Así es y así sea. Esta
costumbre o manía, las que en su mayoría suelen comenzar con un instante de
ilusión caprichosa, con un truco de magia, con una fantasía que hiela y eriza
los pelos en la nuca, con un guiño extraordinario del destino o… Y cuando suceden,
inesperadamente, no importa que lo hagan afuera, importa el asombro que
despiertan, y su efecto adentro de todos, o de quienes se muestran receptivos,
con ese cosquilleo, ese frunce interior en el pecho. Y la secuela, la arruga
intrínseca, por su poder en definitiva, por su valor, no tiene porqué ser
material, aunque la conmoción se destile a través de un objeto, de algo
corpóreo, por su conmoción espiritual, o emocional, la de una afinidad e intimidad
que permiten vernos en el azogue de los días como verdaderamente somos, como una
vez fuimos, y no esos seres manufacturados de los tiempos, las bridas sociales,
los espejismos en venta, y los espectros de los que, aun sin verlos, presentimos
y huimos del miedo a su confidencia, de la luz que ellos ya no ven y nosotros
podemos verla, no solo por ellos, por nosotros. Las efemérides de las pequeñas cosas.
Una costumbre, me encanta el término inclinación, la de la hoja de uno de los árboles
de la alameda aledaña a mi hogar, la de la hoja de este otoño que sustituye a
la del otro, y esa a otra…, para que presida el salón de mi casa por un año, con
sus 365 posibilidades de creerlo, de intentarlo, hasta la próxima estación y si
de tal forma se consienta la oportunidad de prorrogar la tradición. No voy a
comentar, hoy no, ni acaso este año, del primer momento, inaudito, quimérico,
que suscitó esta ceremonia anual. Del mismo modo creo que ya he escrito al
respecto, atrás o a lo mejor lo efectuaré más adelante. No, solo narraré de
esta, de la situación acontecida hace dos, tres… unos días. Narraré su bello
accidente de ahora.
Este año, este otoño,
han sido extraños, o difíciles, porque transcurrían los días de la estación de
las despedidas, uno tras otro, uno tras otro…, y en sus márgenes se quemaban
las hojas de los árboles de la alameda por la declinación de un sol menos
intenso, menos amarillo, y más frío, ya apenas afianzado en sus piras de los ocasos,
de sus fuegos que se apagaban en la irrealidad de unas nieblas vespertinas, también
matinales y si no son las mismas en un juego de confusión y escondrijo; signando
las hojas, en una graduación cromática atractiva, del verde fresco a un esmeralda
más y más opaco, para rendirse de un naranja intenso a un ocre reseco, acartonado,
como láminas de un bronce antiguo, livianas y veleidosas. Para que el aire, con
su humor más desapacible, la lluvia, con sus llantos más desconsolados, destraben
y hagan caer las hojas de las ramas de los árboles con una languidez característica,
en un vuelo o planeamiento susurrado, para llenar, atildar la plaza, las
calles, hasta que un vehículo homicida, y basurero, las succione y desaparezcan
en la cárcel de sus engranajes mecánicos y ruidosos… Escribía que pasaban los
días con sus vicisitudes, caían y desaparecían las hojas de los plataneros, en
unos tránsitos cotidianos donde es verdad que arrojaba miradas de extrañeza, de
aguardo, al parque y aledaños; y porque en todas estas no vivía ninguna que se
detuviera en una hoja, una, y primero oyera y pronto, en una reciprocidad
mágica, dijera: “Esta es la mía”, o aquella con un: “voy a ir contigo”; “cógeme”
o “te cojo”, y “llévame” y “te llevo conmigo”, a “mi nuevo árbol” y a “la que es mi casa”. Se sucedían las jornadas,
la rueda del diario, y… nada, no tenía mi hoja, no aparecía, no se presentaba,
o, terrible reniego, perdí la percepción de distinguirla. Aunque con esto no sufría,
no me impacientaba de que la usanza, o un recurso consuetudinario, pudiera
perderse en un sinsentido, en un vacío indiferente, anodino y blanco de la propia
rutina. Muy chocante, incluso decepcionante. Con todo…
La mañana se presentó
lluviosa, o con un chirimiri gélido que sin quererlo te terminaba empapando y
con escalofríos, con azotes de un viento que amenazaba con desprender todos los
testimonios, los pentagramas, las últimas hojas de los árboles de la alameda,
como si establecieran un duelo con la máquina de recogida de basuras, diligente
a pesar de la climatología, en su afán de succión y eliminación, con ruido, con
mucho ruido, de las notas musicales que caían con extenuación de los estirados
plataneros, en las calles, en los ánimos, en la tristeza del tiempo. Ruedo
Alameda. Tenía el coche aparcado en Ruedo Alameda, sobre la acera. Andábamos
para coger el coche, mi mujer y yo, unos metros, todavía no resultaban muy incómodas
las rachas húmedas de la corriente. No sabría responder a porqué desvié la
mirada a un lado, a la derecha, no hacia la sucursal bancaria donde en el
exterior se apelotonaban los clientes o deudores para proteger, acaso, al
dinero o a los trabajadores de dentro de la amenaza del coronavirus, no, en un
escorzo agudo que arrojé abajo, al pavimento de cantos rodados, de cenizas
solidificadas. En el suelo, casi oculta bajo otro vehículo estacionado, junto
con otras hermanas, la vi, a una hoja. La Hoja. En un primer momento rechacé su
epifanía, indiferente a su otro posible cumplimiento de mi tradición
particular, de uno de mis esponsales con el otoño y con mi identificación con
un universo próximo. De hecho, subimos al coche, arranqué el motor y avanzamos
unos metros, otros… Pero de súbito frené y paré el coche, en medio de la calle.
