Debe ser interesante desaparecer
en la niebla. Y agradable. A ver cómo sucedería … Un paso invidente, o este entre
formas desvanecidas, y luego otro, y otros, también ciegos, o confusos… Un mirar
sin mirar dentro de la blancura húmeda. Un subsiguiente paso, prudente,
encantador; y además turbador, o grave, hacia delante, siempre adelante. Un
paso, dos, tres, cuatro, … sin mirar atrás, o un caminar allende, en vanguardia,
o a un lado, o en su opuesto, inclusive si lo es o no de desacorde, de costado
o escorado, de una orilla a la otra, de un balcón del puente al otro. No un caminar
atrás, pues si ya en situaciones normales es difícil andar de espaldas, qué
decir de efectuarlo íntimamente en esta niebla espesa que envuelve el Puente
Nuevo, y la que difumina o hace menos fascinante, menos pavoroso, el abismo del
Tajo. O también dotar a ese andar entre la bruma, allá, del atractivo de no
encontrar muros, fronteras, ni límites, ni horizontes, ni extremos, ni suelos,
solo cielos, restringidos, en o a un palmo de todos o de uno de nosotros, quién
sabe a continuación si otro, en un relevo, un testigo, o un término con la cuerda
que se rompe, la tierra que se abre, el agujero o la abismal hendedura, nada, porque
más allá del Tajo no hay nada, o solo un recuerdo desnudo, la memoria de las
almas atormentadas que jamás regresarán a este tiempo de impasibles supervivientes.
Cielos condicionados, que caen de arriba hacia muy abajo, para hacer más franco
el vacío, de un precipitar y ahí precipitado. “… esas metáforas
tranquilizadoras, esa vieja tristeza satisfecha de volver a ser el de siempre,
de continuar, de mantenerse a flote contra viento y marea, contra el llamado y
la caída.” Cortázar. De acuerdo que de esta suerte (chirría la locución, irónica,
por agudeza mejor mantenerla) cualquier problema dejaría de serlo, aunque del
mismo modo cualquier satisfacción declinaría de su efecto; preferible dejarlo estar,
sí, desistir, renunciar y mantener el tránsito por una curiosidad, frágil naturalmente,
pero segura, segura por no invocar y consumar el salto, la caída, el derrumbe,
al otro lado, donde no hay nada o donde cabe todo, hasta lo hipotético; indemne
aquí, los pies firmes en el adoquinado, aun en su impreciso recorrido o era un vuelo.
Un frescor de vida, no un rocío níveo de ausencia.
Debe ser interesante
desaparecer en la niebla. Las mansiones solariegas, suspendidas, encaramadas a
la espantosa cornisa por un sortilegio ancestral, con sus perfiles desvaídos, asoman
en unos trazos espectrales, de inquieta presencia, inquietan en qué se hayan
convertidos tras siglos de asombros, asusta hasta su contingencia, el delicado
vislumbre de aquella posibilidad de cambio, de su transformación, qué fantasía hecha
verdad, o qué maldición cercana y fatal. La épica de la imaginación donde se
puede ser héroe o villano, todo o parte, cero. La herida o el blanco vendaje. Flotar
en una nube a ras de realidad, baja, con esa sensación de ingravidez, versátil,
en la superficie de todo, o en esa probabilidad de desbaratar la renuncia, la
detención, el miedo, el impulso que empuja, hace saltar, para terminar cayendo
en el mismo lugar, y recomenzar, o abandonarse en una habitual pereza
existencial. El desfiladero entre gasas que ondean con parsimonia como velos al
viento, mientras repiquetean las campanas de Santa María la Mayor, en el
anuncio luctuoso de un luto antiguo. Silencio. Acaso en este tul lechoso puedan
buscarse los besos que no se dieron, a los abrazos que no se propusieron, las
gracias relegadas en un frívolo menoscabo, de orgullo o presunción; incluso los
NO, con mayúscula, intensos, que no se dijeron, que se camuflaron con ambigüedad,
con el matiz amarillo que cien veces empequeñeció al rostro afligido, la jeta
traicionada, con ese sopor apenas disimulado; con las risas que se reprimieron,
las muecas divertidas que se congelaron, los gritos en soledad enmudecidos por
sigilos heridos, tantos desahogos, tantas evasiones coartadas, aniquiladas, inmoladas
por mor del sentido común o el menos común…; a tantos sueños apagados en un
brusco movimiento de cabeza, a un lado y a otro, a un lado y a otro, con fuerza;
ganas amordazadas, entretelas desgarradas, ilusiones resignadas, ir a la
búsqueda de lo que fue y cuando no fue nada, y nada yacerá en este lienzo
inmaculado, quebradizo y efímero. La idea. La intención. O la magia de fugarse
o adentrarse en una evasión, pues aquí es posible, en una salida, ahora, no
después, sin importar que no se adviertan. Huir, de quién o de qué o hacia dónde,
en cualquier caso de nosotros mismos o de esos otros secuestradores a cambio de
comodidad y resignación.
