Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 9 de diciembre de 2020

"UN AGUARDO INQUIETO"

 


Un rayo de luz… No, un haz, un manojo de fucilazos de sol, de un dedo de Dios si se prefiere, de un rastro de polvillo mágico, consistente y a su vez traslúcido. Una columna oblicua y luminiscente que de improviso, trémula y segura, se abrió paso, hendió como un cuchillo la nata de una tarta fría, el arrugado nublado que vaheaba una lluvia fina. Un incómodo y travieso poniente, se hizo cómplice de la apresurada inquisición de la refulgencia en una tierra callada por una tiniebla de borrasca, revolviendo el intersticio en el cielo, el agujero entre las grises nubes, con nerviosa diligencia, y provocaba al escorado puntal de un albor de tímida llamarada, saltar y desplazarse de aquí a allá, buscando o buscándome o buscándonos a todos o solo a los conscientes que lo advertíamos y nos calaba de emoción y perfección.

En una lejanía muy cercana, desde “Las Aguzaderas” precisamente, observaba su viva irradiación incidir en el somero y desperdigado urbanismo de Cartajima, arrancar la blancura de sus casas encaladas y acogedoras, divulgadas con silencios y en fila por la loma, encaminadas por la torre rectangular de tres pisos de la iglesia del Rosario; y ante esta se detuvo, un segundo, un instante, el geométrico relumbrón, y pareció guiñarla con la complicidad de compartir un secreto milenario o una búsqueda recóndita. Bello, en un contraste de oleo fresco y aguafuerte frente al precipicio de pétreos y rugosos gigantes cárdenos que amparaban el valle del Genal, socavado por un torrente del vergel con sus resonancias paradisíacas y virginales. Luego, la pilastra esplendente se desplazó, bajando el altozano, reluciendo como un faro en una noche esmerilada de luna nueva, a los plomizos peñascos de curiosas fisonomías, las encinas, alcornoques y olivos más oscuros, a los castaños en los que avivaba el incendio opaco de sus hojas o de las yacidas en un lecho de bronce viejo. Se movía aquella, sobria y cumplidora, acuciosa, de un lugar a otro, manteniendo un criterio lineal, predeterminado, meticuloso, como si buscase alguno de los tesoros antiguos aún por descubrir, esos de los tiempos de moros o visigodos, tangibles o míticos, o una última epifanía de esperanza para un mundo que perdía la credibilidad en lo legendario, en lo mágico, en los cuentos del “Érase una vez… y colorín, colorado…” Excepciones, allí, o mejor allá, existían, o se produjeron, como para inventar la fantasía en realidad, los ensueños en hechos, sea para unos pocos, privilegiados y sigilosos, en baldosas deslavazadas de un ancestral camino dorado y soterrado. ¿Qué guardaba el primer sueño? ¿Qué guardaba la tierra de nuestros pasos?

Continuaba lloviendo, una pantalla acuosa se interponía entre nosotros, cada vez más impenetrable; pero a la columna de luz parecía no importarle, en su afán inquisidor, penetrante en una tierra a la que desclavar su misterio, curiosa de riquezas celosamente protegidas, o con servir de señal, de guía, de mapa de leyenda con sus ilustrativas instrucciones y cruces de entusiasmo; para mí, para ti, para los buscadores conscientes de encontrar fuera cuanto llevábamos dentro y olvidado desde que la imaginación del niño se quedó en un pasado sin tiempo, en una aventura imperecedera y ya jamás apelada. Pena de nostalgia ciega y cicatrizada. Entonces, pensé qué pasaría cuando me alcanzara y me apresara y me alumbrara el circunscrito alud o ráfaga, como un foco presente en las tablas, en el escenario de la existencia que miraba tras las bambalinas y descubría parte del entramado oculto del universo. Qué sucedería…

Y aconteció, acaso de la forma en que las revelaciones imprevistas penetran y despiertan a la vida en un resorte para vivirla, en un susurro no se supo si del viento o de la llamada del nimbo que me traspasó con una sentencia, como unas palabras escritas en el vaho del espejo de los días, en la madura medianía, en la sonrisa de un arco iris invisible a mis ojos que rasgueara con letras de lluvia mi conmoción y a mi más íntima filosofía. En verdad, concebí, a mi edad, sí, sentí cómo cada vez queremos más a las cosas que guardamos, que atesoramos, y no a las que nos aguardan, … mañana, ahora, tras la esquina, entre las páginas de un libro, en unos acordes de música, en colores expresivos, o ese azogue, en una alameda de otoño, o en un entorno de riscos laberínticos y un bosque ocre de ensueño. Preferimos las cosas que retenemos y no las que, de querer, nos esperan. Y en esto se destila, como la sutileza de la búsqueda de esa columna de luz, el aguardo inquieto del elixir de la eterna juventud, en un presente como esos pliegues remotos, lleno de dobleces, de la inmortalidad fascinada en los pequeños detalles.

 

UN AGUARDO INQUIETO

F.J. CALVENTE ©

 

 

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