Un rayo de luz… No, un haz,
un manojo de fucilazos de sol, de un dedo de Dios si se prefiere, de un rastro
de polvillo mágico, consistente y a su vez traslúcido. Una columna oblicua y
luminiscente que de improviso, trémula y segura, se abrió paso, hendió como un
cuchillo la nata de una tarta fría, el arrugado nublado que vaheaba una lluvia
fina. Un incómodo y travieso poniente, se hizo cómplice de la apresurada
inquisición de la refulgencia en una tierra callada por una tiniebla de borrasca,
revolviendo el intersticio en el cielo, el agujero entre las grises nubes, con nerviosa
diligencia, y provocaba al escorado puntal de un albor de tímida llamarada,
saltar y desplazarse de aquí a allá, buscando o buscándome o buscándonos a
todos o solo a los conscientes que lo advertíamos y nos calaba de emoción y perfección.
En una lejanía muy cercana, desde
“Las Aguzaderas” precisamente, observaba su viva irradiación incidir en el
somero y desperdigado urbanismo de Cartajima, arrancar la blancura de sus casas
encaladas y acogedoras, divulgadas con silencios y en fila por la loma, encaminadas
por la torre rectangular de tres pisos de la iglesia del Rosario; y ante esta
se detuvo, un segundo, un instante, el geométrico relumbrón, y pareció guiñarla
con la complicidad de compartir un secreto milenario o una búsqueda recóndita. Bello,
en un contraste de oleo fresco y aguafuerte frente al precipicio de pétreos y
rugosos gigantes cárdenos que amparaban el valle del Genal, socavado por un torrente
del vergel con sus resonancias paradisíacas y virginales. Luego, la pilastra esplendente
se desplazó, bajando el altozano, reluciendo como un faro en una noche esmerilada
de luna nueva, a los plomizos peñascos de curiosas fisonomías, las encinas,
alcornoques y olivos más oscuros, a los castaños en los que avivaba el incendio
opaco de sus hojas o de las yacidas en un lecho de bronce viejo. Se movía
aquella, sobria y cumplidora, acuciosa, de un lugar a otro, manteniendo un
criterio lineal, predeterminado, meticuloso, como si buscase alguno de los tesoros
antiguos aún por descubrir, esos de los tiempos de moros o visigodos, tangibles
o míticos, o una última epifanía de esperanza para un mundo que perdía la
credibilidad en lo legendario, en lo mágico, en los cuentos del “Érase una vez…
y colorín, colorado…” Excepciones, allí, o mejor allá, existían, o se produjeron,
como para inventar la fantasía en realidad, los ensueños en hechos, sea para
unos pocos, privilegiados y sigilosos, en baldosas deslavazadas de un ancestral
camino dorado y soterrado. ¿Qué guardaba el primer sueño? ¿Qué guardaba la
tierra de nuestros pasos?
Continuaba lloviendo, una
pantalla acuosa se interponía entre nosotros, cada vez más impenetrable; pero a
la columna de luz parecía no importarle, en su afán inquisidor, penetrante en
una tierra a la que desclavar su misterio, curiosa de riquezas celosamente protegidas,
o con servir de señal, de guía, de mapa de leyenda con sus ilustrativas instrucciones
y cruces de entusiasmo; para mí, para ti, para los buscadores conscientes de
encontrar fuera cuanto llevábamos dentro y olvidado desde que la imaginación
del niño se quedó en un pasado sin tiempo, en una aventura imperecedera y ya
jamás apelada. Pena de nostalgia ciega y cicatrizada. Entonces, pensé qué
pasaría cuando me alcanzara y me apresara y me alumbrara el circunscrito alud o
ráfaga, como un foco presente en las tablas, en el escenario de la existencia
que miraba tras las bambalinas y descubría parte del entramado oculto del
universo. Qué sucedería…
Y aconteció, acaso de la
forma en que las revelaciones imprevistas penetran y despiertan a la vida en un
resorte para vivirla, en un susurro no se supo si del viento o de la llamada
del nimbo que me traspasó con una sentencia, como unas palabras escritas en el
vaho del espejo de los días, en la madura medianía, en la sonrisa de un arco
iris invisible a mis ojos que rasgueara con letras de lluvia mi conmoción y a mi
más íntima filosofía. En verdad, concebí, a mi edad, sí, sentí cómo cada vez
queremos más a las cosas que guardamos, que atesoramos, y no a las que nos aguardan,
… mañana, ahora, tras la esquina, entre las páginas de un libro, en unos
acordes de música, en colores expresivos, o ese azogue, en una alameda de otoño,
o en un entorno de riscos laberínticos y un bosque ocre de ensueño. Preferimos
las cosas que retenemos y no las que, de querer, nos esperan. Y en esto se destila,
como la sutileza de la búsqueda de esa columna de luz, el aguardo inquieto del
elixir de la eterna juventud, en un presente como esos pliegues remotos, lleno
de dobleces, de la inmortalidad fascinada en los pequeños detalles.
“UN
AGUARDO INQUIETO”
F.J.
CALVENTE ©
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