Debe ser interesante
desaparecer en la niebla. Y emerger en otro universo, en otra dimensión donde
esas piedras puedan amoldarse con las manos, por qué no, crearlas o destruirlas,
arrojarlas o desmenuzarlas en un polvo de ocaso, fantasearlas, o incluso
integrarlas, a comerlas de codiciarse, saciarse de quimera, de ese corazón que respira,
y que palpita inquietud, y curiosidad, y solución para el olvido, para el
cansancio, para una suerte, (¡otra vez!), la entelequia vaporosa como esas
lágrimas que de la misma manera son nebulosas, las de un mundo que por unos
momentos quiere esconderse de sí mismo, de su medio, el efecto convexo de que
quizás luego sea otro, otro ambiente, otro universo, o un vaho sobre el espejo
de los días retraídos… Y es que, asimismo, cuántas veces se reprime escribir,
pintar, en el vaho impregnado en un azogue fiel de la ocasión… Ahora no, no es conveniente,
por la turbia y abstraída marcha, escribir en la saturada exhalación del espejo,
o acaso solo o cuanto se parezca a garabatear un “tonto quien lo lea” en el
chorreo del aliento, sin perdones ni escrúpulos, propios y menos ajenos, para reírnos
de nuestro espantajo habitual y despedazar la cuota diaria de oscuridad; ni perfilar
un corazón, ese boceto cursi y frívolo; estaría bien, por ejemplo, que donde correspondería
a nuestra boca en ese reflejo de metal, de cristal empañado, trazar una enorme
curva ascendente, una sonrisa grande, casi de oreja a oreja que ahora, con otros
trazos, las dos son considerables, morrocotudas, mientras con un seco pulsar,
unos toques rotundos con el dedo, uno, después otro, y otro, para bosquejar una
tras otra las lágrimas que caen de unos ojos que no ven, las que no tienen que
ser de tristeza, tampoco de alegría, tal vez de melancolía. Este solaz, esta
recreación acomodada en la lucidez de piedras y forjas, de unas lanzas que no
infringen, no penetran la neblina, al despeñadero, físico y fabuloso, en un
balcón donde el conformismo y el miedo impuro sí que logran mirar abajo en el barranco,
con recelo, o tal vez miran una calle donde ruedan las rutinas una y otra vez,
una tras otra, en un carrusel, como si se dieran infinitas vueltas a la
glorieta de Ríos Rosas. El accidente o la fortuna, la pérdida o el encuentro,
pueden suceder aquí, en este puente de las posibilidades imposibles, o paso tras
paso, adelante, en un avanzar por la sinuosidad de una calle a la que, por la
densidad, por el tupido embrujo, por el sellado de otro tiempo ya, el celaje ya
no solo esfuma las formas, la materia, de las casas, de las esquinas, de los
fanales o de las aristas, sino que por ese itinerario brumoso, primero La Ciudad
y después el Barrio San Francisco, logren desintegrarse, deslizarse con secreto
por la inclinación de esta hondura para desaparecer en el vacío que no es negro
sino blanco; o reivindicar su origen, el nuevo comienzo, el primer instante para
un primigenio hágase su voluntad o era única y nuestra.
Debe ser interesante
desaparecer en la niebla. Hoy el escenario, la trágica circunstancia, todavía
más cruda, invita o inspira a introducirse en la neblina, y a perderse o hallarse
en la ilusión de un nuevo y amable paradigma, o en la vuelta de un relato anterior
vivo y dichoso. El silencio en las calles. El desarraigo. Los establecimientos
cerrados. La ciudad cerrada. Los saludos lejanos. La congoja. Los contagios. La
muerte. El temor. No hay nadie, solo la amenaza de la pandemia. El poder de un
coronavirus que se nutre de nuestra soberbia, de nuestro fatuo privilegio. Adentrarse
en la bruma, sin que poco del entorno moleste, sin ninguna mudanza, ni gentes
ni coches ni prisas, para olvidarse o esconderse de la epidemia, de los abrazos,
besos y reuniones que se han convertido en este vaho persistente, en una
memoria sutil y ahíta de nostalgia.
Debe ser interesante
desaparecer en la niebla. Y comprobar después si el mundo ha cambiado algo. La
sensación de perderse en sueños que irritan por no ser recordados, en esa
sombra blanca, movediza, tortuosa, contrayéndose y expandiéndose, como los pulsos
de un corazón propio, retirándose y recogiéndose, y la que, al adentrarse con
decisión en ella, con fantasía, envuelva el alma y la haga avanzar hacia delante,
siempre, sin saber dónde, pero sin mirar atrás. Debe ser interesante, y
agradable…
“DESAPARECER
EN LA NIEBLA”
© F.J.
Calvente.
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