vendría tras una esquina, esas o cualesquiera, creía contestaba a mi pregunta, trágica e inefable, “¿Espera usted a la muerte…?”, de esta manera, con un dejo recio y sincero que traía los ecos de los golpes de la azada en el sembrado, en la tierra, del aparejo de las bestias, de tijeretazos en las vides, amarres de verduras, de vareos a los olivos y del agua corriendo por las acequias: “No le temo a la muerte, tampoco la busco… Si espero a vivirla… No lo entiendes aún, pero lo entenderás a su tiempo. Es posible vivir la muerte. Es posible sentir cómo a mi edad, más próximo a la extinción que al descubrimiento, en tan hermosa paradoja, encuentro el escenario idóneo para lograr vivir mucho tiempo...” No lo comprendía, todavía no era el momento, me consolaba; pero si logré reconocer cómo los pasos que no dejan huella, a algunos los acumulan las esperas, los aguardos pacientes, manifiestan el existir, expresan una vida cuya nada también exigía vivirla, no sobrevivirla.

 

En esta revelación, más próxima a una epifanía filosófica que a un aforismo seco, no supe porqué continué los puntos suspensivos de su argumento, el de un hombre mayor que nunca me lo dijo, con palabras, pero con el que me inspiró estas letras, con un fragmento que evoqué de la película de Julio Médem “Los amantes del círculo polar”: “Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande, y eso que las he tenido de muchas clases. Sí, podría unir mi vida uniendo casualidades. La primera y la más importante fue la peor…” Y en ese instante, yo me emocionaba con una casualidad, mía, con una causalidad (más apropiado) enriquecedora, la que, además de encontrar en el anciano un significado para la nada de unos pasos que no dejan huella, aportaba un alcance impensado en las esperas como garante de aquellos; incluso el alcance de una vejez que, musitaba un proverbio hindú en la brisa fresca que barría la calle, solo comienza, solo es real, cuando el recuerdo es más fuerte, es más intenso que la esperanza. Entonces lo vi, al anciano, como un héroe del destino, como uno de esos héroes anónimos y silenciosos, quienes jamás serán recordados en el acervo mítico, proverbial o popular de la humanidad, ni de esta vecindad cercana, y con el que me enorgullecí, me emocioné, me rendí ante él, al enseñarme que la elucidación de ese y de cualquier otro y relativo secreto, quedaba, tan simple, en una espera sin que en esta se esperara nada, en un aguardo sin esperanza.

 

Pasos que no dejan huella, los que engañan el presente y esperan el mañana. Porque, en definitiva, no tienen rastro porque todavía no aprendimos a andar de espaldas, a andar hacia atrás, es decir, a desandar y, si se quiere, a reanudar lo andado. Detente, cierra los ojos, siéntate si lo prefieres o mantente en pie, respira y, sobre todo, espera, con paciencia, pero espera. Aguarda tú también, Fernando Travesí, por favor, leí tu “La vida imperfecta” de una manera insólita, insospechada, accidental, y todo para acaso quedarme con unas frases para este momento de ahora, para entregar su testimonio, quizás compromiso, a un hombre mayor sentado en la calle y quien me desveló con su presencia el secreto de la vida, el de la nada, sin ni siquiera percatarse de mi presencia en las alturas de mi balcón, resguardado tras unas traslúcidas cortinas: “Es posible que el secreto de la vida esté en gestionar las esperas. Quizá, en realidad, no haya más que hacer. Vivimos expectantes a las cosas nuevas, mirando hacia el futuro sin saber qué esperar pero esperando algo… La vida es una maldita espera.” En la vejez, en verdad, no se han dado todos los pasos, ni siquiera a que estos sean evocados en una triste recurrencia, no; verosímilmente en esa madurez se fragüen, en su detención consciente, los pasos que, quizás, ya no dejarán huella, pero con los que se vivirá al fin o por mucho tiempo.

 

Pasos que no dejan huella, los que, por su espera, sean llamadas para vivir con consciencia, ahora, no mañana.

 

 

“PASOS SIN (ÚLTIMO) FIN”

 

F.J. Calvente ©

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