Me quité el cinturón de seguridad, puse el freno de mano, abrí la puerta y
salí. Me agaché y, con devoción, con una ternura que incluso a mí extrañó, cogí
la hoja, estaba mojada, o había llorado, y con delicadeza la deposité en el salpicadero
del automóvil. Luego continué, continuamos con un compromiso obligado.
Cuando regresé a mi
casa, los plazos en los desempleados son exiguos, llevaba conmigo a la hoja, mi
hoja, la que ya había enjugado todo su llanto. Y me dispuse, con su muda
anuencia, a revalidar el ritual. La tradición. Aquel momento que conmemoraba un
origen sorprendente y emocional, una de esas veces en que me convertí en un
héroe, en leyenda, y que al presente y siempre aspiraba con perpetuarlo,
mientras pudiera y se me consintiera. Primero desclavé del tiro de la chimenea,
del marco de arabescos y de diseño oriental, la hoja del año anterior. Un pliego
curtido, frágil, de miedo implícito por desmoronarse entre mis dedos. Abrí la ventana,
el balcón principal, las cortinas oscilaban o llamaban a despedida; y la solté,
la dejé a voluntad del viento, de vuelta al principio, para que acaso la reintegrase
a la alameda, a la matriz, al árbol, al núcleo, al brote, al verde venero, para
morir definitivamente en las entrañas de un monstruo mecánico o disuelta entre
las piedras, en los charcos, en los cien mil fragmentos de una sintonía rota
que suprimiría el ruido de aquella escoba móvil y humeante; en uno de los
muchos ruidos que perpetran en Ronda al lugar insoportable, engullendo cualquier
musicalidad, los pocos y ya gratos silencios, los remansos de confianza y
sosiego. Cerré los ojos, no quise, no pude observar la trayectoria de la
antigua hoja de un año nefasto que ya cuelga sus bártulos, o solo su duración. Después
cerré la ventana, por el fresco, cesó la oscilación de los visillos en una
llamada de bienvenida, y cogí la nueva hoja por su abultado pecíolo y a la que
había dejado en el lomo de uno de los sofás o quizás donde había quedado posada.
Silenciosa. Quieta. Y este silencio fue un gesto novedoso hoy, en este otoño,
con la hoja de este otoño. Me sorprendió cuando al clavarla a la pared, en el rectángulo
vacío del marco, no emitiese ni una nota alta de queja como las precedentes.
Silencio. Raro. ¿Qué ocultaba? ¿Qué nueva arista del misterio, de la magia, encubría
y pronto me desvelaría?
Por este silencio, por
su disposición, por su forma, como dos alas extendidas, dos alas lobuladas, por
el recuerdo de su caída del árbol al suelo, por ese instante de un vuelo
majestuoso, indolente, me permitieron, me insinuaron que asociara, que viera la
hoja como una mariposa. Una mariposa de antiguos crepúsculos, desleídos,
escarchados y marchitos. No en vano, y antes de pensar en esta tesitura
insólita, y amable, apareció en el mueble de la chimenea, junto al viejo gramófono,
curioso, tomando una relevancia excepcional, un adorno personal, un alfiler, de
mariposa, realizado y regalado por mi amiga poeta, Francisca Ben-Mizzián Palma,
a mi mujer o a mi hija, no sé, da igual, un obsequio entrañable y especial; y
del que decidí, sin pensarlo, en un repentino impulso sorprendente e inédito, a
que ocupara este año la moldura de madera en la chimenea junto a la hoja, ahí
en su esquina inferior derecha, como un espejo donde ambas, hoja y mariposa, reflejábanse
la una en la otra, y viceversa. Después, tras el acomodo de estos elementos que
debían evocar una heroicidad de antaño, y en cuya memoria, en su mirada, yo vivía,
revivía de nuevo, advino la reflexión, o esa pulsión interior que puso
literatura, no recuerdo quién dijo que las hojas son las mecanógrafas del
jardín, narrativa o poesía, tragedia o comedia, a esta tradición o ceremonia o remembranza
del otoño y de su símbolo en una hoja que preside mi casa, mi intimidad, hoy también
junto con una mariposa. Sonreí. Ese arrugue adentro. Penetré, con la vista y los
pulsos del corazón, en el marco, en la hoja, en la mariposa, en un año, a un
tiempo donde tenía que aceptar todo cuanto viniera, que no hay mal que cien
años dure, que a una fase mala tiene que sucederle una buena… Con fe, sí, aunque
el mundo y sus desafectos se empeñarán, seguro, en hacerme creer lo contrario. Fe,
como el vuelo silencioso desde las ramas, desnudas en sus aspavientos famélicos
e histriónicos, del árbol, de flor en flor, a la tierra, al suelo, a la
realidad cercana, cotidiana, ligero, sin cargas, confiado en que habrá otra
oportunidad, oportunidades, de encontrarse con uno y con todo, en el silencio, y
para lograr, durante unos instantes, volar, volar, volar…
“ADVIENTO
DE OTOÑO”
F.J. Calvente ©
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