Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 14 de diciembre de 2020

"ADVIENTO DE OTOÑO"



Así es y así sea. Esta costumbre o manía, las que en su mayoría suelen comenzar con un instante de ilusión caprichosa, con un truco de magia, con una fantasía que hiela y eriza los pelos en la nuca, con un guiño extraordinario del destino o… Y cuando suceden, inesperadamente, no importa que lo hagan afuera, importa el asombro que despiertan, y su efecto adentro de todos, o de quienes se muestran receptivos, con ese cosquilleo, ese frunce interior en el pecho. Y la secuela, la arruga intrínseca, por su poder en definitiva, por su valor, no tiene porqué ser material, aunque la conmoción se destile a través de un objeto, de algo corpóreo, por su conmoción espiritual, o emocional, la de una afinidad e intimidad que permiten vernos en el azogue de los días como verdaderamente somos, como una vez fuimos, y no esos seres manufacturados de los tiempos, las bridas sociales, los espejismos en venta, y los espectros de los que, aun sin verlos, presentimos y huimos del miedo a su confidencia, de la luz que ellos ya no ven y nosotros podemos verla, no solo por ellos, por nosotros. Las efemérides de las pequeñas cosas. Una costumbre, me encanta el término inclinación, la de la hoja de uno de los árboles de la alameda aledaña a mi hogar, la de la hoja de este otoño que sustituye a la del otro, y esa a otra…, para que presida el salón de mi casa por un año, con sus 365 posibilidades de creerlo, de intentarlo, hasta la próxima estación y si de tal forma se consienta la oportunidad de prorrogar la tradición. No voy a comentar, hoy no, ni acaso este año, del primer momento, inaudito, quimérico, que suscitó esta ceremonia anual. Del mismo modo creo que ya he escrito al respecto, atrás o a lo mejor lo efectuaré más adelante. No, solo narraré de esta, de la situación acontecida hace dos, tres… unos días. Narraré su bello accidente de ahora.

 

Este año, este otoño, han sido extraños, o difíciles, porque transcurrían los días de la estación de las despedidas, uno tras otro, uno tras otro…, y en sus márgenes se quemaban las hojas de los árboles de la alameda por la declinación de un sol menos intenso, menos amarillo, y más frío, ya apenas afianzado en sus piras de los ocasos, de sus fuegos que se apagaban en la irrealidad de unas nieblas vespertinas, también matinales y si no son las mismas en un juego de confusión y escondrijo; signando las hojas, en una graduación cromática atractiva, del verde fresco a un esmeralda más y más opaco, para rendirse de un naranja intenso a un ocre reseco, acartonado, como láminas de un bronce antiguo, livianas y veleidosas. Para que el aire, con su humor más desapacible, la lluvia, con sus llantos más desconsolados, destraben y hagan caer las hojas de las ramas de los árboles con una languidez característica, en un vuelo o planeamiento susurrado, para llenar, atildar la plaza, las calles, hasta que un vehículo homicida, y basurero, las succione y desaparezcan en la cárcel de sus engranajes mecánicos y ruidosos… Escribía que pasaban los días con sus vicisitudes, caían y desaparecían las hojas de los plataneros, en unos tránsitos cotidianos donde es verdad que arrojaba miradas de extrañeza, de aguardo, al parque y aledaños; y porque en todas estas no vivía ninguna que se detuviera en una hoja, una, y primero oyera y pronto, en una reciprocidad mágica, dijera: “Esta es la mía”, o aquella con un: “voy a ir contigo”; “cógeme” o “te cojo”, y “llévame” y “te llevo conmigo”, a “mi nuevo árbol” y  a “la que es mi casa”. Se sucedían las jornadas, la rueda del diario, y… nada, no tenía mi hoja, no aparecía, no se presentaba, o, terrible reniego, perdí la percepción de distinguirla. Aunque con esto no sufría, no me impacientaba de que la usanza, o un recurso consuetudinario, pudiera perderse en un sinsentido, en un vacío indiferente, anodino y blanco de la propia rutina. Muy chocante, incluso decepcionante. Con todo…

 

La mañana se presentó lluviosa, o con un chirimiri gélido que sin quererlo te terminaba empapando y con escalofríos, con azotes de un viento que amenazaba con desprender todos los testimonios, los pentagramas, las últimas hojas de los árboles de la alameda, como si establecieran un duelo con la máquina de recogida de basuras, diligente a pesar de la climatología, en su afán de succión y eliminación, con ruido, con mucho ruido, de las notas musicales que caían con extenuación de los estirados plataneros, en las calles, en los ánimos, en la tristeza del tiempo. Ruedo Alameda. Tenía el coche aparcado en Ruedo Alameda, sobre la acera. Andábamos para coger el coche, mi mujer y yo, unos metros, todavía no resultaban muy incómodas las rachas húmedas de la corriente. No sabría responder a porqué desvié la mirada a un lado, a la derecha, no hacia la sucursal bancaria donde en el exterior se apelotonaban los clientes o deudores para proteger, acaso, al dinero o a los trabajadores de dentro de la amenaza del coronavirus, no, en un escorzo agudo que arrojé abajo, al pavimento de cantos rodados, de cenizas solidificadas. En el suelo, casi oculta bajo otro vehículo estacionado, junto con otras hermanas, la vi, a una hoja. La Hoja. En un primer momento rechacé su epifanía, indiferente a su otro posible cumplimiento de mi tradición particular, de uno de mis esponsales con el otoño y con mi identificación con un universo próximo. De hecho, subimos al coche, arranqué el motor y avanzamos unos metros, otros… Pero de súbito frené y paré el coche, en medio de la calle. Me quité el cinturón de seguridad, puse el freno de mano, abrí la puerta y salí. Me agaché y, con devoción, con una ternura que incluso a mí extrañó, cogí la hoja, estaba mojada, o había llorado, y con delicadeza la deposité en el salpicadero del automóvil. Luego continué, continuamos con un compromiso obligado.

 

Cuando regresé a mi casa, los plazos en los desempleados son exiguos, llevaba conmigo a la hoja, mi hoja, la que ya había enjugado todo su llanto. Y me dispuse, con su muda anuencia, a revalidar el ritual. La tradición. Aquel momento que conmemoraba un origen sorprendente y emocional, una de esas veces en que me convertí en un héroe, en leyenda, y que al presente y siempre aspiraba con perpetuarlo, mientras pudiera y se me consintiera. Primero desclavé del tiro de la chimenea, del marco de arabescos y de diseño oriental, la hoja del año anterior. Un pliego curtido, frágil, de miedo implícito por desmoronarse entre mis dedos. Abrí la ventana, el balcón principal, las cortinas oscilaban o llamaban a despedida; y la solté, la dejé a voluntad del viento, de vuelta al principio, para que acaso la reintegrase a la alameda, a la matriz, al árbol, al núcleo, al brote, al verde venero, para morir definitivamente en las entrañas de un monstruo mecánico o disuelta entre las piedras, en los charcos, en los cien mil fragmentos de una sintonía rota que suprimiría el ruido de aquella escoba móvil y humeante; en uno de los muchos ruidos que perpetran en Ronda al lugar insoportable, engullendo cualquier musicalidad, los pocos y ya gratos silencios, los remansos de confianza y sosiego. Cerré los ojos, no quise, no pude observar la trayectoria de la antigua hoja de un año nefasto que ya cuelga sus bártulos, o solo su duración. Después cerré la ventana, por el fresco, cesó la oscilación de los visillos en una llamada de bienvenida, y cogí la nueva hoja por su abultado pecíolo y a la que había dejado en el lomo de uno de los sofás o quizás donde había quedado posada. Silenciosa. Quieta. Y este silencio fue un gesto novedoso hoy, en este otoño, con la hoja de este otoño. Me sorprendió cuando al clavarla a la pared, en el rectángulo vacío del marco, no emitiese ni una nota alta de queja como las precedentes. Silencio. Raro. ¿Qué ocultaba? ¿Qué nueva arista del misterio, de la magia, encubría y pronto me desvelaría?

 

Por este silencio, por su disposición, por su forma, como dos alas extendidas, dos alas lobuladas, por el recuerdo de su caída del árbol al suelo, por ese instante de un vuelo majestuoso, indolente, me permitieron, me insinuaron que asociara, que viera la hoja como una mariposa. Una mariposa de antiguos crepúsculos, desleídos, escarchados y marchitos. No en vano, y antes de pensar en esta tesitura insólita, y amable, apareció en el mueble de la chimenea, junto al viejo gramófono, curioso, tomando una relevancia excepcional, un adorno personal, un alfiler, de mariposa, realizado y regalado por mi amiga poeta, Francisca Ben-Mizzián Palma, a mi mujer o a mi hija, no sé, da igual, un obsequio entrañable y especial; y del que decidí, sin pensarlo, en un repentino impulso sorprendente e inédito, a que ocupara este año la moldura de madera en la chimenea junto a la hoja, ahí en su esquina inferior derecha, como un espejo donde ambas, hoja y mariposa, reflejábanse la una en la otra, y viceversa. Después, tras el acomodo de estos elementos que debían evocar una heroicidad de antaño, y en cuya memoria, en su mirada, yo vivía, revivía de nuevo, advino la reflexión, o esa pulsión interior que puso literatura, no recuerdo quién dijo que las hojas son las mecanógrafas del jardín, narrativa o poesía, tragedia o comedia, a esta tradición o ceremonia o remembranza del otoño y de su símbolo en una hoja que preside mi casa, mi intimidad, hoy también junto con una mariposa. Sonreí. Ese arrugue adentro. Penetré, con la vista y los pulsos del corazón, en el marco, en la hoja, en la mariposa, en un año, a un tiempo donde tenía que aceptar todo cuanto viniera, que no hay mal que cien años dure, que a una fase mala tiene que sucederle una buena… Con fe, sí, aunque el mundo y sus desafectos se empeñarán, seguro, en hacerme creer lo contrario. Fe, como el vuelo silencioso desde las ramas, desnudas en sus aspavientos famélicos e histriónicos, del árbol, de flor en flor, a la tierra, al suelo, a la realidad cercana, cotidiana, ligero, sin cargas, confiado en que habrá otra oportunidad, oportunidades, de encontrarse con uno y con todo, en el silencio, y para lograr, durante unos instantes, volar, volar, volar…

 

 

ADVIENTO DE OTOÑO

F.J. Calvente ©

No hay comentarios:

Publicar un comentario